La promesa es un cuento de terror japones del escritor greco-irladés Lafcadio Hearn (1985 - 1904).
La promesa, Lafcadio Hearn (1985 - 1904)
I
-No temo la muerte -dijo la moribunda esposa-; sólo tengo una preocupación en este momento. Quisiera saber quién ocupará mi lugar en esta casa.
-Querida mía -repuso el afligido esposo-, nadie ocupará jamás tu lugar en mi casa. Nunca, nunca volveré a casarme.
Al decir esto, hablaba con el corazón; porque amaba a la mujer que estaba a punto de perder.
-¿Lo juras por la fe del samurai? -preguntó ella con apagada sonrisa.
-Por la fe, del samurai -contestó él, acariciando su rostro consumido y pálido.
-Entonces,
amado mío -dijo ella-, me sepultarás en el jardín, ¿verdad?, cerca de
aquellos ciruelos que plantamos en un extremo. Hacía mucho que quería
pedirte esto; pero pensé que, si volvías a desposarte, no te gustaría
tener mi tumba tan cerca. Ahora que prometiste que ninguna mujer ocupará
mi lugar; no es necesario, pues, que titubee en formular mi ruego…
¡Tengo tantos deseos de ser sepultada en el jardín!
Imagino que allí aun oiré a veces tu voz, y que podré ver las flores en la primavera.
-Se hará como deseas -contestó él-, pero no hables ahora de eso; no es tan grave tu mal que hayamos perdido toda esperanza.
-Yo la he perdido -replicó ella-; moriré esta mañana…
Pero, ¿me sepultarás en el jardín?
-Sí -dijo él-, a la sombra de los ciruelos que plantamos -; y tendrás un hermoso sepulcro.
-¿Me darás una campanilla?
-Sí; quiero que en el ataúd pongas una campanilla como esas que llevan los peregrinos budistas.
¿Lo harás?
-Tendrás la campanilla… y cuanto desees. -
Nada
más deseo… Amado mío, siempre has sido muy bueno conmigo. Ahora puedo
morir feliz. Cerró los ojos y expiró con esa facilidad con que se duerme
un niño cansado. Aun muerta, parecía hermosa, y había una sonrisa en su
semblante. La enterraron en el jardín, a la vera de los árboles que
amaba; y junto con ella enterraron una campanilla. Sobre la sepultura se
erigió un hermoso monumento, ornado con el escudo de la familia y
ostentando el siguiente Kaymio: Gran Hermana Mayor, Sombra Luminosa de la Cámara de la Flor del Ciruelo, moras en la Casa del Gran Mar de la Compasión.
Pero,
antes que transcurriera un año de la muerte de su esposa, los parientes
y amigos del samurái comenzaron a instarlo a que contrajese nuevo
matrimonio.
-Aún
eres joven -le decían-; eres hijo único y no tienes descendencia. Un
samurai tiene el deber de tomar esposa. Si mueres sin hijos, ¿quién hará
las ofrendas, quién recordará a los antepasados? Con muchos argumentos
de esta índole persuadiéronle por fin a casarse nuevamente. La esposa
sólo tenía diecisiete años; y el samurai la amó tiernamente, a pesar del
mudo reproche de la tumba del jardín.
II
En
los seis días siguientes a la boda, nada turbó la felicidad de la joven
esposa. Al séptimo, el Samurái recibió orden de cumplir ciertos deberes
que requerían su presencia, de noche en el castillo. La primera noche
en que se vio obligado a dejar sola a su esposa, ella se sintió
intranquila, sin poder explicarlo; vagamente atemorizada, sin saber por
qué.
Se
acostó pero no pudo dormir. Había una extraña opresión en el ambiente,
una pesadez indefinible, como la que suele preceder al estallido de una
tormenta.
A
la Hora del Buey oyó, en el silencio nocturno, una campanilla…una
campanilla de peregrino budista; y se preguntó quién sería el peregrino
que atravesaba las posesiones del samurai a semejante hora. Después de
una pausa, la campanilla se oyó mucho más próxima. Evidentemente, el
peregrino se acercaba a la casa; pero ¿por qué se aproximaba por el
fondo, donde no había camino alguno…? De pronto los perros comenzaron a
gemir y aullar de un modo extraño y horrible; y un temor como el que se
experimenta en ciertas pesadillas asaltó a la joven…Era indudable que la
campanilla sonaba en el jardín …Trató de levantarse para llamar a un
sirviente, pero advirtió que no podía incorporarse, no podía moverse, no
podía llamar… Y el son de la campanilla se oía cada vez más cerca, cada
vez más cerca… ¡ y cómo ladraban los perros!… De pronto, con la
ligereza con que se desliza una sombra, entró-en el aposento una mujer
-aunque todas las puertas estaban cerradas, y todas las cortinas
inmóviles-, una mujer envuelta en un sudario, que traía una campanilla
de peregrino. No tenía ojos… porque hacía mucho que había muerto; y sus
cabellos sueltos caían en una cascada sobre su rostro; y miraba sin ojos
a través de la maraña de sus cabellos, y hablaba sin lengua: -¡En esta
casa no, en esta casa no te quedarás!
Aquí aún soy yo el ama. ¡Te irás! Y a nadie le dirás el motivo de tu partida. Si se lo dices a Él te haré pedazos.
Así diciendo, la estantigua desapareció,. La esposa se desmayó de terror, y hasta el alba no recobró el sentido.
A
la alegre luz del día, dudó de la realidad de lo que había visto y
oído. Y aunque el recuerdo de la advertencia pesaba tanto en su corazón
que no se atrevió a hablar a su esposo ni a persona alguna de la visión
que había tenido, estuvo a punto de convencerse de que había sido
víctima de una pesadilla que la había enfermado.
La
noche siguiente, sin embargo, sus dudas se disiparon. Una vez más, a la
Hora del Buey, los perros comenzaron a aullar y gemir; una vez más se
oyó el son de la campanilla que se aproximaba lentamente por el jardín;
una vez más la joven intento en vano levantarse y llamar; una vez más
entró la muerta. en el aposento, y dijo con voz sibilante: ¡Te irás! ¡Y a
nadie le dirás por qué debes irte! ¡Si se lo dices a Él, aun en un
susurro, te haré pedazos!
Esta vez la aparición se acercó al lecho, y se
inclinó sobre la muchacha, murmurando y haciendo muecas…
A la mañana siguiente, cuando el samurai regresó del castillo, su joven consorte se postró ante él, implorante:
-Te
suplico -dijo- que perdones mi ingratitud y mi gran descortesía al
hablarte de este modo: pero quiero irme a casa; quiero irme
inmediatamente.
-¿No
eres feliz aquí? -preguntó él, sinceramente sorprendido-. ¿Alguien se
ha atrevido a ser poco amable contigo durante mi ausencia?
-No se trata de eso -repuso ella sollozando.
Todos han sido muy buenos conmigo… Pero no puedo seguir siendo tu mujer… Debo irme.
-Querida
mía -exclamó él, muy asombrado-, es sumamente doloroso saber que has
hallado en esta casa motivo de infelicidad. Pero no puedo siquiera
imaginarme por qué quieres irte… a menos que alguien haya sido muy
descortés contigo… Seguramente no quieres decir que deseas el divorcio,
¿verdad?
Ella
respondió, temblorosa y llorando: -¡Si no me concedes el divorcio,
moriré! Él permaneció un instante silencioso, tratando en vano de
adivinar el motivo de aquella asombrosa declaración. Por fin, sin
revelar emoción alguna, contestó:
-Devolverte
a tu hogar, sin que hayas cometido falta alguna, sería un acto
vergonzoso. Si me revelas el motivo de tu deseo-cualquier motivo que me
permita explicar las cosas honorablemente, te otorgaré el divorcio.
Pero
si no me das un motivo, un motivo razonable, no te lo otorgaré, porque
el honor de nuestra casa debe mantenerse invulnerable a cualquier
reproche.
Entonces
ella se sintió obligada a hablar, y le contó todo, añadiendo en el
colmo del terror: -Ahora que te lo he dicho todo, ¡ella me matará! ¡Me
matará!
Aunque
hombre valiente y poco propenso a creer en fantasmas, el samurai se
sintió, en el primer instante, considerablemente alarmado. Pero pronto
acudió a su espíritu una explicación sencilla y natural del caso.
-Querida mía -dijo-, estás muy nerviosa, y temo que alguien haya estado contándote historias tontas.
No
puedo concederte el divorcio por el solo hecho de que hayas tenido un
mal sueño en esta casa. Pero lamento mucho, en verdad, que hayas sufrido
tanto durante mi ausencia. Esta noche también deberé ir al castillo;
pero no te dejaré sola. Ordenaré a dos de mis soldados monten guardia en
tu aposento, y así podrás dormir en paz. Son buenos hombres, y sabrán
cuidarte.
Y
le habló tan consideradamente y con tanto afecto, que ella casi se
avergonzó de sus terrores, y resolvió permanecer en la casa.
III
Los
dos soldados encargados de cuidar a la joven esposa eran hombres
robustos, valientes y simples, experimentados guardianes de mujeres y
niños.
Contaron
a la joven agradables historias para mantenerla alegre. Habló con ellos
largo rato, festejando sus chanzas exentas de malicia, y casi olvidó
sus temores.
Cuando
por fin se recogió para dormir, ellos se apostaron en un rincón del
aposento, detrás de un biombo, y comenzaron a jugar una partida de go,
hablando sólo en murmullos, para no despertar a la joven, que dormía
como una criatura.
Pero una vez más, a la Hora del Buey, despertó con un gemido de terror. .. ¡Había oído la campanilla!…
Ya
estaba próxima, y se acercaba cada vez más- Se incorporó; lanzó un
grito, pero en el cuarto no se oyó nada … sólo un silencio de muerte, un
silencio que crecía, un silencio que se espesaba. Se precipitó hacia
los soldados: estaban sentados ante su tablero; inmóviles, mirándose con
los ojos fijos. Les gritó, los sacudió: estaban como helados…
Después dijeron que habían oído la campanilla.
y
el grito de la joven, y que aun la habían sentido cuando los sacudió
para tratar de despertarlos, y que, sin embargo, no habían podido
moverse ni hablar. A partir de ese momento dejaron de oír y de ver: un
sueño negro se había apoderado de ellos.
Al
alba, al entrar en la cámara nupcial, el samurai vio a la mortecina luz
de una lámpara el cadáver decapitado de su joven esposa, que yacía en
un charco de sangre. Los dos guerreros dormían aún, acuclillados ante la
partida inconclusa. Al oír el grito de su amo, se incorporaron de golpe
y se quedaron mirando estúpidamente aquel horror que yacía a sus pies.
La cabeza no aparecía; y la espantosa herida mostraba que no había sido cortada de un tajo, sino arrancada. Un
reguero de sangre iba desde la cámara hasta un ángulo de la galería
exterior, donde las guardapuertas parecían haber sido rasgadas. Los tres
hombres siguieron el rastro, se internaron en el jardín, atravesaron
cuadros de césped .y espacios enarenados, contornearon un estanque
bordeado de lirios, pasaron bajo densos ramajes de cedros y bambúes. Y
de pronto, en un recodo, se hallaron cara a cara con una cosa de
pesadilla, que chirriaba como un murciélago: la figura de una mujer
sepultada mucho tiempo atrás, erguida ante su tumba; en una mano una
campanilla, en la otra la cabeza ensangrentada. Por un instante
permanecieron los tres aturdidos. Después, uno de los soldados
desenvainó la espada, pronunciando una invocación budista, y asestó un
golpe a la aparición, que se desplomó instantáneamente, en desarticulado
montón de trozos de sudario, cabellos y huesos, al tiempo que de esa
ruina se desprendía la campanilla, rodando y tintineando. Pero la
descarnada mano izquierda, aun después de cercenada la muñeca, seguía
retorciéndose, y sus dedos aferraban aún la cabeza sangrante,
desgarrando y lacerando, como las pinzas de un cangrejo amarillo
tenazmente clavada en una fruta caída…
-Ésa
es una historia perversa -dije al amigo que me la había contado-. La
venganza de la muerta, en caso de cumplirse, debió recaer sobre el
hombre.
-Eso creen los hombres -repuso él-. Pero no es lo que siente una mujer.
Y tenía razón.
Juego semejante al de damas pero mucho más complicado.
Lafcadio Hearn (1985 - 1904)
0 comentarios:
Publicar un comentario