Las moscas es un cuento que trata sobre un hombre que sabe que morirá solo en la selva y en breves momentos. Se relata en primera persona todo lo que es propiamente humano y por tanto espiritual (“clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez”); y en tercera persona aquello que es animalidad, materialidad o naturaleza. Son dos voces con las que el autor disecta su ambivalencia, su filosofía materialista y su vivencia de hombre que trasciende la materia y sus circunstancias. Dos voces que reflejan un conflicto interior no exento de un humor irónico, típicamente oriental y también porteño.
Horacio Silvestre Quiroga Forteza (1878 – 1937)
Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este
árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo.
Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del
rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una
franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.
Esto era el
invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por
la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado
contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún
punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo,
después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco
sentado —quebrado, mejor dicho— contra el árbol.
Desde hace
un instante siento un zumbido fijo —el zumbido de la lesión medular— que lo
inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos,
y apenas si uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.
Clarísima y
capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del
suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para
extinguirse de una vez.
Esta es la
verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las
otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un
pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante
como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a
morir.
¿Pero
cuándo? ¿Qué segundo y qué instantes son éstos en que esta exasperada
conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?
Nadie se
acerca a este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad
alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las
lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y
cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y
cuero de calzado.
¡Y nada,
nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento!
Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o
allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con
perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza,
atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que
ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.
Esta es la
verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar
amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante
preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica
estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro
fijo para siempre adelante?
El zumbido
aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla
en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un
zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos,
mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.
Quiero
cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde
cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los
observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.
—Entonces
dice uno de aquéllos— no le queda más prueba de convicción que la jaulita de
moscas. Yo tengo una.
—¿Moscas … ?
—Sí
—responde—, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes
olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción
del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan
sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es
el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de
olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas
entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo,
y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A
usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca
entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el
camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.
¿Hospital…?
Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se
desvanecen en un zumbido…
Y
bruscamente, también, se hace en mí la revelación: ¡las moscas!
Son ellas las
que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte
por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una
presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre
sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación
a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y
revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la
suerte acaba de deparar a sus huevos.
El médico
tenía razón. No puede su oficio ser más lucrativo.
Mas he aquí
que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata
imponderabilidad. No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella
por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza
del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio
y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver,
lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie
de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar
vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata
desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar,
volar…
Y vuelo, y
me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que
prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.
Horacio Quiroga (1878 – 1937)
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