El alacrán de Fray Gómez, Ricardo Palma (1833 – 1919)
A Casimiro Prieto Valdés
Principio,
principiando;
principiar quiero
por ver si
principiando
principiar puedo.
In diebus illis, digo, cuando yo era muchacho, oía con
frecuencia a las viejas exclamar, ponderando el mérito y precio de una alhaja:
-¡Esto vale tanto como el alacrán de fray Gómez!
Tengo una chica, remate de lo bueno, flor de la gracia y
espumita de la sal, con unos ojos más pícaros y trapisondistas que un par de
escribanos:
chica que se
parece
al lucero del
alba
cuando
amanece.
al cual pimpollo he bautizado, en mi paternal chochera, con
el mote de alacrancito de fray Gómez. Y explicar el dicho de las viejas y el
sentido del piropo con que agasajo a mi Angélica, es lo que me propongo, amigo
y camarada Prieto, con esta tradición.
El sastre paga deudas con puntadas, y yo no tengo otra
manera de satisfacer la literaria que con usted he contraído que dedicándole
estos cuatro palotes.
I
Este era un lego contemporáneo de don Juan de la
Pipirindica, el de la valiente pica, y de San Francisco Solano; el cual lego
desempeñaba en Lima, en el convento de los padres seráficos, las funciones de
refitolero en la enfermería u hospital de los devotos frailes. El pueblo lo
llamaba fray Gómez, y fray Gómez lo llaman las crónicas conventuales, y la
tradición lo conoce por fray Gómez. Creo que hasta en el expediente que para su
beatificación y canonización existe en Roma no se le da otro nombre.
Fray Gómez hizo en mi tierra milagros a mantas, sin darse
cuenta de ellos y como quien no quiere la cosa. Era de suyo milagroso, como
aquel que hablaba en prosa sin sospecharlo.
Sucedió que un día iba el lego por el puente, cuando un
caballo desbocado arrojó sobre las losas al jinete. El infeliz quedó patitieso,
con la cabeza hecha una criba y arrojando sangre por boca y narices.
-¡Se descalabró, se descalabró! -gritaba la gente-. ¡Que
vayan a San Lázaro por el santo óleo!
Y todo era bullicio y alharaca.
Fray Gómez acercóse pausadamente al que yacía en la tierra,
púsole sobre la boca el cordón de su hábito, echóle tres bendiciones, y sin más
médico ni más botica el descalabrado se levantó tan fresco, como si golpe no
hubiera recibido.
-¡Milagro, milagro! ¡viva fray Gómez! -exclamaron los
infinitos espectadores.
Y en su entusiásmo intentaron llevar en triunfo al lego.
Este, para substraerse a la popular ovación, echó a correr camino de su
convento y se encerró en su celda.
La crónica franciscana cuenta esto último de manera
distinta. Dice que fray Gómez, para escapar de sus aplaudidores, se elevó en
los aires y voló desde el puente hasta la torre de su convento. Yo ni lo niego
ni lo afirmo. Puede que sí y puede que no. Tratándose de maravillas, no gasto tinta
en defenderlas ni en refutarlas.
Aquel día estaba fray Gómez en vena de hacer milagros, pues
cuando salió de su celda se encaminó a la enfermería, donde encontró a San
Francisco Solano acostado sobre una tarima, víctima de una furiosa jaqueca.
Pulsólo el lego y le dijo:
-Su paternidad está muy débil, y haría bien en tomar algún
alimento.
-Hermano -contestó el santo-, no tengo apetito.
-Haga un esfuerzo, reverendo padre, y pase siquiera un
bocado.
Y tanto insistió el refitolero, que el enfermo, por libarse
de exigencias que picaban ya en majadería, ideó pedirle lo que hasta para el
virrey habría sido imposible conseguir, por no ser la estación propicia para
satisfacer el antojo.
-Pues mire, hermanito, sólo comería con gusto un par de
pejerreyes.
Fray Gómez metió la mano derecha dentro de la manga
izquierda, y sacó un par de pejerreyes tan fresquitos que parecían acabados de
salir del mar.
-Aquí los tiene su paternidad, y que en salud se le
conviertan. Voy a guisarlos.
Y ello es que con los benditos pejerreyes quedó San
Francisco curado como por ensalmo.
Me parece que estos dos milagritos de que incidentalmente me
he ocupado no son paja picada. Dejo en mi tintero otros muchos de nuestro lego,
porque no me he propuesto relatar su vida y milagros.
Sin embargo, apuntaré, para satisfacer curiosidades
exigentes, que sobre la puerta de la primera celda del pequeño claustro, que
hasta hoy sirve de enfermería, hay un lienzo pintado al óleo representando
estos dos milagros, con la siguiente inscripción:
"El Venerable Fray Gómez.- Nació en Extremadura en
1560. Vistió el hábito en Chuquisaca en 1580. Vino a Lima en 1587.- Enfermero
fue cuarenta años, Ejercitando todas las virtudes, dotado de favores y dones
celestiales. Fue su vida un continuado milagro. Falleció en 2 de mayo de 1631,
con fama de santidad. En el año siguiente se colocó el cadáver en la capilla de
Aranzazú, y en 13 de octubre de 1810 se pasó debajo del altar mayor, a la
bóveda donde son sepultados los padres del convento. Presenció la traslación de
los restos el Señor doctor don Bartolomé María de las Heras. Se restauró este
venerable retrato en 30 noviembre de 1882, por M. Zamudio".
II
Estaba una mañana fray Gómez en su celda entregado a la
meditación, cuando dieron a la puerta unos discretos golpecitos, y una voz de
quejumbroso timbre dijo:
-Deo gratias... ¡alabado sea el Señor!
-Por siempre jamás, amén. Entre, hermanito -contestó fray
Gómez.
Y penetró en la humildísima celda un individuo algo
desarrapado, vera efigie del hombre a quien acongojan pobrezas, pero en cuyo
rostro se dejaba adivinar la proverbial honradez del castellano viejo.
Todo el mobiliario de la celda se compañía de cuatro
sillones de vaqueta, una mesa mugrienta, y una tarima sin colchón, sábanas ni
abrigo, y con una piedra por cabezal o almohada.
-Tome asiento, hermano, y dígame sin rodeos lo que por acá
le trae -dijo fray Gómez.
-Es el caso, padre, que yo soy hombre de bien a carta
cabal...
-Se le conoce y que persevere deseo, que así merecerá en
esta vida terrena la paz de la conciencia, y en la otra la bienaventuranza.
-Y es el caso que soy buhonero, que vivo cargado de familia
y que mi comercio no cunde por falta de medios, que no por holgazanería y
escasez de industria en mí.
-Me alegro, hermano, que a quien honradamente trabaja Dios
le acude.
-Pero es el caso, padre, que hasta ahora Dios se me hace el
sordo, y en acorrerme tarda...
-No desespere, hermano, no desespere.
-Pues es el caso que a muchas puertas he llegado en demanda
de habilitación por quinientos duros, y todas las he encontrado con cerrojo y
cerrojillo. Y es el caso que anoche, en mis cavilaciones, yo mismo me dije a mí
mismo:
-¡Ea!, Jerónimo, buen ánimo y vete a pedirle el dinero a
fray Gómez, que si él lo quiere, mendicante y pobre como es, medio encontrará
para sacarte del apuro. Y es el caso que aquí estoy porque he venido, y a su
paternidad le pido y ruego que me preste esa puchurela por seis meses, seguro
que no será por mí quien se diga:
En el mundo
hay devotos
de ciertos
santos;
la gratitud
les dura
lo que el
milagro;
que un
beneficio
da siempre
vida a ingratos
desconocidos.
-¿Cómo ha podido imaginarse, hijo, que en esta triste celda
encontraría ese caudal?
-Es el caso, padre, que no acertaría a responderle; pero
tengo fe en que no me dejará ir desconsolado.
-La fe lo salvará, hermano. Espere un momento.
Y paseando los ojos por las desnudas y blanqueadas paredes
de la celda, vio un alacrán que caminaba tranquilamente sobre el marco de la
ventana. Fray Gómez arrancó una página de un libro viejo, dirigióse a la
ventana, cogió con delicadeza a la sabandija, la envolvió en el papel, y
tornándose hacia el castellano viejo le dijo:
-Tome, buen hombre, y empeñe esta alhajita; no olvide, sí
devolvérmela dentro de seis meses.
El buhonero se deshizo en frases de agradecimiento, se
despidió de fray Gómez y más que de prisa se encaminó a la tienda de un
usurero.
La joya era espléndida, verdadera alhaja de reina morisca,
por decir lo menos. Era un prendedor figurando un alacrán. El cuerpo lo formaba
una magnífica esmeralda engarzada sobre oro, y la cabeza un grueso brillante
con dos rubíes por ojos.
El usurero, que era hombre conocedor, vio la alhaja con
codicia, y ofreció al necesitado adelantarle dos mil duros por ella; pero
nuestro español se empeñó en no aceptar otro préstamo que el de quinientos
duros por seis meses, y con un interés judaico, se entiende. Extendiéronse y
firmáronse los documentos o papeletas de estilo, acariciando el agiotista la
esperanza de que a la postre el dueño de la prenda acudiría por más dinero, que
con el recargo de intereses lo convertiría en propietario de joya tan valiosa
por su mérito intrínseco y artístico.
Y con este capitalito fuele tan prósperamente en su
comercio, que a la terminación del plazo pudo desempeñar la prenda, y, envuelta
en el mismo papel en que la recibiera, se la devolvió a fray Gómez.
Éste tomó el alacrán, lo puso sobre el alféizar de la
ventana, le echó una bendición y dijo:
-Animalito de Dios, sigue tu camino.
Y el alacrán echó a andar libremente por las paredes de la
celda.
Y vieja,
pelleja,
aquí dio fin
la conseja.
Ricardo Palma (1833 – 1919)
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