Antiguas brujerías de Algernon Blackwood Parte 2





Antiguas brujerías (Ancient sorceries) es unrelato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, escrito en 1908 y publicado en laantología de cuentos de terror de 1927Antiguas brujerías y otros relatos (Ancient sorceries and other tales). Por la extensión del relato hemos decidido publicarlo en II partes.













IV
Toda esta parte del relato le fue contada al doctor Silence sin hacerse
mucho rogar, es cierto, aunque no sin gran embarazo y muchos
balbuceos. No podía explicarse de ninguna de las maneras —dijo— cómo
se las había arreglado la chica para afectarle tan profundamente, incluso
antes de haber puesto sus ojos en ella. Su simple proximidad en las
tinieblas fue suficiente para encender la hoguera. No sabía lo que era un
flechazo; y, durante años, habíase mantenido apartado de toda relación
sentimental Con cualquier miembro del sexo opuesto, pues vivía
encerrado en su timidez y era excesivamente consciente de sus propios
abrumadores defectos. A pesar de todo, esta hechicera jovencita le había
buscado a él deliberadamente. Su comportamiento no ofrecía duda, pues
siempre se iba con él, a la menor ocasión. Casta y dulce lo era sin duda,
pero francamente incitante también; y le dominaba por completo con una
simple mirada de sus ojos brillantes, si es que no le tenía ya dominado
desde la primera vez, en la oscuridad, con la única magia de su invisible
presencia.
—¿Le daba a usted la sensación de que ella era sana y buena? —
inquirió el doctor—. ¿No tuvo usted ninguna reacción de cierto tipo..., por
ejemplo, de alarma?
Vezin levantó vivamente la cabeza, con una de sus inimitables
sonrisas de disculpa. Tardó un ratito en contestar. El simple recuerdo de
su aventura hizo enrojecer sus tímidas facciones, y sus ojos pardos
miraron hacia el suelo cuando contestó.
—No me atrevería a afirmarlo —explicó por fin—. Tuve que
confesarme a mí mismo, algunas noches que no podía dormir y me
quedaba despierto en la cama hasta muy tarde, que sentía ciertos
escrúpulos de conciencia. Me iba viniendo la certeza de que en ella había
algo... ¿Cómo diría yo?... Bueno, algo impío. No es que fuese impureza de
ninguna clase, ni física ni mental, lo que quiero decir, sino otra cosa, algo
completamente indefinible, que me daba una especie de sensación vaga
como de reptil. Ella me atraía y al mismo tiempo me repelía mas que...
que...
Vaciló, terriblemente ruborizado, y no pudo acabar la frase.
—Nunca me ha pasado nada igual, ni antes ni después —concluyó
confusamente—. Me figuro que habrá sido, como acaba usted de sugerir,
algo parecido a un flechazo. De todas formas, fuera lo que fuese, era algo
lo suficientemente fuerte para hacerme deseable aquel espantoso pueblo
encantado y quedarme en él durante años y años sólo por verla a diario,
oír su voz, contemplar sus maravillosos movimientos y, alguna vez, quizá
tocar su mano.
—¿Podría explicarme donde cree, dónde siente que radicaba el origen
de su poder sobre usted? —preguntó John Silence, mirando
deliberadamente a cualquier sitio menos al turbado narrador.
—Me sorprende que me pregunte usted eso —respondió Vezin, con la
máxima dignidad que pudo expresar—. Creo que ningún hombre puede
explicar convincentemente a otro dónde radica la magia de la mujer que
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le ha apresado en sus redes. Yo, desde luego, no puedo. Lo único que
puedo decir es como no decir nada: que una mujer me ha hechizado, que
simplemente el saber que ella vivía y dormía bajo el mismo techo me
llenaba de una extraordinaria sensación de placer.
—Pero hay algo que sí puedo decir —prosiguió gravemente, con los
ojos encendidos—. Y es que ella parecía resumir y sintetizar todas las
extrañas fuerzas ocultas que tan misteriosamente actuaban en el pueblo.
Cuando caminaba de un lado para otro, tenía los sedosos movimientos de
una pantera, suave, silenciosa, y los mismos procedimientos indirectos,
oblicuos, de los habitantes del pueblo; daba la impresión de ocultar, igual
que éstos, algún propósito secreto, propósito que, no me cabía duda, me
tenía a mí como objetivo. Para mi terror y placer, me sentía
constantemente vigilado por ella, y eran tales su maestría y disimulo que
otro hombre menos susceptible que yo, por así decirlo —hizo un gesto
suplicante—, o quizá menos sobre aviso por lo que ya había pasado antes,
nunca se habría dado cuenta de nada en absoluto. Siempre callada,
siempre reposada, parecía, sin embargo, estar en todas partes a la vez,
de manera que nunca podía escapar de su vigilancia. Continuamente me
encontraba con la mirada fija y risueña de sus grandes ojos, —en los
rincones de cualquier habitación, en los pasillos, contemplándome
tranquilamente desde una ventana, o en una de las calles más bulliciosas
del pueblo.
La intimidad entre ambos parece que hizo rápidos progresos desde
aquel primer encuentro que tan violentamente había alterado el equilibrio
interior del hombrecillo. Era este hombre muy estirado y relamido, y la
gente estirada y relamida suele vivir habitualmente en un mundo tan
reducido que cualquier cosa violenta e inusitada les puede sacar brusca y
completamente de él; por ello, esta clase de gente suele desconfiar
instintivamente de todo lo que represente una cierta originalidad. Sin
embargo, al cabo de cierto tiempo, Vezin empezó a olvidarse de su
estiramiento. La chica se portaba siempre modestamente y además, como
representante de su madre, era lógico que tratase con los huéspedes del
hotel. El que entre ambos brotase un espíritu de camaradería no tenía
nada de particular. Además, era joven, era encantadoramente bonita, era
francesa, y, evidentemente, él le gustaba.
Al mismo tiempo, había en todo ello algo indescriptible —una cierta
atmósfera indefinible, propia de otros lugares y otras edades— que le
hacía mantenerse alerta y a veces llegaba hasta a cortarle la respiración
con un brusco sobresalto. Según confió en un susurro al doctor Silence,
era algo así como un sueño o un delirio, mitad delicioso, mitad terrible; y
más de una vez se dio cuenta bruscamente de que estaba diciendo o
haciendo algo, obligado por unos impulsos que apenas reconocía como
propios.
Y, aunque a veces le volvía la idea de marcharse, cada vez lo hacía
con menos insistencia, de modo que seguía allí día tras día, fundiéndose
cada vez más con la soñolienta vida de aquella extraña ciudad medieval y
perdiendo cada vez más su propia personalidad. Sentía que pronto se iba
a descorrer la cortina de las profundidades de su alma, con horrible
ímpetu, y que se vería de repente admitido en el secreto de la oscura vida
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que se extendía al otro lado. Pero, para entonces, ya se habría convertido
en un ser completamente distinto.
Mientras tanto, notaba, por varios pequeños detalles, que intentaban
hacerlo agradable su estancia allí: flores en el cuarto, una butaca más
confortable en su rincón, e incluso platos especiales, extraordinarios, en
su mesa del comedor. Además, las conversaciones con "Mademoiselle
Ilsé" se iban haciendo cada vez más frecuentes y placenteras; y, aunque
casi siempre giraban acerca del tiempo o detalles locales, observó que la
chica nunca tenía prisa por terminarlas y que con frecuencia se las
arreglaba para interpolar pequeñas y extrañas sentencias, que, aunque
nunca acababa él de comprender, se daba cuenta de que eran muy
significativas.
Y fueron precisamente estos incisos ocasionales, llenos de un
significado que se le escapaba, los que le harían sospechar en ella algún
propósito oculto y encontrarse a disgusto. Todos iban encaminados a
hacerle sentirse seguro, dándole mil razones para prolongar
indefinidamente su permanencia en el pueblo.
—¿Y qué, todavía no ha tomado M'sieur una decisión? —preguntóle
ella suavemente al oído, un día, sentada junto a él en el patio soleado,
antes del déjeuner. La familiaridad entre ellos había progresado con
rapidez significativa—. ¡Porque, si es tan difícil tomarla, entre todos
podemos intentar ayudarle!
La pregunta le sobresaltó, porque calcaba sus propios pensamientos.
Había sido acompañada de una preciosa sonrisa; y al volverse ella para
lanzarle una picaresca mirada, un mechón de pelo rebelde cayó sobre uno
de sus bellos ojos. El quizá no logró captar el pleno sentido de la
pregunta, pues la proximidad de la muchacha siempre le confundía su
corto conocimiento del francés. Pero sus palabras, su actitud y algo más
que no asomaba a las palabras, sino que permanecía oculto en la mente
de la joven. Le asustaron, ya que apoyaban su vieja sensación de que el
pueblo entero estaba aguardando a que él se decidiera en algún
importante asunto.
Y al mismo tiempo, su voz cálida, su presencia tan cercana, el suave
vestido oscuro que llevaba, le excitaban inexpresablemente.
—Es cierto que me resulta difícil marcharme —balbuceó,
abandonándose voluptuosamente dentro de las profundidades de sus
hechiceros ojos—, y especialmente ahora que ha venido mademoiselle
Ilsé.
Quedó sorprendido de lo bien que le había salido la frase y encantado
de su propia galantería. Pero, a la vez, se habría cortado la lengua por
haberla dicho.
—Entonces, después de todo, es que le gusta a usted nuestra
pequeña ciudad porque, si no, no se alegraría de seguir aquí —dijo ella,
ignorando totalmente el cumplido.
—Estoy encantado de ella y encantado de usted —gritó él, sintiendo
que se había emancipado plenamente del control de su cerebro. Y estaba
ya dispuesto a empezar a decir las cosas más ardientes y apasionadas,
cuando la muchacha se levantó ágilmente de la silla y se dispuso a irse.
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—Hoy tenemos soupe á l'oignon —exclamó sonriendo, gloriosamente
iluminada por el sol—, y tengo que ir a la cocina a ver cómo va. Si no, ya
sabe a M'sieur no le gustará la comida y entonces quizá nos deje.
La miró mientras cruzaba el patio, moviéndose con toda la gracia y
ligereza de la raza felina, y se le ocurrió que incluso su traje negro la
ceñía exactamente igual que la piel a esos ágiles animales. Al llegar al
porche de la
puerta de cristales, se volvió ella a sonreírle, y después se detuvo a
hablar un momento con su madre, que estaba haciendo calceta como de
costumbre, sentada enfrente justo de la puerta del salón.
Pero ¿por qué en el mismo instante en que sus ojos cayeron sobre
esta desgarbada mujer se le representaron ambas de repente cambiadas,
distintas de como eran? ¿De dónde procedía aquella impresión de dignidad
que las transfiguraba, aquella sensación de poder que las envolvía, como
mágicamente, a ambas? ¿Qué había en aquella mujerona maciza que la
hacía de pronto, parecer regia, como si estuviese sentada en un trono, en
medio de algún tenebroso y siniestro escenario, empuñando un cetro
sobre el rojo resplandor de alguna tempestuosa orgía? ¿Y por qué esta
jovencita delicada, grácil como un sauce, elástica como un leopardo joven,
adoptaba de pronto aquel aire de siniestra majestad y parecía moverse
con la cabeza nimbada de fuego y de humo, y la oscuridad de la noche
bajo los pies?
Vezin contuvo la respiración y se sentó, traspasado. Entonces, casi al
mismo instante de aparecer, se desvaneció esta visión extraña y la clara
luz del sol envolvió a ambas mujeres; oyó la voz reidora que hablaba a su
madre de la soupe á l'oignon, y captó la sonrisa que le dirigió por encima
de su delicado hombro adorable, la cual le hizo pensar en una rosa
cubierta de rocío cabreándose bajo la brisa del verano.
Por supuesto, la sopa de cebolla estuvo especialmente excelente
aquel día; además, Vezin vio otro cubierto en su misma mesa, y, con el
corazón palpitante, oyó al camarero murmurar, a guisa de explicación,
que "Ma'mselle Ilsé acompañaría hoy a M'sieur en el déjeuner, según
acostumbra hacer a veces con los huéspedes de su madre."
De modo que estuvo sentada junto a él durante aquella comida de
ensueño, le habló dulcemente en su fluido francés,..cuidó de que fuese
bien servido, le aliñó la ensalada y le ayudó incluso con sus propias manos
en todo cuanto hizo falta. Y después, por la tarde, mientras se hallaba
fumando en el patio, soñando con verla cuando terminase sus faenas
caseras, volvió de nuevo a su lado; y cuando él se levantó de la silla para
saludarla, le pareció indecisa, como llena de una dulce timidez que la
impidiese hablar.
—Cree mi madre —dijo por fin— que debería usted conocer todas las
bellezas que encierra nuestra pequeña población, y yo también creo lo
mismo. ¿Me aceptaría quizá M'sieur como guía? Yo puedo enseñárselo
todo, porque conozco bien el lugar. Mi familia vive aquí desde hace
muchas generaciones.
Antes de que él fuera capaz de encontrar ninguna palabra con que
expresar su placer, ya le había cogido ella de la mano y, sin que él hiciera
nada por resistirse, le había conducido a la calle, aunque de una manera
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tan espontánea que su comportamiento resultó completamente natural y
desprovisto de la más leve insinuación de atrevimiento o descaro. Su
rostro estaba iluminado de placer e interés y, con su vestido corto y el
cabello revuelto, representaba perfectamente a la encantadora chiquilla de
diecisiete años, que era inocente, traviesa, orgullosa de su patria chica,
cuya arcaica belleza había aprendido a sentir en el transcurso de sus
pocos años.
Así fueron juntos por la ciudad, y ella le enseñó lo que consideraba
más importante: la vieja casa en ruinas donde habían vivido sus
antepasados, la sombría y aristocrática mansión en que había morado
durante siglos la familia de su madre y la vieja plaza del mercado donde,
hace varios cientos de años habían sido quemadas las brujas en la
hoguera. De todo ello hizo un relato muy vivo y fluido, pero del cual no
comprendió él ni la décima parte, mientras caminaba penosamente al lado
de la jovencita, maldiciendo sus cuarenta y cinco años y sintiendo que
revivían todos sus anhelos de la adolescencia burlándose de él. Mientras
ella hablaba, Inglaterra y Surbiton le parecían algo tremendamente
lejano, algo que perteneciera casi a otra edad de la historia del mundo. La
voz de la muchachita removía algo inconmensurablemente viejo que
dormía en sus profundidades. Arrullaba la parte más superficial de su
conciencia, adormeciéndola, pero hacía despertar lo más hondo, lejano,
ancestral. Igual que la ciudad, con su fingida pretensión de activa vida
moderna, los estratos superiores del pobre hombre estaban cada vez más
embotados, amortiguados, apaciguados; pero lo que había debajo
empezaba a removerse en su sueño. Aquella enorme cortina empezaba a
agitarse un poco. En cualquier momento podía descorrerse para siempre...
Empezó por fin a ver un poco más claro. Lo que sucedía en la ciudad
se estaba reproduciendo en él. Su vida externa habitual cada vez se
encontraba más ahogada, mientras aquella otra vida secreta, interna,
mucho más real y vital, se iba afirmando cada vez más y más. Y esta
jovencita probablemente era la suma sacerdotisa, principal instrumento de
su consumación. Nuevos pensamientos, nuevas interpretaciones,
inundaban su mente mientras caminaba a su lado por las retorcidas
callejuelas; y entonces, el pueblo viejo y pintoresco, de tejados picudos,
iluminado suavemente por la luz del crepúsculo, le pareció más
maravilloso y seductor que nunca.
Pero durante el paseo sólo surgió un incidente inquietante y
perturbador; el incidente fue trivial en sí, pero completamente
inexplicable, e hizo asomar un terror a la carita infantil, y un grito en los
risueños labios de la chiquilla. De pronto, había observado él una columna
de humo azul que se elevaba de una hoguera de otoñales hojas secas y se
recortaba contra los rojos tejados; luego, había corrido junto a la fogata y
la llamó para que se acercara a ver las llamas que brotaban de entre el
montón de desechos.
Ella, al darse cuenta de lo que se trataba, se había alarmado
terriblemente, su cara se había alterado en forma espantosa, y había
huido como el viento, gritándole viejas palabras mientras corría, de las
que él no había entendido ni una sola, excepto que el fuego parecía
asustarla y que quería alejarse rápidamente, llevándole a él consigo.
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Pero cinco minutos después ya estaba otra vez tan tranquila y feliz
como si nada la hubiese asustado o desagradado, y ambos olvidaron el
incidente.
Fueron luego juntos, caminando por el borde de las ruinosas
murallas, escuchando aquella música fantástica de la banda del pueblo, tal
como la oyó el día de su llegada. Le conmovió profundamente, igual que
la primera vez, y se las arregló para recobrar el uso de la palabra y, con
ésta, su mejor francés. La jovencita caminaba sobre las piedras, al filo de
la muralla, pegada a él. Nadie había en los alrededores. Arrebatado por
crueles mecanismos internos empezó a balbucear algo —apenas sabía qué
— sobre su extraña admiración por ella. Apenas comenzó a hablar, saltó
ella ágilmente del muro y le miró cara a cara, sonriendo y casi rozándole
las rodillas cuando él se sentó. Como de costumbre, ella iba sin sombrero,
y el sol caía de lleno en su cabello, iluminando también una de sus
mejillas y parte del cuello.
—¡Qué contenta estoy! —exclamó batiendo palmas—; y estoy tan
contenta porque eso quiere decir que, si me quiere a mí, también tendrá
que querer todo lo que yo hago y aquello a que pertenezco.
Lamentó él amargamente su impensada pérdida de control. Pues en
aquella frase había algo que le heló. Supo entonces lo que era el miedo de
embarcarse en un mar peligroso y desconocido.
—Quiero decir que usted debe tomar parte en nuestra vida real —
añadió ella suavemente, como engatusándole, como si se hubiese dado
cuenta del estremecimiento que le había recorrido—. Volverá con
nosotros.
Otra vez se sintió dominado por aquella infantil indecisión; se sentía

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