Antiguas brujerías de Algernon Blackwood Parte 1





Antiguas brujerías (Ancient sorceries) es unrelato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, escrito en 1908 y publicado en laantología de cuentos de terror de 1927Antiguas brujerías y otros relatos (Ancient sorceries and other tales). Por la extensión del relato hemos decidido publicarlo en II partes.




I
Hay, al parecer, ciertas personas totalmente vulgares, sin ninguna
característica que las haga propicias a correr aventuras, quienes, sin
embargo, sufren una o dos veces en sus vidas apacibles una experiencia
tan extraña que obligaría al mundo entero a contener la respiración... ¡Y a
pensar en el más allá! Y son casos fundamentalmente de este tipo los que
suelen caer, por regla general, dentro de la jurisdicción de John Silence,
médico del alma, quien, apelando a su profundo humanitarismo, a su
paciencia inagotable y a sus grandes cualidades de simpatía espiritual,
consigue con frecuencia la solución de problemas de la más extraña
complejidad y del más profundo interés humano.
Le gustaba seguir la pista y rastrear, hasta sus fuentes ocultas, los
casos más curiosos y fantásticos, tan extraños que a veces eran casi
increíbles.
Para él constituía una verdadera pasión desentrañar conflictos
yacentes en la más íntima naturaleza de la vida, aliviando, de paso, los
sufrimientos de un alma humana atormentada. Y, desde luego, los nudos
que deshacía eran extraños con mucha frecuencia.
La gente, por supuesto, necesita una base plausible para dar crédito
a ciertas cosas, al menos algo que pretenda explicarlas. Todo el mundo
puede comprender fácilmente que tales casos le ocurran a un aventurero:
estas gentes llevan en sí mismas la adecuada explicación de sus vidas
excitantes; sus caracteres les impulsan continuamente a la búsqueda de
ciertas circunstancias propicias a la aventura. No confían sino en sí
mismos y esto les satisface. Pero las personas vulgares y corrientes no
parecen tener derecho a sufrir experiencias del más allá; y, si las tienen,
la gente, que no espera tal cosa de ellas, queda chasqueada, por no decir
ofendida. Su esquema del mundo se ha visto rudamente trastornado.
—¡Que tal cosa le haya sucedido a ese individuo! —exclaman—, ¡A un
hombre tan vulgar! ¡Es demasiado absurdo! ¡Debe haber alguna
equivocación!
Sin embargo, no cabe duda de que al insignificante Arthur Vezin le
sucedió efectivamente algo, algo sumamente curioso, por lo cual acudió a
consultar al Dr. Silence, a quien se lo expuso con todo detalle. No cabe
duda de que aquello le sucedió realmente, al menos en apariencia o quizá
en su interior, pero le sucedió sin ningún género de dudas, a pesar de las
burlas de los pocos amigos que escucharon el relato, los cuales
observaron juiciosamente que "tal cosa quizá hubiera podido suceder a
Iszard, a aquel chiflado de Iszard, o a aquel viejo zorro de Minski, pero
nunca al vulgar e insignificante Vezin, que estaba destinado a vivir y a
morir de la forma más anodina".
No se sabe cómo será su muerte, pero indudablemente Vezin no ha
vivido "de la forma más anodina", al menos en lo tocante a este suceso
concreto de su vida, que por lo demás es perfectamente apacible. Al oírle
contar su experiencia y observar el cambio que se verificaba en sus rasgos
pálidos y delicados, al escuchar cómo su voz se hacía más suave y
sosegada a medida que avanzaba en el relato, se adquiría el
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convencimiento de que sus vacilantes inhábiles palabras eran incapaces
de transmitirla. Cada vez que la contaba, volvía a vivir su experiencia.
Durante el relato se borraba hasta su personalidad propia. Se hundía en la
narración, la cual casi llegó a convertirse en una especie de larga disculpa
por haber vivido tal aventura. Parecía pedir excusas y perdón por haberse
atrevido a tomar parte en un episodio tan fantástico. Pues el insignificante
Vezin poseía un alma tímida, bondadosa, sensible, poco apta para la
lucha, tierna para con los hombres y los animales; y era incapaz, casi
constitucionalmente, de decir que no o de reclamar los derechos que en
justicia le deberían haber correspondido. Todo su plan de vida parecía
excluir de ella por completo cualquier episodio más emocionante que
perder un tren o dejarse olvidado el paraguas en el autobús. Y cuando se
vio mezclado en aquellos extraños sucesos, ya había sobrepasado los
cuarenta años bastante más de lo que él admitía o sospechaban sus
amigos.
John Silence, que le oyó hablar de su aventura en más de una
ocasión, dijo que a veces omitía ciertos detalles o introducía otros nuevos;
pero que, sin embargo, todos ellos eran notoriamente ciertos. Toda la
aventura estaba grabada indeleblemente en su memoria. Ninguno de sus
detalles era imaginario o inventado. Y cuando relataba la historia
completa, con todos sus pormenores, el efecto que producía en el
auditorio era innegable. Relucían sus expresivos ojos castaños y se
descubría y revelaba la parte más cordial de su personalidad, que de
ordinario estaba cuidadosamente reprimida. Nunca perdía, por supuesto,
su excesiva modestia; pero, mientras hablaba, se olvidaba del presente y
se mostraba casi apasionado al revivir de nuevo su pasada aventura.
Cuando comenzó ésta se hallaba cruzando el norte de Francia, de
regreso a su hogar, tras una de esas excursiones montañeras a que se
entregaba, solitario, todos los veranos. Sólo llevaba un maletín pequeño
en la red de equipajes; el tren resultaba sofocante debido a la enorme
cantidad de viajeros, la mayor parte de los cuales eran impenitentes
turistas ingleses.
Estos le disgustaban mucho, pero no porque fuesen compatriotas,
sino porque eran ruidosos e impertinentes y conseguían borrar, con sus
largas piernas y trajes chillones, todo el encanto de aquel día que, de lo
contrario, tanto placer lo habría producido, sumergiéndolo dulcemente en
su propia insignificancia y haciéndole olvidarse de su propio ser. Estos
ingleses armaban a su alrededor, un fragor insoportable y le hicieron
pensar vagamente en que debería mostrarse, en general, más enérgico y
menos tímido y ser capaz de exigir con decisión algunas cosas que, si bien
no le eran necesarias y carecían realmente de importancia, constituían
pequeñas satisfacciones de las que tampoco tenía por qué privarse, como,
por ejemplo, sentarse junto a la ventanilla, subir o bajar la persiana según
le conviniese, etc.
De tal modo se sentía a disgusto en el tren, que deseaba
ardientemente la llegada del final del viaje y encontrarse de nuevo en su
cómoda casita de Surbiton, en compañía de su hermana soltera.
Y cuando el tren, jadeante, se detuvo por diez minutos en aquella
pequeña estación del norte de Francia y él bajó al andén a estirar un poco
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las piernas y vio, consternado, cómo una nueva remesa de las Islas
Británicas transbordaba de otro tren al suyo, sintió súbitamente que le era
imposible continuar el viaje. Incluso su alma abúlica se revolucionó ante
tal perspectiva; y la idea de pasar la noche en la pequeña ciudad y
proseguir el viaje al día siguiente, en un tren más lento y menos atestado,
se fue adueñando de su mente. Cuando se le ocurrió esta idea, el pasillo
que conducía a su compartimiento estaba ya totalmente bloqueado y el
empleado gritaba ya En voiturel! Pero, por una vez, actuó con decisión y
luchó impetuosamente por recuperar su maletín.
Viendo que el pasillo y las plataformas estaban atascados, golpeó la
ventanilla (pues junto a ella estaba su asiento) y rogó al francés que iba
sentado frente a él que le alcanzase su equipaje, explicándole torpemente,
por sus dificultades en el idioma, que deseaba interrumpir allí su viaje. Y
según declaró, este francés, hombre ya de edad madura, le arrojó una
mirada, mitad de advertencia, mitad de reproche, que no podrá olvidar
nunca hasta el día de su muerte. Le dio el maletín a través de la ventanilla
del tren ya en movimiento y al mismo tiempo dejó caer en sus oídos una
larga frase, dicha rápidamente y en voz baja, de la que tan sólo fue capaz
de comprender las últimas palabras: "á cause du sommeit et á cause des
chats".
En contestación a la pregunta hecha por el Dr. Silence, quien, gracias
a su singular agudeza psíquica, en seguida había comprendido que este
francés representaba un punto vital de la aventura, Vezin confesó que el
hombre le había impresionado favorablemente desde un principio, aunque
no era capaz de explicar por qué. Habían estado sentados el uno frente al
otro durante las cuatro horas que había durado el viaje y, aunque no
habían entablado conversación —Vezin era tímido, y más aún ahora
debido a su torpeza en el idioma—, había tenido la vista continuamente
fija en la cara del francés, casi hasta parecer insolencia; ambos habían
evidenciado, con toda clase de pequeñas cortesías y atenciones, su deseo
de mostrarse amables. Se habían atraído mutuamente y sus
personalidades no habían chocado o, mejor dicho, no habrían chocado de
haberse llegado a tratar. El francés parecía, desde luego, haber ejercido
una silenciosa influencia protectora sobre el pequeño e insignificante
inglés; y, sin palabras ni gestos, había dado a entender que le agradaba y
que gustosamente le habría hecho cualquier favor.
—¿Y esa frase que dejó caer junto con el maletín? —preguntó John
Silence, sonriendo con esa simpatía habitual con que siempre lograba
vencer las defensas de sus pacientes—, ¿es usted capaz de recordarla
exactamente?
—Fue tan rápida, tan vehemente, en voz tan baja —explicó Vezin con
su vocecilla—, que no me enteré prácticamente de nada. Sólo pude
comprender unas pocas palabras, las últimas, y eso porque las pronunció
muy claramente y sacando la cabeza por la ventanilla para que le oyese
mejor.
—"¿A cause du sommeit et á cause des chats?" —repitió el Dr.
Silence, como hablando consigo mismo.
—Eso es, exactamente —dijo Vezin—, que quiere decir algo así como,
"a causa del sueño y a causa de los gatos", ¿no es así?
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—Ciertamente, así lo traduciría yo —observó brevemente el doctor,
que no deseaba hacer más interrupciones que las imprescindibles.
—Y el resto de la frase, es decir, todo el principio que no pude
comprender, era como una advertencia de que no hiciera no sé qué, de
que no me quedase en aquel pueblo o quizá en algún lugar determinado
de él. Esta fue la impresión que me dio.
Después, por supuesto, había partido aquel tren bullicioso y Vezin
había quedado, solo y bastante olvidado, en el andén.
El pueblecito trepaba, disperso, por una escarpada colina que se
levantaba más allá de la llanura donde estaba la estación, y lo coronaban
las torres gemelas de la arruinada catedral, asomando por encima de la
cumbre. Desde la estación, el pueblo parecía moderno y desprovisto de
interés; pero la verdad es que la parte antigua, medieval, se hallaba fuera
del campo de la vista, tras de la cresta de la colina. Y una vez que hubo
llegado a la cúspide y penetrado en las viejas callejas de la parte antigua,
se vio de pronto introducido en la vida de un siglo pretérito, lejos de su
habitual y cotidiana realidad moderna. Recordó el bullicio y la agitación del
tren atestado como si fuera un episodio ocurrido muchos días atrás. Le
envolvió el espíritu de esta silenciosa ciudad de la colina, remotamente
ajena a turistas y automóviles, que soñaba su propia vida apacible bajo el
sol de otoño, y se sintió hechizado por él. Bajo este hechizo estuvo
actuando durante mucho rato sin darse cuenta. Anduvo blandamente, casi
de puntillas, por las estrechas y tortuosas callejuelas, cuyos tejados casi
se tocaban de uno a otro lado, y entró en el porche de la solitaria posada
con actitud modesta e implorante, como pidiendo excusas por introducirse
en aquel lugar y perturbar su sueño apacible.
Al principio —según dijo Vezin— se fijó muy poco en estas cosas. Fue
mucho después cuando empezó a intentar analizarlas. De momento, lo
único que le impresionó fue el delicioso contraste entre aquel silencio y
aquella paz, y el polvo y ruidoso rechinamiento del tren. Se sintió aliviado
y acariciado como un gato.
—¿Como un gato, dice usted? —Interrumpió John Silence, cogiéndole
la palabra rápidamente.
—Sí. Desde el primer momento sentí esa impresión —rió Vezin, como
disculpándose—. Sentí como si el calor y el silencio y el bienestar me
fuesen a hacer ronronear. Así parecía ser, por otra parte, el ambiente del
lugar... entonces.
La posada, una casa antigua, retorcida, sobre la cual flotaba aún la
atmósfera de lejanos días pretéritos, no pareció dispensarle una acogida
demasiado calurosa. Según dijo, su sensación fue de ser simplemente
tolerado. Pero era una posada cómoda y barata; y la deliciosa taza de té
que pidió en cuanto pudo, le hizo sentirse realmente satisfecho de sí por
haber dejado aquel tren de una manera tan atrevida y original. Pues a él
le había parecido atrevida y original. Se sentía audaz. Su habitación,
además, le agradó mucho, con su oscuro zócalo y el bajo techo irregular;
y el pasillo, largo, un poco en cuesta, que a ella conducía, le pareció el
camino más adecuado para llevarle a aquella verdadera Cámara del
Sueño, pequeño y oscuro retiro alejado del mundo, donde ningún ruido
podía entrar. Daba a la parte trasera de la casa, a un patio apacible. Todo
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ello era delicioso y, sin saber por qué, se sintió como si estuviese vestido
de suavísimo terciopelo y como si los suelos fuesen mullidamente
alfombrados, y las paredes, almohadilladas. Los ruidos de la calle no
podían entrar allí. Le rodeaba una atmósfera de absoluta paz.
Para tomar aquella habitación de dos francos se había tenido que
entender con la única persona que parecía haber en la posada aquella
tarde adormecida, un viejo camarero de bigotes gatunos y somnolienta
cortesía, que, al verle, se había dirigido perezosamente hacia él a través
del patio de piedra. Pero más tarde, cuando bajó de su habitación a dar
un paseo por el pueblo antes de cenar, se encontró con la posadera en
persona. Era una mujerona enorme, cuyos pies, manos y facciones
parecían flotar, como si nadase hacia él, a través del mar de su corpulenta
persona. Emergían en su dirección, por así decir, pero tenía ambos ojos
grandes, oscuros y vivaces que neutralizaban en parte la impresión
producida por su corpulencia y revelaban que su propietaria era mujer
vigorosa y alerta. Cuando la vio por primera vez, estaba sentada en una
sillita baja, al sol, haciendo punto de media; y había algo en su aspecto o
actitud, que le sugirió inmediatamente la idea de un enorme gato
atigrado, adormilado, pero aún despierto, muy soñoliento; pero, sin
embargo, al mismo tiempo, preparado para una acción instantánea. Le
hizo pensar en algo así como en un gran cazador de ratones al acecho.
La mujer le abarcó de una sola y comprensiva ojeada, cortés aun sin
ser cordial. Vezin observó que su cuello debía de ser extraordinariamente
flexible, pese a sus proporciones, pues lo fue girando con suma facilidad,
para seguirle con la vista a medida que él caminaba; y también la cabeza,
que se inclinaba ton gran flexibilidad.
—Pero cuando me miró, ¿sabe usted? —dijo Vezin con aquella
sonrisita suplicante en sus ojos castaños y aquel leve gesto de sus
hombros, como de quien quita importancia a algo, tan característico en él
—, tuve la extraña convicción de que, en realidad, había intentado hacer
un movimiento completamente distinto, y que de un solo salto podría
haber cruzado todo el patio para caer a zarpazos sobre mí, como un
enorme gato sobre un ratón.
Lanzó una risita blanda y el Dr. Silence, sin interrumpirle, apuntó algo
en su libro de notas, mientras Vezin proseguía en el tono de voz de quien
teme haber hablado ya demasiado y dicho más de lo que pudiéramos
creer.
—Era muy gruesa, pero muy activa para su volumen y masa; y me
daba la sensación de que se daba cuenta de lo que yo hacía, incluso
cuando me encontraba a su espalda y no podía verme. Su voz era melosa
y suave cuando me habló. Me preguntó si me habían subido ya mi
equipaje y si me encontraba cómodo en mi habitación; y luego añadió que
la cena era a las siete y que en ese pueblo la gente era muy mañanera y
madrugadora. Intentaba dar a entender a las claras que las últimas horas
del día no eran muy sugestivas en aquel lugar.
Evidentemente, esta mujer contribuyó no poco, con su voz y
modales, a darle la impresión de que allí iba a ser "manejado" por los
demás; que otros se ocuparían de arreglar y planear las cosas por él, y
que no tendría más que hacer sino encajar, como una rueda dentada en
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su muesca correspondiente, y obedecer. No se esperaba de él ninguna
acción enérgica ni ningún esfuerzo personal. Todo esto constituía el exacto
reverso del malhadado tren. Salió a la calle apacible y caminó lenta y
placenteramente. Se daba cuenta de que se hallaba en un milieu muy
apropiado a su manera de ser: siempre le había repelido la acción directa.
Era mucho más agradable obedecer. Empezó de nuevo a ronronear y
sintió que todo el pueblo ronroneaba con él.
Vagó sin rumbo por las calles de la pequeña ciudad, y cada vez se fue
hundiendo más profundamente en la atmósfera de reposo que la
caracterizaba. Sin rumbo fijo vagabundeó de arriba a abajo y de aquí para
allá. El sol de septiembre caía oblicuamente sobre los tejados. Bajando
por calles tortuosas orladas de aleros ruinosos y abiertas ventanas, captó
vistas fantásticas de la extensa planicie, de los prados y de los amarillos
matorrales que se extendían allá abajo igual que el mapa de un sueño en
la niebla.
Sintió que en aquel lugar actuaba poderosamente el hechizo del
pasado.
Las calles estaban llenas de hombres y mujeres pintorescamente
vestidos, todos ellos muy atareados en sus respectivos quehaceres; pero
ninguno pareció fijarse en él ni se volvió a mirar su aspecto
llamativamente inglés. Fue incluso capaz de olvidar que, con su marcado
aspecto de turista, constituía una nota discordante en aquel cuadro
encantador; y se fue fundiendo cada vez más con el ambiente, sintiéndose
deliciosamente insignificante y sin conciencia de sí. Era como si fuera poco
a poco entrando a formar parte de un sueño de colores suaves, pero en
forma tan gradual que ni siquiera se diese cuenta de que era un sueño.
Hacia el Este, la colina caía más verticalmente y la llanura de abajo
se hundía súbitamente en un mar de densas sombras, donde los pequeños
bosques formaban a modo de islas y los campos de rastrojo eran como
aguas profundas. Vagabundeó a lo largo de viejos bastiones de fortalezas
antiguas que sin duda alguna vez fueron formidables, pero que ahora sólo
constituían un fantástico misterio de rotas murallas grises cubiertas de
indómitas hiedras y enredaderas. Desde el ancho parapeto en que se
sentó un momento, y que estaba al mismo nivel que las redondeadas
copas de los plátanos recién podados de la llanura, vio allá abajo la
explanada que se extendía en las sombras. Aquí y allá se posaba en las
caídas hojas amarillas un amarillo rayo de sol; y miró hacia abajo desde la
altura y vio que la gente del pueblo paseaba por allí, sin rumbo, al fresco
del atardecer. Pudo oír el sonido de sus pasos lentos; y el murmullo de
sus voces se elevó hasta él a través de los resquicios de la enramada. Allá
abajo, las figuras de calmosos movimientos lo parecieron sombras,
apenas entrevistas a través de los claros del follaje.
Allí estuvo sentado durante largo rato, pensativo, sumergido en las
olas de murmullos y ecos casi perdidos que llegaba hasta él y rodeado de
las hojas de los plátanos. Toda la ciudad y la pequeña colina en que se
alzaba con la misma naturalidad que un antiguo bosque, le parecieron
como un enorme ser que yaciese medio dormido en la planicie y
ronronease para sí al tiempo que dormitaba.
Antiguas brujerías Algernon Blackwood
Y, de pronto, mientras se fundía perezosamente con sus propios

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