La nave blanca (The White Ship) es un relato fantástico del escritor estadounidense H. P. Lovecraft. Fue publicado en 1919, en la revista The United Amateur.
The white ship, Howard.P. Lovecraft (1890 – 1937)
Soy Basil Elton, guardián del faro de Punta Norte, que mi
padre y mi abuelo cuidaron antes que yo. Lejos de la costa, la torre gris del
faro se alza sobre rocas hundidas y cubiertas de limo que emergen al bajar la
marea y se vuelven invisibles cuando sube. Por delante de ese faro, pasan desde
hace un siglo las naves majestuosas de los siete mares. En los tiempos de mi
abuelo eran muchas; en los de mi padre, no tantas; hoy, son tan pocas que a veces
me siento extrañamente solo, como si fuese el último hombre de nuestro planeta.
De lejanas costas venían aquellas embarcaciones de blanco
velamen, de lejanas costas de Oriente, donde brillan cálidos soles y perduran
dulces fragancias en extraños jardines y alegres templos. Los viejos capitanes
del mar visitaban a menudo a mi abuelo y le hablaban de estas cosas, que él
contaba a su vez a mi padre, y mi padre a mí, en las largas noches de otoño,
cuando el viento del este aullaba misterioso. Luego, leí más cosas de estas, y
de otras muchas, en libros que me regalaron los hombres cuando aún era niño y
me entusiasmaba lo prodigioso.
Pero más prodigioso que el saber de los viejos y de los
libros es el saber secreto del océano. Azul, verde, gris, blanco o negro;
tranquilo, agitado o montañoso, ese océano nunca está en silencio. Toda mi vida
lo he observado y escuchado, y lo conozco bien. Al principio, sólo me contaba
sencillas historias de playas serenas y puertos minúsculos; pero con los años
se volvió más amigo y habló de otras cosas; de cosas más extrañas, más lejanas
en el espacio y en el tiempo. A veces, al atardecer, los grises vapores del
horizonte se han abierto para concederme visiones fugaces de las rutas que hay
más allá; otras, por la noche, las profundas aguas del mar se han vuelto claras
y fosforescentes, y me han permitido vislumbrar las rutas que hay debajo. Y
estas visiones eran tanto de las rutas que existieron o pudieron existir, como
de las que existen aún; porque el océano es más antiguo que las montañas, y
transporta los recuerdos y los sueños del Tiempo.
La Nave Blanca solía venir del sur, cuando había luna llena
y se encontraba muy alta en el cielo. Venía del sur, y se deslizaba serena y
silenciosa sobre el mar. Y ya estuvieran las aguas tranquilas o encrespadas, ya
fuese el viento contrario o favorable, se deslizaba, serena y silenciosa, con
su velamen distante y su larga, extraña fila de remos, de rítmico movimiento.
Una noche divisé a un hombre en la cubierta, muy ataviado y con barba, que
parecía hacerme señas para que embarcase con él, rumbo a costas desconocidas.
Después, lo vi muchas veces más, bajo la luna llena, haciéndome siempre las
mismas señas.
La luna brillaba en todo su esplendor la noche en que
respondí a su llamada, y recorrí el puente que los rayos de la luna trazaban
sobre las aguas, hasta la Nave Blanca. El hombre que me había llamado pronunció
unas palabras de bienvenida en una lengua suave que yo parecía conocer, y las
horas se llenaron con las dulces canciones de los remeros mientras nos
alejábamos en silencioso rumbo al sur misterioso que aquella luna llena y
tierna doraba con su esplendor.
Y cuando amaneció el día, sonrosado y luminoso, contemplé el
verde litoral de unas tierras lejanas, hermosas, radiantes, desconocidas para
mí. Desde el mar se elevaban orgullosas terrazas de verdor, salpicadas de
árboles, entre los que asomaban, aquí y allá, los centelleantes tejados y las
blancas columnatas de unos templos extraños. Cuando nos acercábamos a la costa
exuberante, el hombre barbado habló de esa tierra, la tierra de Zar, donde
moran los sueños y pensamientos bellos que visitan a los hombres una vez y
luego son olvidados. Y cuando me volví una vez más a contemplar las terrazas,
comprobé que era cierto lo que decía, pues entre las visiones que tenía ante mí
había muchas cosas que yo había vislumbrado entre las brumas que se extienden
más allá del horizonte y en las profundidades fosforescentes del océano. Había
también formas y fantasías más espléndidas que ninguna de cuantas yo había
conocido; visiones de jóvenes poetas que murieron en la indigencia, antes de
que el mundo supiese lo que ellos habían visto y soñado. Pero no pusimos el pie
en los prados inclinados de Zar, pues se dice que aquel que se atreva a
hollarlos quizá no regrese jamás a su costa natal.
Cuando la Nave Blanca se alejaba en silencio de Zar y de sus
terrazas pobladas de templos, avistamos en el lejano horizonte las agujas de
una importante ciudad; y me dijo el hombre barbado:
-Aquélla es Talarión, la Ciudad de las Mil Maravillas, donde
moran todos aquellos misterios que el hombre ha intentado inútilmente
desentrañar.
Miré otra vez, desde más cerca, y vi que era la mayor ciudad
de cuantas yo había conocido o soñado. Las agujas de sus templos se perdían en
el cielo, de forma que nadie alcanzaba a ver sus extremos; y mucho más allá del
horizonte se extendían las murallas grises y terribles, por encima de las
cuales asomaban tan sólo algunos tejados misteriosos y siniestros, ornados con
ricos frisos y atractivas esculturas. Sentí un deseo ferviente de entrar en
esta ciudad fascinante y repelente a la vez, y supliqué al hombre barbado que
me desembarcase en el muelle, junto a la enorme puerta esculpida de Akariel;
pero se negó con afabilidad a satisfacer mi deseo, diciendo:
-Muchos son los que han entrado a Talarión, la ciudad de las
Mil Maravillas; pero ninguno ha regresado. Por ella pululan tan sólo demonios y
locas entidades que ya no son humanas, y sus calles están blancas con los
huesos de los que han visto el espectro de Lathi, que reina sobre la ciudad.
Así, la Nave Blanca reemprendió su viaje, dejando atrás las
murallas de Talarión; y durante muchos días siguió a un pájaro que volaba hacia
el sur, cuyo brillante plumaje rivalizaba con el cielo del que había surgido.
Después llegamos a una costa plácida y riente, donde
abundaban las flores de todos los matices y en la que, hasta donde alcanzaba la
vista, encantadoras arboledas y radiantes cenadores se caldeaban bajo un sol
meridional. De unos emparrados que no llegábamos a ver brotaban canciones y
fragmentos de lírica armonía salpicados de risas ligeras, tan deliciosas, que
exhorté a los remeros a que se esforzasen aún más, en mis ansias por llegar a
aquel lugar. El hombre barbado no dijo nada, pero me miró largamente, mientras
nos acercábamos a la orilla bordeada de lirios. De repente, sopló un viento por
encima de los prados floridos y los bosques frondosos, y trajo una fragancia
que me hizo temblar. Pero aumentó el viento, y la atmósfera se llenó de hedor a
muerte, a corrupción, a ciudades asoladas por la peste y a cementerios
exhumados. Y mientras nos alejábamos desesperadamente de aquella costa maldita,
el hombre barbado habló al fin, y dijo:
-Ese es Xura, el País de los Placeres Inalcanzados.
Así, una vez más, la Nave Blanca siguió al pájaro del cielo
por mares venturosos y cálidos, impelida por brisas fragantes y acariciadoras.
Navegamos día tras día y noche tras noche; y cuando surgió la luna llena, dulce
como aquella noche lejana en que abandonamos mi tierra natal, escuchamos las
suaves canciones de los remeros. Y al fin anclamos, a la luz de la luna, en el
puerto de Sona-Nyl, que está protegido por los promontorios gemelos de cristal
que emergen del mar y se unen formando un arco esplendoroso. Era el País de la
Fantasía, y bajamos a la costa verdeante por un puente dorado que tendieron los
rayos de la luna.
En el país de Sona-Nyl no existen el tiempo ni el espacio,
el sufrimiento ni la muerte; allí habité durante muchos evos. Verdes son las
arboledas y los pastos, vivas y fragantes las flores, azules y musicales los
arroyos, claras y frescas las fuentes, majestuosos e imponentes los templos y
castillos y ciudades de Sona-Nyl. No hay fronteras en esas tierras, pues más allá
de cada hermosa perspectiva se alza otra más bella. Por los campos, por las
espléndidas ciudades, andan las gentes felices y a su antojo, todas ellas
dotadas de una gracia sin merma y de una dicha inmaculada. Durante los evos en
que habité en esa tierra, vagué feliz por jardines donde asoman singulares
pagodas entre gratos macizos de arbustos, y donde los blancos paseos están
bordeados de flores delicadas. Subí a lo alto de onduladas colinas, desde cuyas
cimas pude admirar encantadores y bellos panoramas, con pueblos apiñados y
cobijados en el regazo de valles verdeantes y ciudades de doradas y gigantescas
cúpulas brillando en el horizonte infinitamente lejano. Y bajo la luz de la
luna contemplé el mar centelleante, los promontorios de cristal, y el puerto
apacible en el que permanecía anclada la Nave Blanca.
Una noche del memorable año de Tharp, vi recortada contra la
luna llena la silueta del pájaro celestial que me llamaba, y sentí las primeras
agitaciones de inquietud. Entonces hablé con el hombre barbado, y le hablé de
mis nuevas ansias de partir hacia la remota Cathuria, que no ha visto hombre
alguno, aunque todos la creen más allá de las columnas basálticas de Occidente.
Es el País de la Esperanza: en ella resplandecen las ideas perfectas de cuanto conocemos;
al menos así lo pregonan los hombres. Pero el hombre barbado me dijo:
-Cuídate de esos mares peligrosos, donde los hombres dicen
que se encuentra Cathuria. En Sona-Nyl no existe el dolor ni la muerte; pero,
¿quién sabe qué hay más allá de las columnas basálticas de Occidente?
Al siguiente plenilunio, no obstante, embarqué en la Nave
Blanca, y abandoné con el renuente hombre barbado el puerto feliz, rumbo a
mares inexplorados.
Y el pájaro celestial nos precedió con su vuelo, y nos llevó
hacia las columnas basálticas de Occidente; pero esta vez los remeros no
cantaron dulces canciones bajo la luna llena. En mi imaginación, me
representaba a menudo el desconocido país de Cathuria con espléndidas florestas
y palacios, y me preguntaba qué nuevas delicias me aguardarían.
"Cathuria", me decía, "es la morada de los dioses y el país de
innumerables ciudades de oro. Sus bosques son de aloe y de sándalo, igual que
los de Camorin; y entre sus árboles trinan alegres y entonan sus cantos amables
los pájaros; en las verdes y floridas montañas de Cathuria se elevan templos de
mármol rosa, ricos en bellezas pintadas y esculpidas, con frescas fuentes
argentinas en sus patios, donde gorgotean con música encantadora las fragantes
aguas del río Narg, nacido en una gruta. Las ciudades de Cathuria tienen un
cerco de murallas doradas, y sus pavimentos son de oro también. En los jardines
de estas ciudades hay extrañas orquídeas y lagos perfumados cuyos lechos son de
coral y de ámbar. Por la noche, las calles y los jardines se iluminan con
alegres linternas, confeccionadas con las conchas tricolores de las tortugas, y
resuenan las suaves notas del cantor y el tañedor de laúd. Y las casas de las
ciudades de Cathuria son todas palacios, construidos junto a un fragante canal
que lleva las aguas del sagrado Narg. De mármol y de pórfido son las casas; y
sus techumbres, de centelleante oro, reflejan los rayos del sol y realzan el
esplendor de las ciudades que los dioses bienaventurados contemplan desde
lejanos picos. Lo más maravilloso es el palacio del gran monarca Dorieb, de
quien dicen algunos que es un semidiós y otros que es un dios. Alto es el
palacio de Dorieb, y muchas son las torres de mármol que se alzan sobre las
murallas. En sus grandes salones se reúnen multitudes, y es aquí donde cuelgan
trofeos de todas las épocas. Su techumbre es de oro puro, y está sostenida por
altos pilares de rubí y de azur donde hay esculpidas tales figuras de dioses y
de héroes, que aquel que las mira a esas alturas cree estar contemplando el olimpo
viviente. Y el suelo del palacio es de cristal, y bajo él manan, ingeniosamente
iluminadas, las aguas del Narg, alegres y con peces de vivos colores
desconocidos más allá de los confines de la encantadora Cathuria".
Así hablaba conmigo mismo de Cathuria, pero el hombre
barbado me aconsejaba siempre que regresara a las costas bienaventuradas de
Sona-Nyl; pues Sona-Nyl es conocida de los hombres, mientras que en Cathuria
jamás ha entrado nadie.
Y cuando hizo treinta y un días que seguíamos al pájaro,
avistamos las columnas basálticas de Occidente. Una niebla las envolvía, de
forma que nadie podía escrutar más allá, ni ver sus cumbres, por lo cual dicen
algunos que llegan a los cielos. Y el hombre barbado me suplicó nuevamente que
volviese, aunque no lo escuché; porque, procedentes de las brumas más allá de
las columnas de basalto, me pareció oír notas de cantones y tañedores de laúd,
más dulces que las más dulces canciones de Sona-Nyl, y que cantaban mis propias
alabanzas; las alabanzas de aquél que venía de la luna llena y moraba en el
País de la Ilusión. Y la Nave Blanca siguió navegando hacia aquellos sones
melodiosos, y se adentró en la bruma que reinaba entre las columnas basálticas
de Occidente. Y cuando cesó la música y levantó la niebla, no vimos la tierra
de Cathuria, sino un mar impetuoso, en medio del cual nuestra impotente
embarcación se dirigía hacia alguna meta desconocida. Poco después nos llegó el
tronar lejano de alguna cascada, y ante nuestros ojos apareció, en el
horizonte, la titánica espuma de una catarata monstruosa, en la que los océanos
del mundo se precipitaban hacia un abismo de nihilidad. Entonces, el hombre
barbado me dijo con lágrimas en las mejillas:
-Hemos despreciado el hermoso país de Sona-Nyl, que jamás
volveremos a contemplar. Los dioses son más grandes que los hombres, y han
vencido.
Yo cerré los ojos ante la caída inminente, y dejé de ver al
pájaro celestial que agitaba con burla sus alas azules sobrevolando el borde
del torrente.
El choque nos precipitó en la negrura, y oí gritos de
hombres y de seres que no eran hombres. Se levantaron los vientos impetuosos
del Este, y el frío me traspasó, agachado sobre la losa húmeda que se había
alzado bajo mis pies. Luego oí otro estallido, abrí los ojos y vi que estaba en
la plataforma de la torre del faro, de donde había partido hacía tantos evos.
Abajo, en la oscuridad, se distinguía la silueta borrosa y enorme de una nave
destrozándose contra las rocas crueles; y al asomarme a la negrura descubrí que
el faro se había apagado por primera vez desde que mi abuelo asumiera su
cuidado.
Y cuando entré en la torre, en la última guardia de la
noche, vi en la pared un calendario: aún estaba tal como yo lo había dejado, en
el momento de partir. Por la mañana, bajé de la torre y busqué los restos del
naufragio entre las rocas; pero sólo encontré un extraño pájaro muerto, cuyo
plumaje era azul como el cielo, y un mástil destrozado, más blanco que el
penacho de las olas y la nieve de los montes.
Después, el mar no ha vuelto a contarme sus secretos, y
aunque la luna ha iluminado los cielos muchas veces desde entonces con todo su
esplendor, la Nave Blanca del sur no ha vuelto jamás.
Howard Phillip Lovecraft (1890 – 1937)
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