El viejo oficial de largos bigotes canos dio rienda suelta a su indignación.
—¡Cómo es posible que los jóvenes tengáis tan poco sentido común! ¡Más os valdría a algunos de vosotros limpiaros la leche de la boca antes de dictar sentencia contra los escasos y pobres rezagados de una generación que tanto hizo y tanto sufrió en sus tiempos!
Después de que sus oyentes expresaran su gran remordimiento, el viejo guerrero se mostró satisfecho, pero no por ello calló.
—Yo soy uno de ellos..., uno de los rezagados, quiero decir —prosiguió pacientemente—. Y, ¿qué es lo que hicimos? ¿Qué fue lo que logramos? Él -el gran Napoleón— saltó sobre nosotros, dispuesto a emular a Alejandro el Macedonio, seguido de un montón de naciones. Nosotros opusimos a la impetuosidad francesa los espacios desiertos y luego presentamos una batalla interminable, de modo que al final sus tropas acabaron dormidas en sus posiciones, acostadas sobre montones de cadáveres de sus propios compañeros. Después vino el muro de fuego de Moscú, que se derrumbó sobre ellos.
Entonces empezó la larga desbandada del Gran Ejército. Yo lo he visto avanzar en tropel, como una fatal estampida de demacrados y espectrales pecadores, a lo largo del más profundo y helado de los círculos del Infierno de Dante, que iba abriéndose incesantemente ante sus desesperadas miradas. Para poder salir de Rusia a través de una helada capaz de partir piedras, los que lograron escapar debían de tener el alma clavada al cuerpo con remaches dobles. Pero decir que si uno solo logró huir fue por culpa nuestra no es más que simple ignorancia. ¡Vaya que sí! Nuestros propios soldados padecieron hasta el límite de sus fuerzas. ¡De sus fuerzas de rusos! Claro que nuestro ánimo no estaba abatido; y, por otro lado, luchábamos por una causa justa, una causa sagrada. Pero eso no bastaba para templar el viento que soplaba sobre los hombres y los caballos. La carne es débil. Para bien o para mal, la Humanidad tiene que pagar el precio. ¡Vaya que sí! En la misma batalla por la conquista de la aldea de que os estaba hablando, luchábamos tanto por la victoria como por encontrar refugio en sus viejas casas. Y lo mismo los franceses.
No luchábamos por la gloria ni por estrategia. Los franceses sabían que tendrían que retirarse antes del amanecer, y nosotros sabíamos que acabarían yéndose. Desde el punto de vista de la guerra, no había nada por lo que luchar. Pero las tropas de las dos infanterías pelearon entre las casas como gatos salvajes, o como héroes si lo preferís —cualquiera entraba así en calor—, mientras las tropas de apoyo se congelaban a la intemperie bajo un tempestuoso viento del norte que, a una terrible velocidad, arrastraba por tierra la nieve y por el cielo grandes masas de nubes. El aire mismo estaba indescriptiblemente sombrío en contraste con la blanca tierra. En mi vida he visto lo creado con un aspecto tan siniestro como aquel día. Nosotros, la caballería (no éramos más que un puñado), apenas si podíamos hacer otra cosa que volver las espaldas al viento y recibir alguna bala perdida de la artillería francesa. Convendría quizá que os dijera que eran los últimos cañones que les quedaban, y que ésa fue la última vez que los colocaron en posición. Aquella batería no salió nunca de allí. A la mañana siguiente encontramos los cañones abandonados. Pero esa tarde mantenían un fuego infernal contra nuestra columna de ataque; el furioso viento se llevaba el humo e incluso el ruido, pero podíamos ver el constante llamear de las lenguas de fuego a lo largo del frente francés. Luego, una veloz ráfaga de nieve lo ocultaba todo excepto los destellos de color rojo oscuro en medio del blanco remolino.
Durante los intervalos en los que cesaba el fuego dominábamos toda la llanura que se extendía a la derecha, por la que veíamos avanzar interminablemente una sombría columna; la gran desbandada del Gran Ejército reptaba ininterrumpidamente mientras a nuestra izquierda la lucha continuaba con gran estrépito y furia. El cruel torbellino de nieve barría aquel escenario de muerte y desolación. Y luego el viento amainó con la misma brusquedad con que se había levantado por la mañana. Al cabo de un tiempo recibimos órdenes de cargar contra la columna en retirada; ignoro el motivo de la orden, como no fuera que pretendieran, dándonos una ocupación, evitar que pereciésemos helados sobre nuestras sillas. Giramos hacia la derecha y avanzamos al paso con intención de atacar por el flanco aquella lejana línea oscura. Serían las dos y media de la tarde. Tenéis que saber que hasta ese momento de la campaña mi regimiento no había entrado nunca en contacto con el grueso de las tropas de Napoleón. Durante los meses transcurridos desde el inicio de la invasión, el ejército al que pertenecíamos había estado combatiendo en el norte contra Oudinot. Sólo últimamente habíamos descendido, empujándole ante nosotros hacia el Beresina. Ésta fue, por tanto, la primera ocasión en la que mis camaradas y yo pudimos ver de cerca el Gran Ejército de Napoleón. Era una imagen pasmosa y terrible. Había oído hablar de él; había visto a los rezagados: pequeñas bandas de merodeadores, grupos de prisioneros a lo lejos. ¡Pero éste era el grueso del ejército! Una turba semi-enloquecida y hambrienta que andaba a rastras y dando traspiés. Emergía del bosque a casi dos kilómetros de distancia, y su vanguardia se perdía entre la oscuridad de los campos. Avanzamos hacia ella al trote, al máximo rendimiento que podíamos sacarles a nuestros caballos, y arremetimos contra esa masa humana como si de una ciénaga ambulante se tratara. No hubo resistencia. Oí algunos disparos, media docena quizá. Parecía que se le hubiesen congelado hasta los sentidos. Mientras cabalgaba al frente de mi escuadrón tuve tiempo de echarle una buena ojeada. Pues bien, puedo aseguraros que entre los hombres que caminaban en el margen exterior de la columna había algunos tan ajenos a todo lo que no fuera su propia desdicha que ni siquiera volvieron la cabeza para mirar nuestra carga. ¡Soldados!
Mi caballo empujó con el pecho a uno de esos hombres. El pobre desgraciado llevaba sobre los hombros, roto y chamuscado, el capote azul de los dragones, y ni siquiera levantó la mano para arrancarme las riendas y salvarse. No hizo más que caer. Nuestros soldados blandían y clavaban sus sables; bueno, yo también lo hice al principio, naturalmente... ¡Qué queríais que hiciésemos! Un enemigo es un enemigo. Pero una especie de pavor nauseabundo embargó mi corazón. No se oía ningún tumulto, solamente un profundo murmullo sordo con el que de vez en cuando se mezclaban algunos gritos y gruñidos más fuertes, mientras la turba seguía empujando y avanzando en desorden, dejándonos atrás, ciega e insensible. Flotaba en el aire un olor a andrajos chamuscados y heridas ulceradas. Mi caballo se tambaleaba en los remolinos de aquella marea humana. Pero era como derribar cadáveres galvanizados a los que nada importaba. ¡Invasores! Sí... Dios ya estaba dando buena cuenta de ellos.
Espoleé a mi caballo para alejarme. Cuando nuestro segundo escuadrón les atacó por la derecha, hubo unas carreras repentinas y se oyó una especie de gemido iracundo. Mi caballo corcoveó y alguien me agarró de una pierna. Como no tenía intención de permitir que me derribasen de la silla, di, sin mirar, un revés con el sable. Oí un grito y, bruscamente, mi pierna quedó libre. Justo entonces descubrí al alférez de mi escuadrón, que se encontraba no muy lejos de mí. Se llamaba Tomassov. Aquella multitud de cadáveres resucitados de ojos vidriosos hervía alrededor de su caballo como un montón de ciegos, aullando enloquecidamente. Él permanecía sentado muy erguido en su silla, sin mirarles, y manteniendo envainado su sable a propósito. Este Tomassov, bueno, llevaba barba. Todos llevábamos barba entonces, naturalmente. Por las circunstancias y por la falta de tiempo libre y también de navajas. No, en serio, durante aquellos días inolvidables que tantos, tantísimos de nosotros, no lograron sobrevivir, parecíamos una partida de salvajes. Sí, teníamos un aspecto salvaje. Des russes sauvages, ¡nada menos! Así que llevaba barba; me refiero a ese tal Tomassov; pero él no parecía un sauvage. Era el más joven de todos nosotros. Lo que equivale a decir que era verdaderamente joven. Visto a cierta distancia pasaba bastante bien, sobre todo por la mugre y el sello especial que la campaña imprimía a nuestros rostros. Pero si estabas lo bastante cerca para mirarle a los ojos, podías notarle, justo en ellos, su escasa edad, pese a que no fuera exactamente un muchacho.
Esos ojos eran azules, de un azul como el de los cielos de otoño, y también soñadores y alegres; unos ojos inocentes, confiados. Un copete de pelo rubio coronaba su frente como una diadema de oro en los tiempos que podríamos llamar normales. Quizá os parezca que hablo de él como si se tratase del héroe de una novela. Bien, pues eso no es nada en comparación con lo que observó el ayudante en Tomassov. Descubrió que tenía «labios de amante», sea eso lo que fuere. Si el ayudante se refería a que los tenía bonitos, hombre, eran bastante bonitos, pero la frase pretendía, naturalmente, ser despectiva. Ese ayudante nuestro no era un tipo muy delicado. «Mirad qué labios de amante», decía en alta voz mientras Tomassov hablaba. Esa clase de observaciones no acababa de gustar a Tomassov. Pero hasta cierto punto era él mismo quien se había expuesto a las chanzas por culpa de lo duraderas que fueron en él las impresiones producidas por la pasión amorosa, unas impresiones que quizá no fueran tan extraordinarias como creía. Pero si sus camaradas le toleraban sus efusiones era porque estaban relacionadas con Francia, ¡con París! Vosotros, los que pertenecéis a la generación actual, no podéis concebir siquiera el prestigio que esos nombres tenían entonces para todo el mundo. París era la ciudad de las maravillas para todo hombre con un poco de imaginación. Y allí estábamos nosotros, jóvenes y bien relacionados la mayoría, pero casi recién salidos de nuestros nidos hereditarios de provincias; sencillos siervos de Dios; simples palurdos, si se me permite la expresión. De modo que estábamos no poco dispuestos a escuchar los cuentos que de Francia traía nuestro camarada Tomassov. El año antes de la guerra había sido agregado de nuestra embajada en París. Seguramente porque tenía influencias en altas esferas, o quizá por pura suerte.
No creo que hubiese podido ser un miembro muy útil de la misión diplomática, debido a su juventud y a su absoluta falta de experiencia. Y aparentemente, mientras estuvo en París pudo disponer del tiempo a su antojo. Lo utilizó para enamorarse, para permanecer en ese estado, para cultivarlo, podría decirse que para existir sólo para el amor. Así que fue algo más que simples recuerdos lo que se trajo de Francia. Los recuerdos son cosas fugaces. Se pueden falsificar, se pueden borrar, se pueden incluso poner en duda. ¡Vaya que sí! Yo mismo dudo a veces de haber llegado a estar en París. Y aquel largo camino en el que las batallas hicieron las veces de etapas incluso parecería más increíble si no fuera por cierta bala de mosquete que llevo en el cuerpo desde una pequeña escaramuza de caballería ocurrida en Silesia, al comienzo mismo de la campaña de Leipzig. Los episodios amorosos son, sin embargo, más impresionantes quizá que los episodios de peligro. Digamos que nadie afronta el amor en compañía de los demás miembros de una patrulla. Los primeros son más raros, más personales y más íntimos. Y recordad que para Tomassov todo aquello estaba todavía muy fresco. Apenas habían transcurrido tres meses desde su regreso a casa cuando empezó la guerra. Tenía el corazón y la mente empapadas de esa experiencia. Estaba realmente sobrecogido por ella, y era lo bastante candoroso como para dejar que se trasluciera su estado cada vez que hablaba. Se consideraba algo así como una persona privilegiada, no porque una mujer le hubiese mirado con aprobación, sino simplemente porque, cómo podría decirlo, había experimentado la maravillosa iluminación que fue su adoración por ella, como si se tratase de un favor del cielo.
Sí, era muy cándido. Un agradable jovencito nada tonto, sin embargo; y aun así, profundamente desprovisto de experiencia, de recelos y de ideas. A veces se encuentran tipos así, aquí o allá, en provincias. Había además en él cierta poesía, una poesía que solamente podía ser natural, algo muy propio, no adquirido. Imagino que en el padre Adán había también un poco de esa poesía natural. Por lo demás, era un Russe sauvage como los franceses nos llaman en algunas ocasiones, pero no de esos que, según ellos aseguran, comen velas de sebo a la hora de los postres. En cuanto a la mujer francesa, bueno, aunque yo también estuve en Francia junto con otros cien mil rusos, nunca la he visto. Es muy probable que no estuviera en París entonces. Y en cualquier caso, las suyas no eran puertas de esas que se le abren de par en par a tipos corrientes como yo, ya me entendéis. Jamás entré en salones dorados. No puedo deciros qué aspecto tenía esa mujer, lo cual es extraño teniendo en cuenta que yo era, si se me permite decirlo, el principal confidente de Tomassov.
Muy pronto ya no se atrevió a hablar delante de los otros. Supongo que los comentarios normales en torno al fuego del campamento chocaban con sus delicados sentimientos. Pero le quedaba yo, y no tuve verdaderamente más remedio que someterme. No se puede esperar que un jovencillo que se encuentra en el estado de Tomassov refrene por completo su lengua; y yo —imagino que os costará muchísimo creerme—, yo soy por naturaleza una persona bastante silenciosa. Es muy probable que mis silencios le parecieran fruto de la comprensión. Durante todo el mes de septiembre nuestro regimiento, acuartelado en aldeas, pasó una temporada de tranquilidad. Fue entonces cuando oí la mayor parte de esa..., no puede llamarse historia. La historia que yo tengo en la cabeza no es eso. Llamémoslo efusiones. Yo permanecía sentado, muy satisfecho de no tener que decir palabra, quizá una hora entera, mientras Tomassov hablaba exaltadamente. Y cuando él terminaba yo seguía callado. Y entonces se producía un solemne efecto de silencio que, imagino, omplacía en cierto modo a Tomassov. Ella no era, naturalmente, una mujer que estuviera en su primera juventud. Quizá fuera viuda. En cualquier caso, nunca oí que Tomassov mencionase a su marido. Tenía un salón, muy distinguido; un centro social en el que reinaba con gran esplendor. No sé por qué razón, imagino que su corte estaba compuesta únicamente de hombres. Pero debo decir que Tomassov tenía una maravillosa habilidad para excluir estos detalles de sus discursos. Os doy mi palabra que no sé si el cabello de la mujer era moreno o rubio, si sus ojos eran azules o castaños; ni cuáles eran su estatura, sus rasgos o el color de su tez. El amor de Tomassov se remontaba muy por encima de las simples impresiones físicas. No me hizo nunca una descripción de conjunto; pero estaba dispuesto a jurar que en presencia de ella era inevitable que los pensamientos y sentimientos de todos girasen a su alrededor. Era de esa clase de mujeres. En su salón discurrían maravillosas conversaciones sobre toda clase de temas: pero a través de todas ellas fluía muda, como una melodía misteriosa, la afirmación, el poder, la tirania de su absoluta belleza. Así que, al parecer, aquella mujer era hermosa. Era capaz de alejar a todos esos conversadores de sus intereses cotidianos e incluso de sus vanidades. Era un secreto placer y una secreta inquietud. Cuando la miraban, todos los hombres se quedaban melancólicamente pensativos, como asaltados por la idea de que habían malgastado su vida. Ella era la alegría y el estremecimiento mismos de la felicidad, y no proporcionaba más que tristeza y tormentos a los corazones de los hombres.
En pocas palabras, que debía de ser una mujer extraordinaria, o si no Tomassov tenía que ser un jovencito extraordinario, para poder sentir de ese modo y hablar así de ella. Ya os he dicho que había en aquel tipo mucha poesía y he advertido que todo lo que contaba sonaba a verdad. Debía de ser la clase de hechicería que es capaz de ejercer una mujer muy fuera de lo corriente. Los poetas se acercan de algún modo a la verdad, eso es algo que nadie puede negar. Mi reconstrucción, ya lo sé, carece de poesía, mas no me falta cierta dosis de perspicacia común, y no me cabe ninguna duda de que la dama se mostró amable con el joven en cuanto éste logró abrirse paso hasta su salón. Que entrase en él es el verdadero portento. Sin embargo, entró, el muy cándido, y se encontró rodeado de una distinguida compañía de hombres de considerable posición. Y ya sabéis lo que eso significa: gruesas cinturas, calvas cabezas y dientes que no son tales, como dice algún satírico. Imaginaos entre ellos a un guapo muchacho, fresco e ingenuo, como una manzana recién caída del árbol; un sencillo, apuesto, impresionable y adorador joven bárbaro. ¡Caramba! ¡Menudo cambio! ¡Qué alivio para los que han perdido el entusiasmo! Y además, con esa poesía que puede salvar incluso a un inocentón del ridículo.
Tomassov se convirtió en un esclavo torpe e incondicionalmente devoto. Como premio recibió algunas sonrisas y, al cabo de un tiempo, fue admitido en la intimidad de la casa. Es posible que este joven bárbaro y sencillo divirtiera a la exquisita dama. Quizá —ya que no se alimentaba de velas de sebo— satisficiera alguna necesidad de ternura en aquella mujer. Ya sabéis, las mujeres muy civilizadas son capaces de sentir muchas clases de ternura. Me refiero a esas mujeres con cabeza e imaginación, nada temperamentales, ya me entendéis. Pero, ¿quién es capaz de desentrañar sus necesidades o sus caprichos? Ni ellas mismas saben casi nunca nada acerca de sus humores más íntimos, y van de uno en otro dando tumbos, a veces con resultados catastróficos. ¿Y quién hay, entonces, más sorprendido que ellas mismas? Sin embargo, el caso de Tomassov era, debido a su carácter, bastante idílico. Para el mundo elegante, era una diversión. Su devoción le proporcionó una especie de éxito social. Pero eso a él no le importaba. Tenía una sola divinidad, y tenía el templo, adonde podía ir y de donde podía salir cuando quisiera, sin tener en cuenta las horas oficiales de recepción.
Él se aprovechó con entera libertad de ese privilegio. Bueno, ya sabéis que no tenía deberes oficiales que cumplir. Se suponía que la Misión Militar era más honorífica que otra cosa, y estaba presidida por un amigo personal de nuestro emperador Alejandro; el cual, además, se dedicaba exclusivamente a buscar éxitos en la vida elegante, al menos aparentemente. Al menos aparentemente. Una tarde Tomassov fue a ver a la señora de sus sueños más temprano que de costumbre. La mujer no estaba sola. La acompañaba un hombre que no era uno de esos personajes de gran barriga y cabeza calva, pero que aun así no era un don nadie: un hombre de treinta y pocos años, un oficial francés que, hasta cierto punto, gozaba también del privilegio de la intimidad. Tomassov no sintió celos de él. Un sentimiento así le hubiese parecido presuntuoso a un tipo tan cándido. Sintió, por el contrario, admiración por ese oficial. No os podéis hacer una idea del prestigio que tenían los militares franceses en aquellos tiempos, incluso entre nosotros, los soldados rusos, que habíamos conseguido hacerles frente quizá mejor que los demás. Llevaban marcadas en la frente, se diría que para siempre, sus victorias. Hubiesen sido más humanos de no haber tenido tanta conciencia de ese hecho; pero eran buenos camaradas y manifestaban cierto sentimiento fraternal por todos los que llevaban armas, aunque fuese contra ellos.
Y éste era un ejemplar de la mejor categoría, un oficial del Estado Mayor de un general de división, y además un hombre de la buena sociedad. Era muy corpulento y masculino, a pesar de que iba tan esmeradamente acicalado como una mujer. Tenía el aplomo de un hombre de mundo. Su frente, blanca como el alabastro, contrastaba de manera impresionante con el saludable color de su cara. No sé si él sintió celos de Tomassov, pero sospecho que le molestó como una especie de absurda encarnación del tipo sentimental. Pero estos hombres de mundo son impenetrables, y exteriormente tuvo la condescendencia de reconocer la existencia de Tomassov en un grado que iba más allá de lo estrictamente imprescindible. Tomassov se sintió completamente conquistado por esa prueba de amabilidad aparente bajo el frío brillo de la mejor sociedad. Tomassov, introducido en el petit salón, encontró a esas dos exquisitas personas sentadas una al lado de la otra en un sofá y tuvo la sensación de haber interrumpido una conversación especial. Pensó que le miraban de una forma extraña; pero no le dieron a entender que fuera un intruso. Al cabo de un rato la dama le dijo al oficial —se llamaba De Castel:
—Me gustaría que os tomaseis la molestia de confirmar la veracidad de ese rumor.
—Es mucho más que un simple rumor —observó el oficial.
Pero se levantó dócilmente y se fue. La dama se volvió a Tomassov y dijo:
—Podéis quedaros conmigo.
Esa orden expresa hizo que él experimentara la felicidad suprema, aunque de hecho no tuviera la menor intención de irse. Ella le dirigió una de aquellas amables miradas que hacían que algún rincón del pecho de Tomassov ardiera y se ensanchara. Era una sensación deliciosa, aunque de vez en cuando le dejara sin aliento. Bebió en éxtasis el sonido de la tranquila y seductora conversación de la dama, llena de alegría inocente y quietud espiritual. Le pareció que su pasión se encendía y la envolvía de pies a cabeza en ardientes llamas azules y que el alma de ella reposaba en el centro como una gran rosa blanca. Bueno, esto basta. Me dijo muchas cosas semejantes. Pero ésta es la que recuerdo. Él se acordaba de todo porque esos fueron sus últimos momentos con aquella mujer. Estaba viéndola por última vez aunque él no lo supiese entonces. M. De Castel, al regresar, malogró la atmósfera encantada que Tomassov había estado absorbiendo hasta el punto de perder toda conciencia del mundo exterior. Tomassov no pudo impedir que le sorprendiera la distinción de los movimientos del oficial, la naturalidad de sus modales, su superioridad con respecto a todos los demás hombres que él conocía, y eso le hizo sufrir. Se le ocurrió que aquellos dos brillantes seres sentados en el sofá estaban hechos el uno para el otro. De Castel, que se había sentado al lado de la dama, le murmuró discretamente:
—No hay la menor duda de que es cierto.
Luego, volvieron los dos sus ojos hacia Tomassov. El despertó totalmente de su ensueño y se sintió abrumado por la timidez. Permaneció sentado sonriéndoles ligeramente. Sin apartar los ojos del azarado Tomassov, la dama dijo con una gravedad soñadora completamente desacostumbrada en ella:
—Me gustaría comprobar que vuestra generosidad puede ser absoluta, impecable. El amor supremo debería ser origen de todas las perfecciones.
Tomassov, admirado, abrió los ojos de par en par al oírlo, como si de los labios de la dama hubiesen brotado auténticas perlas. Pero aquel sentimiento no había sido expresado pensando en el primitivo joven ruso, sino en el exquisitamente maduro hombre de mundo, De Castel. Tomassov no pudo ver el efecto que producía porque el oficial francés bajó la cabeza y se quedó sentado contemplando sus botas admirablemente lustrosas. La dama susurró comprensiva:
—¿Tenéis escrúpulos?
De Castel, sin levantar la vista, murmuró:
—Podría convertirse en una magnífica cuestión de honor.
—Eso es muy artificial, sin duda. Yo estoy a favor de los sentimientos naturales. No creo en otra cosa. Pero quizá vuestra conciencia...
—En absoluto —la interrumpió él—. No tengo una conciencia infantil. El destino de esas personas no tiene importancia militar para nosotros. ¿Qué puede importar? La fortuna de Francia es invencible.
—Bien, entonces... —dijo ella significativamente, y se levantó del sofá.
El oficial francés se levantó también. Tomassov se apresuró a imitar su ejemplo. Sufría por culpa del estado de absoluta oscuridad mental en que se encontraba. Mientras alzaba la blanca mano de la dama hasta sus labios oyó decir al oficial francés con gran intensidad:
—Si tiene alma de guerrero (en aquel tiempo, ¿sabéis?, la gente hablaba realmente así), si tiene alma de guerrero debería caer a vuestros pies lleno de gratitud.
Tomassov se sintió sumido en una oscuridad más densa incluso que antes. Salió de la habitación y de la casa detrás del oficial francés, pues le daba la sensación que era eso lo que se esperaba de él.
Anochecía, hacía muy mal tiempo y la calle estaba completamente desierta. El francés retrasó extrañamente su partida. Y también Tomassov, sin impaciencia, se quedó. Nunca tenía prisa por irse de la casa donde ella vivía. Y además, le había ocurrido una cosa maravillosa. La mano que había levantado reverentemente por la punta de los dedos había oprimido sus labios. ¡Había recibido un favor secreto! Estaba casi asustado. El mundo se había tambaleado, y todavía no había vuelto a estabilizarse. De Castel se detuvo de pronto en la esquina de la tranquila calle.
—No tengo especial interés de que me vean con vos por la calle, M. Tomassov —le dijo en un tono extrañamente sombrío.
—¿Por qué? —preguntó el joven, tan desconcertado que no pudo sentirse ofendido.
—Por prudencia —respondió secamente el otro—. De modo que tendremos que separarnos aquí; pero antes de separarnos voy a revelaros una cosa cuya importancia comprenderéis inmediatamente.
Éste era, fijaos bien, un anochecer de finales de marzo del año 1812. Hacía ya bastante tiempo que se hablaba de la creciente frialdad entre Rusia y Francia. En los salones se susurraba la palabra guerra en voz cada vez más alta, y por fin había empezado a oírse en los círculos oficiales. Luego la policía de París descubrió que el jefe de nuestra Misión Militar había sobornado a algunos funcionarios del Ministerio de la Guerra y obtenido de ellos algunos documentos muy importantes. Aquellos desgraciados (eran dos) confesaron su crimen e iban a ser ejecutados esa noche. Al día siguiente toda la ciudad hablaría del asunto. Pero lo peor era que el emperador Napoleón estaba furiosamente indignado por el descubrimiento, y había decidido que el embajador ruso sería detenido. Esto fue lo que le reveló De Castel; y aunque le había hablado en voz baja, Tomassov quedó aturdido como por un gran estruendo.
—Detenido —murmuró desolado.
—Sí, y será prisionero de Estado, con todos los que han venido aquí con él...
El oficial francés cogió a Tomassov por el brazo, por encima del codo, y se lo apretó con mucha fuerza.
—Y quedará retenido en Francia —repitió en el mismo oído de Tomassov, y luego, soltándole, dio un paso atrás y permaneció en silencio.
—¡Y sois vos, vos, quien me lo cuenta! —exclamó Tomassov experimentando una gratitud tan extraordinaria como la admiración que sentía por la generosidad de su futuro enemigo.
¡Acaso un hermano hubiese podido hacer más por él! Trató de estrechar la mano del oficial francés, pero éste permaneció envuelto en su capa. Es posible que la oscuridad le hubiese impedido ver la intención de Tomassov. El francés dio otro paso atrás y con la voz serena del hombre de mundo, como si estuviese hablando en una mesa de juego o algo parecido, dijo a Tomassov que si tenía intención de aprovechar la advertencia, los momentos eran preciosos.
—Desde luego que lo son —convino el atemorizado Tomassov—. Adiós, entonces. No tengo palabras para agradeceros vuestra generosidad; pero si alguna vez tuviese una oportunidad, os lo juro, podéis hacer con mi vida...
Pero el francés se retiró, ya se había desvanecido en la oscura calle solitaria. Tomassov estaba solo, y a partir de entonces ya no perdió ni uno solo de los preciosos minutos de aquella noche. Ved cómo pasan a la historia los simples rumores y las conversaciones ociosas. En todos los libros que hablan de esa época leeréis que nuestro embajador recibió un aviso de alguna dama de elevada posición que estaba enamorada de él. Se sabe, naturalmente, que tenía éxitos entre las mujeres, y también que los solía conseguir en las altas esferas, pero la verdad es que la persona que le advirtió no fue otra que nuestro cándido Tomassov, un amante también, pero de una especie completamente distinta. Éste es, pues, el secreto de cómo consiguió evitar su detención el jefe de la Misión de nuestro emperador. Él y todos los miembros de la embajada, tal como registra la historia, salieron a tiempo de Francia. Y entre esos miembros se encontraba naturalmente nuestro Tomassov. Por decirlo con las palabras del oficial francés, tenía alma de guerrero. Y no hay perspectiva más desoladora para un hombre con un alma así que la de ser hecho prisionero en vísperas de una guerra; verse alejado de su país en peligro, de su familia militar, de su deber, de su honor y —bueno— también de la gloria. Tomassov se estremecía con sólo pensar en el tormento moral del que había escapado; y alimentó en su corazón una ilimitada gratitud por las dos personas que le habían salvado de tan cruel ordalía. ¡Eran unos seres maravillosos! Para él, amor y amistad no eran sino dos aspectos de la más exaltada perfección. Había encontrado esos dos magníficos ejemplos y les rendía algo bastante semejante a un culto. Aquello afectó también a su actitud general en relación con los franceses, a pesar de que era un gran patriota. Se sintió naturalmente indignado cuando su país fue invadido, pero no había en esa indignación la mínima animosidad personal. La suya era una naturaleza refinada. Se afligía ante la escandalosa enormidad de los sufrimientos humanos que veía a su alrededor. Sí, estaba lleno de compasión por todas las formas de miseria humana, pero de una manera varonil.
Naturalezas menos refinadas que la suya no acababan de comprender muy bien su actitud. En el regimiento le habían puesto el mote de Tomassov el Humanitario. Él no se sintió ofendido por ello. No existe ninguna incompatibilidad entre el humanitarismo y un alma de guerrero. La gente sin compasión son los civiles, los funcionarios del gobierno, los comerciantes y otros como ellos. Y en cuanto a esas feroces palabras que suelen decir muchísimas personas decentes en tiempo de guerra, bueno, en el mejor de los casos la lengua es ingobernable, y cuando las circunstancias crean un ambiente excitado no hay modo de refrenar su furiosa actividad. De modo que no me llevé ninguna sorpresa al ver que Tomassov envainaba deliberadamente su sable justo en plena carga, podríamos decir. Cuando después nos alejábamos de la columna él permanecía muy silencioso. No es que fuese un charlatán, pero era evidente que haber visto de cerca el Gran Ejército le había afectado profundamente, como una visión del otro mundo. Yo había sido siempre un individuo bastante frío; pues bien, incluso yo... ¡Figuraos aquel tipo que tenía una naturaleza tan poética! Ya podéis imaginar lo que debió pensar. Cabalgamos el uno al lado del otro sin despegar los labios. Aquella experiencia estaba sencillamente más allá de las palabras.
Establecimos nuestro vivaque en el lindero del bosque para que los caballos quedaran un poco resguardados. Sin embargo, el borrascoso viento del norte había cesado tan bruscamente como se había levantado, y del Báltico al Mar Negro reinaba la gran quietud del invierno. Casi podíamos sentir esa fría inmensidad sin vida extendiéndose hasta las estrellas. Nuestros soldados habían encendido varias hogueras para sus oficiales y habían limpiado la nieve a su alrededor. Nuestros asientos eran grandes troncos; eran en general un vivaque bastante tolerable, aun sin la exultación de la victoria. Eso era algo que sentiríamos posteriormente, pero de momento estábamos sufriendo la opresión que nos producía nuestra dura y ardua tarea. Nos habíamos sentado en torno a mi hoguera tres oficiales. El tercero era ese ayudante que ya he mencionado. Quizá fuese un tipo sin mala intención, pero no tan buena persona como hubiese podido ser sin sus rudos modales y su burda visión de las cosas. Solía razonar acerca de la conducta de las personas como si el ser humano fuese una figura tan simple como, por ejemplo, dos palos cruzados el uno sobre el otro; cuando de hecho el hombre se parece mucho más al mar, cuyos movimientos son demasiado complicados para que nadie pueda explicarlos, y de cuyas profundidades puede surgir Dios sabe qué en cualquier momento.
Charlamos un rato de esa carga. No mucho. Esa clase de cosas no se presta demasiado a la conversación. Tomassov murmuró unas cuantas palabras al efecto de considerarla una simple carnicería. Yo no tenía nada que decir. Como ya os he contado, enseguida dejé colgar ociosamente mi sable. Aquella muchedumbre hambrienta ni siquiera había intentado defenderse. Sólo unos pocos disparos. Dos de nuestros hombres estaban heridos. ¡Dos!... Y habíamos cargado contra la columna principal del Gran Ejército de Napoleón. Tomassov murmuró en tono de hastío:
—¿Y para qué ha servido?
Como yo no tenía ganas de discutir me limité a decir entre dientes:
—¡Hombre!
Pero el ayudante intervino de forma desagradable:
—Pues ha servido para calentar un poco a nuestras tropas. A mí me ha hecho entrar en calor. Y eso me parece una razón suficiente. ¡Pero nuestro Tomassov es tan humanitario! Y además ha estado enamorado de una mujer francesa, y ha sido uña y carne de un montón de franceses, y por eso le dan pena. No te preocupes, muchacho, ¡Ahora hemos emprendido el camino hacia París y pronto podrás verla!
Éste era uno de sus acostumbrados discursos, que tan necios nos parecían a nosotros. Todos pensábamos que llegar a París costaría, como mínimo, varios años. Muchos años. Y, ¡oh maravilla!, menos de dieciocho meses después me estafaban un montón de dinero en un tugurio de juego del Palais Royal. La verdad, que a menudo es la cosa más insensata del mundo, le es revelada a veces a los necios. No creo que aquel ayudante de nuestro regimiento creyera en sus propias palabras. Sólo importunaba a Tomassov por la fuerza de la costumbre. Simplemente por costumbre. Nosotros, naturalmente, no dijimos nada, y él apoyó la cabeza entre las manos y se quedó medio dormido, sentado en un tronco junto al fuego. Nuestra caballería ocupaba el extremo del ala derecha del ejército, y debo confesar que lo protegíamos muy mal. A estas alturas habíamos perdido toda sensación de inseguridad; pero todavía fingíamos que estábamos cumpliendo, a nuestra manera, esa misión. Al cabo de un rato llegó cabalgando un soldado que conducía otro caballo de las riendas; Tomassov lo montó con los envarados movimientos de un hombre entumecido, y partió para hacer una ronda de los puestos de avanzada. De esos puestos de avanzada completamente inútiles. En la silenciosa noche no se oía más que el crepitar de las hogueras. El enfurecido viento se había elevado abandonando la superficie de la tierra y no se oía ni el menor silbido. Sólo la luna se deslizó bruscamente hasta presentarse en el cielo y quedó colgada alta e inmóvil sobre nuestras cabezas. Recuerdo que levanté por un momento mi rostro hirsuto hacia ella. Luego creo que yo también me quedé medio dormido, doblándome sobre mi tronco de árbol con la cabeza dirigida hacia la ardiente hoguera.
Ya sabéis lo inconstante que es esa clase de sueño. Caes repentinamente en un abismo y al instante siguiente regresas a un mundo que te parece demasiado profundo para que llegue a él ningún sonido como no sean las trompetas del Juicio Final. Y después vuelves a caer en el sueño. Es como si tu misma alma se deslizara por un negro pozo sin fondo. Y luego vuelves a sentirte sobresaltadamente despierto. En esas ocasiones no somos más que un juguete del sueño cruel. Vivimos atormentados tanto en unos momentos como en los otros. Sin embargo, cuando se acercó mi asistente, repitiendo sin cesar: «¿Desea cenar su señoría? ¿Desea cenar su señoría?», conseguí agarrar firmemente esa conciencia abismal que había logrado recobrar. El asistente estaba ofreciéndome una tiznada marmita que contenía un poco de grano hervido en agua con una pizca de sal. En la misma marmita había una cuchara de madera. En esta época ése era el único rancho que nos daban de forma regular. ¡Comida de gallinas, el Cielo la confunda! Pero el soldado ruso es maravilloso. Bien, mi asistente esperó a que terminara mi festín y luego se fue con la marmita vacía. Se me había pasado el sueño. De hecho, me había despertado tanto que tenía una exagerada conciencia mental de todo lo que existía más allá de lo que me rodeaba. La humanidad sólo experimenta cosas así en momentos excepcionales, afortunadamente. Tuve la íntima sensación de la tierra envuelta en toda su enorme extensión por una capa de nieve de la que no asomaban más que unos troncos delgados como tallos, con un verdor fúnebre en las copas; y en medio de esta visión de luto generalizado me pareció oír los lamentos de la humanidad entera que caía para morir en medio de una naturaleza sin vida. Ellos eran franceses. Nosotros no les odiábamos; ellos no nos odiaban; habíamos existido muy alejados los unos de los otros, y de repente ellos se habían alzado en armas, arremetiendo contra nosotros, sin temor de Dios, arrastrando consigo a otras naciones, y todo para perecer juntos en una larga, larguísima estela de cadáveres congelados. Tuve una visión real de esa estela: una patética multitud de pequeños túmulos oscuros que se extendía bajo la luz de la luna en medio de una atmósfera transparente, tranquila y despiadada, algo así como una paz horrible.
¿Pero qué otra paz podía haber para ellos? ¿Qué otra cosa merecían? No sé por qué extraña asociación de emociones me vino a la cabeza la idea de que la tierra era un planeta pagano y que no era una morada adecuada para las virtudes cristianas. Posiblemente os sorprenda que recuerde tan bien todo esto. ¿Qué es una pasajera emoción o un pensamiento que no ha llegado a formarse completamente para permanecer presente a lo largo de tantos años en la cambiante e intrascendente vida de un hombre? Pero lo que fijó la emoción de esa noche en mi recuerdo, de tal modo que hasta sus más leves sombras siguen siendo indelebles, fue un acontecimiento extrañamente definitivo, un acontecimiento que difícilmente podría olvidar nadie en toda su vida, como vosotros mismos comprobaréis. No creo que hubiesen pasado más de cinco minutos sumido en esos pensamientos cuando hubo algo que me indujo a volver la cabeza y mirar atrás. Dudo que fuese un ruido; la nieve amortiguaba todos los sonidos. Pero algo tuvo que ser, cierta clase de señal que llegó a mi conciencia. Fuera como fuese, volví la cabeza, y el acontecimiento estaba acercándoseme sin que yo lo supiera ni tuviese la menor premonición. Todo lo que vi a lo lejos fueron dos figuras que se acercaban a la luz de la luna. Una de ellas era nuestro Tomassov. La oscura masa que había detrás de él y que cruzaba mi campo de visión eran los caballos que su asistente se estaba llevando. Tomassov tenía un aspecto muy familiar, con sus botas altas: una figura alta terminada en una capucha puntiaguda. Pero a su lado avanzaba otra figura. Al principio no confié en mis sentidos. ¡Era asombroso! Llevaba en la cabeza un brillante casco coronado por una cimera e iba embozado en una capa blanca. La capa no era tan blanca como la nieve. No hay nada que lo sea. Era de un blanco que recordaba más bien al de la niebla, y tenía un aspecto que era a la vez marcial y fantasmal en un grado extraordinario. Era, como si Tomassov hubiese capturado al mismísimo Dios de la Guerra. Inmediatamente pude ver que llevaba a aquella resplandeciente visión cogida del brazo. Luego vi que la estaba sosteniendo. Mientras yo seguía mirando y mirando, ellos siguieron arrastrándose —porque andaban verdaderamente a rastras— y por fin se arrastraron hasta la luz de nuestra hoguera y dejaron atrás el tronco en el que yo estaba apoyado. El resplandor rieló en el casco. Estaba extremadamente abollado, y sobre el rostro congelado y plagado de heridas inflamadas que asomaba bajo él caían despeinados mechones de pelo mugriento. No era el Dios de la Guerra, sino un oficial francés. Su amplia capa de coracero blanco estaba rasgada y salpicada de agujeros chamuscados. Llevaba los pies envueltos en viejas pieles de cordero entre las que asomaban los restos de unas botas. Parecían monstruosas y el oficial tropezaba con ellas, sostenido por Tomassov, que finalmente le depositó con sumo cuidado sobre el tronco en el que yo estaba.
Mi asombro no conocía límites.
—Has traído un prisionero —le dije a Tomassov, como si no pudiese dar crédito a mis ojos.
Debéis tener en cuenta que, a no ser que se rindieran en gran número, no hacíamos prisioneros. ¿De qué nos hubiese servido? Nuestros cosacos mataban a los rezagados o les abandonaban a su suerte, según les venía en gana. En realidad, fuera como fuese, todos acababan, de uno u otro modo, igual. Tomassov se volvió hacia mí con el semblante profundamente turbado.
—Surgió de golpe no sé de dónde, justo cuando yo me iba del puesto —dijo—. Creo que lo hizo a propósito, porque avanzó ciegamente hacia mi caballo. Me cogió la pierna y naturalmente ninguno de los nuestros se atrevió a tocarle entonces.
—Se ha librado por muy poco —le dije.
—Él no se dio cuenta —dijo Tomassov, más turbado incluso que antes—. Siguió pegado a mí, agarrándose al estribo. Por eso he tardado tanto. Me dijo que era un oficial de Estado Mayor; y luego, hablando con una voz que imagino que sólo usan los condenados, con un gruñido de furia y de dolor, dijo que tenía que rogarme que le hiciese un favor. Un favor supremo. Y con un susurro diabólico me preguntó si le entendía.
Naturalmente le contesté que sí. Oui, je vous cómprends, le dije. «Entonces —dijo él—, hacedlo. ¡Ahora! Inmediatamente, si vuestro corazón alberga un poco de piedad.» Tomassov se interrumpió y me dirigió una extraña mirada por encima de la cabeza del prisionero. —¿Qué quería? —le dije. —Eso es lo que le pregunté —respondió Tomassov con un tono aturdido—, y me dijo que quería que le hiciese el favor de volarle los sesos. Como un soldado que hace un favor a otro soldado —dijo—. Como hombre sensible, como hombre humanitario. El prisionero permanecía sentado entre nosotros dos con su rostro de momia horriblemente acuchillada, como un marcial espantapájaros, como un grotesco horror de andrajos y suciedad, con unos ojos espantosamente vivos, llenos de vitalidad, llenos de un fuego inextinguible, en un cuerpo horriblemente afligido, como un esqueleto en el festín de la gloria. Y de repente aquellos ojos suyos brillantes e inextinguibles se fijaron en Tomassov. Él, pobre hombre, devolvió fascinado la cadavérica mirada de aquel alma en pena que todavía anidaba en lo que apenas si era la cascara de un hombre. El prisionero le gruñó en francés:
—Os reconozco, ¿sabéis? Vos sois su jovencito ruso. Os mostrasteis muy agradecido. Os ruego que paguéis vuestra deuda. Pagadla, os lo pido, con un disparo liberador. Sois un hombre de honor. No tengo ni siquiera un sable roto. Todo mi ser se espanta ante mi propia degradación. Vos sabéis quien soy.
Tomassov no dijo nada.
—¿Acaso no tenéis alma de guerrero? —preguntó el francés en un susurro iracundo, pero también con algo semejante a una intención burlona.
—No lo sé —dijo el pobre Tomassov.
¡Qué mirada de desprecio le lanzó el espantapájaros con sus ojos inextinguibles! Parecía que lo único que le mantenía con vida era la fuerza de su enfurecida e impotente desesperación. De repente dio una boqueada y cayó hacia delante mientras el dolor de los calambres en todos sus miembros le hacía retorcerse; es un efecto bastante corriente del calor de una hoguera de campamento. Parecía que le estuviesen aplicando algún horrible tormento. Pero al principio trató de luchar contra el dolor. Cuando nos inclinamos hacia él para impedir que rodara hasta el fuego sólo dejó oír unos leves gemidos y murmuró varias veces «Tuez moi, tuez moi...», hasta que, derrotado por el dolor, empezó a lanzar gritos a intervalos, como si cada uno de ellos se abriese paso como un estallido por entre sus apretados labios. El ayudante despertó al otro lado de la hoguera y se puso a soltar horribles juramentos quejándose del brutal alboroto que armaba el francés.
—¿Qué pasa? Nuevas muestras del infernal humanitarismo de Tomassov, supongo. ¿Por qué no le mandáis al diablo? Echadle a la nieve.
Como nosotros no prestamos atención a sus gritos, se levantó lanzando escandalosas maldiciones, y se fue a otra hoguera. Por fin el oficial francés se tranquilizó un poco. Le apoyamos contra el tronco y nos sentamos en silencio uno a cada lado de él hasta que, en cuanto amaneció, empezó a sonar la llamada de las cornetas. La enorme llama, que había permanecido viva durante toda la noche, empalideció sobre la lívida sábana de nieve, mientras el aire congelado a nuestro alrededor vibraba a los sones metálicos de las trompetas de la caballería. Los ojos del francés, fijos en una mirada vidriosa que por un momento nos hizo confiar qué hubiese muerto calladamente sentado entre nosotros dos, se agitaron lentamente a izquierda y derecha, mirando por turno nuestros rostros. Tomassov y yo intercambiamos sendas miradas de consternación. Luego la voz de De Castel, inesperada por su renovada fuerza y su horrible serenidad, hizo que nos estremeciéramos interiormente.
—Bonjour, messierus.
Su mentón cayó sobre su pecho. Tomassov se dirigió a mí en ruso:
—Es él, aquel hombre...
Yo asentí con la cabeza y Tomassov prosiguió en tono angustiado.
—¡Sí, es él! Brillante, maduro, envidiado por los hombres, amado por las mujeres... este horror, esta cosa miserable que no puede morir. Mírale los ojos. Es terrible.
Yo no miré, pero comprendí qué quería decir Tomassov. No podíamos hacer nada por él. Aquel vengador invierno que nos había traído el destino tenía aferrados en su puño de hierro tanto a los fugitivos como a los perseguidores. La compasión no era más que una palabra vana ante un destino tan inexorable. Traté de decir algo sobre el convoy que sin duda debía estar formándose en la aldea, pero mi voz desfalleció ante la mirada muda que me dirigió Tomassov. Sabíamos cómo eran esos convoyes: espantosas hordas de seres desgraciados y desesperados empujadas por la punta de las lanzas de los cosacos que les devolvían al infierno helado, alejándoles de sus hogares. Nuestros dos escuadrones ya se habían ido formando a lo largo del lindero del bosque. Transcurrieron unos minutos angustiosos. El francés hizo de repente un esfuerzo por ponerse en pie. Nosotros le ayudamos casi sin saber lo que hacíamos.
—Vamos —dijo él con voz controlada—. Éste es el momento. —Hizo una pausa que duró mucho tiempo y después, con la misma claridad, prosiguió—. Os doy mi palabra que toda mi fe ha muerto.
Su voz perdió de repente la serenidad. Tras esperar un poco añadió en un murmullo:
—Y todo mi valor... Os doy mi palabra.
Transcurrió otra larga pausa antes de que, con gran esfuerzo, susurrara con voz ronca:
-¿No basta esto para conmover a un corazón de piedra? ¿Voy a tener que ponerme de rodillas ante vos?
De nuevo se cernió el silencio sobre los tres. Entonces el oficial francés lanzó contra Tomassov su última palabra de ira:
—¡Marica!
No se movió ni un solo rasgo del semblante del pobre hombre. Yo decidí ir a buscar un par de soldados para que condujeran al miserable prisionero a la aldea. No había otra alternativa. Apenas había recorrido seis pasos hacia el grupo de caballos y asistentes que se encontraba al frente de nuestro escuadrón cuando... Pero ya lo habéis adivinado. Claro. Y yo también lo adiviné, y os doy mi palabra que el disparo de la pistola de Tomassov fue lo más insignificante que se pueda imaginar. La nieve absorbe sin duda los sonidos. No fue más que un leve chasquido. No creo que ni uno solo de los asistentes que sujetaban nuestros caballos volviera la cabeza. Sí. Tomassov lo había hecho. El destino había dirigido los pasos de De Castel hacia el hombre que podía comprenderle perfectamente. Pero al pobre Tomassov le cayó en suerte ser la víctima predestinada. Ya sabéis cómo son la justicia del mundo y el juicio de la humanidad, y ambas cayeron sobre él con una especie de hipocresía invertida. ¡Vaya que sí! ¡Aquel bruto de ayudante fue el primero que empezó a hacer correr horrorizados rumores acerca del asesinato a sangre fría de un prisionero! Tomassov, naturalmente, no fue licenciado. Pero después del asedio de Dantzig, solicitó autorización para abandonar el ejército, y se alejó para sepultarse en lo más recóndito de su provincia, donde una vaga historia de cierto acto oscuro le persiguió durante muchos años.
Sí. Lo había hecho. ¿Y qué fue lo que hizo? Un alma de guerrero había pagado con creces la deuda que contrajo con otra alma de guerrero, liberándola de un destino peor que la muerte: la pérdida de toda fe y todo valor. Podéis entenderlo de ese modo. Yo no estoy muy seguro. Y quizá tampoco lo estuviera el pobre Tomassov. Pero fui el primero que se acercó a ese horrible grupo oscuro en medio de la nieve: el francés, rígido y tendido boca arriba; Tomassov, con una rodilla en tierra, más cerca de los pies que de la cabeza del francés. Se había quitado el gorro y su cabello brillaba como el oro entre los copos de la ligera nevada que había empezado a caer. Estaba agachado sobre el muerto en actitud tiernamente contemplativa. Y su rostro joven e ingenuo, con los párpados entrecerrados, no expresaba pesar, severidad ni horror, sino que se había fijado en el reposo de una profunda, por perpetua y perpetuamente silenciosa, meditación.
Joseph Conrad (1857-1924)
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