El narrador, el marido de Ligeia, describe sus cualidades: una mujer hermosa, apasionada e intelectual de pelo negro y ojos oscuros, que conoció en "una vieja y ruinosa ciudad cercana al Rin". Se casan, pero después de unos años Ligeia muere; el marido, desconsolado, se muda a Inglaterra donde compra y reforma una abadía. Pronto, entra en un matrimonio sin amor con "Lady Rowena Trevanion de Tremaine, de rubios cabellos y ojos azules".
En el segundo matrimonio, Rowena empieza a sufrir de fiebre y ansiedad. Una noche, cuando está a punto de desmayar, el narrador le llena un vaso de vino. Drogado por opio, ve (o cree ver) gotas de un "líquido brillante color rubí" caer en el vaso. Su condición empeora rápidamente, y unos días después muere y su cuerpo es envuelto para ser enterrado..
Y allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
-Joseph Glanvill
Juro por mi alma que no puedo recordar cómo, cuándo ni
siquiera dónde conocí a Ligeia. Largos años han transcurrido desde entonces y
el sufrimiento ha debilitado mi memoria. O quizá no puedo rememorar ahora
aquellas cosas porque, a decir verdad, el carácter de mi amada, su raro saber,
su belleza singular y, sin embargo, plácida, y la penetrante y cautivadora
elocuencia de su voz profunda y musical, se abrieron camino en mi corazón con
pasos tan constantes, tan cautelosos, que me pasaron inadvertidos e ignorados.
No obstante, creo haberla conocido y visto, las más de las veces, en una vasta,
ruinosa ciudad cerca del Rin. Seguramente le oí hablar de su familia. No cabe
duda de que su estirpe era remota. ¡Ligeia, Ligeia! Sumido en estudios que, por
su índole, pueden como ninguno amortiguar las impresiones del mundo exterior,
sólo por esta dulce palabra, Ligeia, acude a los ojos de mi fantasía la imagen
de aquella que ya no existe. Y ahora, mientras escribo, me asalta como un rayo
el recuerdo de que nunca supe el apellido de quien fuera mi amiga y prometida,
luego compañera de estudios y, por último, la esposa de mi corazón. ¿Fue por
una amable orden de parte de mi Ligeia o para poner a prueba la fuerza de mi
afecto, que me estaba vedado indagar sobre ese punto? ¿O fue más bien un
capricho mío, una loca y romántica ofrenda en el altar de la devoción más
apasionada? Sólo recuerdo confusamente el hecho. ¿Es de extrañarse que haya
olvidado por completo las circunstancias que lo originaron y lo acompañaron? Y
en verdad, si alguna vez ese espíritu al que llaman Romance, si alguna vez la
pálida Ashtophet del Egipto idólatra, con sus alas tenebrosas, han presidido,
como dicen, los matrimonios fatídicos, seguramente presidieron el mío.
Hay un punto muy caro en el cual, sin embargo, mi memoria no
falla. Es la persona de Ligeia. Era de alta estatura, un poco delgada y, en sus
últimos tiempos, casi descarnada. Sería vano intentar la descripción de su
majestad, la tranquila soltura de su porte o la inconcebible ligereza y elasticidad
de su paso. Entraba y salía como una sombra. Nunca advertía yo su aparición en
mi cerrado gabinete de trabajo de no ser por la amada música de su voz dulce,
profunda, cuando posaba su mano marmórea sobre mi hombro. Ninguna mujer igualó
la belleza de su rostro. Era el esplendor de un sueño de opio, una visión aérea
y arrebatadora, más extrañamente divina que las fantasías que revoloteaban en
las almas adormecidas de las hijas de Delos. Sin embargo, sus facciones no
tenían esa regularidad que falsamente nos han enseñado a adorar en las obras
clásicas del paganismo. "No hay belleza exquisita -dice Bacon, Verulam,
refiriéndose con justeza a todas las formas y géneros de la hermosura- sin algo
de extraño en las proporciones." No obstante, aunque yo veía que las
facciones de Ligeia no eran de una regularidad clásica, aunque sentía que su
hermosura era, en verdad, "exquisita" y percibía mucho de
"extraño" en ella, en vano intenté descubrir la irregularidad y
rastrear el origen de mi percepción de lo "extraño". Examiné el
contorno de su frente alta, pálida: era impecable -¡qué fría en verdad esta
palabra aplicada a una majestad tan divina!- por la piel, que rivalizaba con el
marfil más puro, por la imponente amplitud y la calma, la noble prominencia de
las regiones superciliares; y luego los cabellos, como ala de cuervo,
lustrosos, exuberantes y naturalmente rizados, que demostraban toda la fuerza
del epíteto homérico: "cabellera de jacinto". Miraba el delicado
diseño de la nariz y sólo en los graciosos medallones de los hebreos he visto
una perfección semejante. Tenía la misma superficie plena y suave, la misma
tendencia casi imperceptible a ser aguileña, las mismas aletas armoniosamente
curvas, que revelaban un espíritu libre. Contemplaba la dulce boca. Allí estaba
en verdad el triunfo de todas las cosas celestiales: la magnífica sinuosidad
del breve labio superior, la suave, voluptuosa calma del inferior, los hoyuelos
juguetones y el color expresivo; los dientes, que reflejaban con un brillo casi
sorprendente los rayos de la luz bendita que caían sobre ellos en la más serena
y plácida y, sin embargo, radiante, triunfal de todas las sonrisas. Analizaba
la forma del mentón y también aquí encontraba la noble amplitud, la suavidad y
la majestad, la plenitud y la espiritualidad de los griegos, el contorno que el
dios Apolo reveló tan sólo en sueños a Cleomenes, el hijo del ateniense. Y
entonces me asomaba a los grandes ojos de Ligeia.
Para los ojos no tenemos modelos en la remota antigüedad.
Quizá fuera, también, que en los de mi amada yacía el secreto al cual alude
Verulam. Eran, creo, más grandes que los ojos comunes de nuestra raza, más que
los de las gacelas de la tribu del valle de Nourjahad. Pero sólo por instantes
-en los momentos de intensa excitación- se hacía más notable esta peculiaridad
de Ligeia. Y en tales ocasiones su belleza -quizá la veía así mi imaginación
ferviente- era la de los seres que están por encima o fuera de la tierra, la
belleza de la fabulosa hurí de los turcos. Los ojos eran del negro más
brillante, velados por oscuras y largas pestañas. Las cejas, de diseño
levemente irregular, eran del mismo color. Sin embargo, lo "extraño"
que encontraba en sus ojos era independiente de su forma, del color, del
brillo, y debía atribuirse, al cabo, a la expresión. ¡Ah, palabra sin sentido
tras cuya vasta latitud de simple sonido se atrinchera nuestra ignorancia de lo
espiritual! La expresión de los ojos de Ligeia... ¡Cuántas horas medité sobre
ella! ¡Cuántas noches de verano luché por sondearla! ¿Qué era aquello, más
profundo que el pozo de Demócrito, que yacía en el fondo de las pupilas de mi
amada? ¿Qué era? Me poseía la pasión de descubrirlo. ¡Aquellos ojos! ¡Aquellas
grandes, aquellas brillantes, aquellas divinas pupilas! Llegaron a ser para mí
las estrellas gemelas de Leda, y yo era para ellas el más fervoroso de los
astrólogos.
No hay, entre las muchas anomalías incomprensibles de la
ciencia psicológica, punto más atrayente, más excitante que el hecho -nunca,
creo, mencionado por las escuelas- de que en nuestros intentos por traer a la
memoria algo largo tiempo olvidado, con frecuencia llegamos a encontrarnos al
borde mismo del recuerdo, sin poder, al fin, asirlo. Y así cuántas veces, en mi
intenso examen de los ojos de Ligeia, sentí que me acercaba al conocimiento
cabal de su expresión, me acercaba, aún no era mío, y al fin desaparecía por
completo. Y (¡extraño, ah, el más extraño de los misterios!) encontraba en los
objetos más comunes del universo un círculo de analogías con esa expresión.
Quiero decir que, después del periodo en que la belleza de Ligeia penetró en mi
espíritu, donde moraba como en un altar, yo extraía de muchos objetos del mundo
material un sentimiento semejante al que provocaban, dentro de mí, sus grandes
y luminosas pupilas. Pero no por ello puedo definir mejor ese sentimiento, ni
analizarlo, ni siquiera percibirlo con calma. Lo he reconocido a veces, repito,
en una viña, que crecía rápidamente, en la contemplación de una falena, de una
mariposa, de una crisálida, de un veloz curso de agua. Lo he sentido en el
océano, en la caída de un meteoro. Lo he sentido en la mirada de gentes muy
viejas. Y hay una o dos estrellas en el cielo (especialmente una, de sexta
magnitud, doble y cambiante, que puede verse cerca de la gran estrella de Lira)
que, miradas con el telescopio, me han inspirado el mismo sentimiento. Me ha
colmado al escuchar ciertos sones de instrumentos de cuerda, y no pocas veces
al leer pasajes de determinados libros. Entre innumerables ejemplos, recuerdo
bien algo de un volumen de Joseph Glanvill que (quizá simplemente por lo
insólito, ¿quién sabe?) nunca ha dejado de inspirarme ese sentimiento: "Y
allí dentro está la voluntad que no muere. ¿Quién conoce los misterios de la
voluntad y su fuerza? Pues Dios no es sino una gran voluntad que penetra las
cosas todas por obra de su intensidad. El hombre no se doblega a los ángeles,
ni cede por entero a la muerte, como no sea por la flaqueza de su débil
voluntad".
Los años transcurridos y las reflexiones consiguientes me
han permitido rastrear cierta remota conexión entre este pasaje del moralista
inglés y un aspecto del carácter de Ligeia. La intensidad de pensamiento, de
acción, de palabra, era posiblemente en ella un resultado, o por lo menos un
índice, de esa gigantesca voluntad que durante nuestras largas relaciones no
dejó de dar otras pruebas más numerosas y evidentes de su existencia. De todas
las mujeres que jamás he conocido, la exteriormente tranquila, la siempre
plácida Ligeia, era presa con más violencia que nadie de los tumultuosos
buitres de la dura pasión. Y no podía yo medir esa pasión como no fuese por el
milagroso dilatarse de los ojos que me deleitaban y aterraban al mismo tiempo,
por la melodía casi mágica, la modulación, la claridad y la placidez de su voz
tan profunda, y por la salvaje energía (doblemente efectiva por contraste con
su manera de pronunciarlas) con que profería habitualmente sus extrañas
palabras.
He hablado del saber de Ligeia: era inmenso, como nunca lo
hallé en una mujer. Su conocimiento de las lenguas clásicas era profundo, y, en
la medida de mis nociones sobre los modernos dialectos de Europa, nunca la
descubrí en falta. A decir verdad, en cualquier tema de la alabada erudición
académica, admirada simplemente por abstrusa, ¿descubrí alguna vez a Ligeia en
falta? ¡De qué modo singular y penetrante este punto de la naturaleza de mi
esposa atrajo, tan sólo en el último periodo, mi atención! Dije que sus
conocimientos eran tales que jamás los hallé en otra mujer, pero, ¿dónde está
el hombre que ha cruzado, y con éxito, toda la amplia extensión de las ciencias
morales, físicas y metafísicas? No vi entonces lo que ahora advierto
claramente: que las adquisiciones de Ligeia eran gigantescas, eran asombrosas;
sin embargo, tenía suficiente conciencia de su infinita superioridad para
someterme con infantil confianza a su guía en el caótico mundo de la
investigación metafísica, a la cual me entregué activamente durante los
primeros años de nuestro matrimonio. ¡Con qué amplio sentimiento de triunfo,
con qué vivo deleite, con qué etérea esperanza sentía yo -cuando ella se
entregaba conmigo a estudios poco frecuentes, poco conocidos- esa deliciosa
perspectiva que se agrandaba en lenta gradación ante mí, por cuya larga y
magnífica senda no hollada podía al fin alcanzar la meta de una sabiduría
demasiado premiosa, demasiado divina para no ser prohibida!
¡Así, con qué punzante dolor habré visto, después de algunos
años, emprender vuelo a mis bien fundadas esperanzas y desaparecer! Sin Ligeia
era yo un niño a tientas en la oscuridad. Sólo su presencia, sus lecturas,
podían arrojar vívida luz sobre los muchos misterios del trascendentalismo en
los cuales vivíamos inmersos. Privadas del radiante brillo de sus ojos, esas
páginas, leves y doradas, tornáronse más opacas que el plomo saturnino. Y
aquellos ojos brillaron cada vez con menos frecuencia sobre las páginas que yo
escrutaba. Ligeia cayó enferma. Los extraños ojos brillaron con un fulgor
demasiado, demasiado magnífico; los pálidos dedos adquirieron la transparencia
cerúlea de la tumba y las venas azules de su alta frente latieron
impetuosamente en las alternativas de la más ligera emoción. Vi que iba a morir
y luché desesperadamente en espíritu con el torvo Azrael. Y las luchas de la
apasionada esposa eran, para mi asombro, aún más enérgicas que las mías. Muchos
rasgos de su adusto carácter me habían convencido de que para ella la muerte
llegaría sin sus terrores; pero no fue así. Las palabras son impotentes para
dar una idea de la fiera resistencia que opuso a la Sombra. Gemí de angustia
ante el lamentable espectáculo. Yo hubiera querido calmar, hubiera querido
razonar; pero en la intensidad de su salvaje deseo de vivir, vivir, sólo vivir,
el consuelo y la razón eran el colmo de la locura. Sin embargo, hasta el último
momento, en las convulsiones más violentas de su espíritu indómito, no se
conmovió la placidez exterior de su actitud. Su voz se tornó más suave; más
profunda, pero yo no quería demorarme en el extraño significado de las palabras
pronunciadas con calma. Mi mente vacilaba al escuchar fascinada una melodía
sobrehumana, conjeturas y aspiraciones que la humanidad no había conocido hasta
entonces.
De su amor no podía dudar, y me era fácil comprender que, en
un pecho como el suyo, el amor no reinaba como una pasión ordinaria. Pero sólo
en la muerte medí toda la fuerza de su afecto. Durante largas horas, reteniendo
mi mano, desplegaba ante mí los excesos de un corazón cuya devoción más que
apasionada llegaba a la idolatría. ¿Cómo había merecido yo la bendición de
semejantes confesiones? ¿Cómo había merecido la condena de que mi amada me
fuese arrebatada en el momento en que me las hacía? Pero no puedo soportar el
extenderme sobre este punto. Sólo diré que en el abandono más que femenino de
Ligeia al amor, ay, inmerecido, otorgado sin ser yo digno, reconocí el
principio de su ansioso, de su ardiente deseo de vida, esa vida que huía ahora
tan velozmente. Soy incapaz de describir, no tengo palabras para expresar esa
ansia salvaje, esa anhelante vehemencia de vivir, sólo vivir.
La medianoche en que murió me llamó perentoriamente a su
lado, pidiéndome que repitiera ciertos versos que había compuesto pocos días
antes. La obedecí. Helos aquí:
¡Vedla! ¡Es noche de gala
en los últimos años solitarios!
La multitud de ángeles alados,
con sus velos, en lágrimas bañados,
son público de un teatro que contempla
un drama de esperanzas y temores,
mientras toca la orquesta, indefinida,
la música sin fin de las esferas.
Imágenes del Dios que está en lo alto,
allí los mimos gruñen y mascullan,
corren aquí y allá; y los apremian
vastas cosas informes
que el escenario alteran de continuo,
vertiendo de sus alas desplegadas,
un invisible, largo Sufrimiento.
¡Este múltiple drama ya jamás,
jamás será olvidado!
Con su Fantasma siempre perseguido
por una multitud que no lo alcanza,
en un círculo siempre de retorno
al lugar primitivo,
y mucho de Locura, y más Pecado,
y más Horror -el alma de la intriga.
¡Ah, ved: entre los mimos en tumulto
una forma reptante se insinúa!
¡Roja como la sangre se retuerce
en la escena desnuda!
¡Se retuerce y retuerce! Y en tormentos
los mimos son su presa,
y sus fauces destilan sangre humana,
y los ángeles lloran.
¡Apáganse las luces, todas, todas!
Y sobre cada forma estremecida
cae el telón, cortina funeraria,
con fragor de tormenta.
Y los ángeles pálidos y exangües,
ya de pie, ya sin velos, manifiestan
que el drama es el del "Hombre", y que es su héroe
el Vencedor Gusano.
-¡Oh, Dios! -gritó casi Ligeia, incorporándose de un salto y
tendiendo sus brazos al cielo con un movimiento espasmódico, al terminar yo
estos versos. ¡Oh, Dios! ¡Oh, Padre Celestial! ¿Estas cosas ocurrirán
irremisiblemente? ¿El Vencedor no será alguna vez vencido? ¿No somos una parte,
una parcela de Ti? ¿Quién, quién conoce los misterios de la voluntad y su
fuerza? El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la muerte,
como no sea por la flaqueza de su débil voluntad.
Y entonces, como agotada por la emoción, dejó caer los
blancos brazos y volvió solemnemente a su lecho de muerte. Y mientras lanzaba
los últimos suspiros, mezclado con ellos brotó un suave murmullo de sus labios.
Acerqué mi oído y distinguí de nuevo las palabras finales del pasaje de
Glanvill: "El hombre no se doblega a los ángeles, ni cede por entero a la
muerte, como no sea por la flaqueza de su débil voluntad".
Murió; y yo, deshecho, pulverizado por el dolor, no pude
soportar más la solitaria desolación de mi morada, y la sombría y ruinosa
ciudad a orillas del Rin. No me faltaba lo que el mundo llama fortuna. Ligeia
me había legado más, mucho más, de lo que por lo común cae en suerte a los
mortales. Entonces, después de unos meses de vagabundeo tedioso, sin rumbo,
adquirí y reparé en parte una abadía cuyo nombre no diré, en una de las más
incultas y menos frecuentadas regiones de la hermosa Inglaterra. La sombría y
triste vastedad del edificio, el aspecto casi salvaje del dominio, los
numerosos recuerdos melancólicos y venerables vinculados con ambos, tenían
mucho en común con los sentimientos de abandono total que me habían conducido a
esa remota y huraña región del país. Sin embargo, aunque el exterior de la
abadía, ruinoso, invadido de musgo, sufrió pocos cambios, me dediqué con
infantil perversidad, y quizá con la débil esperanza de aliviar mis penas, a
desplegar en su interior magnificencias más que reales. Siempre, aun en la
infancia, había sentido gusto por esas extravagancias, y entonces volvieron
como una compensación del dolor. ¡Ay, ahora sé cuánto de incipiente locura
podía descubrirse en los suntuosos y fantásticos tapices, en las solemnes
esculturas de Egipto, en las extrañas cornisas, en los moblajes, en los
vesánicos diseños de las alfombras de oro recamado! Me había convertido en un
esclavo preso en las redes del opio, y mis trabajos y mis planes cobraron el
color de mis sueños. Pero no me detendré en el detalle de estos absurdos.
Hablaré tan sólo de ese aposento por siempre maldito, donde en un momento de
enajenación conduje al altar -como sucesora de la inolvidable Ligeia- a Rowena
Trevanion de Tremaine, la de rubios cabellos y ojos azules.
No hay una sola partícula de la arquitectura y la decoración
de aquella cámara nupcial que no se presente ahora ante mis ojos. ¿Dónde tenía
el corazón la altiva familia de la novia para permitir, movida por su sed de
oro, que una doncella, una hija tan querida, pasara el umbral de un aposento
tan adornado? He dicho que recuerdo minuciosamente los detalles de la cámara
-yo, que tristemente olvido cosas de profunda importancia- y, sin embargo, no
había orden, no había armonía en aquel lujo fantástico, que se impusieran a mi
memoria. La habitación estaba en una alta torrecilla de la abadía fortificada,
era de forma pentagonal y de vastas dimensiones. Ocupaba todo el lado sur del
pentágono la única ventana, un inmenso cristal de Venecia de una sola pieza y
de matiz plomizo, de suerte que los rayos del sol o de la luna, al atravesarlo,
caían con brillo horrible sobre los objetos. En lo alto de la inmensa ventana
se extendía el enrejado de una añosa vid que trepaba por los macizos muros de
la torre. El techo, de sombrío roble, era altísimo, abovedado y decorosamente
decorado con los motivos más extraños, más grotescos, de un estilo semigótico,
semidruídico. Del centro mismo de esa melancólica bóveda colgaba, de una sola
cadena de oro de largos eslabones, un inmenso incensario del mismo metal, en
estilo sarraceno, con múltiples perforaciones dispuestas de tal manera que a
través de ellas, como dotadas de la vitalidad de una serpiente, veíanse las
contorsiones continuas de llamas multicolores.
Había algunas otomanas y candelabros de oro de forma
oriental, y también el lecho, el lecho nupcial, de modelo indio, bajo,
esculpido en ébano macizo, con baldaquino como una colgadura fúnebre. En cada
uno de los ángulos del aposento había un gigantesco sarcófago de granito negro
proveniente de las tumbas reales erigidas frente a Luxor, con sus antiguas
tapas cubiertas de inmemoriales relieves. Pero en las colgaduras del aposento
se hallaba, ay, la fantasía más importante. Los elevados muros, de gigantesca
altura -al punto de ser desproporcionados-, estaban cubiertos de arriba abajo,
en vastos pliegues, por una pesada y espesa tapicería, tapicería de un material
semejante al de la alfombra del piso, la cubierta de las otomanas y el lecho de
ébano, del baldaquino y de las suntuosas volutas de los cortinajes que velaban
parcialmente la ventana. Este material era el más rico tejido de oro, cubierto
íntegramente, con intervalos irregulares, por arabescos en realce, de un pie de
diámetro, de un negro azabache. Pero estas figuras sólo participaban de la
condición de arabescos cuando se las miraba desde un determinado ángulo. Por un
procedimiento hoy común, que puede en verdad rastrearse en periodos muy remotos
de la antigüedad, cambiaban de aspecto. Para el que entraba en la habitación
tenían la apariencia de simples monstruosidades; pero, al acercarse, esta
apariencia desaparecía gradualmente y, paso a paso, a medida que el visitante
cambiaba de posición en el recinto, se veía rodeado por una infinita serie de
formas horribles pertenecientes a la superstición de los normandos o nacidas en
los sueños culpables de los monjes. El efecto fantasmagórico era grandemente
intensificado por la introducción artificial de una fuerte y continua corriente
de aire detrás de los tapices, la cual daba una horrenda e inquietante
animación al conjunto.
Entre esos muros, en esa cámara nupcial, pasé con Rowena de
Tremaine las impías horas del primer mes de nuestro matrimonio, y las pasé sin
demasiada inquietud. Que mi esposa temiera la índole hosca de mi carácter, que
me huyera y me amara muy poco, no podía yo pasarlo por alto; pero me causaba
más placer que otra cosa. Mi memoria volaba (¡ah, con qué intensa nostalgia!)
hacia Ligeia, la amada, la augusta, la hermosa, la enterrada. Me embriagaba con
los recuerdos de su pureza, de su sabiduría, de su naturaleza elevada, etérea,
de su amor apasionado, idólatra. Ahora mi espíritu ardía plena y libremente,
con más intensidad que el suyo. En la excitación de mis sueños de opio (pues me
hallaba habitualmente aherrojado por los grilletes de la droga) gritaba su
nombre en el silencio de la noche, o durante el día, en los sombreados retiros
de los valles, como si con esa salvaje vehemencia, con la solemne pasión, con
el fuego devorador de mi deseo por la desaparecida, pudiera restituirla a la
senda que había abandonado -ah, ¿era posible que fuese para siempre?- en la
tierra.
Al comenzar el segundo mes de nuestro matrimonio, Rowena
cayó súbitamente enferma y se repuso lentamente. La fiebre que la consumía
perturbaba sus noches, y en su inquieto semisueño hablaba de sonidos, de
movimientos que se producían en la cámara de la torre, cuyo origen atribuí a
los extravíos de su imaginación o quizá a la fantasmagórica influencia de la
cámara misma. Llegó, al fin, la convalecencia y, por último, el
restablecimiento total. Sin embargo, había transcurrido un breve periodo cuando
un segundo trastorno más violento la arrojó a su lecho de dolor; y de este
ataque, su constitución, que siempre fuera débil, nunca se repuso del todo. Su
mal, desde entonces, tuvo un carácter alarmante y una recurrencia que lo era
aún más, y desafiaba el conocimiento y los grandes esfuerzos de los médicos.
Con la intensificación de su mal crónico -el cual parecía haber invadido de tal
modo su constitución que era imposible desarraigarlo por medios humanos-, no
pude menos de observar un aumento similar en su irritabilidad nerviosa y en su
excitabilidad para el miedo motivado por causas triviales. De nuevo hablaba, y
ahora con más frecuencia e insistencia, de los sonidos, de los leves sonidos y
de los movimientos insólitos en las colgaduras, a los cuales aludiera en un
comienzo.
Una noche, próximo el fin de septiembre, impuso a mi
atención este penoso tema con más insistencia que de costumbre. Acababa de
despertar de un sueño inquieto, y yo había estado observando, con un
sentimiento en parte de ansiedad, en parte de vago terror, los gestos de su
semblante descarnado. Me senté junto a su lecho de ébano, en una de las
otomanas de la India. Se incorporó a medias y habló, con un susurro ansioso,
bajo, de los sonidos que estaba oyendo y yo no podía oír, de los movimientos
que estaba viendo y yo no podía percibir. El viento corría velozmente detrás de
los tapices y quise mostrarle (cosa en la cual, debo decirlo, no creía yo del
todo) que aquellos suspiros casi inarticulados y aquellas levísimas variaciones
de las figuras de la pared eran tan sólo los naturales efectos de la habitual
corriente de aire. Pero la palidez mortal que se extendió por su rostro me
probó que mis esfuerzos por tranquilizarla serían infructuosos. Pareció
desvanecerse y no había criados a quien recurrir. Recordé el lugar donde había
un frasco de vino ligero que le habían prescrito los médicos, y crucé presuroso
el aposento en su busca. Pero, al llegar bajo la luz del incensario, dos
circunstancias de índole sorprendente llamaron mi atención. Sentí que un objeto
palpable, aunque invisible, rozaba levemente mi persona, y vi que en la
alfombra dorada, en el centro mismo del rico resplandor que arrojaba el
incensario, había una sombra, una sombra leve, indefinida, de aspecto angélico,
como cabe imaginar la sombra de una sombra. Pero yo estaba perturbado por la
excitación de una inmoderada dosis de opio; poco caso hice a estas cosas y no
las mencioné a Rowena. Encontré el vino, crucé nuevamente la cámara y llené un
vaso, que llevé a los labios de la desvanecida. Ya se había recobrado un tanto,
sin embargo, y tomó el vaso en sus manos, mientras yo me dejaba caer en la
otomana que tenía cerca, con los ojos fijos en su persona. Fue entonces cuando
percibí claramente un paso suave en la alfombra, cerca del lecho, y un segundo
después, mientras Rowena alzaba la copa de vino hasta sus labios, vi o quizá
soñé que veía caer dentro del vaso, como surgida de un invisible surtidor en la
atmósfera del aposento, tres o cuatro grandes gotas de fluido brillante, del
color del rubí. Si yo lo vi, no ocurrió lo mismo con Rowena. Bebió el vino sin
vacilar y me abstuve de hablarle de una circunstancia que, según pensé, debía
considerarse como sugestión de una imaginación excitada, cuya actividad mórbida
aumentaban el terror de mi mujer, el opio y la hora.
Sin embargo, no pude dejar de percibir que, inmediatamente
después de la caída de las gotas color rubí, se producía una rápida agravación
en el mal de mi esposa, de suerte que la tercera noche las manos de sus
doncellas la prepararon para la tumba, y la cuarta la pasé solo, con su cuerpo
amortajado, en aquella fantástica cámara que la recibiera recién casada.
Extrañas visiones engendradas por el opio revoloteaban como sombras delante de
mí. Observé con ojos inquietos los sarcófagos en los ángulos de la habitación,
las cambiantes figuras de los tapices, las contorsiones de las llamas
multicolores en el incensario suspendido. Mis ojos cayeron entonces, mientras
trataba de recordar las circunstancias de una noche anterior, en el lugar
donde, bajo el resplandor del incensario, había visto las débiles huellas de la
sombra. Pero ya no estaba allí, y, respirando con más libertad, volví la mirada
a la pálida y rígida figura tendida en el lecho. Entonces me asaltaron mil
recuerdos de Ligeia, y cayó sobre mi corazón, con la turbulenta violencia de
una marea, todo el indecible dolor con que había mirado su cuerpo amortajado.
La noche avanzaba, y con el pecho lleno de amargos pensamientos, cuyo objeto
era mi único, mi supremo amor, permanecí contemplando el cuerpo de Rowena.
Quizá fuera media noche, tal vez más temprano o más tarde,
pues no tenía conciencia del tiempo, cuando un sollozo sofocado, suave, pero
muy claro, me sacó bruscamente de mi ensueño. Sentí que venía del lecho de
ébano, del lecho de muerte. Presté atención en una agonía de terror
supersticioso, pero el sonido no se repitió. Esforcé la vista para descubrir
algún movimiento del cadáver, mas no advertí nada. Sin embargo, no podía
haberme equivocado. Había oído el ruido, aunque débil, y mi espíritu estaba
despierto. Mantuve con decisión, con perseverancia, la atención clavada en el
cuerpo. Transcurrieron algunos minutos sin que ninguna circunstancia arrojara
luz sobre el misterio. Por fin, fue evidente que un color ligero, muy débil y
apenas perceptible se difundía bajo las mejillas y a lo largo de las hundidas
venas de los párpados. Con una especie de horror, de espanto indecibles, que no
tiene en el lenguaje humano expresión suficientemente enérgica, sentí que mi
corazón dejaba de latir, que mis miembros se ponían rígidos. Sin embargo, el
sentimiento del deber me devolvió la presencia de ánimo. Ya no podía dudar de
que nos habíamos apresurado en los preparativos, de que Rowena aún vivía. Era
necesario hacer algo inmediatamente; pero la torre estaba muy apartada de las
dependencias de la servidumbre, no había nadie cerca, yo no tenía modo de
llamar en mi ayuda sin abandonar la habitación unos minutos, y no podía
aventurarme a salir. Luché solo, pues, en mi intento de volver a la vida el
espíritu aún vacilante. Pero, al cabo de un breve periodo, fue evidente la
recaída; el color desapareció de los párpados y las mejillas, dejándolos más
pálidos que el mármol; los labios estaban doblemente apretados y contraídos en
la espectral expresión de la muerte; una viscosidad y un frío repulsivos
cubrieron rápidamente la superficie del cuerpo, y la habitual rigidez
cadavérica sobrevino de inmediato. Volví a desplomarme con un estremecimiento
en el diván de donde me levantara tan bruscamente y de nuevo me entregué a mis apasionadas
visiones de Ligeia.
Así transcurrió una hora cuando (¿era posible?) advertí por
segunda vez un vago sonido procedente de la región del lecho. Presté atención
en el colmo del horror. El sonido se repitió: era un suspiro. Precipitándome
hacia el cadáver, vi -claramente- temblar los labios. Un minuto después se
entreabrían, descubriendo una brillante línea de dientes nacarados. La
estupefacción luchaba ahora en mi pecho con el profundo espanto que hasta
entonces reinara solo. Sentí que mi vista se oscurecía, que mi razón se
extraviaba, y sólo por un violento esfuerzo logré al fin cobrar ánimos para
ponerme a la tarea que mi deber me señalaba una vez más. Había ahora cierto
color en la frente, en las mejillas y en la garganta; un calor perceptible invadía
todo el cuerpo; hasta se sentía latir levemente el corazón. Mi esposa vivía, y
con redoblado ardor me entregué a la tarea de resucitarla. Froté y friccioné
las sienes y las manos, y utilicé todos los expedientes que la experiencia y no
pocas lecturas médicas me aconsejaban. Pero en vano. De pronto, el color huyó,
las pulsaciones cesaron, los labios recobraron la expresión de la muerte y, un
instante después, el cuerpo todo adquiría el frío de hielo, el color lívido, la
intensa rigidez, el aspecto consumido y todas las horrendas características de
quien ha sido, por muchos días, habitante de la tumba.
Y de nuevo me sumí en las visiones de Ligeia, y de nuevo (¿y
quién ha de sorprenderse de que me estremezca al escribirlo?), de nuevo llegó a
mis oídos un sollozo ahogado que venía de la zona del lecho de ébano. Mas, ¿a
qué detallar el inenarrable horror de aquella noche? ¿A qué detenerme a relatar
cómo, hasta acercarse el momento del alba gris, se repitió este horrible drama
de resurrección; cómo cada espantosa recaída terminaba en una muerte más rígida
y aparentemente más irremediable; cómo cada agonía cobraba el aspecto de una
lucha con algún enemigo invisible, y cómo cada lucha era sucedida por no sé qué
extraño cambio en el aspecto del cuerpo? Permitidme que me apresure a concluir.
La mayor parte de la espantosa noche había transcurrido, y
la que estuviera muerta se movió de nuevo, ahora con más fuerza que antes,
aunque despertase de una disolución más horrenda y más irreparable. Yo había
cesado hacía rato de luchar o de moverme, y permanecía rígido, sentado en la
otomana, presa indefensa de un torbellino de violentas emociones, de todas las
cuales el pavor era quizá la menos terrible, la menos devoradora. El cadáver,
repito, se movía, y ahora con más fuerza que antes. Los colores de la vida
cubrieron con inusitada energía el semblante, los miembros se relajaron y, de
no ser por los párpados aún apretados y por las vendas y paños que daban un
aspecto sepulcral a la figura, podía haber soñado que Rowena había sacudido por
completo las cadenas de la muerte. Pero si entonces no acepté del todo esta
idea, por lo menos pude salir de dudas cuando, levantándose del lecho, a
tientas, con débiles pasos, con los ojos cerrados y la manera peculiar de quien
se ha extraviado en un sueño, aquel ser amortajado avanzó osadamente,
palpablemente, hasta el centro del aposento.
No temblé, no me moví, pues una multitud de ideas
inexpresables vinculadas con el aire, la estatura, el porte de la figura
cruzaron velozmente por mi cerebro, paralizándome, convirtiéndome en fría
piedra. No me moví, pero contemplé la aparición. Reinaba un loco desorden en
mis pensamientos, un tumulto incontenible. ¿Podía ser, realmente, Rowena viva
la figura que tenía delante? ¿Podía ser realmente Rowena, Rowena Trevanion de
Tremaine, la de los cabellos rubios y los ojos azules? ¿Por qué, por qué lo
dudaba? El vendaje ceñía la boca, pero ¿podía no ser la boca de Rowena de
Tremaine? Y las mejillas -con rosas como en la plenitud de su vida-, sí podían
ser en verdad las hermosas mejillas de la viviente señora de Tremaine. Y el
mentón, con sus hoyuelos, como cuando estaba sana, ¿podía no ser el suyo? Pero
entonces, ¿había crecido ella durante su enfermedad? ¿Qué inenarrable locura me
invadió al pensarlo? De un salto llegué a sus pies. Estremeciéndose a mi
contacto, dejó caer de la cabeza, sueltas, las horribles vendas que la
envolvían, y entonces, en la atmósfera sacudida del aposento, se desplomó una
enorme masa de cabellos desordenados: ¡eran más negros que las alas de cuervo
de la medianoche! Y lentamente se abrieron los ojos de la figura que estaba
ante mí. "¡En esto, por lo menos -grité-, nunca, nunca podré equivocarme!
¡Éstos son los grandes ojos, los ojos negros, los extraños ojos de mi perdido
amor, los de... los de LIGEIA!"
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