El suicidio através de la historia



Suicidio de Judas I.
La visión histórica del suicidio, positiva o negativa, refleja los valores morales latentes en el marco cultural contemplado. De todas formas, el suicidio es un suceso universal en el tiempo y en el espacio.

Aunque el fenómeno del suicidio fue desconocido en alguna cultura primitiva, en otras fue un fenómeno muy notorio. La práctica del suicidio suele asociarse a la' prevalencia del individualismo y del gusto por las emociones violentas.

El suicidio, definido como la acción voluntaria por la que una persona se priva de la vida, es un fenómeno universal presente en todas las épocas y culturas, pero la actitud de las sociedades ha sido diferente dependiendo de las influencias religiosas, filosóficas, culturales, socio-políticas, y sobre todo de las ideas sobre la muerte y el más allá.

El suicidio es un fenómeno tan antiguo como la propia historia de la humanidad:

El Islamismo condena de forma explícita el suicidio. Mahoma dijo “El hombre no muere sino por voluntad de Dios...”por tanto se vería como un acto de insubordinación, rebeldía o pecado.

El Brahmanismo, por ejemplo, sigue creyendo que el alma camina unida al pecado cometido, hasta que no se reúna con el espíritu de Brahma, señala el fundamento de algunas formas de suicidio sacro o ritual, como el sutte o sacrificio de las viudas, o las sumersiones en el agua del Ganges.

También se habla que en la India, y bajo la influencia del brahamanismo, los sabios, en su búsqueda del nirvana se suicidaban frecuentemente en el transcurso de fiestas religiosas.

El budismo no reconoce un alma independiente, sino un alma-cuerpo interdependiente. Todo se rige por la ley del Karma, por lo tanto, todo es consecuencia del Karma pasado. El objetivo es el Nirvana o estado mental de paz completa.

En China y en Japón el suicidio solía practicarse por razones de honor. Así, en China se hizo famoso el suicidio colectivo de más de 500 seguidores de Confucio, a causa de la destrucción de los libros del maestro. En Japón se tiene noticia de sumersiones de grupos enteros de personas, y de precipitaciones a volcanes activos, precedidas de complejas costumbres y rituales.

En las antiguas religiones del Norte el gesto suicida era frecuente. Se pensaba que una muerte violenta podía poner al sujeto directamente al lado de Odín en el Walahalla –en los nórdicos- .

Es conocida, asimismo, la percepción celta de la muerte como tránsito positivo, lo que se reflejaba en la festividad de los funerales y en la gloria del suicidio. En los pueblos que habitaban la Península Ibérica antes de la llegada de los romanos, especialmente en los iberos, nos han llegado igualmente noticias de suicidios colectivos, como los ocurridos en el sitio de Numancia o de Sagunto.

En el Antiguo Egipto los partidarios del suicidio llegaban incluso a agruparse en asociaciones cuyos miembros buscaban las medidas más agradables para morir. Los suicidios colectivos parecen haber sido un hecho frecuente a través de la historia.

Atajo al Infierno
Plutarco nos relata una “epidemia suicida” acaecida entre las jóvenes de Mileto y como se consiguió acabar con ella al someter a los cadáveres a la vergüenza pública.

En la Grecia clásica, el suicidio fue un hecho común entre los filósofos. Así, Anaxágoras tras ser injustamente encarcelado cometió suicidio. Su discípulo Sócrates bebió serenamente la cicuta tras haber sido condenado a muerte. Metrocles, que estando un día en una lección, se le escapó una ventosidad involuntariamente y tanto fue el rubor y pena que de ello le sobrevino, que se cerró en su cuarto con ánimo de dejarse morir de hambre.

Sin embargo, corroborando esta dualidad ética respecto al tema, es conocido que en la Antigua Grecia, en general, el suicidio estaba perseguido. El cadáver del suicida era considerado indigno, no podía ser enterrado en el cementerio y su mano era amputada y enterrada aparte (como se hacía con los traidores). El único suicidio tolerado era el patriótico (Re Codro, Temistocle).

El estoicismo es la única concepción filosófica verdaderamente favorable al suicidio, aunque es considerado odioso y vil cuando la familia del suicida o la sociedad sufrirá por ello cuando el hombre es transportado por una aversión irracional e inmoderada: la Libidio moriendi, o “el loco deseo de muerte”.

En Atenas, si una persona antes de herirse pedía al Senado que se lo autorizase, haciendo valer las razones que le hacían la vida intolerable, y su demanda era atendida favorablemente, el suicidio era considerado como un acto legítimo.

En Roma, el suicidio de esclavos era frecuente, pero estaba prohibido, aunque también en algunas ocasiones se aceptaba incluso como un hecho de valentía.

En los pueblos bárbaros el suicidio tampoco parece ser un fenómeno extraño.

Los españoles son a menudo descritos como despreciadores de la vida dispuesto a morir antes que dejarse cautivar (Sagunto, Numancia, etc).

La religión judía, por el contrario, censura fuertemente el suicidio, aunque ya en el Viejo Testamento se encuentra el episodio de Sansón, el de Saúl, el de Ahitofel, o el de Abimelech; mientras que en el Libro de los Apóstoles se cita el caso de Razis.

La cultura cristiana, al igual que los judíos, aunque en un principio adoptó una actitud tolerante con el suicidio ante determinadas circunstancias (de este modo podría considerarse la muerte de Jesucristo y de muchos Apóstoles), posteriormente ha estimado la vida como un bien apreciable, ya que es un regalo de Dios, y sólo Él puede decidir su fin, oponiéndose. Explícitamente al suicidio. En esta misma línea podemos situar el Budismo y el Hinduismo, que lo conceptualizan de forma negativa. Así como el Islam, que lo prohíbe estrictamente.

El Cristianismo, por tanto, se ha opuesto resueltamente al suicidio, excepto en los primeros cristianos, que, para alcanzar pronto el cielo, provocaban, con su comportamiento, sentencias mortales.
 
El suicidio y la muerte
Sólo la llegada de las escuelas filosóficas aportó un gran cambio cultural, eliminando el carácter de infamia y delictual del gesto suicida, hasta el punto de que, en algunos casos, vivir era incluso considerado indeseable (Diógenes, Menedemo, Metrocle). Con los estoicos, el suicidio deviene casi un dogma: el suicidio debe ponerse en marcha cuando la vida resulta insoportable y penosa (Zenón y Cleante). Los epicúreos consentían en quitarse la vida cuando en ella no se encontraba más placer.

Aquino decía que no se puede disponer libremente de sí mismo porque no se pertenece a si mismo, en la medida que se forma parte de una unidad, de una familia, de un cuerpo social, no se puede, ni se debe desertar; en un segundo lugar, en cuanto se es criatura de Dios, no se es libre de disponer sobre su vida y su muerte. Consideraba el suicidio como el más grave de los pecados. Así y todo introduce una cierta moderación al añadir el concepto de
“irresponsabilidad”; dice que hay una serie de enfermedades vesanias (histeria, epilepsia, etc.) que no tiene que ver con la posesión diabólica con que se relacionaba al suicidio en otras épocas. Con estas opiniones se empieza a crear la idea de dividir el mundo religioso y la enfermedad mental.

Hasta el siglo XVIII la legislación civil de casi todos los países conminaba el suicidio con las más graves y deshonrosas penas, que casi siempre alcanzaban a los familiares del suicida.

En la Francia del Siglo XVII sigue la tradición represiva contra los suicidios, aunque reconoce que el suicidio podrá ser cometido por personas que no gozan plenamente de sus facultades mentales, usando el concepto de “irresponsabilidad”.

Con todo esto, ya se está hablando de aspectos patológicos y se empieza a insinuar que el suicidio estaría dentro del campo de la patología. En general, a excepción de los países anglosajones, se crea una “tradición latina” que se deja de considerar el suicidio como un delito.

El suicidio se va a convertir en un concepto que estará entre los límites de lo normal y lo patológico, al igual que antes estaba entre lo natural y lo sobrenatural. Con esto empieza un debate que no termina entre el suicidio normal y el suicidio patológico.

Esquirol divide a los suicidas en tres categorías: el provocado por las pasiones, el producido por una enfermedad mental y el provocado por el tedio de vivir. En definitiva se abre una puerta a que la medicina debe atender a los suicidios catalogados de patológicos y se muestra una dualidad entre los ámbitos religiosos y médicos.

Con el advenimiento del Romanticismo el suicidio pierde parte de su carácter peyorativo, se producen ciertas epidemias que atrapan también a algunos de sus principales protagonistas. Ortega lo denominó “mal del siglo”.

El Werther de Goethe fue considerado como el principal responsable de estas epidemias entre los suicidios románticos. La pieza musical “Triste Domingo” de Rezso Seress también provocó una oleada de suicidios durante el romanticismo.

Los suicidios por honor y, sobre todo por amor, ya elogiados en la antigüedad por Virgilio se hacen muy frecuentes al estilo de Otelo o de Romeo y Julieta de Shakespeare; o al de la Celestina, de Fernando De Rojas.

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