La Locura de Jones: un estudio sobre la reencarnación de Algernon Blackwood


El Locura de Jones: un estudio sobre la reencarnación (The Insanity of Jones: A Study in Reincarnation) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, publicado en 1907 dentro de la antología The listener and other stories.






The Insanity of Jones: A Study in Reincarnation, Algernon Blackwood (1869-1951)

Las aventuras suceden a los temerarios, y las cosas misteriosas surgen en el camino de aquéllos quienes, con curiosidad e imaginación, aguardan por ellas; pero la mayoría de las personas pasan frente a las puertas entreabiertas creyéndolas cerradas, y no notan la débil agitación de la gran cortina que cae siempre, bajo la forma de apariencias, entre ellos y el mundo de causas detrás. Porque sólo los pocos cuyos sentidos internos han sido acelerados, tal vez por extraños sufrimientos en las profundidades, o por un temperamento natural transmitido desde un pasado remoto, llegan al conocimiento, no demasiado bienvenido, de que aquel mundo inmenso yace siempre a su lado, y que en cualquier momento una azarosa combinación de ánimos y fuerzas pueden invitarlos a cruzar las cambiantes fronteras. Algunos, de cualquier manera, nacen con esta horrenda certeza en sus corazones, y no son llamados a iniciación alguna; y a este selecto grupo pertenecía Jones indudablemente.

Toda su vida estuvo consciente de que sus sentidos le brindaban meramente un conjunto de falsas apariencias, interesantes en mayor o menor grado; que el espacio, tal como es medido por los hombres, era absolutamente engañoso; que el tiempo, tal como el reloj le hacía resonar en una sucesión de minutos, era una arbitraria tontería y, de hecho, que todas sus percepciones sensoriales no eran más que torpes representaciones de las cosas reales tras la cortina, cosas que él estaba siempre intentando captar, y que algunas veces lograba captar. Siempre había estado pavorosamente convencido de que él se encontraba en los linderos de otra región, una región donde el tiempo y el espacio eran meras formas del pensamiento, donde antiguas memorias yacían abiertas y a la vista, y donde las fuerzas detrás de cada vida humana se erguían reveladas de una manera llana, y ahí él podría ver las fuentes ocultas en el corazón mismo del mundo. Y aun más, el hecho de que él fuera empleado en una oficina de seguros contra incendios, y realizara su trabajo con estricto cuidado, nunca le hacía olvidar ni por un momento que, justo detrás de los sucios ladrillos donde cientos de hombres borroneaban con puntiagudas plumas bajo lámparas eléctricas, existía esa gloriosa región donde la parte importante de sí mismo habitaba y actuaba y tenía su lugar. Porque en aquella región él se veía a sí mismo como representando el papel del espectador ante su vida ordinaria, vigilando, como un rey, la corriente de sucesos; pero intacto en su propia alma de la suciedad, el ruido y la conmoción vulgar del mundo exterior.

Y esto no era una mera ensoñación poética. Jones no estaba simplemente jugando con este idealismo como un medio de pasar el tiempo. Era una creencia actuante y viviente. Tan convencido estaba él de que el mundo externo era el resultado de un vasto engaño practicado sobre los viles sentidos, que cuando, al contemplar una gran construcción como la capilla de St. Paul, no sentía una sorpresa mayor al verla temblar súbitamente como una figura de jalea y después derretirse completamente, dejando en su lugar, de un solo golpe revelada, aquella masa de color, o aquella gran intrincación de vibraciones, o aquel espléndido sonido, (la idea espiritual), que aquélla representaba bajo formas de piedra.

De una manera parecida a esto era como su mente funcionaba. Sin embargo, bajo toda apariencia, y en satisfacción de todo lo que la vida laboral exige, Jones era un joven normal, poco original. No sentía nada más que desprecio por la ola de psiquismo moderno. Difícilmente conocía el significado de palabras tales como “clarividencia” y “clariaudiencia.” Nunca había sentido el más mínimo apremio por unirse a la Sociedad Teosófica, ni por especular sobre las teorías de la vida en el plano astral, o sobre los elementales. No asistía a reunión alguna de la Sociedad de Investigación Psíquica, e ignoraba la ansiedad por saber si su “aura” era negra o azul; no estaba consciente, tampoco, del más mínimo deseo de mezclarse con el resurgimiento de ocultismo barato que muestra ser tan atractivo para las mentes débiles dotadas con tendencias místicas y con una imaginación no controlada.

Había ciertas cosas que él sabía, pero que no le preocupaba discutir con nadie; e, instintivamente, se encogía de hombros ante la empresa de intentar dar nombre a los contenidos de aquella otra región, sabiendo bien que tales nombres podrían solamente definir y limitar cosas que, de acuerdo a cualquier criterio en uso en el mundo ordinario, eran simplemente elusivas e indefinibles. Así que, aunque su mente funcionara de la manera descrita, había aún un claro y fuerte poso de sentido común en Jones. En una palabra, el hombre que el mundo y la oficina conocían como Jones, era Jones. El nombre le resumía y etiquetaba correctamente: John Enderby Jones.

Entre las cosas que él sabía, y sobre las que, por lo tanto, nunca se preocupaba por conversar o especular, se encontraba el hecho de que él se veía claramente a sí mismo como el heredero de una larga serie de vidas pasadas, la red resultante de una dolorosa evolución, siempre como él mismo, desde luego, pero en múltiples cuerpos diferentes, cada uno determinado por el comportamiento de del predecesor. El John Jones presente era el último resultado hasta la fecha del pensamiento, sentimiento y actuar pasados de otros John Jones en anteriores cuerpos y en otros siglos. No pretendía dar detalles, ni reclamaba para sí mismo una ascendencia distinguida, porque él se daba cuenta de que su pasado debía ser un lugar común e insignificante por completo para haber producido su presente; pero estaba, así mismo, seguro de que él había estado en este juego agotador por tantas edades como había vivido, y nunca se le ocurrió discutir, o dudar, o hacer preguntas. Y uno de los resultados de esta creencia era que sus pensamientos moraban más en el pasado que en el futuro; que leía muchos libros de historia y se sentía atraído por ciertos períodos, los cuáles su espíritu comprendía instintivamente como su hubiera vivido en ellos; y que encontraba carentes de interés a todas las religiones porque, casi sin excepción, comienzan en el presente para después especular acerca de aquello en lo que el hombre habrá de convertirse, en lugar de mirar hacia el pasado y especular porqué los hombre han llegado hasta aquí tal como son.

En la oficina de seguros él realizaba su trabajo notablemente bien, pero sin demasiada ambición personal. Consideraba a los hombres y las mujeres como los instrumentos impersonales para infligir sobre él el placer o el dolor que él se había ganado por sus trabajos pasados, porque el azar estaba ausente del todo en su esquema de las cosas; y, mientras que reconocía que el mundo práctico no podría seguir su curso a menos que cada hombre hiciera su trabajo cabalmente y a conciencia, no tenía interés alguno en la acumulación de fama o dinero para sí mismo y, por lo tanto, simplemente cumplía con sus obligaciones inmediatas, indiferente a los resultados.
Al igual que otros que viven una vida estrictamente impersonal, él poseía la cualidad de la valentía absoluta, y estaba siempre listo para enfrentar cualquier combinación de circunstancias, sin importar cuán terribles, porque veía en ellas la simple realización de causas pasadas que él mismo había puesto en movimiento y que no podían ser esquivadas ni modificadas. Y, mientras que la mayoría de las personas tenían poca importancia para él, en cuanto a atracción o repulsión, en el momento en que conocía a alguien con quien sentía que su pasado había estado vitalmente entretejido, su ser interior saltaba inmediatamente y proclamaba directamente el hecho, y regulaba su vida con la mayor habilidad y discreción, como un centinela en guardia ante un enemigo cuyos pasos ya podían oírse aproximar.

Por lo tanto, mientras que la gran mayoría de hombres y mujeres lo dejaban imperturbable, dado que los consideraba como otras tantas almas que vagaban junto a él por el gran caudal de la evolución, había, aquí y allá, individuos con los que él reconocía que hasta el más mínimo contacto era de la importancia más grave. Éstas eran personas con las que él sabía, con cada fibra de su ser, que tenía cuentas que saldar, agradables o no, surgiendo de pactos de vidas pasadas; y en sus relaciones con estos pocos, por lo tanto, él se concentraba con el esfuerzo que otros prodigan en su contacto un número mucho mayor. Sólo aquellos iniciados en los sorprendentes procesos de la memoria subconsciente podrán decir de qué manera escogía a estos pocos individuos, pero el punto era que Jones creía que el propósito principal, si no es que todo el propósito de su encarnación presente yacía en su fiel y total cumplimiento de estas deudas, y que si él llegaba a buscar eludir el más mínimo detalle de éstas, sin importar cuán desagradable fuera, habría vivido en vano, y retornaría,en una próxima encarnación, con un deber más que cumplir. Porque de acuerdo a sus creencias no habían Azar alguno, no podría haber ninguna evasión definitiva, y evitar un problema sería, entonces, desperdiciar tiempo y perder oportunidades para el desarrollo.

Había un individuo con el que Jones había comprendido desde hace mucho que tenía una cuenta por saldar, y hacia el cumplimiento de esta deuda era que todos las corrientes principales de su ser parecían dirigirse con un propósito inalterable. Porque, cuando ingresó en la oficina de seguros como un joven empleado diez años antes, y, a través de una puerta de cristal, captó la imagen de este hombre sentado en una habitación interior, uno de sus súbitos y avasalladores estallidos de memoria intuitiva se había elevado desde las profundidades, y había visto, como en una llama de luz cegadora, una imagen simbólica del futuro elevándose desde un pasado temible, y había, sin acto alguno de volición consciente, señalado a este hombre como un acreedor de las verdaderas cuentas por saldar.

“Con ese hombre yo tengo mucho que ver,” se dijo a sí mismo, al tiempo que notaba a aquel gran rostro alzar la mirada y cruzarse con la suya a través del vidrio. “Hay algo que no puedo evitar, un relación vital nacida del pasado de ambos de nosotros.” Y fue hacia su escritorio temblando un poco y con las rodillas fallándole, como si la memoria de algún terrible dolor hubiera posado súbitamente su mano helada sobre su corazón y tocado la cicatriz de un gran mal. Fue un momento de terror genuino cuando sus ojos se encontraron a través de la puerta de vidrio, y fue consciente de un encogimiento interno y una repugnancia que le embargaron con violencia y le convencieron en un segundo de que el saldar esta cuenta sería casi, tal vez, algo imposible de manejar.

La visión pasó tan rápido como vino, cayendo de nueva hacia la región sumergida de su consciencia; pero nunca olvidó, y la totalidad de su vida desde entonces se convirtió en una especie de natural, dura y espontánea preparación para el cumplimiento de esta gran tarea cuando el tiempo fuera maduro. En aquellos días, (diez años atrás) este hombre era Administrador Adjunto, pero había sido desde entonces ascendido a Administador de una de las filiales locales de la compañía; y un poco de tiempo después Jones se había hecho transferir a esta misma filial. Un poco más tarde, nuevamente, la filial de Liverpool, una de las más importantes, había estado en peligro debido a los malos manejos ya al desfalco, y el hombre había ido a hacerse cargo de ella, y de nuevo, por mera suerte en apariencia, Jones había sido promovido al mismo lugar. Y esta persecución del Administrador Adjunto había continuado por muchos años, y frecuentemente, también, bajo las formas más peculiares; y, a pesar de Jones no había cruzado una sola palabra con él, ni sido notado siquiera por el gran hombre, el empleado entendía perfectamente bien que todos estos movimientos en el juego eran parte de un propósito definido. Ni por un momento dudó que los Invisible detrás del velo estaban disponiendo lenta e inexorablemente cada detalle de este negocio con el fin de llegar de manera conveniente al clímax requerido por la justicia, un clímax en el que él y el Administrador representarían los papeles principales.

—Es inevitable —se dijo a sí mismo— y siento que puede ser terrible; peor cuando el momento llegue estaré listo, y le ruego a Dios que pueda enfrentarlo apropiadamente y actuar como un hombre.

Además, mientras los años pasaban y nada ocurría, sentía el horror cercándolo con paso firme, porque el hecho era que Jones odiaba y abominaba del Administrador con una intensidad de sentimiento como nunca había sentido hacia ser humano alguno. Se sobrecogía ante su presencia, y ante su mirada, como si recordara haber sufrido crueldades sin nombre bajo sus manos; y lentamente comenzó a darse cuenta, además, de que el asunto a saldar entre ellos era uno de muy antigua existencia, y que la naturaleza de la retribución era la de una descarga de castigo acumulado que sería, probablemente, bastante horrible en su modo de ejecución.
Cuando, por lo tanto, el jefe de pagos la informó un día que el hombre iba a estar en Londres de nuevo (esta vez como Administrador General de la oficina central) y que él estaba a cargo de encontrar un secretario privado para él de entre sus mejores empleados, y le dijo además que la elección había caído sobre él, Jones aceptó la promoción de manera tranquila, con una sensación de fatalidad, y, sin embargo, con una grado de íntima repugnancia difícil de describir. Porque el vio en esto, meramente, un nuevo paso en la evolución de su inevitable Némesis, la cual el no sea atrevía a intentar frustrar por consideración personal alguna; y al mismo tiempo él era consciente de una cierta sensación de alivio, de que el suspenso de la espera podría ser pronto mitigado. Un secreto sentimiento de satisfacción, por lo tanto, acompañó el desagradable cambio, y Jones fue capaz de contenerse a sí mismo perfectamente cuando el cambio fue llevado a cabo y él fue presentado formalmente como secretario privado del Administrador General.

Ahora, el Administrador era una hombre gordo y enorme con una cara muy roja y bolsas bajo los ojos. Al ser corto de vista, él usaba unas gafas que parecían magnificar sus ojos, los cuales estaban siempre un poco inyectados de sangre. Bajo un clima cálido, una especie de delgada lama parecía cubrir sus mejillas, porque él transpiraba fácilmente. Su cabeza era casi completamente calva, y sobe el cuello aplastado de su camisa su gran cuello se doblaba en dos rojizos rollos de carne. Sus manos eran grandes y sus dedos casi masivamente gruesos. Él era un excelente hombre de negocios, de juicio sano y voluntad firme, sin la imaginación suficiente para poder confundir su línea de acción a través de una mirada a las alternativas posibles; y su integridad y habilidad eran causa de que el fuera universalmente respetado en el mundo de los negocios y las finanzas. De cualquier manera, en las regiones importantes del carácter de un hombre, y de corazón, él era tosco, brutal casi hasta el grado del salvajismo, carente de consideración por otros y, como resultado, era a menudo cruelmente injusto con sus indefensos subordinados.

En los momentos de enojo, los cuales no eran infrecuentes, su rostro se volvía de un morado pálido al tiempo que la parte superior de su calva cabeza brillaba, en contraste, como mármol blanco, y las bolsas bajo sus ojos se hinchaban hasta que parecía que iban a reventar en seguida. Y en esos momentos él presentaba una apariencia notablemente repulsiva. Pero para un secretario privada como Jones, quien realizaba su tarea sin importarle si su jefe era bestia o ángel, y cuyo primer motor eran los principios y no la emoción, esto hacía poca diferencia. Dentro de los estrechos límites en los que uno podía complacer a un hombre así, él complacía al Administrador General; y más de una vez su penetrante facultad intuitiva, que llegaba casi al punto de la clarividencia, servía el jefe de tal manera, que esto contribuía a acercar a ambos más de lo que hubiera ocurrido de otra forma., y hacía nacer en el hombre un respeto hacía un poder en sus asistente del que él no tenía ni siquiera el germen. Fue una curiosa relación la que creció entre los dos, y el jefe de pago, quien gozaba del honor de haber hecho la selección, se beneficiaba de ello indirectamente tanto como cualquier otro.

Así, por algún tiempo el trabajo en la oficina continuó normalmente y de manera muy próspera. John Enderby Jones recibía un buen salario, y en la apariencia externa de los dos personajes principales de esta historia había poco cambio notable, excepto que el Administrador se tornaba cada vez más gordo y rubicundo, y el secretario comenzaba a observar que su propio cabello comenzaba a hacerse gris en las sienes. Había, sin embargo, dos cambios en progreso, y ambos tenían que ver con Jones. Es importante mencionarlos aquí. Uno era que él comenzó a tener sueños ominosos. En la región del sueño profundo, donde la posibilidad de sueños significativos comienza a desarrollarse, él era atormentado más y más con vívidas escenas e imágenes en las que un hombre alto y delgado, de apariencia obscura y siniestra, y con ojos malignos, estaba cercanamente relacionado con él. Sólo que la localización era la de una edad pasada, con vestimentas de siglos pasados, y las escenas tenían que ver con horrendos actos del crueldad que no podían pertenecer a la vida moderna tal como él la conocía.

El otro cambio era significativo también, pero no es tan fácil de describir, porque él se había dado cuenta en verdad de que una nueva porción de sí mismo, hasta entonces dormida, se había ido agitando lentamente hasta cobrar vida brotando desde las profundidades mismas de su conciencia. Esta nueva parte de sí mismo llegaba casi a ser una nueva personalidad, y nunca observaba ni la menor manifestación de ésta sin una extraña sensación de sobrecogimiento en su corazón. ¡Porque se había dado cuenta de que eso había comenzado a vigilar al Administrador!

II.
Era un hábito de Jones, dado que se veía obligado a trabajar bajo condiciones que le eran completamente desagradables, el de apartar su mente por completo del trabajo una vez que terminaba el día. Durante las horas de oficina guardaba la más estricta vigilancia sobre sus propios actos, y ponía bajo llave toda ensoñación interna, por temor a que un arranque súbito desde las profundidades pudiera interferir en su trabajo. Pero, una vez que las horas de trabajo terminaban, las puertas se abrían al vuelo, y el comenzaba a gozar de sí mismo. No leía libros modernos sobre los temas que le interesaban, y, como ya se ha dicho, no seguía ninguna especie de entrenamiento, ni pertenecía a sociedad alguna que buscara mezclarse en misterios semisecretos; pero, una vez que se liberaba del escritorio en la oficina del Adminsitrador, él simple y naturalmente entraba en la otra región, porque ahí él era una antiguo morador, un legítimo ciudadano, y porque pertenecía ahí. Era, de hecho, un verdadero caso de personalidad dual; y existía un cuidadoso acuerdo entre el Jones-de-la-aseguradora-contra-incendios y el Jones-de-los-misterios, por cuyos términos, y bajo severas penalidades, ninguna región lo reclamaba intempestivamente.

Para el momento en que Jones llegaba a su habitación bajo el techo de Bloomsbury, y cambiaba su abrigo de oficina por otro, el sonido de las puertas de hierro de la oficina al cerrarse quedaban lejos, y enfrente, ante sus propios ojos, giraban las hermosas puertas de marfil, y penetraba hacia los recintos de flores y de canto y de maravillosas formas veladas. Algunas veces perdía por completo el contacto con el mundo externo, olvidándose de cenar o dormir, y yacía en un estado de trance, su conciencia trabajando muy lejos del cuerpo. Y en otras ocasiones el caminaba por la calles en el aire, a media entre las dos regiones, incapaz de distinguir entre las forma encarnadas y las descarnadas, y no muy lejos, probablemente, del estrato donde los poetas, los santos, y los más grandes artistas se han movido y han pensado y han encontrado inspiración. Pero esto era únicamente cuando alguna insistente necesidad corporal le impedía liberarse completamente y, más frecuentemente, él se encontraba en un estado completamente independiente de su parte material y libre de la región de las cosas, sin impedimento ni estorbo.

Una tarde llegó a casa completamente exhausto después de la carga de trabajo del día. El Administrador había estado más brutal, injusto y malhumorado que lo usual; y Jones había estado a punto de salir de su acostumbrada política de desprecio y contestarle. Todo parecía haber ido mal, y la naturaleza grosera y baja del hombre había estado en ascenso todo el día: había golpeado el escritorio con sus enormes puños, había abusado, había encontrado irrazonablemente faltas, pronunciado cosas ultrajantes, y se había comportado como era realmente debajo de las apariencias de su trato profesional. Había dicho y hecho todo para dañar todo lo que era dañable en un secretario común y, a pesar de que Jones moraba, afortunadamente, en una región desde la cual miraba hacia abajo sobre un hombre así como miraría los despropósitos de un animal salvaje, la tensión había calada severamente en él de cualquier manera, y llegó a casa preguntándose, por la primera vez en su vida, si existiría un punto más allá del cual el no podría contenerse más.

Porque algo fuera de lo común había pasado. Al final de una escena de gran tensión entre los dos, cada nervio del cuerpo del secretario pulsando por el abuso inmerecido, el Administrador se había situado completamente sobre él en un rincón de la habitación privada donde estaban las cajas fuertes, de tal manera que el brillo de sus ojos rojos, magnificados por las gafas, miraba directamente sobre los suyos. Y en ese mismo segundo, aquella otra personalidad de Jones, aquella que estaba siempre vigilando, se elevó rápidamente desde las profundidades interiores y sosteniendo un espejo frente a él. Un momento de fuego y visión se apoderó de él, y por un único segundo, un inmisericorde segundo de visión clara, él vio al Administrador como aquel hombre alto y obscuro de sus malignos sueños, y el conocimiento de que él había sufrido a manos de él un horrenda injuria pasada se estrelló sobre su mente como el impacto de un cañón.

Todo pasó sobre él como un relámpago y se fue, cambiándolo del fuego al hielo, y luego al fuego de vuelta; y él dejó la oficina con la segura convicción interna de que el tiempo del saldo final con aquel hombre, el tiempo de la retribución inevitable, estaba finalmente aproximándose. De acuerdo a su costumbre invariable, de cualquier manera, tuvo éxito en poner a un lado el recuerdo de todo esta incomodidad con el cambio del abrigo de oficina y, después de una pequeña siesta sobre su silla de cuero junto al hogar, emprendió, como era usual, su camino para cenar en el restaurante francés del Soho, y comenzó a soñarse a sí mismo en la región del canto y las flores, comulgando con los Invisibles que constituían las fuentes mismas de su vida y su ser reales.

Porque que era esta la manera como su mente funcionaba, y los hábitos de años habían cristalizado en líneas rígidas sobre la cuáles era ahora necesario e inevitable para él actuar. En la puerta del pequeño restaurante se detuvo abruptamente, una cita a medias recordada en su mente. Él había hecho un compromiso con alguien, pero dónde, o con quién, eran cosas que se habían deslizado completamente fuere de su memoria. Penó que era para cenar, o para reunirse después de hacerlo, y por un segundo retornó a él la idea de que era algo que tenía que ver con la oficina, pero, cualquier cosa que fuese, le era imposible recordarlo, y una mirada a su libro de citas le mostró sólo una página en blanco. Evidentemente había olvidado incluso anotarla; y después de quedarse ahí un momento vanamente tratando de recordar ya fuera la hora, el lugar, o la persona, el prosiguió y tomó asiento. Pero, a pesar de que los detalles se le escapaban, su memoria inconsciente parecía conocerlo todo, porque sintió un súbito hundimiento del corazón, acompañado por un sentido de reprimida anticipación, y sintió que bajo su agotamiento yacía un núcleo de tremenda excitación. La emoción causada por la cita estaba en funcionamiento, y ocasionaría, de un momento a otro, que los actuales detalles de la cita reaparecieran.

Dentro del restaurante la sensación se fue incrementando, en lugar de pasar: alguien esperaba por él en algún lugar; alguien con quien el había definitivamente quedado de verse. Era esperado por una persona esa misma noche y justo alrededor de ese momento. Pero ¿por quién? ¿dónde? Un extraño estremecimiento interior cayó sobre él, y él hizo un vigoroso esfuerzo por contenerse y estar listo para lo que pudiera venir. Y entonces súbitamente llegó a él el conocimiento de que el lugar de la cita era ese preciso restaurante, y, además, que la persona que había prometido verse con él ya se encontraba allí, esperando en algún lugar muy cerca de él. Miró nerviosamente y comenzó a examinar los rostros a su alrededor. La mayoría de los comensales eran franceses, parloteando ruidosamente con muchos gestos y risas, y había una justa porción de oficinistas como él que venían porque los precios eran bajos y la comida buena, pero no había una cara que el reconociera. Hasta que su vista cayó sobre el ocupante del asiento la esquina opuesta, en el lugar donde él solía sentarse.

“¡Ahí está el hombre que espera por mí!” pensó Jones instantáneamente.
Lo supo de inmediato. El hombre, él podía verlo, estaba sentado en ese lugar al fondo en la esquina, con una grueso sobretodo abotonado apretadamente hasta la barbilla. Su piel era muy blanca, y una pesada barba negra se elevaba bastante sobre sus mejillas. Al principio el secretario lo tomó por un desconocido, pero cuando el otro le miró y sus ojos se cruzaron, una sensación de familiaridad pasó a través de él, y por un par de segundos Jones imaginó que estaba mirando a un hombre que había conocido años antes. Porque, quitando la barba, ese era el rostro del viejo oficinista que ocupaba el escritorio de junto cuando él entró al servicio de la compañía de seguros, quien le había mostrado la más prolija simpatía y amabilidad en las primeras dificultades de su trabajo. Pero un momento después la ilusión pasó, porque él recordaba que Thorpe llevaba muerto por lo menos cinco años. La similitud de los ojos era obviamente un mero truco de la memoria.

Los dos hombres se miraron fijamente por varios segundos, y entonces Jones comenzó a actuar instintivamente, porque tenía que hacerlo. Cruzó el lugar y tomó el asiento vacío al otro lado de la mesa, encarándolo; porque el sintió que era de alguna manera imperativo el explicar porqué había llegado tarde, y cómo casi había olvidado la cita. De cualquier manera, ninguna excusa honesta surgió para asistirlo, a pesar de que su mente comenzó a trabajar de manera furiosa.

—Sí, has llegado tarde —dijo el hombre tranquilamente, antes de que él pudiera encontrar una sola palabra que decir—. Pero no importa. También habías olvidado la cita, pero eso tampoco hace diferencia alguna.
—Sabía... que había un compromiso —balbuceó Jones, pasándose la mano por la frente—; pero de alguna manera...
—Lo recordarás en seguida —prosiguió el otro con voz amable, y sonriendo un poco—. Fue anoche, durante el sueño profundo, que acordamos esto, y las desagradables ocurrencias del día de hoy lo han obstruido de alguna manera.
Un débil recuerdo se agitó en él mientras el hombre hablaba, y un seto de árboles con formas móviles flotó ante sus ojos para desvanecerse de nuevo, mientras que por un instante el desconocido pareció capaz de distorsionar su propia figura y haber asumido vastas proporciones, con maravillosos ojos llameantes.

—¡Oh! —dijo abriendo la boca—. ¿Fue ahí... en la otra región?
—Desde luego —dijo el otro, con una sonrisa que le iluminó todo el rostro—. Lo recordarás en seguida, todo a buen tiempo, y mientras tanto no tienes razón para estar asustado.
Había una maravillosa cualidad reconfortante en la voz del hombre, como el susurro de un gran viento, el oficinista se sintió inmediatamente más relajado. Siguieron ahí sentados un rato más, pero él no pudo recordar el haber hablado mucho o comido nada. Sólo recordó que después que el jefe de meseros había ido con él y le había susurrado algo al oído, y que al mirar alrededor vio a la demás gente observándolo con curiosidad, algunos de ellos riendo, y que su acompañante se levantó entonces y lo condujo fuera del restaurant. Caminaron de manera apresurada por las calles, sin hablar; y Jones estaba tan concentrado en rememorar la historia completa del trato en las regiones del sueño profundo, que apena y notó el camino que tomaron. Y sin embargo era claro que él sabía a dónde se dirigían tanto como su acompañante, porque en ocasiones él se adelantaba a tomar las calles, introduciéndose en las avenidas sin vacilar, y el otro lo seguía siempre, sin corregirlo.

Las aceras estaban muy llenas, y las usuales multitudes de la noche de Londres se elevaban de un lado a otro bajo la mirada de las luces de las tiendas, pero de algún modo nadie obstruyó sus rápidos movimientos, y ellos parecían pasar entre ña gente como si estuvieran hechos de humo. Y, mientras avanzaban, los peatones y el tráfico fueron escaseando cada vez más y pronto pasaron la Mansion House y el baldío frente al Royal Exchange, y siguieron por la Fenchurch Street y al alcance de la vista de la Torre de Londres, que se elevaba triste y sombría en el aire turbio. Jones recordó todo esto muy bien, y pensó que era su intensa preocupación lo que hacía que la distancia pareciera tan corta. Pero fue cuando la Torre fue dejada atrás y ellos viraron al norte que el comenzó a notar cuán alterado estaba todo, y vio que estaban en un vecindario donde las casas escaseaban súbitamente, y comenzaban los caminos y campos, bajo la única luz de las estrellas. Y, al tiempo en que su conciencia profunda se inclinaba cada vez más a la exclusión a los acontecimientos superficiales de su cuerpo durante el día, la sensación de cansancio se desvaneció, y él se dio cuenta de que en algún lugar de la región de causas tras el velo, más allá de los vulgares engaños de los sentidos, y liberado del torpe hechizo del tiempo y el espacio.

Sin gran sorpresa, por lo tanto, volteó y miro que su compañero se había alterado, había arrojado su abrigo y su sombrero negro, y se movía junto a él sin hacer ruido alguno. Por un breve segundo él lo vio, alto como un árbol, extendiéndose en el espacio como una larga sombra, brumoso y ondeando fuera de sus contornos, seguido por un sonido como de alas en la obscuridad; pero, cuando se detuvo, el miedo aferrándose a su corazón, el otro reasumió sus anteriores proporciones, y Jones pudo ver simplemente sus contornos usuales contra el campo verde del fondo. Y entonces el secretario lo vio manipulando su cuello, y en el mismo momento su barba se desprendió de su rostro junto con su mano.

—Entonces tú eres Thorpe —dijo con la boca abierta, y sin embargo, de alguna manera, sin una sorpresa abrumadora
Permanecieron viéndose frente a frente en el camino solitario, los árboles uniéndose sobre ellos ocultando las estrellas, y un sonido de quejumbrosas exhalaciones entre las ramas.
—Soy Thorpe —fue la respuesta, con una voz que casi había parecido parte del viento—. Y he venido desde lejos para ayudarte, porque mi deuda contigo es grande, y en esta vida no tuve sino una pequeña oportunidad para pagarla.

Jones pensó rápidamente en la amabilidad del hombre en la oficina, y una gran oleada de sentimiento se elevó en él al comenzar a recordar vagamente el amigo a cuyo lado el había ya escalado, tal vez a través de vastas edades en la evolución de su alma.
—¿Para ayudarme ahora? —murmuró.
—Me entenderás cuando penetres tu verdadera memoria y recuerdes cuán grande es la deuda que debo pagar por tu fiel amistad del pasado —exhaló el otro en una voz como el viento menguante.
—Entre nosotros, de cualquier manera, no puede haber cuestiones de deuda. —Jones se escuchó decir, y recordó la respuesta que flotó hasta él por el aire y la sonrisa que iluminó por un momento los austeros ojos que lo encarban.
—Deudas no, en efecto, sino privilegios.
Jones sintió que su corazón saltaba hacia el hombre, este viejo amigo, probado a través de los siglos y fiel aún. El hizo un intento de tomar su mano. Pero el otro se deformó como una figura de niebla, y por un momento la cabeza del oficinista pareció hundirse y sus ojos fallaron.
—Entonces, ¿estás muerto? —dijo en un aliento, temblando ligeramente.
—Hace 5 años abandoné el cuerpo que conociste —respondió el hombre—. Traté de ayudarte entonces instintivamente, sin reconocerte del todo. Pero ahora puedo hacer más.
Con una horrenda sensación de ansiedad y terror en su corazón, el secretario comenzó a entender.
—¿Tiene que ver con... con...?
—Tus encuentros pasados con el Administrador —vino la respuesta mientras el ruido del viento se elevaba entre las ramas ahí arriba y arrastraba el resto de la oración en el aire.

La memoria de Jones, que apenas comenzaba agitarse entre las más profundas capas de la totalidad, se cerró súbitamente con un crujido, y siguió a su acompañante por campos y veredas de agradable aroma donde el aire era fresco y fragante, hasta que llegaron a una casa enorme, que se elevaba elegante y solitaria en las sombras al filo de un bosque. Estaba envuelta en total silencio, con ventanas pesadamente cubiertas de negro, y el oficinista al mirarla se sintió invadido por una oleada de tristeza tan abrumadora que sus ojos comenzaron a arder e irritarse, y fue consciente de un deseo de llorar. La llave hizo un áspero ruido al girar en la cerradura, y cuando la vuelta se osciló, abriéndose a un ostentoso hall ellos oyeron el confuso sonido de crujidos y susurros, como el de una gran aglomeración de gente avanzando apretadamente a recibirlos. El aire parecía lleno de un movimiento pendular, y Jones estaba seguro de haber visto manos elevándose y obscuros rostros clamando por ser reconocidos, mientras que en su corazón, oprimido ya por la cercana carga de vastas memorias acumuladas, él estaba consciente del desenvolvimiento de algo que había estado escondido por eras.

Al avanzar él escuchó las puertas cerrarse con un retumbo apagado tras de ellos, y vio que las sombras parecían retirarse y encogerse hacia el interior de la casa, llevándose las manos y rostros con ellas. Escuchó al viento cantar alrededor de las paredes y sobre el tejado, y su voz quejumbrosa se mezcló con el sonido de un profundo respirar colectivo que llenó la casa como un murmullo de mar; y mientras subían por las amplias escaleras y a través de los cuartos abovedados, donde los pilares se alzaban como los tallos de los árboles, él supo que el edificio estaba abarrotado, fila tras fila, que los hacinados recuerdos de su propio y largo pasado.

—Esta es la Casa del Pasado. —susurró Thorpe detrás de él, mientras se movían en silencio de cuarto en cuarto—, la casa de tu pasado. Está llena desde el sótano hasta el tejado con los recuerdos de lo que has hecho, pensado y sentido en los estadios más tempranos de tu evolución hasta ahora.

”La casa se eleva casi hasta las nubes, y se extiende hasta el centro del bosque que viste afuera, pero los salones más remotos están llenos con los fantasmas de incontables edades pasadas, e incluso si pudiéramos despertarlos no podrías recordarlos ahora. Algún día, sin embargo, vendrán y te reclamarán, y debes conocerlos, y responder a sus preguntas, porque nunca descansarán hasta que se hayan extinguido a sí mismos a través de ti, y la justicia haya sido perfectamente ejecutada. Pero sígueme de cerca ahora, y verás el preciso recuerdo para el que se me ha permitido ser tu guía, para que así puedas saber y entender una gran fuerza en tu vida presente, y puedes usar la espada de la justicia, o elevarte al nivel de una gran misericordia, de acuerdo a tu grado de poder.

Gélidos escalofríos pasaron sobre el cuerpo tembloroso del oficinista, y mientras caminaba lentamente junto a su acompañante escuchó desde las bóvedas debajo, así como desde distantes regiones del la vasta construcción, el agitar y suspirar de las cerradas filas de durmientes, resonando en el aire como un acorde sacado de cuerdas invisibles en algún lugar entre los fundamentos mismos de la casa. Sigilosamente, eligiendo el camino entre los grandes pilares, subieron por el inclinado descanso y a través de múltiples corredores y salones obscuros, y en seguida se detuvieron afuera de una pequeña puerta bajo un arco done las sombras eran muy profundas.

—Permanece cerca de mí, y recuerda reprimir cualquier gemido,” susurró la voz de su guía y, al volverse para responder, el oficinista vio que su rostro se encontraba pálido hasta la blancura e incluso brillaba un poco en la obscuridad.
El cuarto al que entraron parecía al principio estar negro como la tinta, pero gradualmente el secretario percibió un débil resplandor rojizo contra el extremo más lejano, y creyó ver figuras moviéndose silenciosamente de un lado a otro.
—¡Ahora observa! —susurró Thorpe, mientras se aproximaban hasta la pared junto a la puerta y esperaban—. Pero recuerda guardar absoluto silencio. Es una escena de tortura.

Jones se sintió completamente atemorizado, y se hubiera dado la vuelta para marchar de haberse atrevido, por que un terror indescriptible se apoderó de él y sus rodillas temblaron; pero algún poder que hacía que sus escape fuera imposible le retuvo implacable ahí, y con los ojos adheridos a los lugares de luz el se acuclilló contra la pared y esperó. Las figuras comenzaron a agitarse más rápidamente, cada uno en su propia débil luz que no esparcía radiación alguna más allá de sí misma, y escuchó un suave entrechocar de cadenas y la voz de un hombre gruñendo de dolor. Luego vino el sonido de una puerta que se cerraba, y después Jones no vio más que una figura, la figura de un anciano, completamente desnudo, y atado con cadenas a una estructura de hierro sobre el piso. Su memoria dio un súbito salto de terror al mirar, porque los rasgos y la blanca barba eran familiares, y él los recordó como si fuera ayer.

Las otras figuras habían desaparecido, y el anciano se convirtió en el centro de la terrible escena. Lentamente, con horrendos gruñidos, mientras el calor debajo de él se incrementaba hasta provocar un brillo estable, el cuerpo decrépito se alzaba en un arco de agonía, descansando sobre el marco de hierro tan sólo donde las cadenas mantenían sujetas muñecas y tobillos. Llantos y suspiros llenaban el aire, y Jones los sentía exactamente como si vinieran de sus propia garganta, y como si las cadenas quemaran sobre sus propias muñecas y tobillos, y el calor quemara la piel y carne de su propia espalda. Y comenzaba a agitarse y retorcerse él también.

—¡España! —susurró la voz a su lado— hace cuatrocientos años.
—¿Porqué? —dijo sin aliento el sudoroso oficinista, a pesar de que sabía muy bien cual sería la respuesta.

—Para extraerle el nombre de un amigo, para matarlo y traicionarlo —vino la respuesta a través de la obscuridad.
Un panel deslizable se abrió, sacudiéndose un poco, sobre la pared inmediata mente sobre el potro, y un rostro, encuadrado en el mismo rojo resplandor, apareció miró hacia la víctima moribunda. Jones fue apenas capaz de ahogar un grito, porque el reconoció al hombre alto y negro de sus sueños. Con horribles ojos hinchados él miró hacia la forma retorcida del anciano, y sus labios se movieron como si hablara, a pesar de no era audible palabra alguna.
—Pregunta de nuevo por el nombre —explicó el otro, mientras el oficinista luchaba con el intenso odio y repulsión que amenazaba e cualquier momento en tornarse en gritos y acción. Le dolían tanto sus tobillos y muñecas que apenas podía permanecer quieto, pero un poder despiadado lo mantuvo a la escena.

Vio al anciano, con un fiero gemido, elevar su dolorida cabeza y escupir al rostro en el panel, y luego la puerta corrediza se cerró de nuevo, y un momento más tarde el brillo incrementado del cuerpo, acompañado de un horrendo retorcerse, comunicaron el aumento del calor. Luego vino el olor de la carne ardiendo: la barba blanca se rizó y chamuscó hasta volverse dura y quebradiza; el cuerpo cayó exánime sobre el hierro al rojo vivo, y luego se alzó de nuevo en fresca agonía; gemido tras gemido, el más horrendo del mundo, sonó con un sonido apagado entre esas cuatro paredes; y de nuevo el panel se deslizo rechinando, y reveló el horrendo rostro del torturador. De nuevo el nombre fue requerido, y de nuevo el anciano se rehusó; y esta vez, después de cerrar el panel, una puerta se abrió, y el hombre alto y delgado con el malévolo rostro entró lentamente en la cámara. Sus rasgos lucían salvajes, llenos de rabia y decepción, y en el vago resplandor rojo que cayó sobre ellos parecía el mismo príncipe de los demonios. En su mano sostenía un hierro putiagudo al rojo blanco.

—¡Ahora el asesinato!— vino la voz de Thorpe en un susurro que sonó como si estuviera fuera del edificio y muy lejos.
Jones sabía muy bien lo que vendría, pero le era imposible cerrar los ojos siquiera. Sintió él mismo todo los terribles dolores tal como si el mismo fuera el sufriente; pero ahora, mientras miraba, sintió algo más; y cuando el hombre alto se aproximó deliberadamente hacia el potro y hundió el hierro candente primero en uno de los ojos y luego en el otro, escuchando una débil efervescencia, y sintió sus propios ojos estallar en sus cuencas en medio de un espantoso dolor. Al mismo tiempo, incapaz ya de controlarse, dejó escapar un salvaje alarido y se arrojó hacia delante intentando detener al torturador y destrozarlo en mil pedazos. Instantáneamente, en un parpadeo, la entera escena se desvaneció; la obscuridad se apresuró a llenar el cuarto, y se sintió levantado sobre sus pies por alguna fuerza como la de un gran viento y llevado suavemente a través del espacio. Cuando recobró el sentido estaba de pie justo fuera de la casa y la figura de Thorpe estaba junto a él la penumbra. Las enormes puertas estaban en el acto de cerrarse detrás de él, pero antes de que se cerraran creyó ver el indicio de una inmensa figura cubierta por un velo de pie en el umbral, con ojos llameantes, y en sus manos un arma brillante como una espada de fuego.

—¡Ven rápidamente ahora, se acabó! —susurró Thorpe.
—¿Y el hombre negro...? —dijo sin aliento el oficinista, mientras se movía rápidamente al lado del otro.
—En esta vida es el Administrador de la compañía.
—¿Y la víctima?
—Tú mismo.
—¿Y el amigo al que él... yo, me negué a traicionar?
—Yo era ese amigo. —respondió Thorpe, su voz sonando cada vez más como el gemido del viento—. Tú diste tú vida en agonía para salvar la mía.
—¿Y, en esta vida, hemos vuelto a estar juntos?
—Sí. Tales fuerzas son rápida ni fácilmente agotadas, y la justicia no se ve satisfecha hasta que lo que se sembró haya sido cosechado.
Jones tenía una extraña sensación como de estar deslizándose hacia otro estado de conciencia. Thorpe comenzaba a parecerle irreal. Pronto le sería imposible hacer más preguntas. Se sintió completamente enfermo y débil con respecto a todo, y su fuerza estaba decayendo.
—¡Rápidamente! —gritó—. Cuéntame más. ¿Porqué vi esto? ¿Qué debo hacer?
El aire soplaba a través del campo a su derecha y entraba en el bosque más allá del enorme rugido, y el aire alrededor parecía lleno de voces y del precipitarse de rápidos movimientos.
—Para los fines de la justicia —respondió el otro, como si hablar desde el centro del viento y a distancia— la cuál algunas veces es confiada en las manos de aquellos que sufrieron y demostraron fortaleza. Un error no puede ser corregido por otro error, pero tú vida has sido tan notable que la oportunidad ha sido dada para...
La voz se hizo cada vez más débil, estaba ya lejos en lo alto junto al acelerado viento.
—Puedes castigar, o... —aquí Jones perdió completamente de vista la figura de Thorpe, parecía haberse desvanecido o derretido en el bosque detrás de él. Su voz llegaba desde lejos entre los árboles, muy débil, y sin recobrarse.
—O si puedes elevarte al nivel de una gran misericordia...
La voz se hizo inaudible... El viento surgió gimiendo desde el bosque, nuevamente. Jones se estremeció y observó a su alrededor. Se sacudió violentamente y frotó sus ojos. El cuarto estaba obscuro, el fuego se había apagado; se sintió frío y rígido. Se levantó de la silla, aún y temblando, y encendió la lámpara de gas. Afuera el viento aullaba, y cuando miró su reloj vio que era muy tarde y tenía que irse a la cama. Ni siquiera se había quitado el abrigo de oficina; debía haberse quedado dormido en la silla tan pronto como llegó, y habría dormido por muchas horas. Ciertamente no había cenado, porque se sentía hambriento.

III.
Al día siguiente, y por muchas semanas después, los asuntos de la oficina prosiguieron de manera usual, y Jones realizó bien su trabajo y se mostró externamente un comportamiento perfectamente apropiado. No lo perturbaron nuevas visiones, y sus relaciones con el Adminstrador se volvieron, si acaso, de alguna manera más suaves y relajadas. Verdaderamente, el hombre lucía diferente, porque el oficinista seguía viéndolo con su ojo interno y externo indistintamente, así que en un momento él era un hombre ancho y rubicundo, y al siguientes era alto, delgado, obscuro, como si estuviera envuelto en una especie de atmósfera negra teñida de rojo. Mientras en que en momentos, una confusión de las dos vistas tenía lugar, y Jones veía las dos caras mezcladas en un semblante compuesto que era verdaderamente horrible de contemplar. Pero, más allá de este ocasional cambio en la apariencia externa del Administrador, no había nada que el secretario notara como resultado de su visión, y los negocios siguieron más o menos como antes, y tal vez incluso con menor fricción. Pero en las habitaciones bajo el techo de Bloomsbury era diferente, porque ahí era perfectamente claro para Jones que Thorpe había venido a habitar con él. Nunca le veía, pero sabía todo el tiempo que él estaba ahí. Cada noche al regresar de su trabajo era bienvenido por el conocido susurro, “¡Debes estar listo cuando de la señal!”, y frecuentemente en la noche él se despertaba súbitamente desde un profundo sueño y se daba cuenta de que Thorpe se había levantado en ese instante de su cama y estaba de pie esperando y vigilando en algún lugar en la obscuridad del cuarto. Frecuentemente le seguía bajando las escaleras, a pesar de que la que la débil luz de las lámparas nunca revelaba su figura; y algunas veces él no entraba al cuarto, sino que flotaba al otro lado de la ventana, espiando a través de los sucios cristales, o enviando sus murmullos hacia la habitación en medio de los silbidos del viento.

Porque Thorpe había venido para quedarse, y Jones sabía que no podría librarse de él hasta haber cumplido los fines de la justicia y logrado el propósito por el cual él estaba en espera. Mientras tanto, al tiempo que pasaban los días, él se enfrascó en una tremenda lucha consigo mismo, y vino a la perfectamente honesta decisión de que el “nivel de una gran misericordia” era imposible para él, y que debía por lo tanto aceptar la alternativa y hacer uso del conocimiento secreto puesto en sus manos... y ejercer justicia. Y una vez que llegó a está decisión, notó que Thorpe ya no lo dejaba sólo durante el día como antes, sino que ahora le acompañaba a la oficina y se quedaba en mayor o menor medida a su lado durante todas las horas de trabajo también. Sus susurros se dejaron escuchar en las calles y en el tren, e incluso en la oficina del Administrador, donde él trabajaba; algunas veces advirtiendo, alguna urgiendo, pero nunca ni por un momento sugiriendo el abandono de su propósito principal, y más de una vez tan claramente audible que el oficinista sentía que algunos otros debían oírle también.

La obsesión era completa. Sentía que estaba siempre bajo los ojos de Thorpe, día y noche, y sabía que debía responder como un hombre cuando el momento llegara, o mostrarse como un fracasado frente a sus propios ojos así como frente a los ojos del otro. Y ahora que había tomado una decisión, nada podía evitar el cumplimiento de la sentencia. Compró una pistola, y pasó las tardes de los sábados practicando su puntería en lugares solitarios alrededor de la bahía de Essex, marcando en el lugar las medidas exactas de la oficina del Administrador. Los domingos los ocupaba de una manera similar, quedándose por las noches en un motel para tal propósito, gastando el dinero que usualmente iba a las cuentas de ahorro en viáticos y cartuchos. Todo era realizado muy concienzudamente, porque no debía existir la más mínima posibilidad de fallar; y al final de varias semanas se había convertido en un verdadero experto con su revólver de tal manera que, a una distancia de 25 pies, lo cual era la longitud más amplia en la oficina del Administrador, él podía acertar en el cuerpo de un medio centavo nueve veces de una docena, y dejar el borde limpio y entero.

No había en él el más mínimo deseo de prórroga. Había pensado el asunto desde todo los puntos de vista que su mente podía concebir, y su propósito era inflexible. De hecho, se sentía orgulloso de haber sido elegido como instrumento de la justicia en la imposición de un castigo tan terrible y tan merecido. La venganza pudo haber jugado algún papel en la decisión, pero no podía evitarlo, porque aún sentía en ocasiones las cadenas ardientes quemando sus muñecas y tobillos hasta el hueso con una fiera agonía. Él recordaba el horrendo dolor de su espalda asándose lentamente, y el punto en que pensó la muerte debía intervenir para acabar con su sufrimiento, pero en su lugar nuevas fuerzas de resistencia habían surgido en él, y nuevos límites de terrible dolor se habían abierto, y la inconsciencia pareció más lejana que nunca. Y luego finalmente los hierros calientes en sus ojos... Todo volvió a él, y le ocasionaba romper en oleadas de helada transpiración simplemente pensar en ello... el vil rostro del panel... la expresión del obscuro rostro... Sus dedos trabajaban. Su sangre hervía. Era completamente imposible mantener la idea de la venganza completamente fuera de su mente.

En varias ocasiones el se vio temporalmente burlado de su presa. Cosas extrañas acontecían para detenerlo cuando se encontraba al filo de la acción. El primer día, por ejemplo, el Administrador se desmayó debido al calor. En otra ocasión cuando el se había decido a cumplir con su tarea, el Administrador no se presentó a la oficina. Y una tercera ocasión, cuando su mano estaba ya en la bolsa de su cadera, oyó de pronto el horrible susurro de Thorpe ordenándole esperar, y al volverse, vio que el jefe de pagos había entrado en la habitación silenciosamente sin él notarlo. Thorpe sabía evidentemente lo que se proponía, y no estaba en sus planes dejar que el oficinista arruinara el asunto.

Se imaginaba, además, que el jefe de pagos los estaba vigilando. Estaba siempre topándose con él en las más inesperados lugares y rincones, y el jefe de pagos nunca parecía tener excusas adecuadas para estar ahí. Sus movimiento súbitamente parecían de particular importancia para otras personas en la oficina también, porque otros empleados eran frecuentemente enviados a hacerle preguntas innecesarias, y había aparentemente un designio general para mantenerle bajo algún tipo de vigilancia, de tal manera que nunca estaba solo con el Administrador durante mucho tiempo en la oficina privada donde trabajaban. Y una vez el jefe de pagos había llegado tan lejos como para sugerirle iniciar las vacaciones un poco antes de lo usual si así gustaba, dado que el trabajo había sido tan arduo recientemente y el calor tan excesivamente agotador. Notó, también, que algunas veces era seguido por un individuo en las calles, un hombre de apariencia indiferente, que nunca se le topaba cara a cara, ni tropezaba nunca con él, pero que siempre estaba en el mismo tren u ómnibus, y cuyos ojos frecuentemente sorprendía observándolo por encima de los diarios, y quién en una ocasión incluso descubrió esperándole a la puerta de sus habitaciones al salir a cenar.

Había también otras indicaciones, de varios tipos, que le inclinaban a pensar que algo estaba trabajando para frustrar su propósito, y que debía actuar de inmediato antes de que estas fuerzas hostiles pudieran evitarlo. Y así el final llegó rápidamente, con la completa aprobación de Thorpe. Fue hacia finales de julio, en uno de los días más calurosos que Londres haya conocido, porque la Ciudad estaba como un honro, y las partículas de polvo parecían quemar la garganta de los desafortunados que se afanaban en las calles y oficinas. El considerable Administrador, quién sufría cruelmente debido a su tamaño, bajó las escaleras sudando y jadeando por el calor. Llevaba una sombrilla de un color débil para proteger su cabeza.

—¡Sin embargo, va a necesitar algo más que eso! —rió Jones en silencio para sus adentros cuando le vio entrar.
La pistola yacía segura en la bolsa de su pantalón, cada una de sus 6 cámaras cargada. El Administrador vio la sonrisa en su rostro, y se quedó mirándole larga y firmemente mientras tomaba asiento tras el escritorio en la esquina. Unos pocos minutos después tocó la campana llamando al jefe de pagos, un único timbre, y luego le pidió a Jones que trajera algunos papeles de la caja fuerte escaleras arriba. Un profundo estremecimiento interno se apoderó del secretario al notar estas precauciones, porque vio que las fuerzas hostiles estaban trabajando en su contra y, sin embargo, sintió que no podía posponerlo más y que debía actuar esa misma mañana, con interferencia o sin ella. De cualquier manera, fue obedientemente en el acto al otro piso, y mientras se revolvía con la combinación de la caja, conocida tan sólo por él, por el jefe de pagos y por el Administrador, él oyó de nuevo el horrendo susurro de Thorpe justo detrás de él:

—¡Debes hacerlo hoy! ¡Debes hacerlo hoy!
Volvió con los documentos, y encontró al Administrador a solas. El cuarto era como un horno, y una oleada de aire muerto y caliente le dio en el rostro al entrar. Al momento en que cruzó la puerta se dio cuenta de que él había sido el objeto de una conversación entre el jefe de pagos y su enemigo. Habían estado discutiendo acerca de él. Tal vez un indicio de su secreto había llegado a sus mentes de alguna manera. Le habían estado vigilando durante días. Se habían vuelto sospechosos. Con toda claridad, debía actuar ahora, o dejar que la oportunidad se escapara, tal vez para siempre. Escuchó la voz de Thorpe en su oído, pero esta vez no era un simple susurro, sino una clara voz humana, hablando con potencia.

—¡Ahora! —dijo— ¡Hazlo ahora!
El cuarto estaba vacío. Sólo él y el Administrador estaban dentro. Jones se volvió desde el escritorio donde había estado parado, y cerró la puerta que conducía la oficina principal. Vio al batallón de empleados borroneando en mangas de camisa, porque la parte superior de la puerta era de vidrio. Tenía perfecto control sobre sí mismo, y su corazón latía con regularidad. El Adminstrador, escuchando la llave girar en la cerradura, miró agudamente.

—¿Qué está haciendo? —le preguntó rápidamente.
—Sólo cerrando la puerta, señor —respondió el secretario con una voz bastante calmada.
—¿Porqué? ¿Quién te lo ordenó...
—La voz de la Justicia, señor —replicó Jones, mirando firmemente el rostro odiado.
El Administrador le devolvió la mirada por un momento, mirándole fijamente y con furia a través de la habitación. Entonces súbitamente su expresión cambió, y trató de sonreír. Pretendía ser una sonrisa amable evidentemente, pero sólo logró parecer asustado.
—Eso es una buena idea con este clima —dijo suavemente— pero sería mucho mejor cerrarla por fuera, ¿no, Mr. Jones?
—No lo creo, señor. Usted podría escapar entonces. Ahora no puede
Jones tomó su pistola y apuntó al rostro del otro. Debajo del revólver vio los rasgos del hombre alto y obscuro, maligno y siniestro. Entonces el contorno tembló un poco y el rostro del Administrador se deslizó de nuevo en su lugar. Estaba blanco como un cadáver, y brillante de sudor.
—Me torturaste hasta la muerte hace cuatrocientos años —dijo el empleado con la misma voz tranquila— y ahora los dispensadores de la justicia me han elegido para castigarte.
El rostro del Administrador se incendió, y luego volvió al color de la tiza. Hizo un rápido movimiento hacia la campana del teléfono, estirando una mano para alcanzarla, pero en el mismo momento Jones jaló el gatillo y la muñeca estalló, salpicando la pared trasera con sangre.
—Ese es uno de los lugares donde la cadenas quemaron —dijo tranquilamente para sí mismo. Su mano era completamente firme, y sintió que era un héroe.
El Administrador estaba de pie, gritando de dolor, sosteniéndose con la mano derecha en el escritorio frente a él, pero Jones jaló el gatillo de nuevo, y una bala voló dentro de la otra muñeca, así que el hombre inmenso, privado de apoyo, cayó hacia delante con estrépito sobre el escritorio.
—¡Maldito lunático! —aulló el Administrador—. ¡Deja esa pistola!
-Ese es otro de los lugares —dijo Jones, aún apuntando cuidadosamente para un nuevo disparo.

El hombre gordo, gritando y revolviéndose torpemente, escarbó bajo el escritorio, haciendo frenéticos esfuerzos por esconderse, pero el secretario dio un paso adelante e hizo dos disparos en rápida sucesión apuntando a las piernas, que sobresalían, dando primero en uno de los tobillos y luego en el otro, y destrozándolos horriblemente.

—Dos más de los lugares donde quemaron las cadenas —dijo, aproximándose un poco más.
El Administrador, gritando aún, intentó desesperadamente apretar su masa bajo el refugio de la abertura bajo el escritorio, pero estaba demasiado gordo, y su cabeza calva salía por el otro lado. Jones lo tomó por la carne suelta de la nuca de su grueso cuello y lo arrastró gimiendo como un perro hacia la alfombra. Estaba cubierto de sangre, y aleteaba inútilmente con los muñones de su muñecas.
—¡Sé rápido ahora! —gritó la voz de Thorpe.
Hubo tremenda conmoción y golpes en la puerta, y Jones aferró su pistola fuertemente. Algo pareció reventar en su cerebro, aclarándolo por un segundo, y pareció ver detrás de él una gran figura cubierta de velos, con una espada empuñada y ojos llameantes, aprobando austeramente su actitud.
—¡Recuerda los ojos! ¡Recuerda los ojos! —siseó Thorpe en el aire sobre él.

Jones se sentía como un dios, con el poder de un dios. La venganza desapareció de su mente. Estaba actuando de manera impersonal como un instrumento en las manos de los Invisibles quienes dispensan justicia y dan balance a las cuentas. Se agachó y puso el cañón sobre la cara del otro, sonriendo un poco al ver los pueriles esfuerzos de los brazos para cubrir la cabeza. Luego jaló el gatillo, y una bala penetró directamente en el ojo derecho, ennegreciendo la piel. Moviendo la pistola dos pulgadas en la otra dirección, hizo reventar el ojo izquierdo con una segunda bala. Luego se irguió altivamente sobre su víctima con un profundo suspiro de satisfacción. El Administrador se agitó convulsivamente por espacio de un segundo, y luego quedó quieto, en la quietud de la muerte.

No había ningún momento que perder, porque la puerta ya había sido rota y manos violentas lo aferraban por el cuello. Jones puso la pistola en su sien y, una vez más, presionó el gatillo con su dedo. Pero esta vez un hubo respuesta. Sólo un pequeño clic apagado se escuchó como consecuencia de la presión, porque el secretario había olvidado que la pistola sólo tenía espacio para seis balas, y que las había usado todas. Arrojó el arma inservible al piso, riendo un poco ruidosamente, se dio la vuelta, sin luchar, para entregarse.

—Tenía que hacerlo. —dijo tranquilamente, mientras lo ataban—. ¡Era simplemente mi deber! Y ahora estoy listo para enfrentar las consecuencias, y Thorpe estará orgulloso de mí. Porque la justicia ha sido cumplida y los dioses están satisfechos.
No presentó ni la menor resistencia, y cuando los 2 policías lo condujeron afuera a través de la multitud de temblorosos y pequeños oficinistas, él nuevamente vio la figura cubierta de velos moviéndose majestuosamente frente a él, haciendo lentos movimientos circulares con la espada llameante, para mantener a raya las huestes de caras que se hacinaban intentando mirarle desde la Otra Región.

Algernon Blackwood (1869-1951)

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