Cantos de Maldoror.

Isidore Lucien Ducasse, conde de Lautréamont (1846-1870).


Canto primero.

Me propongo, sin estar emocionado, declamar con voz potente la estrofa seria y fría que vais a oír. Prestad atención a su contenido y no os dejéis llevar por la impresión penosa que al modo de una contusión ha de producir seguramente en vuestras imaginaciones alteradas. No creáis que yo esté a punto de morir, pues todavía no me he vuelto esquelético ni la vejez está marcada en mi frente. Descartemos, por lo tanto, toda idea de comparación con el cisne en el momento en que su existencia lo abandona, y no veáis ante vosotros sino un monstruo cuyo semblante me hace feliz que no podáis contemplar: si bien es menos horrible que su alma. Con todo, no soy un criminal…

Pero dejemos esto. No hace mucho tiempo que he vuelto a ver el mar y que he puesto los pies sobre los puentes de los barcos, y mis recuerdos son tan vivos como si lo hubiera dejado ayer. Tratad, con todo, de mantener la misma calma que yo en esta lectura que ya estoy arrepentido de ofreceros, y de no enrojecer ante la idea de lo que es el corazón humano. ¡Oh pulpo de mirada de seda!, tú, cuya alma es inseparable de la mía, tú, el más bello de los habitantes del globo terráqueo, que mandas sobre un serrallo de cuatrocientas ventosas, tú, en quien residen noblemente como en su morada natural, en perfecto acuerdo y unidas por lazos indestructibles, la dulce virtud comunicativa y las divinas gracias, ¿por qué razón no estás junto a mí, tu vientre de mercurio contra mi pecho de aluminio, ambos sentados sobre alguna roca de la costa, para contemplar ese espectáculo que idolatro?

Viejo océano de ondas de cristal, te pareces, guardadas las proporciones, a esas marcas azuladas que se ven en el dorso magullado de los grumetes, eres una inmensa equimosis que se muestra sobre el cuerpo de la tierra: me encanta esta comparación. Así, al primer golpe de vista, un soplo prolongado de tristeza, que se tomaría por el murmullo de tu brisa suave, pasa, dejando rastros inefables sobre el alma profundamente sacudida, y recuerdas a la memoria de tus amantes, sin que ellos lo adviertan, los duros comienzos del hombre en los que inicia sus relaciones con el dolor, que no ha de abandonarlo nunca más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu forma armoniosamente esférica, que regocija la cara grave de la geometría, me recuerda demasiado los ojos del hombre, parecidos por su pequeñez a los del jabalí, y a los de las aves nocturnas por la perfección circular del contorno. Sin embargo, en el transcurso de los siglos, el hombre no ha dejado nunca de creerse bello. Pero pienso que más bien cree en su belleza por amor propio, aunque en realidad no es bello y lo sospecha; si no, ¿por qué contempla el rostro de sus semejantes con tanto desprecio? ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, eres el símbolo de la identidad: siempre igual a ti mismo. No presentas cambios fundamentales, y si tus olas en alguna parte están encrespadas, más lejos, en otra zona, se encuentran en la más completa calma. No eres como el hombre que se detiene en la calle para ver cómo se toman por el cuello dos bull-dogs, pero que no se detiene cuando pasa un entierro; que por la mañana está afable y por la tarde malhumorado, que hoy ríe y mañana llora. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, no sería del todo imposible que escondieras en tu seno futuros beneficios para el hombre. Ya le has dado la ballena. No dejas adivinar fácilmente a los ojos ávidos de las ciencias naturales los mil secretos de tu íntima estructura: eres modesto. El hombre se jacta continuamente, y sólo de minucias. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, las especies diversas de peces que alimentas, no se han jurado fraternidad entre sí. Cada especie vive apartada. Los temperamentos y las conformaciones variables de una a otra, explican, de manera satisfactoria, lo que al comienzo sólo parece una anomalía. Lo mismo pasa con el hombre, que no tiene los mismos motivos de disculpa. Si un trozo de tierra está ocupado por treinta millones de seres humanos, éstos se creen obligados a no mezclarse en la existencia de sus vecinos, que han echado raíces en el trozo de tierra contiguo. Grande o pequeño, cada hombre vive como un salvaje en su guarida, y sale de ella muy poco para visitar a sus congéneres, acurrucados igualmente en otra guarida. La gran familia universal de los seres humanos es una utopía digna de la lógica más mediocre. Además, del espectáculo de tus Mamas fecundas se deduce la noción de ingratitud: pues se piensa inmediatamente en la multitud de padres tan ingratos hacia el Creador como para abandonar el fruto de su miserable unión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu grandeza material sólo puede medirse con la magnitud que uno se representa de la potencia activa que ha sido necesaria para engendrar la totalidad de tu masa. No se te puede abarcar de una ojeada. Para contemplarte es imprescindible que la vista haga girar su telescopio con movimiento continuo hacia los cuatro puntos del horizonte, del mismo modo que un matemático está obligado, para resolver una ecuación algebraica, a examinar por separado los distintos casos posibles, antes de superar la dificultad. El hombre ingiere sustancias nutritivas y realiza otros esfuerzos dignos de mejor suerte para dar idea de que es corpulento.. Que se hinche todo lo que quiera esa rana adorable. Quédate tranquilo, nunca igualará tu volumen; por lo menos ésa es mi opinión. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tus aguas son amargas. Tienen exactamente el mismo gusto que la hiel destilada por la crítica sobre las bellas artes, sobre las ciencias, sobre todo. Si alguien tiene genio, se lo hace pasar por idiota, si algún otro es corporalmente bello, resulta un horrible contrahecho. No hay duda de que el hombre debe sentir intensamente su imperfección, cuyas tres cuartas partes son, por lo demás, obra suya, para criticarla de tal modo. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, los hombres, pese a la excelencia de sus métodos, todavía no han logrado, con ayuda de los procedimientos de investigación de la ciencia, medir la profundidad vertiginosa de tus abismos, algunos de los cuales hasta las sondas más largas y pesadas han reconocido inaccesibles. A los peces… le está permitido; no a los hombres. Muchas veces me he preguntado si será más fácil de reconocer la profundidad del océano que la profundidad del corazón humano. A menudo, con la mano apoyada en la frente, de pie sobre los barcos, en tanto que la luna se balanceaba entre los mástiles en forma irregular, me he sorprendido mientras hacía a un lado todo aquello que no era el fin que yo perseguía, esforzándome por resolver ese difícil problema. Sí, ¿cuál es más profundo, más impenetrable de los dos: el océano o el corazón humano? Si treinta años de experiencia de la vida pueden, hasta cierto punto, inclinar la balanza hacia una u otra solución, me estará permitido decir que, pese a lo profundo del océano, no podrá igualarse, en lo que respecta a dicha propiedad, con lo profundo del corazón humano. Estuve en contacto con hombres que fueron virtuosos. Morían a los sesenta años y nadie dejaba de exclamar: "Han practicado el bien en este mundo, lo que quiere decir que han sido caritativos: eso es todo; no hay en ello picardía alguna y cualquiera puede hacer otro tanto." ¿Quién comprenderá por qué dos amantes que se idolatraban la víspera, se separan por una palabra mal interpretada, uno hacia oriente, otro hacia occidente, con los aguijones del odio, de la venganza, del amor y de los remordimientos, y no se vuelven a ver nunca más, embozado cada uno en su altanería solitaria? Es un milagro que, aunque se renueva diariamente, no deja por eso de ser menos milagroso. ¿Quién comprenderá por qué se saborean, no sólo las desgracias generales de los semejantes, sino también las particulares de los amigos más queridos, aunque al mismo tiempo se sufra la aflicción? Un ejemplo irrebatible para cerrar la serie: el hombre dice hipócritamente sí y piensa no. Por esta razón los jabatos de la humanidad confían tanto los unos en los otros, y no son egoístas. Todavía le queda a la psicología mucho camino por andar. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, tu poder es extraordinario y los hombres han aprendido a conocerlo a sus expensas. Por más que empleen todos los recursos de su genio, son incapaces de dominarte. Han encontrado a su maestro. Debo agregar que han encontrado algo más fuerte que ellos. Ese algo tiene un nombre. Ese nombre es: ¡océano! El miedo que les inspiras ha hecho que te respeten. Con todo, haces danzar sus máquinas más pesadas con gracia, elegancia y facilidad. Les haces ejecutar saltos gimnásticos hasta el cielo y admirables zambullidas hasta el fondo de tus dominios que despertarían la envidia de un saltimbanqui. Bienaventurados aquellos que no llegas a envolver definitivamente con tus pliegues burbujeantes, para ir a ver, sin ferrocarril, en tus entrañas acuosas, cómo lo pasan los peces, y sobre todo, cómo lo pasan ellos mismos. El hombre dice: Yo soy más inteligente que el océano. Es posible; quizás hasta sea cierto; pero más miedo le tiene el hombre al océano, que el que éste le tiene al hombre: lo cual no necesita demostración. Ese patriarca observador, contemporáneo de las primeras épocas de nuestro globo suspendido, sonríe compasivo cuando asiste a los combates navales de las naciones. Ahí tenéis un centenar de leviatanes salidos de las manos de la humanidad. Las órdenes enfáticas de los superiores, los gritos de los heridos, el estruendo de los cañones, constituyen una barahúnda apropiada para aniquilar a unos pocos segundos. Pareciera que el drama ha concluido y que el océano lo ha tragado todo en su vientre. Las fauces son formidables. ¡Qué inmenso debe de ser hacia abajo, en la dirección de lo desconocido! Como remate de la estúpida comedia, que ni siquiera despierta interés, se ve en medio de los aires alguna cigüeña retrasada por la fatiga, que se pone a gritar sin disminuir el empuje de su vuelo: ¡Vaya!… ¡no me gusta nada! Había allá abajo unos puntos negros; cerré los ojos y ya no están más. ¡Te saludo, viejo océano!

Viejo océano, oh gran célibe; cuando recorres la solemne soledad de tus reinos flemáticos, te enorgulleces con justicia de tu magnificencia natural y de la merecida alabanza que me apresuro a dedicarte. Voluptuosamente mecida por los tiernos efluvios de tu lentitud majestuosa —atributo, el más grandioso entre aquellos con que el soberano te ha favorecido—, tú haces rodar, en medio de un sombrío misterio, por toda tu superficie sublime, las olas incomparables, con el sentimiento sereno de tu eterno poder. Ellas desfilan paralelamente, separadas por cortos intervalos. Apenas una disminuye, otra que crece va a su encuentro, acompañada del rumor melancólico de la espuma que se deshace para advertimos que todo es sólo espuma. (Así los seres humanos, esas olas vivientes, perecen uno tras otro, de un modo monótono, sin producir siquiera un rumor espumoso.) El ave de paso reposa sobre ellas confiada, dejándose llevar por sus movimientos llenos de gracia arrogante, hasta que el armazón de sus alas haya recobrado el vigor normal para continuar su aérea peregrinación. Quisiera que la majestad humana fuera por lo menos la encarnación del reflejo de la tuya. Pido demasiado, y este deseo sincero te glorifica. Tu grandeza moral, imagen del infinito, es inmensa como la reflexión del filósofo, como el amor de la mujer, como la belleza divina del ave, como la meditación del poeta. Eres más bello que la noche. Contéstame, océano: ¿quieres ser mi hermano? Muévete impetuosamente… más… todavía más, si aspiras a que te compare con la venganza de Dios; alarga tus garras lívidas fraguándote un camino en tu propio seno… está bien. Haz rodar tus olas espantosas, océano horrible que sólo yo comprendo, y ante el cual caigo prosternado. La majestad del hombre es prestada; no se me impone; tú, sí. Oh, cuando avanzas con la cresta alta y terrible, rodeado por tus repliegues tortuosos como por un séquito, magnético y salvaje, haciendo rodar tus ondas unas sobre otras, con la conciencia de lo que eres, en tanto que lanzas desde las profundidades de tu pecho, como abrumado por un intenso remordimiento que no puedo descubrir, ese sordo bramido perpetuo que tanto atemoriza a los hombres, hasta cuando te contemplan trémulos desde la seguridad de la costa; entonces comprendo que no poseo el insigne derecho de proclamarme tu igual. Por eso, frente a tu superioridad, te entregaría todo mi amor (y nadie conoce la cantidad de amor contenida en mis aspiraciones hacia lo bello) si no me recordaras dolorosamente a mis semejantes, que forman contigo el más irónico contraste, la antítesis más grotesca que jamás se haya visto en la creación: no puedo amarte, te aborrezco. ¿Por qué entonces vuelvo a ti, por milésima vez, hacia tus manos amigas que se disponen a acariciar mi frente ardorosa, cuya fiebre desaparece a tu contacto? No conozco tu destino secreto, todo lo que te concierne me interesa. Dime, entonces, si eres la morada del príncipe de las tinieblas. Dímelo… dímelo, océano (solamente a mí para no entristecer a aquellos que hasta ahora sólo han conocido ilusiones), y si el soplo de Satán crea las tempestades que levantan tus aguas saladas hasta las nubes. Es preciso que me lo digas porque me alegraría saber que el infierno está tan cerca del hombre. Quiero que ésta sea la última estrofa de mi invocación. Por lo tanto, quiero saludarte una vez más y presentarte mi adiós. Viejo océano de ondas de cristal… abundantes lágrimas humedecen mis ojos, y me faltan fuerzas para proseguir, pues siento que ha llegado el momento de retornar con los hombres de aspecto brutal; pero… ¡ánimo! Hagamos un gran esfuerzo y cumplamos, con el sentimiento del deber, nuestro destino sobre esta tierra. ¡Te saludo, viejo océano!

Conde de Lautréamont (1846-1870)

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