Sobre la vida de Edgar Allan Poe: sus orígenes es un fragmento de la Introducción a la literatura de Edgar Allan Poe escrita por el poeta maldito francés Charles Baudelaire -autor de la antología Las flores del mal (Les fleurs du mal) y poemas como El vampiro, Letanias de Satàn y La metamorfosis del vampiro-.
Este escrito nos adentra en la vida y las obras de el gran maestro del relato corto y el creador del cuento psicológico de terror Edgar Allan Poe.
Sobre la vida de Edgar Allan Poe: sus orígenes.
La familia de Poe era
una de las más respetables de Baltimore. Su abuelo materno había
servido como cuartel general en la guerra de la Independencia, y La
Fayette le dispensaba una gran estimación y amistad. Este, a raíz de su
último viaje a los Estados Unidos, quiso ver a la viuda del general y
testimoniarle su gratitud por los servicios que le había hecho su
marido. El bisabuelo se había casado con una hija del almirante inglés
MacBride, que estaba emparentado con las más nobles casas de Inglaterra.
David Poe, padre de Edgar e
hijo del general, se enamoró perdidamente de una actriz inglesa, Isabel
Arnold, célebre por su belleza; se fugó y se casó con ella. Para unir
más íntimamente su destino al de ella, se hizo actor y apareció con su
mujer en diferentes teatros, en las principales ciudades de la Unión.
Los esposos murieron en Richmond, casi al mismo tiempo, dejando en el
abandono y en la penuria más completos a tres criaturas, una de las
cuales era Edgar.
Edgar Allan Poe
había nacido en Baltimore, en 1813. Doy esta fecha de acuerdo con su
propia afirmación, pues él se elevó contra la aseveración de Griswold,
que sitúa su nacimiento en 1811. Si alguna vez el espíritu novelesco, para servirme de una frase de nuestro poeta, ha presidido un nacimiento -¡espíritu siniestro y tempestuoso!-, ciertamente, presidió el suyo. Poe
fue, en verdad, hijo de la pasión y de la aventura. Un rico negociante
de la ciudad, mister Allan, se entusiasmó con aquel lindo e
infortunado a quien la Naturaleza había dotado de un aspecto
encantador, y como no tenía hijos, le adoptó. El niño se llamó, pues,
de allí en adelante Edgar Allan Poe.
Fue así criado en una grata holgura y con
la esperanza legítima de una de esas fortunas que dan al carácter una
soberbia certeza. Sus padres adoptivos se lo llevaron en un viaje que
hicieron a Inglaterra, Escocia e Irlanda, y antes de regresar a su país
le dejaron en casa del doctor Bransby, que dirigía un importante
centro de enseñanza en Stoke-Newington, cerca de Londres. Poe
ha descrito en William Wilson aquella extraña casa, construida en el
viejo estilo isabelino, y también sus impresiones de colegial. Volvió a
Richmond en 1822 y prosiguió sus estudios en América bajo la dirección
de los mejores profesores del lugar. En la Universidad de
Charlottesville, donde ingresó en 1825, se distinguió no sólo por una
inteligencia casi milagrosa, sino también por una profusión casi
siniestra de pasiones -una precocidad realmente americana- que fue, por
último, la causa de su expulsión. Conviene señalar de paso que Poe
había demostrado ya, en Charlottesville, una aptitud de las más
notables para las ciencias físicas y matemáticas. Más tarde la empleará
con frecuencia en sus extraños cuentos,
y obtendrá de ella medios absolutamente inesperados. Pero tengo
razones para creer que no es a ese orden de composiciones a las que él
daba más importancia, y que -quizá precisamente a causa de esa aptitud
precoz- las consideraba como fáciles juegos de manos, comparándolas
con las obras de pura fantasía.
Unas desdichadas deudas de juego originaron
una desavenencia pasajera entre él y su padre adoptivo, y Edgar -hecho
de los más curiosos y que prueba, pese a lo que se ha dicho, una dosis
de caballerosidad muy grande en su impresionable cerebro- concibió el
proyecto de tomar parte en las guerras de los helenos y de ir a luchar
contra los turcos. Partió, pues, hacia Grecia. ¿Qué fue de él en
Oriente? ¿Qué hizo allí? ¿Estudió las costas clásicas del Mediterráneo?
¿Por qué le encontramos nuevamente en San Petersburgo, sin pasaporte,
comprometido, y en qué clase de asunto, obligado a recurrir al ministro
americano, Henry Middleton, para librarse de la sanción rusa y volver a
su casa? Se ignora; existe ahí una laguna que él sólo hubiese podido
llenar. La vida de Edgar Allan Poe,
su juventud, sus aventuras en Rusia y su correspondencia han sido
anunciadas largo tiempo por los periódicos americanos, pero no han
aparecido nunca. De regreso en América, en 1829, expresó el deseo de
ingresar en la escuela militar de West-Point; fue admitido, en efecto, y
allí, como en otras partes, dio pruebas de una inteligencia
admirablemente dotada, pero indisciplinable, siendo, al cabo de unos
meses, expulsado. Al mismo tiempo ocurría en su familia adoptiva un
suceso que debía tener las más graves consecuencias sobre su vida
entera. La señora Allan, por quien parece él haber sentido un afecto
verdaderamente filial, falleció, y el señor Allan se casó con una mujer
muy joven. Y en esta época tuvo lugar una desavenencia doméstica, una historia rara y tenebrosa
que no puedo contar, porque no ha sido claramente explicada por ningún
biógrafo. No es, por tanto, extraño que él se haya separado
definitivamente del señor Allan, y que éste, que tuvo hijos de su
segundo matrimonio, le haya excluido por completo de su testamento.
Poco tiempo después de haber abandonado Richmond, Poe publicó un pequeño tomo de poesías; fue realmente una aurora brillante. Para quien sabe sentir la poesía inglesa,
hay ya en él un acento extraterreno, la serenidad en la melancolía, la
deliciosa solemnidad, la experiencia precoz -iba a decir, creo, la
experiencia innata- que caracterizan a los grandes poetas.
La miseria le hizo ser soldado una temporada, y es de suponer que
empleó los pesados ocios de la vida de guarnición en preparar los
materiales de sus futuras composiciones, composiciones extrañas que
parecen haber sido creadas para demostrarnos que la singularidad es una
de las partes integrantes de lo Bello. Al volver a la vida literaria,
el único elemento en que pueden respirar ciertos seres déclassés, Poe
fenecía en una extrema miseria, cuando un azar feliz le hizo mejorar.
El propietario de una revista acababa de fundar dos premios: uno, para
el mejor cuento; otro, para el mejor poema.
Una letra singularmente bella atrajo la
mirada de Mr. Kennedy, que presidía el jurado, y le dio deseos de
examinar por sí mismo los manuscritos. Y sucedió que Poe
había ganado los dos premios, aunque sólo uno le fue entregado. El
presidente del jurado sintió la curiosidad de ver al desconocido. El
director del diario le llevó a un joven de una belleza chocante,
andrajoso, abrochado hasta la barbilla, y que tenía el aspecto de un
caballero tan orgulloso como hambriento. Kennedy se portó bien. Presentó
a Poe a un señor, Thomas
White, que fundaba en Richmond el Southern Literary Messenger. El señor
White era un hombre audaz, pero sin ningún talento literario; necesitaba un ayudante. Poe
se encontró así, muy joven -a los veintidós años-, director de una
revista cuyo destino descansaba por entero en él. El creó esa
prosperidad.
El Southern Literary Messenger reconoció
desde entonces que era a aquel excéntrico maldito, a aquel borracho
incorregible, a quien debía su público y su fructuosa notoriedad. En ese
magazine es donde aparecieron por primera vez la Aventura sin par de
un tal Hans Pfaall y otros varios cuentos que los lectores verán ahora desfilar ante sus ojos. Durante cerca de dos años, Edgar Allan Poe,
con un maravilloso ardor, asombró a su público con una serie de
composiciones de un nuevo género y con artículos críticos cuya viveza,
claridad y severidad razonadas estaban hechas realmente para atraer las
miradas. Aquellos artículos se ocupaban de libros de todo género, y la
sólida cultura que el joven había adquirido le sirvió de mucho.
Conviene saber que aquella tarea considerable la realizaba él por
quinientos dólares; es decir, por dos mil setecientos francos al año.
Inmediatamente -dice Griswold, lo cual quiere decir; ¡Se creía, pues,
rico el muy imbécil!- se casó con una muchacha bella, encantadora, de un
carácter amable y heroico, pero que no tenía un céntimo -añade el
propio Griswold en un tono de desdén-. Era la señorita Virginia Clemm,
una prima suya.
Pese a los servicios hechos a su diario, el señor White riñó con Poe
al cabo de dos años, aproximadamente. El motivo de esa ruptura estuvo,
sin duda, en los ataques de hipocondría y en las crisis alcohólicas
del poeta, accidentes
característicos que ensombrecían su cielo espiritual, como esas nubes
lúgubres que dan de pronto al paisaje más romántico un aire de
melancolía en apariencia irreparable. A partir de entonces, veremos
trasladar su tienda al desventurado, como un hombre del desierto, y
transportar su ligero petate a las principales ciudades de la Unión.
Dirigió en todas partes revistas o colaboró en ellas de una manera
brillante. Difundió con deslumbradora rapidez artículos críticos,
filosóficos y cuentos henchidos de magia, que aparecieron reunidos bajo
el título de Tales of the Grotesque and the Arabesque,
título notable e intencionado, pues los adornos grotescos y arabescos
rechazan la figura humana, y ya se verá que por muchos conceptos la literatura de Poe es extra o sobrehumana.
Sabremos, por notas ofensivas y escandalosas insertadas en los periódicos, que Mr. Poe
y su mujer se encuentran enfermos de peligro en Fordham y en una
absoluta miseria. Poco tiempo después de la muerte de la señora Poe, el poeta
sufrió los primeros ataques de delirium tremens. Una nueva nota
apareció de repente en un diario -ésta más que cruel-, en la que se
acusa su desprecio y su asco del mundo, creándole uno de esos procesos
tendenciosos, verdaderas requisitorias de la opinión, contra los cuales
tuvo él siempre que defenderse, una de las luchas más estérilmente
fatigosas que conozco.
Sin duda, ganaba dinero, y sus trabajos
literarios le permitían casi vivir. Pero poseo pruebas de que tenía que
vencer repugnantes dificultades. Soñó, como tantos otros escritores,
con una revista suya, quiso estar en su casa, y el hecho es que había
sufrido lo bastante para desear con ardor aquel cobijo definitivo de su
pensamiento. A fin de alcanzar ese resultado y conseguir una suma de
dinero suficiente, tuvo que recurrir a las lectures.
Ya se sabe lo que son esas lectures, una especie de especulación, el
Colegio de Francia puesto a disposición de todos los literatos, pues el
autor no publica su lecture sino después de haber sacado de ella todos
los ingresos que puede producir. Poe había dado ya en Nueva York una lecture de Eureka, su poema cosmogónico,
que había promovido incluso grandes discusiones. Pensó aquella vez dar
lectures en su tierra natal, Virginia. Contaba, como escribió a
Willis, con hacer una gira por el Oeste y el Sur y confiaba en el
concurso de sus amigos literarios y de sus antiguas amistades de
colegio y de West-Point. Visitó, pues, las principales ciudades de
Virginia y Richmond contempló de nuevo a aquel a quien había conocido
allí tan joven, tan pobre, tan derrotado. Todos los que no habían visto
a Poe desde el tiempo de su
oscuridad acudieron en masa para examinar a su ilustre compatriota. Y
él apareció apuesto, elegante, correcto, como el genio. Hasta creo que
desde hacía algún tiempo había él llevado su condescendencia al
extremo de hacer que le admitiesen en una sociedad de templanza.
Escogió un tema tan amplio como elevado: El principio de la poesía, y lo desarrolló con esa lucidez que es uno de sus privilegios. Creía, como verdadero poeta que era, que la finalidad de la poesía es de la misma naturaleza que su principio, y que no debe fijarse en otra cosa más que en sí misma.
La buena acogida que le dispensaron inundó
su pobre corazón de orgullo y de gozo; se mostraba de tal modo
encantado, que hablaba de establecerse definitivamente en Richmond y de
acabar su vida en los lugares que su infancia le había hecho dilectos.
Sin embargo, tenía asuntos en Nueva York, y partió el 4 de octubre,
quejándose de escalofríos y de debilidad. Como siguiera sintiéndose
bastante mal, al llegar a Baltimore, el 6, por la noche, hizo llevar su
equipaje al embarcadero, desde donde debía dirigirse a Filadelfia, y
entró en una taberna para tomar un excitante cualquiera. Allí, por
desgracia, se encontró con antiguos amigos y se detuvo más de la
cuenta. A la mañana siguiente, en las pálidas tinieblas del alba, fue
encontrado un cadáver en la vía pública. ¿Debe decirse así? No, un
cuerpo vivo aún, pero que la muerte había marcado ya con su real sello.
Sobre aquel cuerpo, cuyo nombre se ignoraba, no se hallaron ni papeles
ni dinero, y lo transportaron a un hospital. Allí murió Poe, la noche misma del domingo 7 de octubre de 1849, a la edad de treinta y siete años, vencido por el delirium tremens,
ese terrible visitante que había ya atacado su cerebro una o dos
veces. Así desapareció de este mundo uno de los más grandes héroes
literarios, el hombre que había escrito en El gato negro estas palabras fatídicas: ¿Qué enfermedad es comparable al alcohol?
Esa muerte es casi un suicidio, un suicidio
preparado desde hacía largo tiempo. Cuando menos, provocó el
escándalo. Fue grande el clamor, y la virtud dio salida a su canto
enfático, libre y voluntariosamente. Las oraciones fúnebres más
indulgentes tuvieron que dejar sitio a la inevitable moral burguesa,
que se cuidó de no perder una ocasión tan admirable. Mr. Griswold
difamó; Mr. Willis, sinceramente afligido, se comportó más que
decorosamente. ¡Ay! El que había franqueado las alturas más arduas de
la estética, sumiéndose en los abismos menos explorados del intelecto
humano; el que, a través de una vida que se asemeja a una tempestad sin
calma, había encontrado medios nuevos, procedimientos desconocidos
para asombrar la imaginación, para seducir los espíritus sedientos de
Belleza, acababa de morir en unas horas en un lecho del hospital. ¡Qué
destino! ¡Y tanta grandeza y tanto infortunio para levantar un
torbellino de fraseología burguesa, para convertirse en pasto y tema de
los periodistas virtuosos! ¡Ut declamatio fiars!
Estos espectáculos no son nuevos; es raro
que un sepulcro reciente e ilustre no sea un lugar de cita de
escándalo. Por otra parte, la sociedad no ama a esos rabiosos
desventurados, y ya sea porque perturbaban sus fiestas o ya sea porque
los considere de buena fe como remordimientos, tiene ella, a no dudar,
razón. ¿Quién no recuerda las declamaciones parisienses a raíz de la
muerte de Balzac, que murió, empero, de manera correcta? Y en fecha más
reciente aún -hace hoy, 26 de enero, un año justo-, cuando un escritor
de una honradez admirable, de una elevada inteligencia, y siempre
lúcido, fue discretamente, sin molestar a nadie -tan discretamente, que
su discreción parecía desprecio-, a exhalar su alma en la calle más
negra que pudo encontrar, ¡qué asqueantes homilías, qué asesinato
refinado! Un periodista célebre, a quien Jesús no enseñara nunca
maneras generosas, encontró la aventura lo bastante jovial para
celebrarla con un burdo retruécano. Entre la nutrida enumeración de los
derechos del hombre que la sabiduría del siglo XIX repite tan a menudo
y con tanta complacencia, se han olvidado dos asaz importantes, que
son: el derecho a contradecirse y el derecho a marcharse.
Pero la sociedad mira al que se va como a
un insolente; castigaría de buena gana ciertos despojos fúnebres, como
aquel infeliz soldado atacado de vampirismo
a quien la vista de un cadáver exasperaba hasta el frenesí. Y con
todo, puede decirse que, bajo la presión de determinadas
circunstancias, después de un serio examen de ciertas
incompatibilidades, con firmes creencias en ciertos dogmas y
metempsicosis; puede decirse, sin énfasis y sin juego de palabras, que
el suicidio es a veces el acto más razonable de la vida. Y así se forma
una compañía de fantasmas, ya
numerosa, que nos visita familiarmente, y en la que cada miembro viene a
ensalzarnos su reposo actual y a confiarnos sus persuasiones.
Confesemos, no obstante, que el lúgubre fin del autor de Eureka suscitó
algunas consoladoras excepciones, sin lo cual sería cosa de
desesperarse y el mundo resultaría insufrible. Mr. Willis, como ya he
dicho, habló con honradez, y hasta con emoción, de las buenas
relaciones que había mantenido siempre con Poe.
Los señores John Neal y George Graham llamaron al señor Griswold al
orden. El señor Longfellow-y ello es tanto más meritorio cuanto que Poe le había maltratado cruelmente- supo alabar de una manera digna de un poeta su elevada potencia como poeta y como prosista.
Un desconocido escribió que la América literaria había perdido su
cabeza más poderosa. Pero el corazón partido, el corazón desgarrado, el
corazón traspasado por siete puñales, fue el de la señora Clemm. Edgar
era a la vez su hijo y su hija. ¡Rudo destino -dice Willis, de quien
tomo estos detalles casi textualmente-, rudo destino el que ella velaba y
protegía! Porque Edgar Allan Poe era un hombre embarazoso; aparte de que escribía
con una fastidiosa dificultad y con un estilo demasiado por encima del
nivel intelectual corriente para poderle pagar caro, estaba siempre
atosigado por apuros monetarios, y con frecuencia él y su mujer enferma
carecían de las cosas más precisas en la vida.
Un día, Willis vio entrar en su despacho a
una mujer, vieja, dulce, seria. Era la señora Clemm. Buscaba trabajo
para su querido Edgar. El biógrafo dice que se sintió hondamente
emocionado no sólo por el elogio perfecto, por la exacta apreciación
que hizo ella del talento de su hijo, sino también por todo su aspecto
exterior, por su voz suave y triste, por sus maneras un poco
anticuadas, pero bellas y nobles. Y durante varios años -añade- hemos
visto a esa infatigable servidora del genio, pobre y mal vestida, de
diario en diario para vender unas veces un poema, otras un artículo,
diciendo en ocasiones que estaba enfermo -única aplicación, única
razón, invariable disculpa que ella daba cuando su hijo se hallaba
atacado momentáneamente de una de esas esterilidades que conocen los
escritores nerviosos-, sin permitir nunca que sus labios soltasen una
palabra que pudiera ser interpretada como una duda, como una falta de
confianza en el genio y en la voluntad de su bienamado.
Cuando su hija murió, ella se consagró al
superviviente de la destrozada batalla con un ardor maternal
acrecentado, vivió con él, le cuidó, le vigiló, defendiéndole contra la
vida y contra él mismo. En verdad -termina Willis con una elevada e
imparcial razón-, si la abnegación de la mujer, nacida con un primer
amor y mantenida por la pasión humana, glorifica y consagra su objeto,
¿qué no dice en favor del que le inspiró una abnegación como ésta,
pura, desinteresada y santa como un centinela divino? Los detractores
de Poe hubieran debido, en efecto, darse cuenta de que hay seducciones tan poderosas, que no pueden ser sino virtudes.
Es de imaginar lo terrible que fue la
noticia para la desdichada mujer. Escribió una carta a Willis, de la
cual son estas líneas: He sabido esta mañana la muerte de mi bienamado
Eddie… ¿Puede usted comunicarme algunos detalles, algunas
circunstancias?… ¡Oh, no deje a su pobre amiga en esta amarga
aflicción!… Dígale al señor X que venga a verme; tengo que participarle
un encargo de mi pobre Eddie… No necesito rogarle que anuncie usted su
muerte, y que hable bien de él. Sé que lo hará. Pero recalque usted
bien el hijo afectuoso que era para mí, su pobre madre desolada…
Esta mujer se me aparece grande y más que
noble. Herida por un golpe irreparable, sólo piensa en la reputación
del que lo era todo para ella, y no basta para contestarle con decir
que era un genio; es preciso que sepan que era un hombre recto y
afectuoso. Es evidente que esa madre -antorcha y hogar encendidos por
un rayo del más alto cielo- ha sido dada como ejemplo a nuestras razas,
muy poco preocupadas de la abnegación, del heroísmo y de todo cuanto
es más que el deber. ¿No era justo inscribir a la cabeza de las obras del poeta
el nombre de la que fue el sol moral de su vida? Aromará en su gloria
el nombre de la mujer cuya ternura sabía curar sus llagas, y cuya
imagen volará sin cesar por encima del martirologio de la literatura.
La vida de Poe,
sus costumbres, sus modales, su ser físico, todo lo que constituye el
conjunto de su personalidad, se nos aparece como algo tenebroso y
brillante a la vez. Su persona era singular, seductora, y, como sus obras,
estaba marcada por un indefinible sello de melancolía. Por lo demás,
él se hallaba notablemente dotado en todos los sentidos. De joven había
demostrado una rara aptitud para todos los ejercicios físicos, y aun
siendo pequeño de estatura, con pies y manos femeniles, mostrando todo
su ser ese carácter de delicadeza femenina, era más que robusto y capaz
de maravillosas pruebas de fuerza. En su juventud ganó una apuesta como
nadador que supera la medida ordinaria de lo posible. Diríase que la
Naturaleza da a aquellos de quienes quiere conseguir grandes cosas un
temperamento enérgico, así como da una poderosa vitalidad a los árboles
encargados de simbolizar el duelo y el dolor. Esos hombres, de
apariencia a veces enfermiza, están forjados como atletas, son aptos
para la orgía y para el trabajo, prontos a los excesos y capaces de
asombrosas sobriedades.
Hay algunos puntos relativos a Edgar Allan Poe
sobre los cuales existe un acuerdo unánime, como, por ejemplo, su
elevada distinción natural, su elocuencia y su belleza, de la que, según
dicen, se sentía un tanto vanidoso. Sus maneras, mezcla singular de
altivez y de dulzura exquisita, estaban llenas de firmeza. Su fisonomía,
sus andares, sus gestos, sus movimientos de cabeza, todo le señalaba,
máxime en sus días buenos, como un ser elegido. Toda su persona
respiraba una solemnidad penetrante. Estaba, en realidad, marcado por la
Naturaleza, como esas figuras de viandantes que atraen la mirada del
observador y preocupan su memoria. El propio pedante y agrio Griswold
confiesa que, cuando fue a visitar a Poe
y le encontró pálido y enfermo aún por la muerte y la enfermedad de su
mujer, se sintió conmovido en alto grado no sólo por la perfección de
sus modales, sino también por su fisonomía aristocrática, por la
atmósfera perfumada de su habitación, muy modestamente amueblada.
Griswold ignora que el poeta
posee más que todos los otros hombres ese maravilloso privilegio,
atribuido a la mujer parisiense y a la española, de saber adornarse con
nada, y que Poe, enamorado de lo Bello en todas las cosas, hubiese encontrado el arte de transformar una choza en un palacio de nueva clase.
¿No ha escrito, con el talento más original
y curioso, proyectos de mobiliarios, planos de casas de campo, de
jardines y de reformas de paisajes? Existe una carta encantadora de la
señora Frances Osgood, que fue una de las amigas de Poe,
y que nos da sobre sus costumbres, sobre su persona y sobre su vida
doméstica los más curiosos detalles. Esta dama, que era también un
escritora distinguida, niega valientemente todos los vicios y todas las
faltas achacados al poeta. Con
los hombres -dice a Griswold-, quizá fuese como usted le describe, y
como hombre puede usted tener razón. Pero yo afirmo el hecho de que con
las mujeres era muy distinto, y de que nunca ha habido mujer alguna que
haya conocido a Mr. Poe que no
haya experimentado hacia él un profundo interés. Siempre se me
apareció como un modelo de elegancia, de distinción y de generosidad…
La primera vez que nos vimos fue en Astor House. Willis me había dado
en casa El cuervo, sobre el cual el autor, me dijo, deseaba conocer mi
opinión. La música misteriosa y sobrenatural de ese poema extraño me penetró tan íntimamente, que, cuando supe que Poe
deseaba serme presentado, experimenté un sentimiento singular que se
asemejaba al espanto. Apareció él con su bella y orgullosa cabeza, sus
ojos sombríos que lanzaban una luz elegida, una luz de sentimiento y de
pensamiento; con sus maneras que eran una mezcla intraducible de
altivez y de suavidad. Me saludó, tranquilo, serio, casi frío; pero
bajo aquella frialdad vibraba una simpatía tan marcada, que no pude por
menos de sentirme impresionada a fondo. A partir de aquel momento,
hasta su muerte, fuimos amigos…, y sé que en sus últimas palabras tuve
mi parte de recuerdo, y que él me dio, antes que su razón fuese
derrocada de su trono de soberana, una prueba suprema de su fiel
amistad.
Era, sobre todo en su interior, a la vez sencillo y poético, donde el carácter de Edgar Allan Poe
se mostraba para mí bajo su mejor aspecto. Bromista, afectuoso,
ingenioso; tan pronto dócil como indómito, lo mismo que un niño mimado,
tenía siempre para su joven, dulce y adorada mujer, y para todos los
que acudían, aun en medio de sus más fatigosas labores literarias, una
palabra amable, una sonrisa benévola, atenciones graciosas y corteses.
Se pasaba horas interminables ante su mesa, bajo el retrato de su
Leonora, la amada y la muerta, siempre asiduo, siempre resignado y
fijando con su admirable letra las brillantes fantasías que cruzaban su
asombroso cerebro, sin cesar en alerta. Recuerdo haberle visto una
mañana más alegre y jovial que de costumbre. Virginia, su dulce mujer,
me había rogado que fuese a verlos, y me era imposible resistir sus
ruegos… Le encontré trabajando en la serie de artículos que ha publicado
bajo el título The Literature of New York. Vea usted -me dijo,
desplegando con una risa triunfal varios pequeños rollos de papel
(escribía sobre tiras estrechas, sin duda para adaptar su copia a la
justificación de los diarios)-; voy a mostrarle por la diferencia de
tamaños los diversos grados de estimación que tengo por cada miembro de
su especie literaria. En cada uno de estos papeles, uno de ustedes es
vapuleado y discutido particularmente. ¡Ven aquí, Virginia, y ayúdame! Y
los desplegaron todos, uno por uno. Al final había uno que parecía
interminable. Virginia, riendo, retrocedía hasta un extremo de la
habitación, cogiéndolo por una punta, y su marido hacia otro rincón, con
la otra punta. ¿Y quién es el afortunado -dije- que ha juzgado usted
digno de esa inconmensurable ternura? ¿Ustedes la oyen? ¡Como si su
vanidoso corazoncito no le hubiese ya dicho que es ella!
Cuando me vi obligada a viajar por motivos de salud, sostuve una correspondencia regular con Poe,
obedeciendo en esto a las vivas instancias de su mujer, quien creía
que podía yo tener sobre él una influencia y un ascendiente saludables…
En cuanto al amor y a la confianza que existían entre su mujer y él, y
que eran para mí un espectáculo delicioso, no podría hablar de ellos
con la convicción y el calor suficientes. No menciono algunos pequeños
episodios poéticos a los cuales le impulsó su temperamento novelesco.
Creo que era la única mujer a quien él amó de verdad…
En las novelas cortas de Poe no hay nunca amor. Al menos, Ligeia, Eleonora, no son, hablando con propiedad, historias de amor, ya que la idea principal sobre la que gira la obra
es otra por completo. Acaso él creía que la prosa no es lengua a la
altura de ese singular y casi intraducible sentimiento; porque sus poesías,
en cambio, están fuertemente saturadas de él. La divina pasión aparece
en ellas, magnífica, estrellada, velada siempre por una irremediable
melancolía. En sus artículos habla a veces del amor como de una cosa
cuyo nombre hace temblar la pluma. En The Domain of Arnheim
afirmará que las cuatro condiciones elementales de la felicidad son:
la vida al aire libre, el amor de una mujer, el desapego de toda
ambición y la creación de una nueva Belleza. Lo que corrobora la idea
de la señora Frances Osgood referente al aspecto caballeresco de Poe
por las mujeres es que, pese a su prodigioso talento para lo grotesco y
lo horrible, no haya en toda su obra un solo pasaje que se refiera a
la lujuria, ni siquiera a los goces sensuales.
Sus retratos de mujeres están, por decirlo así, aureolados; brillan en el seno de un vapor sobrenatural
y están pintados con la manera enfática de un adorador. En cuanto a
los pequeños episodios novelescos, ¿puede a uno extrañarle que un ser
tan nervioso, cuya sed por lo Bello era quizá su rasgo principal, haya
cultivado a veces, con un ardor apasionado, la galantería, esa flor
volcánica, almizclada, para quien el cerebro vehemente de los poetas
es un terreno predilecto? De su singular belleza personal, a la que se
refieren varios biógrafos, el espíritu puede, creo yo, hacerse una
idea aproximada recurriendo a todas las nociones vagas,
características, contenidas en la palabra romántica, palabra que sirve
generalmente para representar los géneros de belleza que consisten
sobre todo en la expresión.
Poe
tenía una frente amplia, dominadora, en la que ciertas protuberancias
revelaban las facultades desbordantes que están encargadas de
representar -construcción, comparación, causalidad- y donde
predominaban en un orgullo tranquilo el sentido de la idealidad, el
sentido estético por excelencia. Sin embargo, pese a esos dones, o aun a
causa de esos privilegios exorbitantes, aquella cabeza, vista de
perfil, no presentaba tal vez un aspecto agradable. Como en todas las
cosas excesivas por un sentido, un déficit podía originarse de la
abundancia, una pobreza de la usurpación. Tenía unos ojos grandes,
sombríos y luminosos a la vez, de un color incierto y tenebroso,
tendiendo al violeta; la nariz, noble y sólida; la boca, fina y triste,
aunque levemente sonriente; el cutis, moreno claro; el rostro, de
ordinario, pálido; la fisonomía, un poco distraída e imperceptiblemente
velada por una melancolía habitual. Su conversación era de las más
notables y con un fondo sustancioso. No era eso que se llama un
charlista presuntuoso -cosa horrible-, y, además, su palabra, como su
pluma, tenía horror a lo
convencional; pero una amplia cultura, un rico vocabulario, profundos
estudios, impresiones recogidas en varios países, hacían de su palabra
una enseñanza.
Su elocuencia, esencialmente poética,
llena de método y moviéndose, empero, fuera de todo método conocido,
arsenal de imágenes sacadas de un mundo poco frecuentado por la mayoría
de los espíritus; un arte prodigioso para deducir de una proposición
evidente y en absoluto aceptable nociones secretas y nuevas, para abrir
sorprendentes perspectivas; en una palabra, el don de extasiar, de
hacer pensar, de hacer soñar, de arrancar las almas del fango de la
rutina: tales cosas eran sus deslumbradoras facultades, de las que
muchas personas han conservado recuerdo. Pero sucedía a veces -eso
cuentan, al menos- que el poeta,
complaciéndose en un capricho destructor, arrastraba de nuevo con
brusquedad a sus amigos a la tierra por obra de un cinismo desconsolador
y derrocaba, brutal, su obra, henchida de espiritualidad. Hay, por lo
demás, que señalar una cosa: que era muy poco exigente en la elección
de sus oyentes, y creo que el lector encontrará sin dificultad en la
Historia otras inteligencias grandes y originales para quienes toda
compañía era buena. Ciertos espíritus, solitarios en medio de la
multitud, y que se nutren en el monólogo, prescinden de la delicadeza en
materia de público. Es, en suma, una especie de fraternidad basada en
el desprecio.
De esa embriaguez -celebrada y reprochada
con una insistencia que podría hacer creer que todos los escritores de
los Estados Unidos, excepto Poe,
son ángeles de sobriedad- hay que hablar, no obstante. Existen varias
versiones plausibles, y ninguna excluye las otras. Ante todo, estoy
obligado a hacer observar que Willis y la señora Osgood afirman que una
cantidad muy pequeña de vino o de licor bastaba para perturbar por
completo su organismo. Es, por cierto, fácil de suponer que un hombre
tan verdaderamente solitario, tan profundamente desdichado, y que pudo
considerar con frecuencia todo el sistema social como una paradoja y una
impostura; un hombre que, acosado por un destino inexorable, repetía a
menudo que la sociedad no implica más que un tropel de miserables
(Griswold refiere esto tan escandalizado como un hombre que puede pensar
lo mismo, pero que no lo dirá nunca); es natural, digo, suponer que
ese poeta, muy infantil en los azares de la vida libre, con el cerebro
cercado por un trabajo áspero y continuo, haya buscado algunas veces
una voluptuosidad de olvido en las botellas. Rencores literarios,
vértigos del infinito, dolores hogareños, insultos de la miseria.
Poe
huía de todo ello en la negrura, como de una tumba preparatoria, de la
borrachera. Pero, por buena que parezca semejante explicación, no la
encuentro lo bastante amplia, y desconfío de ella a causa de su
deplorable simplicidad. He sabido que él no bebía como un ansioso, sino
como un bárbaro, con una actividad y una economía de tiempo totalmente
americanas, como si realizase una función homicida, como si tuviese
algo en él que matar, a worm that would not die.
Se cuenta, además, que un día, en el momento de volver a casarse
(habían corrido las amonestaciones, y cuando le felicitaban por aquel
enlace que le aportaba las más elevadas condiciones de felicidad y de
bienestar, habría él dicho: Es posible que hayan corrido las
amonestaciones; pero fíjense bien en esto: ¡no me casaré!), fue con una
borrachera atroz a escandalizar en la vecindad de la que debía ser su
mujer, recurriendo así a su vicio para librarse de un perjurio hacia la
pobre muerta, cuya imagen vivía siempre en él y a quien había cantado a
maravilla en su Annabel Lee. Considero, pues, en un gran número de casos el hecho infinitamente precioso de premeditación como es sabido y comprobado.
Leo, por otra parte, en un largo artículo
de Southern Literary Messenger -esa misma revista cuya fortuna había él
iniciado- que jamás la pureza y la perfección de su estilo, jamás la
claridad de su pensamiento y su ardor en el trabajo fueron alterados
por esa terrible costumbre; que la confección de la mayoría de sus
excelentes trozos precedió o siguió a alguna de sus crisis; que después
de la publicación de Eureka se entregó lamentablemente a su
inclinación, y que en Nueva York, la mañana misma en que aparecía El
cuervo, cuando el nombre del poeta
estaba en todas las bocas, él cruzaba Broadway tambaleándose de un
modo bochornoso. Observen ustedes que las palabras precedido o seguido
implican que la embriaguez podía servir de excitante lo mismo que de
descanso.
Ahora bien: es indudable que -parecidas a
esas impresiones fugaces y chocantes, tanto más chocantes en sus
reapariciones cuanto más fugaces son, que siguen a veces a un síntoma
exterior, especie de advertencia como el sonido de una campana, una nota
musical o un perfume olvidado, las cuales son también seguidas de un
suceso análogo a otro suceso ya conocido y que ocupaba el mismo lugar en
una cadena anteriormente revelada; semejantes a esos singulares sueños
periódicos que se repiten cuando dormimos- existen en la borrachera no
sólo encadenamientos de sueños, sino una serie de razonamientos que
necesitan, para reproducirse, del medio que les ha dado origen. Si el
lector me ha atendido sin repugnancia habrá adivinado ya mi conclusión:
creo que en muchos casos -no en todos, ciertamente- la embriaguez de Poe era un medio mnemotécnico, un método de trabajo, método enérgico y mortal, pero apropiado a su naturaleza apasionada. El poeta
había aprendido a beber, como un escritor escrupuloso se ejercita
llenando cuadernos de notas. No podía resistir el deseo de hallar de
nuevo las visiones maravillosas o aterradoras, las concepciones sutiles
que había encontrado en una tempestad precedente: eran viejas amistades
que le atraían, imperativas, y para reanudar su relación con ellas
tomaba el camino más peligroso, pero el más directo. Una parte de lo que
hoy produce nuestro goce es lo que le mató.
De las obras
de ese singular genio poco tengo que decir; el público mostrará lo que
de ellas piensa. Me sería difícil quizá, pero no imposible, esclarecer
su método, explicar su procedimiento, sobre todo en la parte de sus
obras cuyo principal efecto reside en un análisis bien manejado. Podría
yo introducir al lector en los misterios de su fabricación, extenderme
largamente sobre esa porción de genio americano que le hace regocijarse
de una dificultad vencida, de un enigma explicado, de un tour de force
realizado; que le impulsa a divertirse con una voluptuosidad infantil y
casi perversa en el mundo de las probabilidades y de las conjeturas, y
a crear mentiras a las cuales su arte sutil presta una vida verdadera.
Nadie negará que Poe es un prestidigitador maravilloso, y sé que otorgaba sobre todo su estimación a otra parte de sus obras. Tengo que hacer algunas observaciones más importantes, muy breves, en suma.
No es por sus milagros materiales, que le
han dado, empero, su fama, por lo que él conquistará la admiración de
las gentes que piensan, sino por su amor a lo Bello, por su
conocimiento de las condiciones armónicas de la belleza, por su poesía
profunda y gimiente, siquiera trabajada, transparente y correcta como
una joya de cristal; por su admirable estilo, puro y singular -apretado
como las mallas de una cota-, complaciente y minucioso -y cuya más
ligera intención sirve para llevar suavemente al lector hacia un fin
deseado-, y, en fin, sobre todo, por ese genio especialísimo, por ese
temperamento único que le ha permitido pintar y explicar de una manera
impecable, sorprendente, terrible, la excepción en el orden moral.
Diderot, para escoger un ejemplo entre cientos, es un autor sanguíneo. Poe es el escritor de los nervios, e incluso de algo más, y el mejor que yo conozco.
En él, toda entrada en materia es atrayente
sin violencia, como un torbellino. Su solemnidad sorprende y mantiene
el espíritu alerta. Percibe uno en seguida que se trata de algo serio. Y
lentamente, poco a poco, se desenvuelve una historia cuyo interés todo
se basa sobre una imperceptible desviación del intelecto, sobre una
hipótesis audaz, sobre una dosificación imprudente de la Naturaleza en
la amalgama de las facultades. El lector, apresado por el vértigo, se
ve obligado a seguir al autor en sus atractivas deducciones.
Ningún hombre, lo repito, ha contado con
mayor magia las excepciones de la vida humana y de la Naturaleza, los
ardores de curiosidad de la convalecencia, los finales de estación
cargados de esplendores enervantes, los tiempos cálidos, húmedos y
brumosos, en que el viento del Sur ablanda y afloja los nervios como
las cuerdas de un instrumento, en que los ojos se llenan de lágrimas
que no provienen del corazón; la alucinación dejando lo primero sitio a
la duda, y muy pronto convencida y razonadora como un libro; lo
absurdo instalándose en la inteligencia y rigiéndola como una lógica
espantosa, la histeria usurpando el sitio de la voluntad, la
contradicción asentada entre los nervios y el espíritu, y el hombre
desacorde hasta el punto de expresar el dolor con la risa. Él analiza lo
que hay de más fugaz, sopesa lo imponderable y describe en una forma
minuciosa y científica, cuyos efectos son terribles, toda esa parte
imaginaria que lota en torno al hombre nervioso y le hace acabar mal.
El ardor mismo con que se arroja a lo
grotesco por amor a lo grotesco, a lo horrible por amor a lo horrible,
me sirve para comprobar la sinceridad de su obra y la unión del hombre
con el poeta. He observado ya
que en varios hombres ese ardor era con frecuencia el resultado de una
amplia energía vital inocupada, a veces de una obstinada castidad y
también de una profunda sensibilidad contenida. La voluptuosidad
sobrenatural que el hombre puede experimentar viendo correr su propia
sangre; los movimientos repentinos, violentos, inútiles; los fuertes
gritos lanzados al aire, sin que el espíritu mande a la garganta, son
fenómenos a situar en el mismo orden. En el seno de esta literatura en
que el aire está enrarecido, el espíritu puede experimentar esa gran
angustia, ese miedo pronto a las lágrimas y ese malestar del corazón
que residen en los lugares inmensos y singulares. Pero la admiración es
más fuerte, ¡y, además, el arte es tan grande! Los fondos y los
accesorios son en ella apropiados al sentimiento de los personajes.
Soledad de la Naturaleza o agitación de las ciudades, todo está
descrito en ella nerviosa y fantásticamente. Como a nuestro Eugene
Delacroix, que ha elevado su arte a la altura de la poesía grande, a Edgar Allan Poe
le complace agitar sus figuras sobre fondos violáceos y verdosos en
que se revelan la fosforescencia de la podredumbre y el olor de la
tormenta. La naturaleza que llaman inanimada participa de la naturaleza
de los seres vivos, y, como ellos, se estremece con un temblor
sobrenatural y galvánico.
El espacio se ahonda por el opio; el opio
da en él un sentido mágico a todos los tonos, y hace vibrar todos los
ruidos con una sonoridad más significativa. A veces, lejanías
magníficas, henchidas de luz y de color, se abren de repente en sus
paisajes, y se ve aparecer en el fondo de sus horizontes ciudades
orientales y arquitecturas vaporizadas por la distancia, donde el sol
lanza lluvias de oro. Los personajes de Poe, o más bien el personaje de Poe
-el hombre de facultades sobreagudizadas, el hombre de nervios
relajados, el hombre cuya voluntad ardorosa y paciente lanza un reto a
las dificultades, aquel cuya mirada se clava con la rigidez de una
espada sobre objetos que se agrandan a medida que él los mira- es Poe
mismo. Y sus mujeres, todas dolientes y luminosas, muriendo de males
extraños y hablando con una voz que parece música, son él también, o,
cuando menos, por sus raras aspiraciones, por su saber, por su
melancolía incurable, participan mucho de la naturaleza de su creador.
En cuanto a su mujer ideal, a su Titánida, se revela bajo diferentes
retratos, esparcidos en sus poesías
demasiado escasas, retratos, o, mejor, modos de sentir la belleza, que
el temperamento del autor aproxima y confunde en una unidad vaga, pero
sensible, en la que vive más delicadamente acaso que en otra parte ese
amor insaciable de lo Bello, que es su gran título; es decir, el
resumen de los títulos que él posee al efecto y al respeto de los poetas.
Si tengo nueva ocasión, como espero, de
hablar de este lírico, haré el análisis de sus opiniones filosóficas y
literarias, así como, en general, de las obras cuya traducción completa
tendría pocas probabilidades de éxito entre un público que prefiere
con mucho la diversión y la emoción a la más importante verdad
filosófica.
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