La historia gira en torno a George Birch el sepulturero, un hombre con una gran insensibilidad hacía los cadáveres, construyendo ataúdes de mala calidad y maltratando a los muertos. A pesar de todo, el trabajo de sepulturero le duró tan sólo hasta 1881, puesto que cambió de negocio tras un terrible accidente que destruyó sus tobillos. De hecho, fue su propia indolencia e irresponsabilidad lo que lo llevó a que al quedar atrapado en una cripta al intentar salir de ella por una claraboya formando una escalera con los ataúdes, que al pisar uno que por coincidencia perteneció a una persona odiada por George Birch conocido como Asaph Sawyer, un hombre cruel y vengativo a quien George le dió un ataúd pequeño que en un principio estaba destinado a su amigo Matthew Fenner, pero al haber fallado decidió dárselo a este hombre que al ser muy grande para caber, cortó con pulcridad los tobillos y por cosa del destino, al pisar el ataúd mientras subía, ya que había colocado ese ataúd en la cima de su escalera puesto que creía que era el de Matthew Fenner, el cual era uno de los que más se esmeró en fabricar, sus pies se hundieron y sentía cómo algo le desgarraba.
Logró huir de aquella cripta y su médico, el Dr. Davis, decidió volver y vió un cadaver con la cabeza partida totalmente horrible y reconoció que era Asaph Sawyer por su dentadura, lo cual le hizo creer al Dr. Davis que lo que le ocurrió a los tobillos de George no era nada más que una venganza del vengativo Asaph Sawyer que incluso después de muerto seguía siendo el cruel hombre que fue de vivo.
Into the crypt, Howard Phillips Lovecraft (1890 – 1937)
Dedicado a C.W. Smith, que sugirió la idea central
Nada más absurdo, a mi juicio, que esa tópica asociación entre
lo hogareño y lo saludable que parece impregnar la sicología de la multitud.
Mencione usted un bucólico paraje yanqui, un grueso y chapucero enterrador de
pueblo y un descuidado contratiempo con una tumba, y ningún lector esperará
otra cosa que un relato cómico, divertido pero grotesco. Dios sabe, empero, que
la prosaica historia que la muerte de George Birch me permite contar tiene, en
sí misma, ciertos elementos que hacen que la más oscura de las comedias resulte
luminosa. Birch quedó impedido y cambió de negocio en 1881, aunque nunca
comentaba el asunto si es que podía evitarlo. Tampoco lo hacía su viejo médico,
el doctor Davis, que murió hace años. Se acepta generalmente que su dolencia y
daños fueron resultado de un desafortunado resbalón por el que Birch quedó
encerrado durante nueve horas en el mortuorio cementerio de Peck Valley,
logrando salir sólo mediante toscos y destructivos métodos. Pero mientras que
esto es una verdad de la que nadie duda, había otros y más negros aspectos
sobre los que el hombre solía murmurar en sus delirios de borracho, cerca de su
final. Se confió a mí porque yo era médico, y porque probablemente sentía la
necesidad de hablar con alguien después de la muerte de Davis. Era soltero y
carecía completamente de parientes.
Birch, antes de 1881, era el enterrador municipal de Peck
Valley, siendo un rústico y primitivo, incluso para como puede ser ese tipo de
gente. Lo que he oído sobre sus métodos resulta increíble, al menos para una
ciudad, e incluso Peck Valley se habría estremecido de haber conocido la dudosa
ética de sus artes mortuorias en materias tan escabrosas como el apropiarse de
los forros, invisibles bajo la tapa del ataúd, o el grado de dignidad que daba
al disponer y adaptar los miembros no visibles de sus inquilinos sin vida a
unos recipientes no siempre calculados con exactitud precisa. Más
concretamente, Birch era dejado, insensible y profesionalmente indeseable,
aunque no creo que fuera mala persona. Era, sencillamente, tosco de
temperamento y profesión... bruto, descuidado y borracho, y así lo probaba su
fácil tendencia a los accidentes, así como su carencia de esos mínimos de
imaginación que mantiene el ciudadano medio dentro de ciertos límites fijados
por el buen gusto.
No sabría decir cuándo comienza la historia de Birch, ya que
no soy un relator avezado. Supongo que puede empezar en el frío diciembre de
1880, cuando el terreno se heló y los sepultureros descubrieron que no podían
cavar más tumbas hasta la primavera. Afortunadamente, el pueblo era pequeño y
las muertes bastante escasas, por lo que fue imposible dar a todas las cargas
inanimadas de Birch un paraíso temporal en el simple y anticuado mortuorio. El
enterrador se volvió doblemente perezoso con aquel tiempo amargo y pareció
sobrepasarse a sí mismo en descuido. Nunca había colocado juntos tantos ataúdes
flojos y contrahechos, o abandonado más flagrantemente el cuidado del oxidado
cerrojo de la puerta del mortuorio, que abría y cerraba a portazos, con el más
negligente abandono.
Al fin llegó el deshielo de primavera y las tumbas fueron
laboriosamente habilitadas para los nueve silenciosos frutos del espantoso
cosechero que les aguardaba en la tumba. Birch, aun temiendo el fastidio de
remover y enterrar, comenzó a trasladarlos una desagradable mañana de abril,
pero se detuvo, tras depositar a un mortal inquilino en su eterno descanso, por
culpa de una tremenda lluvia que pareció irritar a su caballo. El cadáver era
el de Darius Park, el nonagenario, cuya tumba no estaba lejos del mortuorio.
Birch decidió que, el día siguiente, empezaría con el viejo Matthew Fenner,
cuya tumba también se encontraba cerca; pero la verdad es que pospuso el asunto
por tres días, no volviendo al trabajo hasta el día 15, Viernes Santo. No
siendo supersticioso, no se fijó en la fecha, aunque tras lo que pasó se negó
siempre a hacer algo de importancia en ese fatídico sexto día de la semana.
Desde luego, los sucesos de aquella noche cambiaron enormemente a George Birch.
La tarde del 15 de abril, viernes, Birch se dirigió a la tumba
con caballo y carro, dispuesto a trasladar el cuerpo de Matthew Fenner. Él
admite que en aquellos momentos no estaba del todo sobrio, aunque entonces no
se daba tan plenamente a la bebida como haría más tarde, tratando de olvidar
ciertas cosas. Se encontraba sólo lo bastante mareado y descuidado como para
fastidiar a su sensible caballo, sofrenándolo junto al mortuorio, por lo que
éste relinchó y piafó y se agitó, tal como lo hiciera la ocasión anterior,
cuando le molestó la lluvia. El día era claro, pero se había levantado un
fuerte viento, y Birch se alegró de contar con refugio mientras corría el
cerrojo de hierro y entraba en el vestíbulo de la cripta. Otro no podría haber
soportado la húmeda y olorosa estancia, con los ocho ataúdes descuidadamente colocados,
pero Birch, en aquellos días, era insensible y sólo cuidaba de poner el ataúd
correcto en la tumba correspondiente. No había olvidado las críticas suscitadas
por los parientes de Hannah Bixby cuando, deseando transportar el cuerpo de
ésta al cementerio de la ciudad a la que se habían mudado, encontraron en la
caja al juez Capwell bajo su lápida.
La luz era tenue, pero la vista de Birch era buena y no
cogió por error el ataúd de Asaph Sawyer, a pesar de que era muy similar. De
hecho, había fabricado aquella caja para Matthew Fenner, pero la dejó a un
lado, por ser demasiado tosca y endeble, en un rapto de curioso sentimentalismo
provocado por el recuerdo de cuán amable y generoso fue con él el pequeño
anciano durante su bancarrota, cinco años antes. Había dado al viejo Matt lo
mejor que su habilidad podía crear, pero era lo bastante ahorrativo como para
guardarse el ejemplar desechado y usarlo cuando Asaph Sawyer murió de fiebres
malignas. Sawyer no era un hombre amable y se contaban muchas historias sobre
su casi inhumano temperamento vengativo y su tenaz memoria para ofensas reales
o fingidas. Con él, Birch no sintió remordimientos cuando le asignó el
destartalado ataúd que ahora apartaba de su camino, buscando la caja de Fenner.
Fue justo al reconocer el ataúd del viejo Matt cuando la
puerta se cerró de un portazo, empujada por el viento, dejándolo en una
penumbra aún más profunda que la de antes. El angosto tragaluz admitía sólo el
paso de los más débiles rayos, y el ventiladero sobre su cabeza virtualmente
ninguna, así que se vio obligado a un profano palpar mientras hacía un
trastabilleante camino entre las cajas, rumbo al pestillo. En esa penumbra
fúnebre agitó el mohoso pomo, empujó las planchas de hierro y se preguntó por
qué el enorme portón se había vuelto repentinamente tan recalcitrante. En ese
crepúsculo, además, comenzó a comprender la verdad y gritó en voz alta,
mientras su caballo, fuera, no pudo más que darle una réplica, aunque poco
amistosa. Porque el pestillo tanto tiempo descuidado se había roto sin duda,
dejando al descuidado enterrador atrapado en la cripta, víctima de su propia
desidia.
Aquello debió suceder sobre las tres y media de la tarde.
Birch, siendo de temperamento flemático y práctico, no gritó durante mucho
tiempo, sino que procedió a buscar algunas herramientas que recordaba haber
visto en una esquina de la sala. Es dudoso que sintiera todo el horror y lo
horripilante de su posición, pero el solo hecho de verse atrapado tan lejos de
los caminos transitados por los hombres era suficiente para exasperarlo por
completo. Su trabajo diurno se había visto tristemente interrumpido, y a no ser
que la suerte llevase en aquellos momentos a algún caminante hasta las
cercanías, debería quedarse allí toda la noche o más tarde. Pronto apareció el
montón de herramientas y, seleccionando martillo y cincel, Birch regresó, entre
los ataúdes, a la puerta. El aire había comenzado a ser excesivamente malsano,
pero no prestó atención a este detalle mientras se afanaba, medio a tientas, contra
el pesado y corroído metal del pestillo. Hubiera dado lo que fuera por tener
una linterna o un cabo de vela, pero, careciendo de ambos, chapuceaba como
podía, medio a ciegas.
Cuando se cercioró de que el pestillo estaba bloqueado sin
remisión, al menos para herramientas tan rudimentarias y bajo tales condiciones
tenebrosas de luz, Birch buscó alrededor otra forma de escapar. La cripta había
sido excavada en una ladera, por lo que el angosto túnel de ventilación del
techo corría a través de algunos metros de tierra, haciendo que esta dirección
fuera inútil de considerar. Sobre la puerta, no obstante, el tragaluz alto y en
forma de hendidura, situado en la fachada de ladrillo, dejaba pensar en que
podría ser ensanchado por un trabajador diligente, de ahí que sus ojos se
demoraran largo rato sobre él mientras se estrujaba el cerebro buscando métodos
de escapatoria. No había nada parecido a una escalera en aquella tumba, y los
nichos para ataúdes situados a los lados y el fondo -que Birch apenas se
molestaba en utilizar- no permitían trepar hasta encima de la puerta. Sólo los
mismos ataúdes quedaban como potenciales peldaños, y, mientras consideraba
aquello, especuló sobre la mejor forma de colocarlos. Tres ataúdes de altura,
supuso, permitirían alcanzar el tragaluz, pero lo haría mejor con cuatro, lo
más estable posible. Mientras lo planeaba, no pudo por menos que desear que las
unidades de su planeada escalera hubieran sido hechas con firmeza. Que hubiera
tenido la suficiente imaginación como para desear que estuvieran vacías, ya
resultaba más dudosa.
Finalmente, decidió colocar una base de tres, paralelos al
muro, para colocar sobre ellos dos pisos de dos y, encima de éstos, uno solo
que serviría de plataforma. Tal estructura permitiría el ascenso con un mínimo
de problemas y daría la deseada altura. Aún mejor, pensó, podría utilizar sólo
dos cajas de base para soportar todo, dejando uno libre, que podría ser
colocado en lo alto en caso de que tal forma de escape necesitase aún mayor
altitud. Y, de esta forma, el prisionero se esforzó en aquel crepúsculo,
desplazando los inertes restos de mortalidad sin la menor ceremonia, mientras
su Torre de Babel en miniatura iba ascendiendo piso a piso. Algunos de los
ataúdes comenzaron a rajarse bajo el esfuerzo del ascenso, y él decidió dejar
el sólidamente construido ataúd del pequeño Matthew Fenner para la cúspide, de
forma que sus pies tuvieran una superficie tan sólida como fuera posible. En la
escasa luz había que confiar ante todo en el tacto para seleccionar la caja
adecuada y, de hecho, la encontró por accidente, ya que llegó a sus manos como
a través de alguna extraña volición, después de que la hubiera colocado
inadvertidamente junto a otra en el tercer piso.
Al cabo, la torre estuvo acabada, y sus fatigados brazos
descansaron un rato, durante el que se sentó en el último peldaño de su
espantable artefacto; luego, Birch ascendió cautelosamente con sus herramientas
y se detuvo frente al angosto tragaluz. Los bordes eran totalmente de ladrillo
y había pocas dudas de que, con unos pocos golpes de cincel, se abriría lo
bastante como para permitir el paso de su cuerpo. Mientras comenzaba a golpear
con el martillo, el caballo, fuera, relinchaba en un tono que podría haber sido
tanto de aliento como de burla. Cualquiera de los dos supuestos hubiera sido
apropiado, ya que la inesperada tenacidad de la albañilería, fácil a simple
vista, resultaba sin duda sardónicamente ilustrativa de la vanidad de los
anhelos de los mortales, aparte de motivo de una tarea cuya ejecución
necesitaba cada estímulo posible.
Llegó el anochecer y encontró a Birch aún pugnando.
Trabajaba ahora sobre todo el tacto, ya que nuevas nubes cubrieron la luna y,
aunque los progresos eran todavía lentos, se sentía envalentonado por sus
avances en lo alto y lo bajo de la abertura. Estaba seguro de que podría
tenerlo listo a medianoche... aunque era una característica suya el que esto no
contuviera para él implicaciones temibles. Ajeno a opresivas reflexiones sobre
la hora, el lugar y la compañía que tenía bajo sus pies, despedazaba
filosóficamente el muro de piedra, maldiciendo cuando lo alcanzaba un fragmento
en el rostro, y riéndose cuando alguno daba en el cada vez más excitado caballo
que piafaba cerca del ciprés. Al final, el agujero fue lo bastante grande como
para intentar pasar el cuerpo por él, agitándose hasta que los ataúdes se
mecieron y crujieron bajo sus pies. Descubrió que no necesitaba apilar otro
para conseguir la altura adecuada, ya que el agujero se encontraba exactamente
en el nivel apropiado, siendo posible usarlo tan pronto como el tamaño así lo
permitiera.
Debía ser ya la medianoche cuando Birch decidió que podía
atravesar el tragaluz. Cansado y sudando, a pesar de los muchos descansos, bajó
al suelo y se sentó un momento en la caja del fondo a tomar fuerzas para el
esfuerzo final de arrastrarse y saltar al exterior. El hambriento caballo
estaba relinchando repetidamente y de forma casi extraña, y él deseó vagamente
que parara. Se sentía curiosamente desazonado por su inminente escapatoria y
casi espantado de intentarlo, ya que su físico tenía la indolente corpulencia
de la temprana media edad. Mientras ascendía por los astillados ataúdes sintió
con intensidad su peso, especialmente cuando, tras llegar al de más arriba,
escuchó ese agravado crujir que presagiaba la fractura total de la madera. Al
parecer, había planificado en vano elegir el más sólido de los ataúdes para la
plataforma, ya que, apenas apoyó todo su peso de nuevo sobre esa pútrida tapa,
ésta cedió, hundiéndole medio metro sobre algo que no quería ni imaginar.
Enloquecido por el sonido, o por el hedor que se expandió al aire libre, el
caballo lanzó un alarido que era demasiado frenético para un relincho, y se
lanzó enloquecido a través de la noche, con la carreta traqueteando
enloquecidamente a su zaga.
Birch, en esa espantosa situación, se encontraba ahora
demasiado abajo para un fácil ascenso hacia el agrandado tragaluz, pero acumuló
energías para un intento concreto. Asiendo los bordes de la abertura, trataba
de auparse cuando notó un extraño impedimento en forma de una especie de tirón
en sus dos tobillos. Enseguida sintió miedo por primera vez en la noche, ya
que, aunque pugnaba, no conseguía librarse del desconocido agarrón que hacía
presa de sus tobillos en entorpecedora cautividad. Horribles dolores, como de
salvajes heridas, le laceraron las pantorrillas, y en su mente se produjo un
remolino de espanto mezclado con un inamovible materialismo que sugería
astillas, clavos sueltos y similares, propios de una caja rota de madera.
Quizás gritó. Y en todo momento pateaba y se debatía frenética y casi
automáticamente mientras su conciencia casi se eclipsaba en un medio desmayo.
El instinto guió su deslizamiento a través del tragaluz, y,
en el arrastrar que siguió, cayó con un golpetazo sobre el húmedo terreno. No
podía caminar, al parecer, y la emergente luna debió presenciar una horrible
visión mientras él arrastraba sus sangrantes tobillos hacia la portería del
cementerio; los dedos hundiéndose en el negro mantillo, apresurándose sin
pensar, y el cuerpo respondiendo con una enloquecedora lentitud que se sufre
cuando uno es perseguido por los fantasmas de la pesadilla. No obstante, era
evidente que no había perseguidor alguno, ya que se encontraba solo y vivo
cuando Armington, el guarda, respondió a sus débiles arañazos en la puerta.
Armington ayudó a Birch a llegar a una cama disponible y
envió a su hijo pequeño, Edwin, a buscar al doctor Davis. El herido estaba
plenamente consciente, pero no pudo decir nada coherente, sino simplemente
musitar: "¡Ah, mis tobillos!" "Déjame" o "Encerrado en
la tumba". Luego llegó el doctor con su maletín, hizo algunas preguntas
escuetas y quitó al paciente la ropa, los zapatos y los calcetines. Las
heridas, ya que ambos tobillos estaban espantosamente lacerados en torno a los
tendones de Aquiles, parecieron desconcertar sobremanera al viejo médico y, por
último, casi espantarlo. Su interrogatorio se hizo más que médicamente tenso, y
sus manos temblaban al curar los miembros lacerados, vendándolos como si
desease perder de vista las heridas lo antes posible.
Siendo, como era Davis, un doctor frío e impersonal, el
ominoso y espantoso interrogatorio resultó de lo más extraño, intentando
arrancar al fatigado enterrador cada mínimo detalle de su horrible experiencia.
Se encontraba tremendamente ansioso de saber si Birch estaba seguro
-absolutamente seguro- de que era el ataúd de Fenner en la penumbra, y de cómo
había distinguido éste del duplicado de inferior calidad del ruin de Asaph
Sawyer. ¿Podría la sólida caja de Fenner ceder tan fácilmente? Davis, un
profesional con larga experiencia en el pueblo, había estado en ambos
funerales, aparte de haber atendido a Fenner como a Sawyer en su última
enfermedad. Incluso se había preguntado, en el funeral de éste último, cómo el
vengativo granjero podría caber en una caja tan acorde al diminuto Fenner.
Davis se fue el cabo de dos horas largas, urgiendo a Birch a
insistir en todo momento que sus heridas eran producto enteramente de clavos
sueltos y madera astillada. ¿Qué más, añadió, podría probarse o creerse en
cualquier caso? Pero haría bien en decir tan poco como pudiera y en no dejar
que otro médico tratase sus heridas. Birch tuvo en cuenta tal recomendación el
resto de su vida, hasta que me contó la historia, y cuando vi las cicatrices
-antiguas y desvaídas como eran- convine en que había obrado juiciosamente.
Quedó cojo para siempre, porque los grandes tendones fueron dañados, pero creo
que mayor fue la cojera de su espíritu. Su forma de pensar, otrora flemática y
lógica, estaba indeleblemente afectada y resultaba penoso notar su respuesta a
ciertas alusiones fortuitas como "viernes", "tumba",
"ataúd", y palabras de menos obvia relación. Su espantado caballo
había vuelto a casa, pero su ingenio nunca lo hizo. Cambió de negocio, pero
siempre anduvo recomido por algo. Podía ser sólo miedo, o miedo mezclado con
una extraña y tardía clase de remordimiento por antiguas atrocidades cometidas.
La bebida, claro, sólo agravó lo que trataba de aliviar.
Cuando el doctor Davis dejó a Birch esa noche, tomó una linterna
y fue al viejo mortuorio. La luna brillaba en los dispersos trozos de ladrillo
y en la roída fachada, así como en el picaporte de la gran puerta, lista para
abrirse con un toque desde el exterior. Fortificado por antiguas ordalías en
salas de disección, el doctor entró y miró alrededor, conteniendo la náusea
corporal y espiritual ante todo lo que tenía ante la vista y el olfato. Gritó
una vez, y luego lanzó un boqueo que era más terrible que cualquier grito.
Después huyó a la casa y rompió las reglas de su profesión alzando y sacudiendo
a su paciente, lanzándole una serie de estremecedores susurros que punzaron en
sus oídos como el siseo del vitriolo.
-¡Era el ataúd de Asaph, Birch, tal como pensaba! Conozco
sus dientes, con esa falta de incisivos superiores... ¡Nunca, por dios, muestre
esas heridas! El cuerpo estaba bastante corrompido, pero si alguna vez he visto
un rostro vengativo... o lo que fue un rostro... ya sabe que era como un
demonio vengativo... cómo arruinó al viejo Raymond treinta años después de su
pleito de lindes, y cómo pateó al perrillo que quiso morderlo el agosto
pasado... era el demonio encarnado, Birch, y creo que su afán de revancha puede
vencer a la misma Madre Muerte. ¡Dios mío, qué rabia! ¡No quiero ni pensar en
que se hubiera fijado en mí!
-¿Por qué lo hizo, Birch? Era un canalla, y no le reprocho
que le diera un ataúd de segunda, ¡pero fue demasiado lejos! Bastante tenía con
apretujarlo de alguna manera ahí, pero usted sabía cuán pequeño de cuerpo era
el viejo Fenner.
-Nunca podré borrar esa imagen de mis ojos mientras viva.
Usted debió de patalear fuerte, porque el ataúd de Asaph estaba en el suelo. Su
cabeza se había roto y todo estaba desparramado. Mira que he visto cosas, pero
eso era demasiado. ¡Ojo por ojo! Cielos, Birch, usted se lo buscó. La calavera
me revolvió el estómago, pero lo otro era peor... ¡Esos tobillos aserrados para
hacerle caber en el ataúd desechado de Matt Fenner!
Howard Phillips Lovecraft (1890 – 1937)
Edición del relato: CiudadSeva
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