Morton Silkline estaba en su despacho, meditando sobre ciertos arreglos florales para las exequias de Beaumont. En ese momento, los tañidos de “Estoy cruzando el puente para unirme al coro invisible” anunciaron que un visitante acababa de entrar a El Catafalco Barato de Clooney.
Silkline parpadeó para borrar la meditación de sus ojos color de hígado y entretejió los dedos en un plácido ademán, recostándose en la silla tapizada de marta, con una sonrisa de funeral bienvenida. En la quietud del vestíbulo, la alfombra dejó oír apenas un rumor de pasos cómodos y tranquilos. Precisamente antes de que entrara aquel hombre alto, el reloj del escritorio zumbó, en un seco anuncio de las siete y treinta. Morton Silkline se levantó, como si lo hubieran sorprendido en medio de un téte-a-téte con el ángel de la muerte, y se adelantó con pies susurrantes para alargar una mano de dedos laxos.
—Buenas tardes, señor —entonó, con una sonrisa que expresaba, en proporciones exactas, la simpatía y la bienvenida, con un dejo de reverencia.
El hombre devolvió su apretón de manos con una presión fresca y demoledora. Silkline se las compuso para disimular un momentáneo parpadeo de dolor en sus ojos color de canela.
—¿Quiere tomar asiento? —murmuró, señalando con su mano amoratada la silla de Los Dolientes.
—Gracias —repuso el hombre, con voz de barítono cortés.
Se sentó, desabotonando la delantera de su abrigo con cuello de terciopelo, y dejó su sombrero oscuro sobre la cristalina del escritorio.
—Mi nombre es Morton Silkline —se presentó el gerente, mientras volvía a posarse en el asiento.
—Asper —respondió, a su vez, el visitante.
—Permítame decirle que es un placer el conocerlo, señor Asper —ronroneó Silkline.
—Gracias.
—Bien, veamos —prosiguió Silkline, yendo directamente al duelo—, ¿qué podemos hacer en Clooney para aliviar su pena?
El hombre cruzó las piernas, enfundadas en pantalones oscuros, y replicó:
—Quisiera contratar un servicio fúnebre.
Silkline inclinó la cabeza, con una sonrisa que decía: “Para socorrerle estoy aquí”.
—Indudablemente —dijo—, ha venido al sitio más adecuado, señor.
Elevó los ojos por sobre la cabeza del visitante, y recitó:
—Cuando los seres amados yacen en el solitario diván del sueño eterno, deje usted que Clooney eche el cobertor ―y volvió a bajar la vista, con una sonrisa de modesto servilismo.
—Esa frase la ideó la señora Clooney —explicó—. Nos gusta expresarla a quienes vienen en busca de consuelo.
—Muy bonito —dijo el hombre—. Muy poético. Pero vamos a los detalles. Me interesaría alquilar la sala más grande.
—Comprendo —repuso Silkline, conteniendo a duras penas el deseo de frotarse las manos—. Es la Sala del Descanso Eterno.
—Bien —asintió el visitante, afablemente—. También quisiera comprar el ataúd más caro.
Silkline estuvo a punto de sonreír con la alegría de un niño, pero su válvula cardíaca bombeó vigorosamente, y le permitió afinar el rostro en pliegues de solícita pena.
—Sin duda alguna, es posible.
—¿Con manijas de oro? —preguntó el cliente.
—Claro, sí —respondió el gerente Silkline, tragando saliva con un chasquido audible—. No lo dudo, Clooney puede proporcionarle cuanto usted necesita en estos momentos de dolor. Naturalmente…
Su voz expresó un pequeño cambio, de la condolencia a lo fiduciario.
—…representará un gasto algo mayor que el común.
—No importa cuánto cueste —respondió el visitante, desechando la advertencia con un gesto de la mano—. Quiero lo mejor.
—Así lo haremos, señor, así lo haremos —declaró Morton Silkline, con fervor.
—Magnifico.
—Ahora bien —prosiguió Silkline, de inmediato —, ¿desea usted que nuestro señor Mossmound pronuncie su sermón Al cruzar la gran frontera? ¿O ha pensado en alguna ceremonia de algún culto particular?
—Creo que no —replicó el hombre, meneando pensativamente la cabeza—. Un amigo mío pronunciará algunas palabras.
—Comprendo.
Se inclinó hacia adelante para tomar la pluma estilográfica de oro situada en el tintero de ónix; con dos dedos de la mano izquierda tomó un formulario de solicitud de una caja de marfil, y adoptó la expresión adecuada para Formular las Preguntas Dolorosas.
—¿Puedo preguntarle por el nombre del difunto?
—Asper —dijo el hombre.
Silkline levantó la vista, con una sonrisa cortés.
—¿Algún pariente?
—Soy yo.
La risa de Silkline se resolvió en una débil tosecita.
—¿Me disculpa? —inquirió—. Me pareció oírle decir…
—Que soy yo —repitió el cliente.
—Pero… no…
—Verá usted —explicó el hombre—. Nunca viví como se debe. Mi existencia fue una especie de lucha libre, siempre improvisada. Nada… ¿cómo podría expresarlo?… Nada muy sabroso ―y agregó, encogiéndose de hombros—: Siempre he lamentado que las cosas fueran así, y habría querido arreglarlas.
Morton Silkline había vuelto a colocar la pluma en su tintero, con un decisivo gesto de la mano, y estaba de pie, palpitando de disgusto.
—Realmente, señor —expresó—, realmente…
El hombre pareció sorprendido ante aire tan ofendido.
—Yo… —comenzó a explicar.
—Me gustan las bromas tanto como a cualquiera —le interrumpió Silkline—, pero no durante las horas de trabajo. Creo que usted, señor, no se da cuenta de dónde está. Está en Clooney, una empresa fúnebre de reconocida respetabilidad; éste no es lugar para chistes triviales ni para…
Se echó hacia atrás, boquiabierto. El hombre de negro acababa de levantarse bruscamente, con los ojos centelleantes.
—Esto no es ninguna broma —dijo, en tono funesto.
—Que no es… —balbuceó Silkline, pero no pudo proseguir.
—He venido con un propósito muy serio ―los ojos le brillaban como dos brasas encendidas—. Y quiero que este propósito sea satisfecho —concluyó—. ¿Entiende?
—Yo…
—El próximo martes —prosiguió el cliente—, a las ocho y media de la noche, mis amigos y yo vendremos para llevar a cabo las ceremonias. Tenga todo listo para entonces. El pago será al contado, después de las exequias. ¿Alguna pregunta?
—Yo…
—No necesito recordarle —dijo el visitante, recogiendo el sombrero— que éste es, para mí, un asunto de la mayor importancia.
Hizo una pausa, y su voz tomó la intensidad de un bajo profundo:
—Espero que todo marche bien.
Y con una ligera inclinación, se volvió, alcanzando en dos majestuosos pasos la puerta de la oficina. Allí se detuvo un momento.
—¡Ah! Otro detalle —dijo—. Ese espejo que está en el vestíbulo: quítelo. Y retire todos los que mis amigos y yo podamos encontrar mientras estemos en sus instalaciones… ―y concluyó, alzando una mano enguantada de gris—. Y ahora, buenas noches.
Cuando Morton Silkline llegó al vestíbulo, su cliente salía aleteando por una pequeña ventana. Súbitamente, Morton Silkline cayó contra el suelo. Llegaron a las ocho y treinta, y entraron al vestíbulo conversando entre sí; allí los esperaba Morton Silkline, con las rodillas vacilantes y los ojos circundados por enormes manchas, como las de un mapache, debido a las noches de insomnio.
—Buenas noches —saludó el hombre alto, reparando complacido en la ausencia del espejo.
—Buenas… —fue todo lo que Silkline pudo articular.
Le fallaron las cuerdas vocales, y los ojos, embotados por el aturdimiento, recorrieron uno a uno los miembros del cortejo: un jorobado de rostro deforme, a quien oyó que llamaban Igor; una vieja con sombrero de pico y un gato negro encaramado al hombro; un hombre macizo, de manos velludas, que hacía resonar los amarillos dientes, fijando en Silkline una mirada algo más que indiferente; un hombrecito con facciones de cera, que sonreía al gerente lamiéndose los labios, como poseído por una satisfacción interior. Y cinco o seis hombres y mujeres más, todos vestidos formalmente, encendidos los ojos y los labios, y con dentaduras ―Silkline se encogió― realmente soberbias. El gerente se apretó contra la pared, la boca abierta y las manos temblando a los costados, mientras los asistentes pasaban charlando unos con otros, rumbo a la Sala del Descanso Eterno.
—Venga con nosotros —dijo el hombre alto.
Silkline se apartó de la pared y avanzó, tambaleando y en zigzag, con los ojos dilatados de estupor.
—Espero que todo esté preparado —dijo el hombre, gentilmente.
—¡Oh! —chirrió Silkline—. ¡Oh, oh, sí!
—Excelente —replicó el cliente.
Cuando los dos entraron a la habitación, los otros estaban agrupados en semicírculo en torno al ataúd.
—Ser bueno —murmuraba el jorobado para sí—. Buena caja.
—¿Qué me cuentas de ese ataúd, Delfinia? —cloqueó la vieja.
Y Delfinia replicó:
—Mrrrau.
Mientras tanto, los otros sonreían con aprobación, murmurando “¡Ah!”y “¡Oh!”. En ese momento, una de las mujeres vestidas de largo dijo:
—Dejemos que Ludwig lo vea.
El semicírculo se abrió, para que el hombre alto pudiera pasar. Este deslizó sus largos dedos sobre los adornos dorados y la cubierta, con un gesto de placer.
—Espléndido —murmuró, con la voz áspera por la emoción—. Realmente espléndido. Lo que siempre quise.
—Has escogido una belleza, muchacho —dijo un caballero alto, de cabellos blancos.
—Bueno, ¡pruébatelo! —chilló la vieja.
Ludwig, con una sonrisa infantil, trepó el ataúd y se acomodó en el interior.
—Me queda perfecto —dijo, contento.
—Amo quedar bien —musitó Igor, asintiendo—. Quedar bien caja.
En ese momento, el hombre de las manos velludas pidió que la ceremonia comenzara ―pues tenía una cita para las nueve y cuarto―, y todo el mundo corrió a su asiento.
—Ven, pollito —dijo la vieja, agitando una mano huesuda ante el petrificado Silkline—. Siéntate a mi lado. Me gustan los muchachitos guapos, ¿verdad, Delfinia?
Y Delfinia dijo:
—Mrrrau.
—Por favor, Jenny —pidió Ludwig Asper, abriendo los ojos por un instante—. Ponte seria. Ya sabes lo que esto significa para mí.
—Sí, sí —murmuró la vieja, encogiéndose de hombros.
Se quitó el sombrero picudo para esponjarse los húmedos rizos, mientras Silkline, rígido como un zombie, se sentaba a su lado, guiado por la mano del hombrecito de cera.
—¡Hola, muchacho! —susurró la vieja, inclinándose para clavarle en las costillas un codo agudo como una espada.
En ese momento se levantó el caballero alto y canoso de la zona carpasiana, y comenzó el sermón.
—Amigos míos —dijo el caballero—, nos hemos reunido entre estos muros circundados de flores para rendir homenaje a nuestro camarada, Ludwig Asper, a quien los hados piadosos e inflexibles han arrancado de nuestra existencia, para llevarlo a ese desierto sarcófago de la eternidad.
—Ci-gît —murmuró alguien—. Chant du cygne…
Igor sollozaba. El hombre del rostro de cera, sentado junto a Morton Silkline, se inclinó para comentarle:
—Buen gusto, ¿no?
Pero Silkline no se sintió muy seguro de que se refiriera al discurso fúnebre.
—Aquí estamos —continuó el caballero cárpato— para reunir nuestras amarguras ante el féretro de nuestro camarada: este lecho de dolor, esta lápida, este desdichado túmulo…
—Más alto, más alto —exigió Jenny, golpeando el suelo con un zapato puntiagudo y petulante.
Y Delfinia dijo:
—Mrrrau.
Y la vieja guiñó hacia Silkline un ojo surcado de sangre. El gerente se encogió, retirándose, pero al hacerlo rozó al hombrecito, que lo contempló con ojos relucientes, murmurando otra vez:
—Buen gusto…
El caballero canoso se detuvo por un instante, para bajar hacia la bruja su majestuosa nariz. Después continuó:
—Esta última morada, este dokhma tenebroso, este ghat…
—¿Qué dijo? —preguntó Igor, interrumpiendo un sollozo—. ¿Qué, qué?
—No estás en un concurso de declamación, muchacho ―dijo la vieja—. Habla claro, te digo.
Ludwig volvió a levantar la cabeza, con expresión de dolorosa confusión.
—Jenny —dijo—. Por favor.
—¡Ahhh, por los dientes del sapo! —graznó la vieja, mientras Delfinia gemía.
—Requiescat in pace, querido hermano —prosiguió el conde, tozudo—. Tu recuerdo no perecerá con tu sepultura atemporal. No es que estés fuera del juego, querido amigo, sino que juegas en otro campo.
En esto, el hombre de las manos velludas se levantó para abandonar la sala, anunciando en tono gutural:
—Me voy.
Silkline se sintió convertido en un trozo de hielo: acababa de escuchar un rumor de garras sobre la alfombra del vestíbulo. Un alarido retumbó a lo largo de todos los muros.
—Ullgate dice que tiene una cena —dijo el hombrecito sentado a su lado, con una brillante sonrisa.
La silla del gerente crujió bajo sus estremecimientos. El caballero de pelo blanco se irguió, alto y silencioso, con los ojos cerrados y la boca cerrada en un gesto aristocrático.
—Conde —rogó Ludwig—, por favor…
—¿Es necesario que me someta a estas calumnias vulgares? —preguntó el conde—. ¿A estas…?
—Bueno, la-ra-rá —canturreó Jenny a su gata.
—¡Silencio, mujer! —rugió el conde.
La cabeza canosa desapareció momentáneamente en un vapor blanco y arremolinado, para surgir de nuevo en cuanto el conde recuperó el control sobre sí. Ludwig se sentó, con la cara contraída por el disgusto.
—Jenny —declaró—, será mejor que te vayas.
—¿Crees que vas a echar a la vieja Jenny de Boston? —le desafió la bruja—. ¡Bueno, ahora verás lo que pasa!
Ante los ojos del horrorizado Silkline, la bruja dio una palmada a su sombrero picudo; de los dedos surgieron pequeñas chispas. Delfinia se erizó, convirtiendo su pelaje en clavos de ébano. El conde se adelantó con una mano extendida y aferró a la vieja por el hombro, pero se detuvo, rígido: una hoguera chisporroteante acababa de formarse a su alrededor.
—¡Jaaaa! —graznó Jenny.
Silkline, boquiabierto y horrorizado, balbuceaba:
—¡Mi alfombra!
—¡Jenny! —gritó Ludwig, saliendo de su ataúd.
La bruja hizo un gesto, y todas las flores del cuarto explotaron como rosetas de maíz.
—¡Noooo! —gimió Silkline.
Las cortinas llameaban. Volaron las sillas. El conde se convirtió en una corriente de agua blanca y carbonatada, que corrió hacia Jenny. Ella alzó los brazos y se evaporó, con gata y todo, en una espuma anaranjada. El aire se espesó con chillidos y batir de alas. Cuando Morton Silkline estaba a punto de perder los ojos, a fuerza de dilatarlos, el hombrecito de la cara cerosa se inclinó, mostrando los dientes en una sonrisa, para apretar el brazo entumecido del gerente.
—Buen gusto —murmuró.
De inmediato, Silkline fue una sola cosa con la alfombra.
Morton Silkline se dejó caer en su silla tapizada de marta; aunque ya había pasado una semana desde aquellos sucesos, todavía le quedaba un tic nervioso. Sobre su escritorio estaba aún la nota que dejara Ludwig Asper, prendida a su pecho inconsciente.
“Señor ―decía la nota―, acepte, además de esta bolsa de oro (que supongo cubrirá todos los gastos), mis más sentidas disculpas por la falta de decoro demostrada por los invitados a mi funeral. Con excepción de ese detalle, todo ha resultado de mi entera satisfacción.”
Silkline dejó la nota y acarició tiernamente la montaña de monedas centelleantes. Mediante discretas consultas, había averiguado que una conexión en México ―para precisar, un sobrino cosmetólogo de La Catacumba Barata de Carrillo― podía colocar el oro para mutuo beneficio. Bien consideradas las cosas, el asunto no había sido tan malo como…
Morton Silkline levantó la vista: algo había entrado a su despacho. Habría preferido echarse atrás con un grito, para desaparecer en el empapelado de la pared, pero estaba petrificado. Boquiabierto una vez más, contempló aquel ser informe y voluminoso, de múltiples tentáculos, que se balanceaba ante él, despidiendo un humo de color ocre. Cortésmente, el ente dijo:
—Un amigo me recomendó esta casa.
Por un momento, Silkline sintió que los ojos se le iban a saltar de las órbitas, pero su mano agitada rozó accidentalmente las monedas de oro, y eso le dio fuerzas. Aspirando por la boca, dijo:
—Ha venido… al mejor sitio, señor.
Tragó saliva, con valor, apretando los brazos contra el pecho.
—Pompas fúnebres para cualquier circunstancia —recitó.
Apartó de un soplido el humo verde amarillento que empezaba a oscurecer el despacho y alargó la mano hacia su pluma.
—¿Nombre del difunto? —preguntó, ya en espíritu comercial.
Richard Matheson.
0 comentarios:
Publicar un comentario