El modelo de Pickman (Pickman's Model) es un relato corto sobre vampiros del escritor norteamericano H.P. Lovecraft escrito en septiembre de 1926 y publicado por primera vez en la edición de octubre 1927 de Weird Tales. Fue adaptada para la televisión en 1972 como un episodio de la Noche de Galería (Night Gallery) serie de antología.
Pickman es un pintor cuyos cuadros se basan en una
terrorífica temática plagada de monstruos realizando actos terribles,
aunque no es esto lo más impresionante, sino el realismo que las obras
transmiten. En un principio lo único inquietante para nuestro personaje
principal (Thurber), es el hecho de no entender de dónde saca su
compañero tan "magnífica" inspiración. Al final del relato, se da a
entender que el origen de esta inspiración es debido a que Pickman
cuenta con modelos muy cercanos.
Uno de los últimos cuadros que se logran ver antes de terminar la
historia, es precisamente una inquietante imagen de seres horribles, al
parecer acompañados del mismísimo Pickman, quien, de ese modo, podría no
ser un ser humano común...
Pickman's model, H.P. Lovecraft (1890-1937)
No
es necesario afirmar que he enloquecido, Eliot: hay mucha gente que
tiene prejuicios más extravagantes que éste. ¿Por qué no te burlas del
abuelo de Oliver, por ejemplo, que nunca se ha subido a un vehículo con
motor? Si no puedo soportar ese maldito ferrocarril metropolitano es
cosa mía; y, por otra parte, hemos llegado mucho más rápido que si
hubiésemos venido en taxi. De haber elegido el metro, habríamos tenido
que subir a pie la colina de Park Street.
Confieso que me
encuentro más nervioso que el año pasado, cuando me viste, pero no creo
que sea razón suficiente como para que me recomiendes el asilo. El Señor
sabe bien que tengo vastos motivos para estar conmovido, y creo que soy
muy afortunado por haber conservado la lucidez hasta ahora. ¿Por qué el
tercer grado? Antes no eras tan cruel.
Bien, si tienes que
escucharlo, no veo razón para que no lo hagas. Quizá hasta te asista el
derecho a saberlo, ya que fuiste el único en escribirme, como si fueras
un pariente agraviado, cuando te enteraste de que ya no frecuentaba el
Art Club y que me mantenía distanciado de Pickman. Ahora que Pickman ya
no está, de vez en cuando me doy una vuelta por el club, pero desde ya
que mis nervios no son los de antes.
No, no sé qué ha sido de
Pickman y tampoco me gusta entregarme a las conjeturas. Pudiste
sospechar que yo sabía algo importante cuando me distancié de él... y
esta es la causa por la que me niego a pensar hacia dónde habrá ido.
Dejemos que la policía investigue cuanto pueda. No creo que sea mucho,
teniendo en cuenta que todavía no sabe nada acerca de la casa que, bajo
el nombre de Peters, alquiló en el North End. Tampoco estoy seguro de
que yo mismo sea capaz de encontrarla otra vez... ni siquiera de que
piense en ir a encontrarla, aún a plena luz del día. Sí, creo saber por
qué la alquiló. Sobre esto puedo hablarte. Así sabrás, mucho antes de
que haya concluido, por qué motivo no voy a la policía. Me obligarían a
que los llevara hasta ella, pero la verdad es que no podría regresar a
esa casa aunque conociera el camino. Bien, por eso no puedo tomar el
metro, ni bajar a sótano o bodega alguna, y esto también te causará
risa.
Me pareció que podrías entender que mi distanciamiento con
Pickman no se debió a las mismas razones estúpidas que produjeron la
misma reacción en hombres como el doctor Reid o Joe Minot o Rosworth. El
arte que se ocupa de lo morboso no me interesa en absoluto, pero cuando
alguien tiene la genialidad que tenía Pickman, para mí resulta un honor
conocerlo, al márgen de los cauces que tome su obra. Boston jamás ha
contado con un pintor tan notable como Richard Upton Pickman. Lo dije
desde un principio y continúo afirmándolo; también lo sostuve cuando dio
a conocer aquel "Vampiro alimentándose". Según recordarás, por esa obra Minot dejó de saludarlo.
Para
engendrar obras como las de Pickman, es necesario un profundo dominio
de su arte y una no menos profunda percepción de las entrañas de la
naturaleza. Cualquier ilustrador de portadas está en condiciones de
volcar absurdamente color sobre un papel y anunciar que nos está
entregando una pesadilla, un aquelarre de brujas o un retrato del
diablo. Pero sólo un gran artista puede llegar a un resultado que nos
impresione como verosímil y que nos aterrorice. Esto es posible porque
solamente un verdadero artista puede reconocer la verdadera anatomía de
lo terrible y la fisiología del miedo: es el único que conoce el tipo
exacto de líneas que despiertan los instintos adormecidos o los
heredados recuerdos del miedo, es el único capaz de rastrear los
contrastes precisos de color y los efectos de luz que estimulan en su
espectador el latente sentido de lo anormal. No necesito explicarte por
qué un Fuseli nos produce escalofríos, mientras que la portada de una
revista de fantasmas sólo nos mueve a la risa. Existe algo que esos
seres excepcionales captan, algo que está más allá de la vida, y son
capaces de trasmitírnoslo aunque sea fugazmente. Es el don que distingue
a Gustave Doré. Sidney Sime tambien lo tiene. Angarola de Chicago
también. Y Pickman lo poseía en grado superlativo, como nadie lo tuvo
antes de él y como nadie, así lo quiera el Señor, volverá a tenerlo.
No
quieras saber qué es lo que esos hombres ven. En la práctica artística
se advierte una gran diferencia entre las obras que captan estos seres
esenciales arrancados a la naturaleza y los productos industriales que
se fabrican en un estudio. En suma, debería decir que el artista
propiamente fantástico está dotado de un tipo de visión que lo faculta
para percibir motivos genuinos de un mundo espectral. Por esto, logra
unos resultados que distan kilómetros de las melosas representaciones de
sueños, así como las obras de un pintor "vitalista" toman distancia de
los pastiches de alguien que ha aprendido a dibujar por correspondencia.
¡Si alguna vez me hubiese sido permitido ver lo que Pickman vio!...
Pero no. Mejor vayamos a beber un trago antes de enfrascarnos en este
asunto. ¡Por Dios! No estaría con vida si hubiera visto lo que ese
hombre —si es que era un hombre— vio.
Como recordarás, el fuerte
de Pickman eran los rostros. Creo que nadie, desde Francisco Goya, ha
puesto tanta intensidad en unos rasgos o en una expresión. Y antes que
Goya habría que buscar en los anónimos artistas medievales que crearon
las gárgolas o las quimeras de Notre Dame o del Mont SaintMichel. Ellos
creían en la realidad de las criaturas que plasmaban en sus obras... y
tal vez también veían esa clase de criaturas, sobre todo si se recuerda
que la Edad Media tuvo algunas etapas muy curiosas. Recuerdo
perfectamente que en cierta ocasión le preguntaste a Pickman dónde
demonios conseguía tales ideas y visiones. La respuesta fue una por
demás desagradable carcajada. Esa carcajada fue, casualmente, la razón
por la que Reid se disgustó con él. Reid venía de graduarse en Patología
Comparada y era un saco de grandes ideas sobre el significado biológico
o evolutivo de cualquiera de los síntomas mentales o físicos
imaginables. Su aversión a Pickman era cada vez más notoria y terminó
prácticamente en miedo al pintor; decía que la expresión de Pickman e
incluso sus rasgos tomaban un derrotero progresivo que no le gustaba: se
desarrollaban en un sentido que no era humano. Si has mantenido
correspondencia con Reid, supongo que le habrás dicho que su error
consistió en dejar que los cuadros de Pickman operaran directamente
sobre sus nervios o su imaginación. Fue lo que yo dije por aquel
entonces.
Puedes estar seguro de que no me distancié de Pickman
por ninguna de estas cosas. Al contrario, mi admiración hacia el maestro
fue creciendo, ya que no había duda alguna de que aquel "Vampiro
alimentándose" era una obra maestra. Como sabes, el Club se negó a
exhibirlo y el Museo de Bellas Artes ni siquiera lo aceptó como
donación, nadie tampoco quiso comprarlo, así que el cuadro quedó
arrumbado en casa de Pickman hasta que éste se marchó. Ahora está en
manos de su padre, en la casa familiar de Salem. Bien sabes que Pickman
es originario de la antigua Salem; uno de sus antepasados fue quemado en
1692 por brujería.
Me acostumbré a visitar a Pickman con alguna
frecuencia, en especial después de que comencé a buscar material para la
preparación de una monografía sobre el arte fantástico. Tal vez haya
sido su propia obra la que me sugirió la idea. De todos modos, debo
confesar que su obra fue una rica cantera de sugerencias y de datos para
aquel propósito. Me facilitó el acceso a todos sus trabajos, a todos
los cuadros y dibujos que tenía con él, incluyendo algunos bocetos a
tinta que hubieran significado su inmediata expulsión del Club de haber
caído ante los ojos de sus integrantes. En poco tiempo me había
transformado en una especie de adepto que pasaba horas enteras pendiente
de teorías artísticas y especulaciones filosóficas tan desatinadas que
por sí solas habrían justificado la internación de Pickman en el
manicomio de Danvers.
El pintor se volvió muy confidencial
conmigo, seguramente debido tanto a mi demostrada admiración cuanto al
hecho de que casi toda la gente había comenzado a rehuirlo. Una tarde me
dijo que si estuviese seguro de mi discreción y de mi entereza me
mostraría algo distinto a lo que yo estaba acostumbrado a ver, algo
considerablemente más perturbador que cualquiera de las piezas que tenía
en su casa.
Ciertas cosas, me confió, no son tolerables para la
Newbury Street; aquí estarían fuera de lugar y tampoco podrían ser
concebidas en este lugar. Mi misión consiste en capturar las armonías
del alma y esto claramente resulta imposible de practicar en una serie
de aburridas calles de reciente construcción. Back Bay no es Boston...
todavía sigue siendo nada porque no ha tenido tiempo suficiente como
para compactar recuerdos y poblarse de espíritus locales. Los fantasmas
de aquí son fantasmas domesticados que han olvidado su hogar inicial en
un pantano o en una cueva de relativa profundidad. Yo necesito fantasmas
humanos, fantasmas de seres lo suficientemente fuertes como para haber
resistido una ojeada al infierno y lo suficientemente aptos como para
haber vuelto con el significado de lo que habían visto.
El mejor
lugar para que viva un artista, continuó, es el North End. Si fuera
coherente y sincero consigo mismo y con su obra, el artista sólo
habitaría en los barrios pobres, allí donde se acumulan las tradiciones.
Esos lugares no sólo han sido construidos; se han desarrollado. En esos
lugares han vivido generaciones tras generaciones, han gozado de la
vida y han muerto, en épocas en que la gente se atrevía a vivir, sentir y
morir. ¿Tenías idea de que en 1632 existía un molino en la Copp's Hill y
que la mitad de las actuales calles fueron trazadas en 1650? Puedo
mostrarte edificios que se mantienen en pie desde hace más de dos siglos
y medio, casas que han soportado cosas que harían derrumbarse a los
edificios modernos. ¿Qué sabe la gente de hoy en día acerca de la vida y
de las fuerzas que las mueven? Hoy le llamas fantasías a la brujería de
Salem, pero mi retatarabuela bien podría haber usado otras palabras. La
colgaron en la Gallow Hill, custodiada por la mirada beata de Cotton
Mather. El maldito Mather siempre estaba obsesionado con que alguien
lograra fugarse de aquella demoníaca cárcel de monotonía. ¡Lástima que
no lo hayan hecho víctima de un hechizo o que le hayan chupado toda la
sangre durante la noche!
Puedo mostrarte uno de los lugares donde
vivió, proseguía Pickman, y también puedo llevarte a otra casa a la que
no se atrevía a entrar pese a sus muchas bravatas. Conocía cosas que no
se animó a escribir en aquel desabrido Magnalia ni en el pueril
Maravillas del mundo invisible. A propósito, ¿sabías que existió una
época en que todo el North End estaba surcado por una red de túneles que
permitían a ciertas personas el contacto con ciertas casas, con el
cementerio y con el mar? Si examinamos diez casas construidas antes de
1700, apuesto a que en ocho de ellas puedo mostrarte algo raro en la
bodega. No pasa mes sin que leamos en los periódicos que un grupo de
obreros descubrió pasadizos subterráneos que no llevan a ninguna parte.
Hace poco se localizó uno en la Henchman Street. Había brujas y la
invocación de sus sortilegios, contrabandistas, piratas y lo que del mar
recogían. Puedo asegurarte que en otras épocas la gente sabía cómo
vivir y cómo ingeniárselas para dilatar las fronteras de la vida. Por
cierto que éste no era el único mundo que un hombre con imaginación y
valiente podía conocer. Y pensar que hoy, en cambio, las mentes se han
aguado tanto que incluso un club de pretendidos artistas se estremece y
conmociona si un cuadro traspone los sentimientos que pudo experimentar
un feriante de la Beacon Street.
Lo único que salva al presente,
afirmaba el pintor, es su propia estupidez, porque lo inhabilita para
interrogar al pasado. ¿Qué dicen en realidad del North End los mapas,
los archivos y las guías? Puedo llevarte a treinta o cuarenta
callejuelas ubicadas al norte de la Prince Street, cuya existencia no es
conocida ni siquiera por diez personas, aparte de los extranjeros que
viven en ellas. ¿Y qué saben acerca de su naturaleza esos hombres
morenos? Nada, Thurber, porque esos lugares ancestrales están repletos
de terror, de maravillas y de puertas para acceder a mundos diferentes
de los vulgares. Y, sin embargo, no hay nadie que sepa comprenderlos o
sacarles el provecho necesario. Para decirlo mejor, hay una sola alma
capaz... o crees que he estado escudriñando el pasado en vano.
Por
lo que advierto, me decía, te interesa esta clase de cosas. Pues bien,
¿Qué dirías si te confiara que tengo otro estudio por esa zona, donde
puedo capturar el lóbrego espíritu de horrores pasados y pintar cosas
que jamás habrían acudido a mi imaginación en la Newbury Street? Por
supuesto que no haría esta revelación a los estúpidos menopáusicos del
Club... empezando por Reid... el muy maldito... siempre susurrando como
si yo fuera una especie de monstruo. Puedes creerme, Thurber, hace ya
tiempo que decidí pintar el terror de la vida, de manera análoga a como
se pinta su belleza, así que realice algunas investigaciones en sitios
sobre los que tenía motivos para saber que habitaba el terror.
Ubiqué
un lugar, musitó Pickman, que aparte de mí mismo sólo han visto tres
hombres nórdicos vivientes. No se encuentra a mucha distancia del metro
pero está a siglos de él en cuanto a espíritu se refiere. Me decidí a
alquilarlo debido al extraño pozo con paredes de ladrillos que hay en la
bodega. El edificio está casi en ruinas, por lo que a nadie se le
ocurriría ir a vivir allí. Me avergonzaría confesarte lo que pago por
él. He tapiado las ventanas ya que no necesito luz solar para mi tarea.
He instalado el taller en la bodega, lugar donde la inspiración se
vuelve más intensa, pero también tengo otras habitaciones con muebles en
la planta baja. El edificio pertenece a un siciliano y para
alquilárselo he usado el nombre de Peters.
Si quieres, concluyó
Pickman, te llevaré esta noche. Estoy seguro de que los cuadros te
gustarán mucho, puesto que en ellos está lo mejor de mí. No tendremos
que caminar mucho. Siempre voy a pie para no llamar la atención con un
taxi en semejante lugar. Tomaremos el metro en la South Station e iremos
hasta la Battery Street. Luego una pequeña caminata y estaremos allí.
Me
comprenderás, Eliot, si te digo que después de semejante arenga habría
acompañando a Pickman hasta el mismísimo infierno. Tomamos el metro en
la South Station y muy cerca de las doce nos encontrábamos en la Battery
Street, caminando a lo largo del muelle. A continuación subimos por
todo el largo de una desierta callejuela que era la más vieja y la más
sucia que había visto en toda mi vida, salpicada por casas de tejados
reventados, ventanas astilladas y maltrechas chimeneas a medio
desintegrarse, que, sin embargo, aún se erguían contra el cielo. Me dio
la impresión de que todas las casas que yo veía también las había visto
Cotton Mather.
Al llegar a una esquina mezquinamente iluminada
torcimos a la izquierda y tomamos un callejón mucho más estrecho,
igualmente silencioso, pero sin luz alguna. De pronto nos detuvimos y
Pickman extrajo de entre sus ropas una linterna con la que proyectó un
haz de luz contra una puerta prediluviana de madera tan podrida que
parecía imposible que se tuviera en pie. Pickman la abrió y me invitó a
entrar a un desierto vestíbulo que aún conservaba los rastros de lo que
en otros tiempos supo ser un magnífico artesonado de roble. Era simple,
por supuesto, pero claramente indicativo de la época de Andros, Phipps y
la brujería. Luego me hizo franquear una puerta a la izquierda,
encendió una lampara de petróleo y me invitó a que me pusiera cómodo,
como si estuviera en mi propia casa.
Bien sabes, Eliot, que soy
lo que se llama un tipo duro, pero debo confesarte que lo que me
mostraron las paredes de aquella casa me anudó el alma y las tri pas.
Eran los cuadros de Pickman —los que no podía pintar, ni mucho menos
exhibir, en la New bury Street— y... ¡qué decirte! Mejor vamos a tomar
otra copa. La necesito.
Como comprenderás, es inútil que trate de
describirte aquellas telas, porque ¿cómo hacer para describir el más
terrible, herético horror, y la más hedionda descomposición moral
mediante unas simples pinceladas de color puestas sobre un plano? No se
veía en esas obras la técnica sofisticada que se advierte en Sidney
Sime, ni siquiera los panoramas o la vegetación cósmica que Clark Ashton Smith
emplea para suscitar el horror. Los contornos recogían por lo general
los desdibujados rasgos de antiguos cementerios, bosques tenebrosos,
rocas linderas al mar, túneles revestidos de la drillos, viejas
habitaciones ar tesonadas o sencillas criptas de mampostería. El
cementerio de la Copp's Hill, que seguramente no se encontraba muy lejos
de dónde estábamos, era el escenario predilecto.
La locura y la
deformidad se cebaban en las figuras de primer plano, puesto que, como
sabes, en la pintura de Pickman predomina un satánico retratismo. Las
figuras no eran del todo humanas; más bien, intentaban acercarse a
diversos grados de lo humano. La mayor parte de los seres, apenas
bípedos, ostenta ban un aire canino. ¡Me parece verlos! Sus
ocupaciones... no me pidas precisión. Por lo general se hallaban
alimentándose. No te voy a decir en qué consistía su alimento. Algunas
veces se agrupaban en cementerios o pasadizos subterráneos y de vez en
cuando se disputaban su presa..., o para decirlo mejor, su preciado
botín. Y, sobre todo, esa maldita expresividad que Pickman sabía
insuflar a los cegados rostros del macabro botín. En algunos cuadros las
criaturas saltaban a través de una ventana abierta al corazón de la
noche o anidaban en el pecho de algún ser durmiente para entretenerse
con su garganta. Una de las pinturas mostraba a una jauría de aquellas
repugnantes criaturas aullando en torno a una bruja empalada en la
Gallows Hill, cuya fisonomía tenía una notable similitud con la de los
seres que la rodeaban.
Sin embargo no debes creer que lo que me
impresionó hasta el vómito fue la temática de aquellos, cuadros. No soy
un niño y por cierto que he visto cuadros parecidos muchas veces. Fueron
los rostros, Eliot, aquellos rostros que parecían escapar de la tela
movidos por un hálito vital. En este mismo momento podría jurarte que
estaban vivos. Dame otro trago, Eliot.
Recuerdo una tela llamada
"La lección"... ¡Dios mío! ¿Te imaginas a un grupo de esos seres
agazapado en semicírculo en un cementerio entregados a la tarea de
enseñar a un niño a alimentarse como ellos? Supongo que se trataría de
los términos de un intercambio... Seguramente cono ces el viejo mito
sobre las terribles sustituciones que practican los seres
sobrenaturales, dejando en las cunas a sus propias crías y llevándose a
los niños que duermen en ellas. Los cuadros de Pickman mostraban qué les
ocurre a esos niños robados, cómo se desarrollan... y desde ese
instante comencé a advertir una espantosa similitud entre los rostros de
las figuras humanas y las no humanas. En lo esencial Pickman se
dedicaba a establecer, con todos los grados de morbosidad posibles, un
siniestro nexo evolutivo entre lo cabalmente humano y lo envilecidamente
inhumano. ¡El origen de los seres caninos eran seres humanos!
Me
pasó por la mente la incógnita de qué sucedería con las crías que
quedaban en las cunas a modo de trueque, pero un cuadro que de pronto
quedó frente a mis ojos me ilustró sobre ese tema. La tela representaba
los interiores de una casa puritana, ornada con muebles del siglo XVII, y
una reunión familiar en torno al padre, que leía las Escrituras. Todos
los rostros, a excepción de uno, trasmitían integridad y solemnidad; el
diverso exhalaba la más repulsiva mofa. Se trataba de un joven, por lo
que podía inferirse hijo de aquel piadoso padre, aunque su hermandad con
los seres infrahumanos era indudable. Era el producto de uno de
aquellos trueques... y en un impulso de ironía superior, Pickman había
conferido a las facciones del joven una estremecedora semejanza con las
suyas propias.
A todo esto, Pickman había dado luz a una lámpara
en la habitación contigua y me invitaba a pasar para enseñarme sus
últimos estudios. Aún no había abierto la boca para comunicarle mis
impresiones sobre lo que había visto —el terror y la emoción me habían
dejado mudo—, pero él percibió claramente mi estado anímico y, sin duda,
éste le halagó. Nuevamente, Eliot, quiero que tengas en cuenta que no
soy un payaso capaz de ponerse a gritar frente a cualquier espectáculo
que se aparte de lo que llamamos normal. Soy lo bastante mayor como para
no dejarme impresionar con facilidad. No obstante, lo que vi en aquella
habitación me arrancó un grito y me vi obligado a asirme al marco de la
puerta para no caer al piso. La primera de las salas era el reino de
una cantidad de vampiros
y de brujas poblando el mundo de nuestros antepasados, pero esta
habitación se ocupaba del horror que anida en nuestra vida cotidiana.
¡Cómo
podía Pickman pintar esas cosas! Había un bosquejo llamado "Accidente
en el Metro", donde se veía una jauría de los seres malignos brotando de
una descomunal catacumba por una grieta del suelo y atacando a la
multitud que esperaba en la plataforma. Otro mostraba una danza en la
Copp's Hill entre las tumbas, pero en la actualidad. También había
varias vistas de sótanos, con monstruos entresa liendo de agujeros y
grietas de la mampostería, haciendo siniestros gestos sin dejar de mante
nerse agazapados tras barriles o calefactores a la espera de la primera
víctima que bajara por la escalera.
Una repulsiva tela parecía
centrarse en un vasto sector de las Beacon Hill, con densos ejércitos de
mefíticos monstruos que brotaban de los miles de agujeros que tapizaban
el suelo. Había también trabajos con danzas en cementerios actuales,
pero lo que más me perturbó fue una escena en una cripta perdida donde
una muchedumbre de pequeñas bestias se arremolinaba en torno de otra
que, con una conocida guía de Boston en sus manos, la leía evidentemente
en voz alta. Todas las bestias señalaban un mismo pasaje y sus rostros
estaban crispados por una risa epiléptica, cuya reverberancia casi me
pareció oír. El titulo de la tela era: "Holmes, Lowell y Longfellow
están enterrados en Mount Auburn".
Mientras recobraba algo de
aplomo y serenidad, en tanto me iba adaptando a aquella segunda
habitación diabólica y morbosa, comencé a analizar mi propio estado de
ánimo. En primer término, dilucidé que todo aquello me producía asco
porque evidenciaba la falta de humanidad y la impertérrita crueldad de
Pickman. Sin duda debía de ser un indeclinable enemigo del género humano
para regodearse de aquella manera con la tortura del espíritu y de la
carne, y con la degradación de lo humano. En segundo lugar, toda aquella
pintura era aterradora debido a su propia grandeza. El suyo era un arte
que persuadía: al mirar sus cuadros veíamos a los demonios en persona
y, por supuesto, nos inspiraban miedo. Y, lo más curioso de todo era que
Pickman pintaba de un modo lineal, sin recurrir a ningún truco o
efectismo, sin difuminaciones de la luz o distorsión de lo real: los
perfiles eran nítidos y los detalles eran lamentablemente definidos. ¡Y
qué decirte de los rostros!
Lo que se veía en los cuadros era
algo más que la simple interpretación de un artista; se trataba del
propio infierno volcado con la mayor fidelidad que se pueda imaginar. No
era posible confundir a Pickman con un imaginativo o con un romántico:
su tarea se limitaba a reflejar un mundo terrible que él veía
cristalinamente. Sólo Dios puede saber dónde había capturado las
heréticas formas que se veían en los cuadros. Pero fuere cual fuese el
origen de sus imágenes, algo era más que evidente: en cuanto a
concepción y ejecución, Pickman era un pintor realista y casi
científico.
Más adelante bajé tras mi anfitrión al verdadero
estudio, que se encontraba en el sótano. Cuando alcanzamos el pie de la
escalera húmeda, Pickman concentró el haz de luz de su linterna en un
rincón, donde se veía un círculo de ladrillos que marcaba evidentemente
un pozo de gran dimensión excavado en el piso. Al acercarnos comprobé
que el orificio medía aproximadamente un metro y medio de diámetro, con
paredes que tendrían un pie de espesor y que sobresalían unas seis
pulgadas por encima del nivel del suelo. Tenía todo el aspecto de
tratarse de una de esas sólidas obras del siglo XVII. Según me explicó
Pickman, se trataba de un acceso para conectarse con la red de túneles
que surcaba las entrañas de la colina y de la que me había hablado
antes. Advertí que el pozo estaba cubierto con un sólido disco de
madera. Al pensar en los sitios adónde debía llevar el pozo, si es que
las desatinadas revelaciones de Pickman tenían algo de verdad, un
estremecimiento recorrió todo mi cuerpo. No obstante, seguimos avanzando
y a través de una carcomida puerta, mi anfitrión me hizo pasar a una
habitación bastante grande, con piso de madera y equipada propiamente
como el estudio de un pintor. Una instalación de gas acetileno aportaba
la luz necesaria para trabajar allí.
Los cuadros sin acabar,
puestos sobre caballetes o simplemente apoyados contra la pared,
producían el mismo horror que los que había visto arriba y volvían a dar
fe de la meticulosidad que caracterizaba al artista. El esbozo de las
escenas era muy cuidadoso y las líneas de lápiz revelaban el cuidado con
que Pickman trataba de con seguir la perspectiva y las proporciones
precisas. Era un gran pintor, y puedo seguir diciéndolo ahora, pese a
todo lo que sé. Una enorme cámara fotográfica que se hallaba sobre una
mesa atrajo mi atención: Pickman me explicó que la empleaba para
fotografiar paisajes que luego ingresaban como fondo en sus telas; con
este método se ahorraba el tener que cargar con todos sus cacharros de
un lado para otro, hasta dar con un paisaje adecuado. Sostenía que una
fotografía era tan buena como un paisaje o un modelo real y que por eso
recurría a ellas habitualmente.
Había algo perturbador en los
repulsivos bocetos y en las inacabadas monstruosidades que se agazapaban
en todos los rincones del estudio. Pero cuando súbitamente Pickman
descubrió una enorme tela colocada sobre un caballete, no pude contener
un nuevo grito de horror; el segundo de aquella noche. Sus ecos rodaron
en una y otra de las oscuras bóvedas de aquella húmeda y salitrosa
bodega y fue grande el esfuerzo que implicó contenerme para no estallar
en una histérica carcajada. ¡Mi Dios! Aún hoy no puedo saber hasta qué
punto me encontraba frente a una realidad o a una fantasía.
En el
cuadro se veía un gigantesco e indescriptible monstruo de ojos
llameantes y enrojecidos que sostenía con sus afiladas garras a un ser
que había sido un hombre, cuya cabeza roía con la misma fruición con que
un niño mordisquea una golosina. Estaba acuclillado y cuando se lo
miraba, surgía la atroz sensación de que en cualquier instante podía
arrojar su presa y saltar en procura de alguna golosina más sólida.
Pese
a todo, lo que producía una sensación de helado terror no era aquel
rostro canino de orejas puntiagudas, ni sus ojos embebidos en sangre, ni
la nariz deforme, ni sus fauces, de las que chorreaba una baba rosácea.
Tampoco eran las garras escamadas, ni la ciertamente repulsiva pelambre
que recubría el cuerpo, ni los pies no del todo ungulados, si bien
cualquiera de aquellas características por sí solas podría haber
desestabilizado a un hombre impresionable.
Lo que golpeaba,
Eliot, era la técnica, la maldita, implacable y deshumanizada técnica.
Hasta aquella noche no me había sido dado ver sobre una tela el élan
vital de una manera tan impiadosamente real. El monstruo estaba entre
nosotros —miraba con ferocidad y roía, roía y miraba con ferocidad— y
comprendí que sólo un paréntesis breve en la vigencia de las leyes de la
naturaleza había permitido a un hombre pintar una cosa como aquella sin
un modelo... y sin haber frecuentado ese mundo infrahumano que ningún
mortal que no haya vendido el alma al diablo ha conseguido ver.
Adosado
desprolijamente a una parte de la tela aún no pintada se veía un trozo
de papel muy arrugado; en principio pensé que se trataba de una de las
fotografías que Pickman utilizaba para lograr algún fondo tan espantoso
como el motivo central del cuadro. Cuando iba a alisarlo para observarlo
más cuidadosamente, Pickman se sobresaltó súbita y violentamente. Noté
que desde que mi grito despertó inusitados ecos en la lóbrega bodega, mi
anfitrión había evidenciado prestar atención con singular cuidado a
posibles ruidos de respuesta. Ahora él también parecía ser presa del
miedo, aunque a diferencia del que yo experimentaba, en su caso parecía
más físico que espiritual. Extrajo un revólver del bolsillo y con una
seña me recomendó que guardara silencio. Avanzó hacia el interior de la
bodega, cerró la puerta y me dejó solo en el estudio.
Sentí que
la parálisis se apoderaba de mí. Aguzando el oído me pareció percibir un
sutil sonido en alguna parte, como de alguien deslizándose por el suelo
y a continuación muchos chillidos agudos y golpes fuertes en una
dirección que no pude determinar. La imagen de ratas enormes acudió a mi
conmovida imaginación. Un nuevo ruido consiguió ponerme la carne de
gallina: el estrépito de una pesada madera al caer sobre alguna piedra o
ladrillo. ¿Madera sobre ladrillo? Esa combinación no me resultaba
extraña.
Nuevamente se escuchó el ruido, ahora con mayor
intensidad, seguido por una vibración como si la madera hubiese caído
mucho más lejos que la primera vez. No se habían apagado las vibraciones
cuando resonaron, uno tras otro, seis disparos de revólver, disparados
de un modo especial, como si lo hiciera un domador de leones deseoso de
impresionar a su público. Pocos momentos después se abrió la puerta e
ingreso Pickman con su arma humeante y maldiciendo a las ratas que
pululaban en el viejo pozo.
—Sólo el diablo sabe lo que comen
allí, Thurber —refunfuñó con sarcasmo—, porque esos viejísimos túneles
comunican con cementerios, cubiles de bruja y con el mar. Tus gritos
seguramente las habrán excitado. Des pués de todo, no hay que quejarse
demasiado: agregan un poco de atmósfera y color al ambiente, ¿no crees?
De
ese modo concluyó la aventura de aquella noche. La promesa de Pickman
de mostrarme el lugar se había cumplido acabadamente. Abandonamos aquel
laberinto de callejuelas por otra dirección, ya que de pronto me
encontré en la muy familiar Charter Street, aunque me sentía muy
excitado como para identificar el modo en que habíamos llegado hasta
allí. Era demasiado tarde como para tomar el metro, así que regresamos a
pie por la Hannover Street. Recuerdo muy bien la caminata. Doblamos en
Tremont y luego de subir por Beacon llegamos hasta la esquina de Joy,
donde Pickman me abandonó. Desde ese momento no volví a verlo.
¿Por
qué dejé de ver a Pickman? Contén tu impaciencia. Deja que pida otro
poco de café. No... no fue por los cuadros que vi en aquel lugar. Aunque
por cierto que ellos hubieran sido motivo más que suficiente para que a
Pickman le hubiesen prohibido el acceso a nueve de cada diez hogares de
Boston. Espero que ahora comprendas la razón de mi fobia a bajar a los
túneles del metro o a sótanos. Me aparté de él por algo que encontré a
la mañana siguiente en uno de los bolsillos de mi abrigo. Sí, era el
estrujado papel que estaba prendido a la espantosa tela de la bodega, lo
que yo había pensado que era una fotografía con algún paisaje que
Pickman se proponía emplear como fondo para el monstruo. Seguramente
cuando se produjo el sobresalto súbito de Pickman, me eché inadvertida
mente el papel en el bolsillo antes de llegar a mirarlo. Y bien, aquí
está el café, Eliot; te aconsejo que lo tomes puro.
En efecto, a
ese papel se debió mi distanciamiento de Pickman, de Richard Upton
Pickman, el artista más notable que haya conocido... y el ser más
execrable que haya traspuesto jamás los límites de la vida para
abismarse en el mito y la locura. Reid estaba en lo cierto: Pickman no
era estrictamente humano.
No quieras que te explique o que
conjeture sobre aquel papel que quemé. Hay secretos que se remontan a la
época de Salem y no olvides que Cotton Mather refiere cosas aún mucho
más extrañas. Bien sabes lo endemoniadamente expresivos que eran los
cuadros de Pickman y todas las veces que nos preguntamos de dónde habría
sacado aquellos rostros.
Bueno... debo confesarte que aquél
papel no era la fotografía de un paisaje para ser empleado como fondo.
En la imagen sólo se veía al ser monstruoso que estaba pintando en
aquella terrible tela. Era el modelo que le había servido de inspiración
y el fondo no era más que la pared de la bodega registrada con todos
sus detalles. Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del
natural. Era el modelo que le había servido de inspiración y el fondo no
era más que la pared de la bodega registrada con todos sus detalles.
Por Dios, Eliot, aquella era una fotografía tomada del natural.
H.P. Lovecraft (1890-1937)
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