El coloquio de Monos y Una (The Colloquy of Monos and Una) es un relato fantástico del escritor estadounidense Edgar Allan Poe, publicado en 1841.
El coloquio de Monos y Una retoma un tema que fascinaba a Edgar Allan Poe: la hipersensibilidad. Aquí, el narrador afirma padecer una extraña enfermedad que agudiza terriblemente sus sentidos, tal como sucede en otros dos cuentos clásicos de terror de este maestro: La caída de la casa Usher (Tha fall of the House od Usher) y El corazón delator (The Tell-Tale Heart).
The Colloquy of Monos and Una, Edgar Allan Poe (1809-1849)
Μέλλοντα ταύτα
Cosas del futuro inmediato.
Sófocles, Antígona
Cosas del futuro inmediato.
Sófocles, Antígona
Una.-¿Resucitado?
Monos.-Sí,
hermosa y muy amada Una, «resucitado». Ésta era la palabra sobre cuyo
místico sentido medité tanto tiempo, rechazando la explicación sacerdotal, hasta
que la muerte misma me develó el secreto.
Una.-¡La
muerte!
Monos.-¡De
qué extraña manera, dulce Una, repites mis palabras! Observo que tu paso vacila
y que hay una jubilosa inquietud en tus ojos. Te sientes confundida, oprimida
por la majestuosa novedad de la vida eterna. Sí, nombré a la muerte. Y aquí...
¡cuán singularmente suena esa palabra que antes llevaba el terror a todos los
corazones, que manchaba todos los placeres!
Una.-¡Ah,
muerte, espectro presente en todas las fiestas! ¡Cuántas veces, Monos, nos
perdimos en especulaciones sobre su naturaleza! ¡Cuan misteriosa se erguía como
un límite a la beatitud humana... diciéndole: «Hasta aquí, y no más»! Aquel
profundo amor recíproco, Monos, que ardía en nuestro pecho... ¡cuán vanamente
nos jactamos, en la felicidad de sus primeras palpitaciones, de que nuestra
felicidad se fortalecería en la suya! ¡Ay, a medida que crecía aumentaba
también en nuestros corazones el temor de aquella hora aciaga que acudía
precipitada a separarnos! Y así, con el tiempo, el amor se nos hizo penoso. Y
el odio hubiera sido una misericordia.
Monos.-No
hables aquí de aquellas penas, querida Una... ¡ahora para siempre, para siempre
mía!
Una.-Pero
el recuerdo del dolor pasado, ¿no es alegría presente? Mucho tengo que decir
aún de las cosas que fueron. Ardo sobre todo por conocer los incidentes de tu
pasaje a través del oscuro Valle y de la Sombra.
Monos.-¿Y
cuándo la radiante Una pidió en vano alguna cosa a su Monos? Todo te lo narraré
en detalle... Pero, ¿dónde habrá de empezar el sobrecogedor relato?
Una.-¿Dónde?
Monos.-Sí.
Una.-Te
comprendo. En la muerte hemos aprendido ambos la propensión del hombre a
definir lo indefinible. No te diré, pues, que comiences por el momento en que
cesó tu vida, sino en aquel triste, triste instante cuando, habiéndote
abandonado la fiebre, te hundiste en un sopor sin aliento ni movimiento y yo te
cerré los pálidos párpados con los apasionados dedos del amor.
Monos.-Permíteme
decir algo, Una, acerca de la condición general de los hombres en aquella
época. Recordarás que uno o dos sabios entre nuestros antecesores -sabios de
verdad, aunque no gozaran de la estimación del mundo- se habían atrevido a
poner en duda la propiedad de la palabra «progreso» aplicada al avance de
nuestra civilización. En cada uno de los cinco o seis siglos que precedieron
nuestra disolución, hubo momentos en los cuales surgió algún intelecto vigoroso
que contendía audazmente por aquellos principios cuya verdad parece ahora tan
evidente a nuestra razón despojada de sus franquicias; principios que deberían
haber enseñado a nuestra raza a someterse a la guía de las leyes naturales, en
vez de pretender dirigirlas. Muy de tiempo en tiempo aparecían mentes geniales
que consideraban cada avance de la ciencia práctica como un retroceso con
respecto a la verdadera utilidad. En ocasiones, la inteligencia poética -esa
inteligencia que, ahora lo sabemos, era la más excelsa de todas, pues aquellas
verdades de imperecedera importancia para nosotros sólo podían ser alcanzadas por
la analogía, que habla irrebatiblemente a la sola imaginación y que no
pesa en la razón aislada-, esa inteligencia poética se adelantó en ocasiones a
la evolución de la vaga concepción filosófica y halló en la mística parábola
que habla del árbol de la ciencia y de su fruto prohibido y letal, un claro
indicio de que el conocimiento no era bueno para el hombre en esa etapa aún
infantil de su alma. Y aquellos poetas, que vivieron y murieron despreciados
por los «utilitaristas» -zafios pedantes que se arrogaban un título que sólo
merecían los despreciados por ellos-, aquellos poetas evocaron dolorosa, pero
sabiamente, los días de antaño, cuando nuestras necesidades eran tan simples
como penetrantes nuestros gozos, días en que el regocijo era una palabra
desconocida, tan profundamente solemne era la felicidad; santos, augustos y
beatos días en que los ríos azules corrían sin diques entre colinas intactas,
penetrando en las soledades de las florestas primitivas, fragantes e
inexploradas.
Y,
sin embargo, aquellas nobles excepciones a la falsa regla general sólo servían
para reforzarla por contraste. ¡Ay, habíamos llegado a los más aciagos de
nuestros aciagos días! El gran «movimiento» -tal era la jerigonza que se
empleaba- seguía adelante; era una perturbación mórbida, tanto moral como
física. El arte -en sus diversas formas- erguíase supremo, y, una vez
entronizado, encadenaba al intelecto que lo había elevado al poder. Como el
hombre no podía dejar de reconocer la majestad de la Naturaleza, incurría en
pueriles entusiasmos por su creciente dominio sobre los elementos de aquélla.
Mientras se pavoneaba como un dios en su propia fantasía, lo dominaba una
imbecilidad infantil. Tal como era de suponer por el origen de su trastorno,
sufrió la infección de los sistemas y de la abstracción. Se envolvió en
generalidades. Entre otras ideas extrañas, la de la igualdad universal ganó
terreno, y aun frente a la analogía y a Dios, a pesar de las claras
advertencias de las leyes de gradación que tan visiblemente dominan
todas las cosas en la tierra y en el cielo, se empeñó obstinado en lograr una
democracia que imperara por doquier.
Y,
sin embargo, este mal surgía necesariamente del mal principal, el Conocimiento.
El hombre no podía al mismo tiempo conocer y someterse. Entretanto, se alzaron
enormes e innumerables ciudades humeantes. Las verdes hojas se arrugaban ante
el ardiente aliento de los hornos. El bello rostro de la Naturaleza se deformó
como si lo arrasara alguna horrorosa enfermedad. Y pienso, dulce Una, que nuestro
sentido de lo que es forzado y artificial, aun a medias dormido, podría
habernos detenido en ese punto. Pero habíamos preparado el camino de la
destrucción al pervertir nuestro gusto o más bien al descuidar
ciegamente su cultivo en las escuelas. Pues en verdad, frente a aquella crisis,
tan sólo el gusto -esa facultad que, ocupando una situación intermedia entre el
intelecto puro y el sentido moral, jamás podía ser descuidada sin peligro-
habría podido devolvernos dulcemente a la Belleza, a la Naturaleza y a la Vida,
¡ay del espíritu puramente contemplativo y la magna intuición de Platón! ¡Ay de
la (μουσική, que aquel sabio consideraba
con justicia educación suficiente para el alma! ¡Ay de él y de ella! ¡Cuando
más desesperadamente se los necesitaba, más olvidados o despreciados estaban!
Pascal,
un filósofo que tú y yo amamos, ¡cuan verdaderamente ha dicho que tout notre
misonnement se réduit à ceder au sentiment! Y no es imposible que el
sentimiento de lo natural, de haberlo permitido el tiempo, hubiese recobrado su
antiguo ascendiente sobre la dura razón matemática de las escuelas. Pero ello
no pudo ser. Prematuramente descarriada por la intemperancia del conocimiento,
la vejez del mundo se acentuó. La masa de la humanidad no lo advertía, o bien,
viviendo depravadamente, aunque sin felicidad, pretendía no advertirlo. En
cuanto a mí, los documentos de la tierra me habían enseñado que las ruinas más
grandes son el precio de las más altas civilizaciones. Había adquirido una
presciencia de nuestro destino por comparación con China, la simple y duradera;
con Asiria, la arquitecta; con Egipto, el astrólogo; con Nubia, más sutil que
ninguna, madre turbulenta de todas las artes. En la historia de aquellas
regiones atisbé un rayo del futuro. Las artificialidades individuales de las
tres últimas nombradas eran enfermedades locales de la tierra, y en sus caídas
individuales habíamos visto la aplicación de remedios locales; pero en la
infección general del mundo yo no podía anticipar regeneración alguna, salvo en
la muerte. Para que el hombre no se extinguiera como raza, comprendí que era
necesario que resucitara.
Y
entonces, muy hermosa y muy amada, diariamente envolvimos en sueños nuestros
espíritus. Y entonces, al atardecer, discurrimos sobre los días que vendrían,
cuando la superficie de la tierra, llena de cicatrices del Arte, después de
sufrir la única purificación que borraría sus obscenidades rectangulares,
volviera a vestirse con el verdor, las colinas y las sonrientes aguas del
Paraíso, y se convirtiera, por fin, en la morada conveniente para el hombre;
para el hombre purgado por la Muerte, para el hombre en cuyo sublimado
intelecto el conocimiento dejaría de ser un veneno... para el hombre redimido,
regenerado, venturoso y ahora inmortal, aunque material siempre.
Una.-Bien
recuerdo aquellas conversaciones, querido Monos; pero la época de la ígnea
destrucción no estaba tan cercana como creíamos, como la corrupción de que has
hablado nos permitía con tanta seguridad creer. Los hombres vivían y luego
morían individualmente. También tú enfermaste y descendiste a la tumba, y allí
te siguió pronto tu fiel Una. Y aunque el siglo transcurrido desde entonces, y
cuya conclusión nos ha reunido nuevamente, no torturó nuestros adormilados
sentidos con la impaciencia del tiempo, de todas maneras, Monos mío, fue un
siglo.
Monos.-Di
más bien que fue un punto en el vago infinito. Mi muerte se produjo, es verdad,
durante la decrepitud de la tierra. Cansado mi corazón por las angustias que
nacían de aquel tumulto y corrupción generales, sucumbí víctima de una terrible
fiebre. Tras algunos días de dolor y muchos de un delirio soñoliento colmado de
éxtasis, cuyas manifestaciones tomaste por sufrimientos sin que yo pudiera
comunicarte la verdad... después de unos días, como has dicho, me invadió un
sopor que me privó del aliento y del movimiento, y aquellos que me rodeaban lo
llamaron Muerte.
Las
palabras son cosas vagas. Mi estado no me privaba de sensibilidad. Parecíame
semejante a la quietud de aquel que, después de dormir larga y profundamente,
inmóvil y postrado en un día estival, empieza a recobrar lentamente la
conciencia, por agotamiento natural de su sueño, y sin que ninguna perturbación
exterior lo despierte.
No
respiraba. El pulso estaba detenido. El corazón había cesado de latir. La
voluntad permanecía, pero era impotente. Mis sentidos se mostraban
insólitamente activos, aunque caprichosos, usurpándose al azar sus funciones.
El gusto y el olfato estaban inextricablemente confundidos, constituyendo un
solo sentido anormal e intenso. El agua de rosas con la cual tu ternura
había humedecido mis labios hasta el fin provocaba en mí bellísimas fantasías
florales; flores fantásticas, mucho más hermosas que las de la vieja tierra,
pero cuyos prototipos vemos florecer ahora en torno de nosotros. Los párpados,
transparentes y exangües, no se oponían completamente a la visión. Como la
voluntad se hallaba suspendida, las pupilas no podían girar en las órbitas,
pero veía con mayor o menor claridad todos los objetos al alcance del
hemisferio visual; los rayos que caían sobre la parte externa de la retina o en
el ángulo del ojo producían un efecto más vívido que aquellos que incidían en
la superficie frontal o anterior. Empero, en el primer caso, este efecto era
tan anómalo que sólo lo aprehendía como sonido -dulce o discordante,
según que los objetos presentes a mi lado fueran claros u oscuros, curvos o
angulosos-. El oído, aunque mucho más sensible, no tenía nada de irregular en
su acción y apreciaba los sonidos reales con una precisión y una sensibilidad
exageradísimas. El tacto había sufrido una alteración más extraña. Recibía con
retardo las impresiones, pero las retenía pertinazmente, produciéndose siempre
el más grande de los placeres físicos. Así, la presión de tus dulces dedos
sobre mis párpados, sólo reconocidos al principio por la visión, llenaron más
tarde todo mi ser de una inconmensurable delicia sensual. Sí, de una delicia
sensual. Todas mis percepciones eran puramente sensuales. Los elementos
proporcionados por los sentidos al pasivo cerebro no eran elaborados en
absoluto por aquella inteligencia muerta. Poco dolor sentía y mucho placer;
pero ningún dolor o placer morales. Así, tus desgarradores sollozos flotaban en
mi oído con todas sus dolorosas cadencias y eran apreciados por aquél en cada
una de sus tristes variaciones; pero eran tan sólo suaves sonidos musicales; no
provocaban en la extinta razón la sospecha de las angustias de donde nacían, y
así también las copiosas y continuas lágrimas que caían sobre mi rostro, y que
para todos los asistentes eran testimonio de un corazón destrozado, estremecían
de éxtasis cada fibra de mi ser. Y ésa era la Muerte, de la cual los
presentes hablaban reverentemente, susurrando, y tú, dulce Una, entre sollozos
y gritos.
Me
prepararon para el ataúd -tres o cuatro figuras sombrías que iban continuamente
de un lado a otro-. Cuando atravesaban la línea directa de mi visión, las
sentía como formas, pero al colocarse a mi lado sus imágenes me
impresionaban con la idea de alaridos, gemidos y otras atroces expresiones del
horror y la desesperación. Sólo tú, vestida de blanco, pasabas musicalmente
para mí en todas direcciones.
Transcurrió
el día y, a medida que la luz se degradaba, me sentí poseído por un vago
malestar, una ansiedad como la que experimenta el durmiente cuando llegan a su
oído constantes y tristes sones, lejanas y profundas campanadas solemnes, a
intervalos prolongados, pero iguales, y entremezclándose con sueños
melancólicos. Anocheció y con la sombra vino una pesada aflicción. Oprimía mi
cuerpo como si pesara sobre él, y era palpable. Oíase asimismo una lamentación,
semejante al lejano fragor de la resaca, pero más continuo, y que, nacido con
el crepúsculo, había ganado en fuerza a medida que crecía la oscuridad. De
pronto, la habitación se llenó de luces y aquel fragor se cambió en frecuentes
estallidos desiguales del mismo sonido, pero menos lóbrego y menos distinto. La
penosa opresión que me agobiaba disminuyó mucho y, emanando de la llama de cada
lámpara-pues había varias-, fluyó hasta mis oídos un canto continuo de
melodiosa monotonía. Y cuando tú, querida Una, acercándote al lecho donde yacía
yo tendido, te sentaste gentilmente a mi lado, perfumándome con tus dulces
labios, y los posaste en mi frente, surgió entonces en mi pecho, trémulo,
mezclándose con las sensaciones meramente físicas que las circunstancias
engendraban, algo que se parecía al sentimiento, un sentir que en parte
aprehendí, y en parte respondía a tu profundo amor y a tu tristeza; pero aquel
sentir no tenía sus raíces en el inmóvil corazón, y más parecía una sombra que
una realidad; pronto se desvaneció, primero en un profundo reposo, y luego en
un placer puramente sensual como antes.
Y
entonces, del naufragio y el caos de los sentidos usuales pareció nacer en mí
un sexto sentido, absolutamente perfecto. Hallé en su ejercicio una extraña
delicia, que seguía siendo una delicia física en cuanto el entendimiento no
participaba de ella. En el ser animal todo movimiento había cesado. No se
estremecía ningún músculo, no vibraba ningún nervio, no latía ninguna arteria.
Pero en mi cerebro parecía haber surgido eso para lo cual no hay
palabras que puedan dar una concepción aun borrosa a la inteligencia meramente
humana. Permíteme denominarlo una pulsación pendular mental. Era la encarnación
moral de la idea humana abstracta del Tiempo. La absoluta coordinación
de este movimiento o de alguno equivalente había regulado los cielos de los
globos celestes. Por él medía ahora las irregularidades del reloj colocado
sobre la chimenea y de los relojes de los presentes. Sus latidos llegaban
sonoros a mis oídos. La más ligera desviación de la medida exacta (y esas
desviaciones prevalecían en todos ellos) me afectaban del mismo modo que las violaciones
de la verdad abstracta afectan en la tierra el sentido moral. Aunque ninguno de
los relojes en la habitación coincidía con otro en marcar exactamente los
segundos, no me costaba, sin embargo, retener el tono y los errores momentáneos
de cada uno. Y este penetrante, perfecto sentimiento de duración existente
por sí mismo, este sentimiento existente (como el hombre no podría haber
imaginado que existiera) con independencia de toda sucesión de eventos, esta
idea, este sexto sentido, brotando de las cenizas de todo el resto, fue el
primer evidente y seguro paso del alma intemporal en los umbrales de la
Eternidad temporal.
Era
ya media noche y tú seguías a mi lado. Los demás habíanse marchado de la cámara
mortuoria. Descansaba yo en el ataúd. Las lámparas ardían intermitentemente,
pues así me lo indicaba lo trémulo de las monótonas melodías. Súbitamente
aquellos cantos perdieron claridad y volumen, hasta cesar del todo. El perfume
dejó de impresionar mi olfato. Las formas no afectaban ya mi visión. El peso de
la Tiniebla se alzó por sí mismo de mi pecho. Un choque apagado, como una
descarga eléctrica, recorrió mi cuerpo y fue seguido por una pérdida total de
la idea de contacto. Todo aquello que el hombre llama sentidos se sumió en la
sola conciencia de entidad y en el sentimiento de duración único que perduraba.
El cuerpo mortal había sido al fin golpeado por la mano de la letal Corrupción.
Y,
sin embargo, no toda sensibilidad se había apagado, pues la conciencia y el
sentimiento remanentes cumplían algunas de sus funciones a través de una
letárgica intuición. Apreciaba el espantoso cambio que se estaba operando en mi
carne, y tal como el soñador advierte a voces la presencia corporal de aquel
que se inclina sobre su lecho, así, dulce Una, sentía yo que aún seguías a mi
lado. Y cuando llegó el segundo mediodía, tampoco dejé de tener conciencia de
los movimientos que te alejaron de mi lado, me encerraron en el ataúd,
llevándome a la carroza fúnebre, me transportaron hasta la tumba, bajándome a
ella, amontonando pesadamente la tierra sobre mí, dejándome en la tiniebla y en
la corrupción, entregado a mi triste y solemne sueño en compañía de los
gusanos.
Y
aquí, en la prisión que pocos secretos tiene para revelar, pasaron los días, y
las semanas, y los meses, y el alma observaba atentamente el vuelo de cada
segundo, registrándolo sin esfuerzo; sin esfuerzo y sin objeto.
Pasó
un año. La conciencia de ser se había vuelto de hora en hora más
indistinta, y la de mera situación había usurpado en gran medida su
puesto. La idea de entidad estaba confundiéndose con la de lugar. El
angosto espacio que rodeaba lo que había sido el cuerpo iba a ser ahora el
cuerpo mismo. Por fin, como ocurre con frecuencia al durmiente (sólo el sueño y
su mundo permiten figurar la Muerte), tal como a veces ocurría en la
tierra al que estaba sumido en profundo sueño, cuando algún resplandor lo
despertaba a medias, dejándolo empero envuelto en ensoñaciones, así, a mí,
ceñido en el abrazo de la Sombra, me llegó aquella única luz capaz de
sobresaltarme... la luz del Amor duradero. Los hombres acudieron a cavar
en la tumba donde yacía oscuramente. Levantaron la húmeda tierra. Sobre el
polvo de mis huesos bajó el ataúd de Una.
Y
otra vez todo fue vacío. La nebulosa se había extinguido. El débil
estremecimiento habíase apagado en reposo. Muchos lustros transcurrieron. El
polvo tornó al polvo. No había ya alimento para el gusano. El sentimiento de
ser había desaparecido por completo y en su lugar, en lugar de todas las cosas,
dominantes y perpetuos, reinaban autocráticamente el Lugar y el Tiempo.
Para eso que no era, para eso que no tenía forma, para eso
que no tenía pensamiento, para eso que no tenía sensibilidad, para eso que no
tenía alma, para eso que no tenía materia, para toda esa nada y, sin embargo,
para toda esa inmortalidad, la tumba era todavía una morada, y las corrosivas
horas, compañeras.
Edgar Allan Poe (1809-1849)
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