“The secrets of alchemy exist to transform mortalsfrom a state of suffering and ignoranceto a state of enlightenment and bliss.”
~ Deepak Chopra ~
Algunos alquimistas se han hecho célebres por las transmutaciones a ellos atribuidas. Entre todos ellos, el más importante quizá sea Nicolás Flamel, que relató por sí mismo su gran éxito, obtenido según sus propias palabras gracias a un viejo libro "bien encuadernado, con tapas de talón, todo él grabado con letras y cubierto con extrañas figuras", y que le fue descifrado por un médico judío. Gracias a él, y a sus constantes e infatigables prácticas ("después de largos errores de tres años, durante los cuales no hice nada más que estudiar y trabajar" , consiguió lo que deseaba. Proyectó (la Piedrafilosofal era llamada también "Piedra de proyección", ya que para transmutar un metal en oro debía proyectarse, una vez reducida a polvo, sobre éste, a fin de que penetrara profundamente en él) su Piedra sobre mercurio, "del que saqué media libra, o algo así, de plata pura, mejor que aquella de la mina". Hizo más tarde otra proyección de su Piedra roja (ya hemos dicho que la Piedra filosofal podía ser tanto blanca como roja, siendo según los relatos mejor la roja), también sobre mercurio, "en la misma casa (su casa), e igualmente con la única presencia de Perrenela (su esposa y colaboradora), el vigesimoquinto día de abril del mismo año (1382), hacia las cinco de la tarde, lo cual transmuté realmente en algo casi tan puro como el oro, más ciertamente que el oro común, más suave y maleable". Se trataba, naturalmente, de oro alquímico. Posteriormente, realizó el mismo experimento muchas otras veces, alcanzando cada vez una mayor perfección y dominio de su técnica.
Algunos, indudablemente, se reirán ante este relato, que podría escribir cualquiera, pues cualquiera puede inventar los más fabulosos éxitos con tan sólo un poco de imaginación. Sin embargo, hay otras circunstancias dignas de tener en cuenta en este caso. Nicolás Flamel, cuyo oficio era el de escribano público, dispendió a lo largo de su vida ingentes cantidades de dinero realizando obras de caridad: construyó y mantuvo catorce hospitales en París, tres nuevas capillas, hizo donación de importantes cantidades de dinero a otras tantas iglesias, y realizó un sin fin de buenas obras que sus ingresos normales no podían justificar ni en una milésima parte. Algunos historiadores intentan explicar esta riqueza afirmando que Flamel mantenía tratos secretos con los comerciantes judíos de París. Tal vez, aunque de todos modos el dinero ganado por él seguía siendo demasiado. ¿O acaso consiguió realmente fabricar oro?
Juan Bautista van Helmont, que vivió en los siglos XVI y XVII, fue un hombre de amplia erudición, instruido en química, fisiología y medicina, además de poseer una amplia cultura científica que abarcaba todas las disciplinas conocidas en aquella época. Entre sus aportaciones al progreso humano se cuenta la de ser el primero en descubrir y afirmar públicamente que existían otros gases además del aire que respiramos, así como el darles a dichos gases su nombre, creando la palabra con la que se les designa aun actualmente: "gas". Como persona interesada en todas las disciplinas científicas, se interesó también en la Alquimia, y entre sus trabajos (recopilados y publicados por su hijo) figuran varios relatos de transmutaciones efectuadas por él mismo por mediación de la Piedra filosofal. También es digno de ser notado el hecho de que describió a la misma piedra como usada en medicina, hecho que más tarde citarían también otros alquimistas.
Juan Federico Schweitzer, conocido más comúnmente como Helvetius (tanto Schweitzer en alemán como Helvetius en latín quieren decir lo mismo: suizo), es también el autor de otro relato sobre transmutaciones considerado como uno de los más importantes de la literatura alquímica... ya que Helvetius era un encarnizado adversario de todas las Artes alquímicas. En su obra El becerro de oro, describe que una noche de diciembre de 1666 un desconocido se presentó en su casa preguntándole si creía en la Piedra filosofal. Helvetius, naturalmente, respondió que no; y entonces el desconocido le mostró una cajita de marfil, en cuyo interior había tres pedazos de una sustancia transparente, parecida al ópalo, "no mayores que una nuez".
Helvetius le pidió que le diera uno de aquellos fragmentos, y como respuesta recibió tan sólo una negativa. Pidió entonces al menos una demostración. El desconocido respondió que en aquel momento no podía hacerla, pero que volvería después de tres semanas y se la daría. En el tiempo prometido volvió el misterioso personaje, diciéndole que no había sido autorizado a realizar lo que había prometido, pero que a cambio le entregaría un fragmento de la Piedra, no mayor que una semilla de mijo, y que partió aún en dos mitades cuando Helvetius se quejó de que era demasiado pequeño. "Con esto -dijo, entregándole uno de los dos fragmentos- tendrá bastante, y aún le sobrará".
Helvetius tuvo que hacerle entonces una confesión: en su anterior visita, y ante la negativa del desconocido a entregarle la Piedra, había raspado uno de los fragmentos con su uña, logrando arrancarle unas partículas. Había intentado transmutar el plomo en oro con ellas, no logrando más que cambiarlo en vidrio. Le comunicó el fracaso al desconocido, y le mostró todo lo que había conseguido. "Hay que envolver la piedra en cera amarilla -le dijo éste-, para que pueda penetrar bien el plomo y no le dañen los vapores desprendidos". Tras esto, y después de entregarle el microscópico fragmento de Piedra, se marchó, prometiendo volver al día siguiente. Pero no lo hizo, ni al otro, ni al otro: no volvió a presentarse nunca más.
Helvetius comenzó a dudar de todo lo que había ocurrido. Pero aún le quedaba el fragmento de Piedra entregado por el desconocido y, animado por su esposa, decidió ensayar con ella. Siguió todas las instrucciones que le había dado el desconocido en su última visita... ¡y el plomo se transformó en un oro tan puro, que el orfebre que lo examinó declaró que nunca en su vida había visto un oro tan fino!
Grabado alemán del siglo XVI que nos muestra a un médico consultando sobre una pócima curativa a un alquimista. En general, estos casos de cooperación entre maestros en disciplinas distintas no eran muy usuales.
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