El infierno artificial es un relato del escritor uruguayo Horacio Quiroga, publicado en la antología de cuentos de 1917: Cuentos de amor, de locura y de muerte.
El infierno artificial examina una cuestión difícil de abordar: la adicción a las drogas. Horacio Quiroga,
maestro en el arte de urdir escenas aterradoras, plantea aquí una clase
inédita de horror, sobre el cual, presumiblemente, sabía demasiado como
para eludir la tentación de pintar sus rasgos más adictivos.
Horacio Quiroga (1878-1937)
Las
noches en que hay luna, el sepulturero avanza por entre las tumbas con
paso singularmente rígido. Va desnudo hasta la cintura y lleva un gran
sombrero de paja. Su sonrisa, fija, da la sensación de estar pegada con
cola a la cara. Si fuera descalzo, se notaría que camina con los
pulgares del pie doblados hacia abajo.
No tiene esto nada de
extraño, porque el sepulturero abusa del cloroformo. Incidencias del
oficio lo han llevado a probar el anestésico, y cuando el cloroformo
muerde en un hombre, difícilmente suelta. Nuestro conocido espera la
noche para destapar su frasco, y como su sensatez es grande, escoge el
cementerio para inviolable teatro de sus borracheras.
El
cloroformo dilata el pecho a la primera inspiración; la segunda, inunda
la boca de saliva; las extremidades hormiguean, a la tercera; a la
cuarta, los labios, a la par de las ideas, se hinchan, y luego pasan
cosas singulares. Es así como la fantasía de su paso ha llevado al
sepulturero hasta una tumba abierta en que esa tarde ha habido remoción
de huesos -inconclusa por falta de tiempo. Un ataúd ha quedado abierto
tras la verja, y a su lado, sobre la arena, el esqueleto del hombre que
estuvo encerrado en él.
...¿Ha oído algo, en verdad? Nuestro
conocido descorre el cerrojo, entra, y luego de girar suspenso alrededor
del hombre de hueso, se arrodilla y junta sus ojos a las órbitas de la
calavera.
Allí, en el fondo, un poco más arriba de la base del
cráneo, sostenido como en un pretil en una rugosidad del occipital, está
acurrucado un hombrecillo tiritante, amarillo, el rostro cruzado de
arrugas. Tiene la boca amoratada, los ojos profundamente hundidos, y la
mirada enloquecida de ansia.
Es todo cuanto queda de un cocainómano.
-¡Cocaína! ¡Por favor, un poco de cocaína!
El
sepulturero, sereno, sabe bien que él mismo llegaría a disolver con la
saliva el vidrio de su frasco, para alcanzar el cloroformo prohibido.
Es, pues, su deber ayudar al hombrecillo tiritante. Sale y vuelve con la
jeringuilla llena, que el botiquín del cementerio le ha proporcionado.
¿Pero cómo, al hombrecillo diminuto?...
-¡Por las fisuras craneanas!... ¡Pronto!
¡Cierto!
¿Cómo no se le había ocurrido a él? Y el sepulturero, de rodillas,
inyecta en las fisuras el contenido entero de la jeringuilla, que filtra
y desaparece entre las grietas. Pero seguramente algo ha llegado hasta
la fisura a que el hombrecillo se adhiere desesperadamente. Después de
ocho años de abstinencia, ¿qué molécula de cocaína no enciende un
delirio de fuerza, juventud, belleza? El sepulturero fijó sus ojos a la
órbita de la calavera, y no reconoció al hombrecillo moribundo. En el
cutis, firme y terso, no había el menor rastro de arruga. Los labios,
rojos y vitales, se entremordían con perezosa voluptuosidad que no
tendría explicación viril, si los hipnóticos no fueran casi todos
femeninos; y los ojos, sobre todo, antes vidriosos y apagados, brillaban
ahora con tal pasión que el sepulturero tuvo un impulso de envidiosa
sorpresa.
-Y eso, así... ¿la cocaína? -murmuró.
La voz de adentro sonó con inefable encanto.
-¡Ah!
¡Preciso es saber lo que son ocho años de agonía! ¡Ocho años,
desesperado, helado, prendido a la eternidad por la sola esperanza de
una gota!... Sí, es por la cocaína... ¿Y usted? Yo conozco ese olor...
¿cloroformo?
-Sí -repuso el sepulturero avergonzado de la mezquindad
de su paraíso artificial. Y agregó en voz baja:- El cloroformo
también... Me mataría antes que dejarlo.
La voz sonó un poco burlona.
-¡Matarse!
Y concluiría seguramente; sería lo que cualquiera de esos vecinos
míos... Se pudriría en tres horas, usted y sus deseos.
-Es cierto; -pensó el sepulturero- acabarían conmigo.
Pero
el otro no se había rendido. Ardía aún después de ocho años aquella
pasión que había resistido a la falta misma del vaso de deleite; que
ultrapasaba la muerte capital del organismo que la creó, la sostuvo, y
no fue capaz de aniquilarla consigo; que sobrevivía monstruosamente de
sí misma, transmutando el ansia causal en supremo goce final,
manteniéndose ante la eternidad en una rugosidad del viejo cráneo.
La voz cálida y arrastrada de voluptuosidad sonaba aún burlona.
-Usted
se mataría... ¡Linda cosa! Yo también me maté... ¡Ah, le interesa!
¿verdad? Pero somos de distinta pasta... Sin embargo, traiga su
cloroformo, respire un poco más y óigame. Apreciará entonces lo que va
de su droga a la cocaína. Vaya.
El sepulturero volvió, y echándose de pecho en el suelo, apoyado en los codos y el frasco bajo las narices, esperó.
-¡Su
cloro! No es mucho, que digamos. Y aún morfina... ¿Usted conoce el amor
por los perfumes? ¿No? ¿Y el Jicky de Guerlain? Oiga, entonces. A los
treinta años me casé, y tuve tres hijos. Con fortuna, una mujer adorable
y tres criaturas sanas, era perfectamente feliz. Sin embargo, nuestra
casa era demasiado grande para nosotros. Usted ha visto. Usted no... en
fin... ha visto que las salas lujosamente puestas parecen más solitarias
e inútiles. Sobre todo solitarias. Todo nuestro palacio vivía así en
silencio su estéril y fúnebre lujo.
Un día, en menos de diez y
ocho horas, nuestro hijo mayor nos dejó por seguir tras la difteria. A
la tarde siguiente el segundo se fue con su hermano, y mi mujer se echó
desesperada sobre lo único que nos quedaba: nuestra hija de cuatro
meses. ¿Qué nos importaba la difteria, el contagio y todo lo demás? A
pesar de la orden del médico, la madre dio de mamar a la criatura, y al
rato la pequeña se retorcía convulsa, para morir ocho horas después,
envenenada por la leche de la madre.
Sume usted: 18, 24, 9. En 51
horas, poco más de dos días, nuestra casa quedó perfectamente
silenciosa, pues no había nada que hacer. Mi mujer estaba en su cuarto, y
yo me paseaba al lado. Fuera de eso nada, ni un ruido. Y dos días antes
teníamos tres hijos...
Bueno. Mi mujer pasó cuatro días arañando la sábana, con un ataque cerebral, y yo acudí a la morfina.
-Deje eso -me dijo el médico- no es para usted.
-¿Qué,
entonces? -le respondí. Y señalé el fúnebre lujo de mi casa que
continuaba encendiendo lentamente catástrofes, como rubíes.
El hombre se compadeció.
-Prueba sulfonal, cualquier cosa... Pero sus nervios no darán.
Sulfonal,
brional, estramonio...¡bah! ¡Ah, la cocaína! Cuánto de infinito va de
la dicha desparramada en cenizas al pie de cada cama vacía, al radiante
rescate de esa misma felicidad quemada, cabe en una sola gota de
cocaína! Asombro de haber sufrido un dolor inmenso, momentos antes;
súbita y llana confianza en la vida, ahora; instantáneo rebrote de
ilusiones que acercan el porvenir a diez centímetros del alma abierta,
todo esto se precipita en las venas por entre la aguja de platino. ¡Y su
cloroformo!... Mi mujer murió. Durante dos años gasté en cocaína
muchísimo más de lo que usted puede imaginarse. ¿Sabe usted algo de
tolerancias? Cinco centigramos de morfina acaban fatalmente con un
individuo robusto. Quincey llegó a tomar durante quince años dos gramos
por día; vale decir, cuarenta veces más que la dosis mortal.
Pero
eso se paga. En mí, la verdad de las cosas lúgubres, contenida,
emborrachada día tras día, comenzó a vengarse, y ya no tuve más nervios
retorcidos que echar por delante a las horribles alucinaciones que me
asediaban. Hice entonces esfuerzos inauditos para arrojar fuera el
demonio, sin resultado. Por tres veces resistí un mes a la cocaína, un
mes entero. Y caía otra vez. Y usted no sabe, pero sabrá un día, qué
sufrimiento, qué angustia, qué sudor de agonía se siente cuando se
pretende suprimir un solo día la droga! Al fin, envenenado hasta lo más
íntimo de mi ser, preñado de torturas y fantasmas, convertido en un
tembloroso despojo humano; sin sangre, sin vida-miseria a que la cocaína
prestaba diez veces por día radiante disfraz, para hundirme en seguida
en un estupor cada vez más hondo, al fin un resto de dignidad me lanzó a
un sanatorio, me entregué atado de pies y manos para la curación.
Allí,
bajo el imperio de una voluntad ajena, vigilado constantemente para que
no pudiera procurarme el veneno, llegaría forzosamente a
descocainizarme.
¿Sabe usted lo que pasó? Que yo, conjuntamente
con el heroísmo para entregarme a la tortura, llevaba bien escondido en
el bolsillo un frasquito con cocaína... Ahora calcule usted lo que es
pasión.
Durante un año entero, después de ese fracaso, proseguí
inyectándome. Un largo viaje emprendido diome no sé qué misteriosas
fuerzas de reacción, y me enamoré entonces.
La voz calló. El
sepulturero, que escuchaba con la babeante sonrisa fija siempre en su
cara, acercó su ojo y creyó notar un velo ligeramente opaco y vidrioso
en los de su interlocutor. El cutis, a su vez, se resquebrajaba
visiblemente.
-Sí -prosiguió la voz- es el principio... Concluiré de una vez. A usted, un colega, le debo toda esta historia.
Los
padres hicieron cuanto es posible para resistir: ¡un morfinómano, o
cosa así! Para la fatalidad mía, de ella, de todos, había puesto en mi
camino a una supernerviosa. ¡Oh, admirablemente bella! No tenía sino
diez y ocho años. El lujo era para ella lo que el cristal tallado para
una esencia: su envase natural. La primera vez que, habiéndome yo
olvidado de darme una nueva inyección antes de entrar, me vio decaer
bruscamente en su presencia, idiotizarme, arrugarme, fijó en mí sus ojos
inmensamente grandes, bellos y espantados. ¡Curiosamente espantados! Me
vio, pálida y sin moverse, darme la inyección. No cesó un instante en
el resto de la noche de mirarme. Y tras aquellos ojos dilatados que me
habían visto así, yo veía a mi vez la tara neurótica, al tío internado, y
a su hermano menor epiléptico...
Al día siguiente la hallé
respirando Jicky, su perfume favorito; había leído en veinticuatro horas
cuanto es posible sobre hipnóticos.
Ahora bien: basta que dos
personas sorban los deleites de la vida de un modo anormal, para que se
comprendan tanto más íntimamente, cuanto más extraña es la obtención del
goce. Se unirán en seguida, excluyendo toda otra pasión, para aislarse
en la dicha alucinada de un paraíso artificial.
En veinte días,
aquel encanto de cuerpo, belleza, juventud y elegancia, quedó suspenso
del aliento embriagador de los perfumes. Comenzó a vivir, como yo con la
cocaína, en el cielo delirante de su Jicky.
Al fin nos pareció
peligroso el mutuo sonambulismo en su casa, por fugaz que fuera, y
decidimos crear nuestro paraíso. Ninguno mejor que mi propia casa, de la
que nada había tocado, y a la que no había vuelto más. Se llevaron
anchos y bajos divanes a la sala; y allí, en el mismo silencio y la
misma suntuosidad fúnebre que había incubado la muerte de mis hijos; en
la profunda quietud de la sala, con lámpara encendida a la una de la
tarde; bajo la atmósfera pesada de perfumes, vivimos horas y horas
nuestro fraternal y taciturno idilio, yo tendido inmóvil con los ojos
abiertos, pálido como la muerte; ella echada sobre el diván, manteniendo
bajo las narices, con su mano helada, el frasco de Jicky.
Porque
no había en nosotros el menor rastro de deseo -¡y cuán hermosa estaba
con sus profundas ojeras, su peinado descompuesto, y, el ardiente lujo
de su falda inmaculada! Durante tres meses consecutivos raras veces
faltó, sin llegar yo jamás a explicarme qué combinaciones de visitas,
casamientos y garden party debió hacer para no ser sospechada. En
aquellas raras ocasiones llegaba al día siguiente ansiosa, entraba sin
mirarme, tiraba su sombrero con un ademán brusco, para tenderse en
seguida, la cabeza echada atrás y los ojos entornados, al sonambulismo
de su Jicky.
Abrevio: una tarde, y por una de esas reacciones
inexplicables con que los organismos envenenados lanzan en explosión sus
reservas de defensa -los morfinómanos las conocen bien!- sentí todo el
profundo goce que había, no en mi cocaína, sino en aquel cuerpo de diez y
ocho años, admirablemente hecho para ser deseado. Esa tarde, como
nunca, su belleza surgía pálida y sensual, de la suntuosa quietud de la
sala iluminada. Tan brusca fue la sacudida, que me hallé sentado en el
diván, mirándola. ¡Diez y ocho años... y con esa hermosura!
Ella me vio llegar sin hacer un movimiento, y al inclinarme me miró con fría extrañeza.
-Sí... -murmuré.
-No, no... -repuso ella con la voz blanca, esquivando la boca en pesados movimiento de su cabellera.
Al fin, al fin echó la cabeza atrás y cedió cerrando los ojos.
¡Ah!
¡Para qué haber resucitado un instante, si mi potencia viril, si mi
orgullo de varón no revivía más! ¡Estaba muerto para siempre, ahogado,
disuelto en el mar de cocaína! Caí a su lado, sentado en el suelo, y
hundí la cabeza entre sus faldas, permaneciendo así una hora entera en
hondo silencio, mientras ella, muy pálida, se mantenía también inmóvil,
los ojos abiertos fijos en el techo.
Pero ese fustazo de reacción
que había encendido un efímero relámpago de ruina sensorial, traía
también a flor de conciencia cuanto de honor masculino y vergüenza viril
agonizaba en mí. El fracaso de un día en el sanatorio, y el diario ante
mi propia dignidad, no eran nada en comparación del de ese momento,
¿comprende usted? ¡Para qué vivir, si el infierno artificial en que me
había precipitado y del que no podía salir, era incapaz de absorberme
del todo! ¡Y me había soltado un instante, para hundirme en ese final!
Me
levanté y fui adentro, a las piezas bien conocidas, donde aún estaba mi
revólver. Cuando volví, ella tenía los párpados cerrados.
-Matémonos -le dije.
Entreabrió
los ojos, y durante un minuto no apartó la mirada de mí. Su frente
límpida volvió a tener el mismo movimiento de cansado éxtasis:
-Matémonos -murmuró.
Recorrió
en seguida con la vista el fúnebre lujo de la sala, en que la lámpara
ardía con alta luz, y contrajo ligeramente el ceño.
-Aquí no -agregó.
Salimos
juntos, pesados aún de alucinación, y atravesamos la casa resonante,
pieza tras pieza. Al fin ella se apoyó contra una puerta y cerró los
ojos. Cayó a lo largo de la pared. Volví el arma contra mí mismo, y me
maté a mi vez. Entonces, cuando a la explosión mi mandíbula se descolgó
bruscamente, y sentí un inmenso hormigueo en la cabeza; cuando el
corazón tuvo dos o tres sobresaltos, y se detuvo paralizado; cuando en
mi cerebro y en mis nervios y en mi sangre no hubo la más remota
probabilidad de que la vida volviera a ellos, sentí que mi deuda con la
cocaína estaba cumplida. ¡Me había matado, pero yo la había muerto a mi
vez!
¡Y me equivoqué! Porque un instante después pude ver,
entrando vacilantes y de la mano, por la puerta de la sala, a nuestros
cuerpos muertos, que volvían obstinados...
La voz se quebró de golpe.
-¡Cocaína, por favor! ¡Un poco de cocaína!
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