Una profecía gitana: Bram Stoker

Una profecía gitana (A Gipsy Prophecy) es un cuento de terror del escritor irlandes Bram Stoker, Se publicó por primera vez en diciembre de 1885 en el periódico The Spirit of the Times, en Nueva York. 

Esta historia se publicó por primera vez en forma de libro en 1914 en la tercera colección de historias cortas de Stoker, El invitado de Drácula y otros relatos extraños (Dracula's Guest and Other Weird Stories). Además apareció en el número de febrero de 1937 de Weird Tales. Y posteriormente en 1997 apareció en Best Ghost and Horror Stories. 

A Gypsy Prophecy es uno de los cuentos menos conocidos de Stoker, una narración irónica y teñida de ese sentimentalismo que caracterizó gran parte de su escritura, pero que también prueba claramente el interés que despertaban en él asuntos como la adivinación del porvenir.   

A Gipsy Prophecy, Bram Stoker (1847 - 1912)



Creo que lo mejor —dijo el doctor— es que uno de nosotros vaya a comprobar si se trata o no de un engaño.

—De acuerdo —contestó Considine—. Cuando acabemos de cenar, nos fumamos un puro y nos acercamos al campamento.

Y así, después de cenar, y tras haber terminado el Latour , Joshua Considine y su amigo el doctor Burleigh se encaminaron hacia el lado este del páramo, donde se levantaba el campamento gitano. Según salían, Mary Considine, que se había acercado hasta el final del jardín, justo donde empezaba el camino, llamó a su marido:

—Joshua, por favor, recuerda que vas a darles una oportunidad, no la fórmula para hacerse ricos. No tontees con ninguna mujer gitana ni dejes que Gerald haga ninguna tontería.
Considine alzó la mano como única respuesta, como si estuviera haciendo un juramento, y se puso a silbar la vieja canción “La Condesa Gitana” . Gerald se le unió en la melodía y, entre risas, saludaron una y otra vez con la mano a Mary, que estaba apoyada en la verja contemplando cómo se alejaban a la luz del atardecer.

Era una hermosa noche de verano. Todo estaba en completa calma y se respiraba una felicidad serena, como si aquella alegría y aquel sosiego hubieran hecho del hogar de la joven pareja un paraíso. La vida de Considine había sido bastante normal. El único acontecimiento digno de mención, del que él tuviera conciencia, había sido su relación con Mary Winston y la continua oposición de sus ambiciosos padres, que esperaban un buen partido para su única hija.

Cuando el señor y la señora Winston descubrieron el amor que su hija sentía por aquel joven abogado, intentaron mantener separada a la joven pareja. Enviaron a su hija fuera a hacer un sinfín de visitas y le hicieron prometer que no escribiría a su enamorado durante su ausencia. Pero Amor pasó la prueba. Ni la lejanía ni la falta de noticias parecieron enfriar la pasión del joven, quien no conocía los celos. Así, y tras una larga espera, los padres cedieron y los jóvenes se casaron.


Vivieron unos meses en la casa de campo y empezaron a sentirse cómodos. Una semana antes, había ido a pasar unos días con ellos Gerald Burleigh, un viejo
compañero de Joshua y víctima en el pasado de la belleza de Mary. Se quedaría allí hasta que se lo permitiera su trabajo en Londres.
Cuando ya casi no veía a lo lejos a su marido, Mary entró en la casa, se sentó al piano y tocó durante una hora a Mendelssohn .

No era más que un corto paseo por los alrededores. Antes de que se les acabaran los puros, los dos hombres habían llegado ya al campamento gitano. El lugar era tan pintoresco como suele serlo este tipo de sitios (cuando acampan en los pueblos y el negocio se da bien). Había algunas personas alrededor del fuego jugando, y otras muchas, bien porque fueran más pobres o más tacañas, se mantenían apartadas a un lado, pero lo suficientemente cerca como para ver lo que sucedía.

A medida que los dos caballeros se iban acercando, los gitanos, que conocían a Joshua, se apartaban. De entre ellos salió una hermosa y dulce muchacha y les preguntó si querían que les dijese la buenaventura. Joshua acercó hacia ella su mano, pero la chica, como si no se hubiera dado cuenta del gesto, le miró a la cara de una forma muy extraña. Gerald le dio un codazo.

—Tienes que darle una moneda de plata. Forma parte del misterio.
Joshua sacó del bolsillo media corona y se la alargó pero, sin atender a lo que ocurría, la joven respondió:

—Tiene que darme una moneda de oro.

Gerald se echó a reír:

—Vales mucho —añadió.

Joshua era de ese tipo de hombres que son capaces de mantener la mirada de una joven. Por eso, tras dudarlo un instante, contestó:

—De acuerdo. Toma, cariño, pero no olvides que tienes que decirme algo bueno — y le dio medio soberano.

Ella lo cogió y dijo:

—No soy yo quien va a darte buena o mala suerte, sólo leo lo que dicen las estrellas.

Le cogió la mano derecha y volvió la palma hacia arriba. Nada más verla, la soltó, como si estuviera ardiendo, y asustada, se marchó corriendo. Alzó la cortina de una tienda enorme que estaba situada en el centro del campamento y desapareció.

—Te han vuelto a engañar —dijo con cierto cinismo Gerald.

Joshua estaba un poco asombrado y no del todo satisfecho. Los dos hombres miraron hacia la tienda. De ella no salió la muchacha, sino una mujer de mediana edad, de porte elegante y cuya sola presencia imponía respeto.

El silencio pareció invadir todo el campamento. Durante unos segundos cesó el alboroto, las risas y el ruido. Los hombres y las mujeres, ya estuvieran sentados, agachados en cuclillas o recostados, se pusieron de pie y miraron a la señorial gitana.

—La Reina —susurró Gerald—. Es nuestra noche de suerte.
La Reina miró con sus ojos penetrantes todo el campamento y, sin dudarlo, se acercó a Joshua y se detuvo ante él.

—Enséñeme la mano —dijo en tono imperativo.
Gerald susurró otra vez:

—Nadie me hablaba así desde que estuve en el colegio.

—Ponga una moneda de oro en su mano.

—Ése es el misterio del juego —susurró Gerald, mientras Joshua volvía a poner otro soberano en la palma de su mano.

La gitana miró la mano y frunció el ceño. Le miró a la cara y dijo:

—¿Tiene un corazón lo bastante grande, una voluntad lo bastante fuerte como para luchar por la persona que ama?

—Eso espero. Me temo que no tengo la vanidad suficiente como para responder con un rotundo sí.

—Entonces, yo contestaré por usted. Veo la valentía en su rostro, cierto valor que no se detendría ante nada. ¿Tiene usted mujer, la ama?

—Sí —respondió categóricamente.

—Debe dejarla enseguida, no debe volver a verla nunca más. Apártese de ella, ahora que todavía siente amor y que su corazón está exento de maldad. Ha de darse prisa, huya lejos y no vuelva a verla.

Joshua retiró la mano y le dio las gracias en un tono duro, pero sarcástico.

—Ya te lo advertí —dijo Gerald—. Sabía que no te iba a gustar. Pero no tiene ningún sentido enfadarse con las estrellas ni con sus profetas. No tires tu dinero. Al menos, escucha lo que dice.

—¡Cállese, blasfemo!—le ordenó la Reina—. No sabe ni lo que dice. Deje que se vaya, que se vaya sin escucharme, si no quiere hacerme caso. Joshua se volvió:

—Sea lo que sea —dijo—, prefiero que me lo diga. Señora, usted me ha dado un consejo y yo le he pagado para que me leyera la buenaventura.

—¡Tenga cuidado!—dijo la gitana—. Las estrellas han estado calladas durante mucho tiempo. No haga que desvelen el misterio ahora.

—Señora, no todos los días se encuentra uno con un misterio y, ya que he le pagado, prefiero saberlo todo. Cuando me propongo algo, no paro hasta conseguirlo.

Gerald repitió el mismo pensamiento:

—No tenemos nada que perder.

La Reina gitana les lanzó una mirada severa y, a continuación, dijo:

—Como quieran. Ustedes deciden. No han querido hacer caso de mi advertencia. ¡Que sobre sus cabezas se cierna la maldición!

—¡Amén! —respondió Gerald.

La Reina agarró de nuevo la mano de Joshua y comenzó a decirle la buenaventura.

—Veo sangre, la sangre va a correr dentro de poco. La veo correr. Fluye entre un anillo partido en dos.

—¡Vámonos! —dijo Joshua con una sonrisa. Gerald permanecía en silencio.

—¿Quieren que sea más explícita?

—Por supuesto. A los mortales nos gustan las cosas claras. Las estrellas están muy lejos y sus palabras no nos dicen demasiado.

La gitana se estremeció y habló en un tono sobrecogedor:

—¡Es la mano de un asesino, del asesino de su mujer!

Soltó la mano y se volvió de espaldas.

Joshua se rió.

—¿Sabe? — le dijo—. Creo que, si yo fuera usted, sería más convincente.

Por ejemplo, usted ha dicho: “Es la mano de un asesino.” Bien, lo que pueda ocurrir en el futuro no tiene demasiado sentido ahora, en el presente. Usted debería decir la buenaventura en términos como “ésta será la mano de un asesino”, mejor dicho, “la mano de alguien que asesinará a su mujer”. Veo que a las estrellas no se les da muy bien esto de las cuestiones técnicas.

La gitana no dijo ni una sola palabra pero, desanimada y mirando hacia el suelo, se dirigió hacia la tienda. Levantó la cortina y desapareció.

Los dos hombres se encaminaron de vuelta a casa en silencio y atravesaron el páramo. Tras dudarlo unos instantes, Gerald rompió el silencio.

—    No es más que una broma, una broma de mal gusto, pero no deja de ser una broma. ¿No sería bueno no contarlo?

—¿Qué quieres decir?

—No se lo cuentes a tu mujer. Podría asustarse.

—¿Asustarse? Querido Gerald, ¿qué quieres decirme con eso? Mary no se asustaría ni tendría miedo de mí ni aunque todos los gitanos del mundo, que nunca son de Bohemia, le dijeran que yo voy a asesinarla o que quiero lo peor para ella.

Ante aquellas palabras, Gerald protestó:

—Querido amigo, las mujeres son mucho más supersticiosas que nosotros, los hombres. Además, tienen un sistema nervioso diferente al nuestro. Lo veo todos los días en mi trabajo. Hazme caso, no se lo digas. Vas a asustarla.

Mientras le respondía, Joshua endureció sin darse cuenta la expresión de su rostro:

—Mi querido amigo, nunca tendría secretos con mi mujer. De ser así, todo cambiaría entre nosotros.

No nos tenemos secretos. Pero si algún día ocurre, puedes
empezar a pensar que hay algo raro.

—Bueno —dijo Gerald—. Para impedir que pase nada desagradable, te vuelvo a pedir que me hagas caso.

—Eso mismo dijo la gitana —añadió Joshua—. Parece que os habéis puesto de acuerdo. Dime, ¿lo teníais preparado? Porque fuiste tú quien me habló del campamento gitano. ¿Lo arreglaste todo con Su Majestad?

Lo dijo en un tono burlón. Gerald le aseguró que había oído hablar por primera vez del campamento aquella mañana y se rió de las preguntas que le había hecho su amigo. Entre broma y broma llegaron de vuelta a la casa.

Mary estaba sentada junto al piano, pero no tocaba. El anochecer la había llenado de melancolía y las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Al entrar los dos hombres, se acercó a su marido y le besó. Joshua estaba serio.

—Mary —le dijo en un tono seco—, antes de acercarte, escucha las palabras del Destino. Las estrellas han hablado y se avecina la tragedia.

—¿Qué dices, cariño? Cuéntame lo que han dicho las estrellas, pero no me asustes.

—No quiero asustarte, mi amor, pero hay algo que debes saber. Mejor dicho, debes saberlo para que todo salga bien.

—Cuéntamelo todo, cariño. Te escucho.

—Mary Considine, tu figura bien podría estar en el Museo Madame Tussaud. Las imprudentes estrellas han traído un hado funesto: esta mano está manchada
de sangre, de tu sangre. ¡Mary, Dios mío!

Corrió hacia ella, pero fue demasiado tarde. Su mujer cayó al suelo desmayada.

—Te lo advertí —dijo Gerald—. Las conozco mejor que tú.

Tras unos instantes Mary recobró la consciencia, pero le dio un ataque de nervios. Se reía, lloraba, deliraba y gritaba:

—Apártate de mí, Joshua.

Éstas y otras palabras de súplica y miedo salían de su boca.

A Joshua Considine le invadió la angustia. Cuando Mary se tranquilizó, se arrodilló a su lado y le besó los pies, las manos, el cabello; le dijo palabras tiernas y la llamó con los nombres más dulces que conocía. Se pasó toda la noche sentado junto a ella, con sus manos entre las suyas. Cuando estaba a punto de amanecer, la joven se despertó y gritó como si tuviera miedo, pero se calmó al ver que su marido estaba a su lado.

Desayunaron tarde y, mientras, Joshua recibió un telegrama. Le reclamaban en Withering, a unas veinte millas de allí. No le apetecía ir, pero seguro que Mary no querría que se quedase. Así que salió solo antes del mediodía en su coche de caballos.

Cuando se hubo marchado, Mary se retiró a su habitación. No bajó a comer, pero sí salió a reunirse con su invitado a tomar el té en el jardín debajo del sauce llorón. Apenas se percibía en ella rastro alguno de la enfermedad de la noche anterior. Después de charlar de forma desenfadada durante un rato, la joven le dijo a Gerald:

—Anoche me comporté como una estúpida, pero no pude evitar asustarme. Incluso ahora, me quedo helada sólo de pensarlo. Pero, al fin y al cabo, puede que sólo sean imaginaciones de esa gente. Sin embargo, sé qué hacer para descubrir si era mentira, si es que lo era realmente —apuntilló con cierto tono de tristeza en la voz.

—¿En qué estás pensando? —le preguntó Gerald.

—Voy a ir al campamento gitano para que la Reina me diga la buenaventura.

—¡Estupendo! ¿Puedo ir contigo?

—¡No, no saldría bien! Podría reconocerte, nos relacionaría e intentaría no contradecirse. Iré yo sola esta noche.

Cuando se hizo de noche, Mary Considine se encaminó hacia el campamento gitano. Gerald la acompañó hasta el límite del campamento y volvió solo.

Apenas había transcurrido media hora cuando Mary entró en el salón. Allí estaba Gerald sentado en un sofá leyendo. Estaba terriblemente pálida y nerviosa.

Nada más traspasar la puerta, se dejó caer en el suelo y comenzó a llorar sobre la alfombra. Gerald corrió a ayudarla. No sin gran esfuerzo, la joven consiguió calmarse y le indicó con la mano que no dijera nada. Él la obedeció, y fue el mejor remedio porque, en unos minutos, estaba recuperada y pudo contarle lo que había ocurrido.

—Cuando llegué al campamento, parecía como si no hubiera ni un alma. Me coloqué en el centro y me quedé allí quieta. De repente, apareció a mi lado una mujer alta.

—Algo me dice que quiere verme —me dijo—. Extendí la mano y puse una moneda de plata en ella. La mujer se quitó del cuello una fina cadena de oro y me la puso también en la mano. Entonces, cogió la moneda y la cadena y las lanzó al riachuelo que pasa por allí. Sujetó mis manos entre las suyas y me dijo:

 —Sólo veo sangre —y se volvió para irse. La agarré y le pedí que me contara algo más. Dudó unos instantes pero, al final, se decidió a continuar.

—Te veo tendida a los pies de tu marido. Sus manos están llenas de sangre.

Gerald se sentía incómodo y trató de tomárselo a risa.

—Claro —dijo—. Lo que pasa es que a esa mujer le vuelve loca la sangre.

—No te burles —le respondió Mary—. No lo soporto. —Y, movida por un impulso repentino, se fue de la habitación.

Poco después, regresó Joshua, alegre, animado y tan hambriento como un cazador tras un largo día de caza. Su mujer, que ahora parecía mucho más animada, se puso muy contenta al verle, pero no le contó nada de su visita al campamento gitano, y Gerald tampoco dijo la más mínima palabra sobre aquello. Como si se tratara de un acuerdo tácito, no mencionaron el tema durante toda la velada. Pero Gerald no pudo dejar de observar algo extraño en la mirada de Mary.

A la mañana siguiente, Joshua bajó a desayunar más tarde de lo habitual. Mary ya llevaba despierta y dando vueltas por la casa desde hacía casi una hora pero, a medida que iba pasando el tiempo, parecía cada vez más nerviosa y su mirada volvía a reflejar de nuevo cierta angustia. Gerald se dio cuenta de
que nadie podía con el desayuno. Las chuletas estaban duras y los cuchillos no cortaban. Él no era más que un invitado y, por supuesto, no dijo nada, pero pudo ver a Joshua pasando el dedo pulgar por la hoja del cuchillo en actitud medio ausente. Al verlo, Mary se puso pálida y casi perdió el conocimiento.

Después de desayunar, salieron al jardín. Mary se puso a coger flores para hacer un ramo, y le dijo a su marido:

—Corta unas cuantas rosas de té, cariño.

Joshua cogió algunas de las que había a la entrada de la casa. Dobló los tallos, pero eran demasiado fuertes para partirlos. Se metió la mano en el bolsillo y buscó su navaja. No la tenía.

—Gerald, déjame tu navaja.

Como Gerald tampoco tenía, Joshua fue a la sala donde habían desayunado y cogió un cuchillo de encima de la mesa. Salió al jardín. Iba pasando el dedo por la hoja y refunfuñando:

—¿Qué les ha pasado a los cuchillos? Parece como si hubieran cortado con ellos tierra.
Mary se dio la vuelta y entró en casa. Joshua intentó cortar los tallos con el cuchillo desafilado, como cuando los cocineros cortan el cuello a los pollos o los colegiales cortan una cuerda. No le costó mucho y, como vio que había muchas rosas, decidió hacer un ramo grande.

En el aparador donde se guardaban los cubiertos no había ni un solo cuchillo afilado. Llamó a Mary y le contó lo que pasaba. Ella estaba tan nerviosa y triste que Joshua se dio cuenta y, asombrado y dolido, le preguntó:

—¿Has hecho tú esto?

Ella le interrumpió:

—¡Joshua, tenía miedo!

Él permaneció en silencio unos instantes. Su rostro se le fue poniendo cada vez más pálido y rígido:

—¡Mary!—le dijo—, ¿es esto todo lo que confías en mí? Jamás habría pensado nada igual de ti.

—¡Joshua, Joshua! —gritó suplicándole—. ¡Perdóname! Y comenzó a llorar con amargura.

Joshua se quedó pensativo y añadió:

—Ya sé lo que está pasando. O terminamos con esta historia o nos vamos a volver todos locos.

Entró corriendo en el salón.

—¿Adónde vas? —le gritó Mary.

Gerald comprendió lo que quería decir su amigo: no se iba a conformar con unos cuchillos que no cortaban sólo porque lo dijera una superstición. Así, no se sorprendió cuando le vio a través de la contraventana con un enorme cuchillo gurja, que solía estar en la mesa de centro y que su hermano le había traído del norte de la India. Era uno de esos grandes cuchillos de caza que se utilizaban durante los motines contra los enemigos de los leales gurjas . Pesaban bastante, pero se manejaban con facilidad y parecían más ligeros de lo que realmente eran. La hoja cortaba como una cuchilla. Un gurja era capaz de partir una oveja en dos con uno de ellos.

Cuando Mary lo vio salir de la habitación con el arma en la mano, dio un grito de terror y volvió a sufrir un nuevo ataque de nervios.

Joshua corrió hacia ella y, al verla desvanecerse, arrojó a un lado el cuchillo e intentó cogerla.

Pero le faltó un segundo, sólo uno. Los dos hombres gritaron a la vez cuando la vieron desplomarse sobre la hoja desnuda.

Cuando Gerald se abalanzó sobre ella, vio que, en la caída, la mano de la joven se había golpeado contra la hoja del cuchillo, que permanecía con la parte afilada hacia arriba sobre la hierba. El corte le había seccionado algunas pequeñas venas y la sangre brotaba de la herida. Mientras le taponaba el corte, le dijo a Joshua que el cuchillo había cortado también la alianza.

La joven había perdido el conocimiento, y la llevaron dentro de casa. Poco después, volvió en sí. Llevaba el brazo en cabestrillo, pero se sentía tranquila y feliz. Le dijo a su marido:

—La gitana estuvo muy cerca de la verdad, demasiado cerca para que se cumpliera, cariño.
Joshua se inclinó sobre ella y le besó la mano herida.   



Versión del relato: www.blindworlds.com

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