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El sabueso de H.P. Lovecraft

Este relato llamado: El Sabueso, (The Hound) y fue terminado y publicado en septiembre de 1922.  En este relato se crea la leyenda de la Necronomicón.
La trama del relato gira en torno a las experiencias de dos saqueadores de tumbas, quienes encuentran un extraño objeto en un sepulcro aún más extraño. A partir de allí, ambos serán acosados por una maldición asociada a los cultos caníbales, los cuales también son recurrentes en la literatura de Lovecraft.





 The Hound, H.P. Lovecraft (1890-1937)

En mis lacerados oídos palpitan incesantemente un chillido y un aleteo de pesadilla, y un breve ladrido lejano, como el de un descomunal sabueso. No es un sueño... y temo que tampoco sea locura, ya que son muchos los hechos que me han acaecido para que pueda permitirme esas piadosas dudas.

St. John es un cadáver destrozado; únicamente yo sé por qué, y la naturaleza de mi conocimiento es tal que estoy a punto de volarme la cabeza por terror a ser destrozado de la misma manera. En los oscuros e interminables pasillos de la horrible fantasía se pasea Némesis, la diosa de la venganza negra, que me incita a la aniquilación.

¡Que el cielo perdone la demencia y la morbosidad atraída por la nefasta suerte! Hartos de los temas de un mundo prosaico, donde incluso los placeres del romance y de la aventura pierden rápidamente su color, St. John y yo habíamos seguido con entusiasmo todos los movimientos estéticos e intelectuales que prometían erradicar nuestro tedioso aburrimiento. Los enigmas de los simbolistas y los éxtasis de los prerrafaelistas fueron nuestros en su época, pero cada nueva moda quedaba vaciada demasiado pronto de su atrayente novedad.

Nos apoyamos en la sombría filosofía de los decadentes, y a ella nos dedicamos aumentando paulatinamente la profundidad de nuestras penetraciones. Baudelaire y Huysmans no tardaron en cansarnos, hasta que no quedó otro camino que el de los estímulos directos provocados por anormales experiencias y aventuras personales. Aquella espantosa necesidad de emociones nos condujo eventualmente por el detestable sendero que incluso en mi actual estado de desesperación menciono con vergüenza y timidez: el odioso sendero de los saqueadores de tumbas.

No puedo revelar los detalles de nuestras brutales expediciones, ni nombrar el valor de los trofeos que adornaban el anónimo museo que creamos en la monolítica casa donde vivíamos St. John y yo, solos y sin criados. Nuestro museo era un lugar sacrílego, increíble, donde con el gusto satánico habíamos reunido un universo de terror y de putrefacción para excitar nuestras viciosas sensibilidades. Era una estancia secreta, subterránea, donde unos enormes demonios alados esculpidos en basalto y ónice vomitaban por sus bocas abiertas una extraña luz verdosa y anaranjada, en tanto que unas tuberías ocultas hacían llegar hasta nosotros los olores que nuestro estado de ánimo apetecía: a veces el perfume de pálidos lirios fúnebres, a veces el narcótico incienso de unos funerales en un imaginario templo oriental, y a veces (¡cómo me estremezco al recordarlo!) la espantosa fetidez de una tumba descubierta.

Alrededor de las paredes de aquella repulsiva habitación había féretros de antiguas momias alternando con hermosos cadáveres que tenían una apariencia de vida, perfectamente embalsamados por el arte del moderno, y con lápidas mortuorias arrancadas de los cementerios más antiguos del mundo. Aquí y allá, unas vasijas contenían cráneos de todas las formas, y cabezas conservadas en diversas fases de descomposición.

Había estatuas y cuadros, todos perversos y algunos realizados por St. John y por mí mismo. Un portafolio cerrado, encuadernado con piel humana curtida, contenía ciertos dibujos atribuidos a Goya y que el artista no se había atrevido a publicar. Había allí nauseabundos instrumentos musicales, de cuerda, de metal y de viento, en los cuales St. John y yo producíamos a veces disonancias de exquisita morbosidad y diabólica lividez; y en una multitud de armarios de caoba reposaba la más increíble colección de objetos sepulcrales nunca reunidos por la locura y perversión humanas. Acerca de esa colección debo guardar un especial silencio. Afortunadamente, tuve el valor de destruirla mucho antes de pensar en destruirme a mí mismo.

Las expediciones, en las cuales recogíamos nuestros tesoros, eran siempre memorables acontecimientos desde el punto de vista artístico. No éramos vulgares vampiros, sino que trabajábamos únicamente bajo determinadas condiciones de humor, paisaje, medio ambiente, tiempo, estación del año y claridad lunar. Aquellos pasatiempos eran para nosotros la forma más exquisita de expresión, y brindábamos a sus detalles un minucioso cuidado. Una hora inadecuada, un pobre efecto de luz o una torpe manipulación del húmedo césped, destruían para nosotros la fervorosa emoción que acompañaba a la exhumación. Nuestra búsqueda de nuevos escenarios y condiciones excitantes era febril e insaciable. St. John abría siempre la marcha, y fue él quien descubrió el maldito lugar que acarreó sobre nosotros una espantosa e inevitable fatalidad.

¿Qué espantoso destino nos atrajo hasta aquel horrible cementerio holandés? Creo que fue el oscuro rumor, la leyenda acerca de alguien que llevaba enterrado allí cinco siglos, alguien que en su época fue un saqueador de tumbas y había robado un valioso objeto del sepulcro de un poderoso. Recuerdo la escena en aquellos momentos finales: la pálida luna otoñal sobre las tumbas, proyectando sombras alargadas y horribles; los grotescos árboles, cuyas ramas descendían tristemente hasta unirse con el descuidado césped y las estropeadas losas; las legiones de murciélagos que volaban contra la luna; la antigua capilla cubierta de hiedra y apuntando con un dedo espectral al pálido cielo; los insectos que danzaban como fuegos fatuos bajo las tejas de un alejado rincón; los olores a humedad, a vegetación y a cosas menos explicables que se mezclaban débilmente con la brisa nocturna procedente de lejanos mares y pantanos; y, lo peor de todo, el triste aullido de algún gigantesco sabueso al cual no podíamos ver. Al oírlo nos estremecimos, recordando las leyendas de los campesinos, ya que el hombre que tratábamos de localizar había sido encontrado hacía siglos en aquel mismo lugar, destrozado por las zarpas y los colmillos de un execrable animal.

Luego, nuestros azadones chocaron contra una sustancia dura, y no tardamos en descubrir una pútrida caja de forma oblonga. Era increíblemente recia, pero tan antigua que conseguimos abrirla.

Mucho era lo que quedaba del cadáver a pesar de los quinientos años transcurridos. El esqueleto, aunque quebrado en algunos sitios por las mandíbulas del ser que le había producido la muerte, se mantenía unido con asombrosa firmeza, y nos inclinamos sobre el descarnado cráneo con sus largos dientes y sus cuencas vacías en las cuales habían brillado unos ojos con una fiebre semejante a la nuestra. En el ataúd había un amuleto de exótico diseño que, al parecer, estuvo colgado del cuello del durmiente. Representaba a un sabueso alado, o a una esfinge con un rostro semicanino, y estaba exquisitamente tallado al antiguo gusto oriental en un pequeño trozo de jade verde. La expresión de sus rasgos era sumamente repulsiva, de bestialidad y odio. En torno de la base llevaba una inscripción en unos caracteres que ni St. John ni yo pudimos identificar; y en el fondo, como un sello de fábrica, aparecía grabado un grotesco y formidable cráneo.

En cuanto vimos el amuleto supimos que debíamos poseerlo. Aun en el caso que nos hubiera resultado completamente desconocido lo hubiéramos deseado, pero al mirarlo de más cerca nos dimos cuenta de que nos parecía familiar. En realidad, era ajeno a todo arte y literatura conocida por lectores cuerdos y equilibrados, pero nosotros reconocimos en el amuleto la cosa sugerida en el prohibido Necronomicon del árabe loco Adbul Alhazred; el horrible símbolo del culto de los devoradores de cadáveres de la inaccesible Leng, en el Asia Central. No nos costó ningún trabajo localizar los siniestros rasgos descritos por el antiguo demonólogo árabe; unos rasgos extraídos de alguna oscura manifestación sobrenatural de las almas de aquellos que fueron vejados y devorados después de muertos.

Apoderándonos del objeto de jade verde, dirigimos una última mirada al cavernoso cráneo de su propietario y cerramos la tumba, volviendo a dejarla tal como la habíamos encontrado. Mientras nos marchábamos apresuradamente del horrible lugar, con el amuleto en el bolsillo de St. John, nos pareció ver que los murciélagos descendían en tropel hacía la tumba que acabábamos de profanar, como si buscaran en ella algún repugnante alimento. Pero la luna de otoño brillaba muy débilmente, y no pudimos saberlo a ciencia cierta.

Al día siguiente, cuando embarcábamos en un puerto holandés para regresar a nuestro hogar, nos pareció oír el leve y lejano aullido de algún gigantesco sabueso. Pero el viento de otoño gemía tristemente, y no pudimos saberlo con seguridad.

Menos de una semana después de nuestro regreso a Inglaterra comenzaron a suceder cosas muy extrañas. St. John y yo vivíamos como reclusos; sin amigos, solos y en unas cuantas habitaciones de una antigua mansión, en una región pantanosa y poco frecuentada; de modo que en nuestra puerta sonaba muy raramente la llamada de un visitante.

Ahora, sin embargo, estábamos preocupados por lo que parecía ser un frecuente roce en medio de la noche, no sólo alrededor de las puertas, sino también alrededor de las ventanas, lo mismo en las de la planta baja que en las de los pisos superiores. En cierta ocasión imaginamos que un cuerpo voluminoso y opaco oscurecía la ventana de la biblioteca cuando la luna brillaba contra ella, y en otra ocasión creímos oír un aleteo no muy lejos de la casa. Una minuciosa investigación no nos permitió descubrir nada, y empezamos a atribuir aquellos hechos a nuestra imaginación, turbada aún por el leve y lejano aullido que nos pareció haber oído en el cementerio holandés. El amuleto de jade reposaba ahora en nuestro museo. Leímos mucho en el Necronomicón de Alhazred acerca de sus propiedades y acerca de las relaciones de las almas con los objetos que las simbolizan y quedamos desasosegados por lo que leímos.

Luego llegó el terror.

La noche del 24 de septiembre de 19... oí una llamada en la puerta de mi dormitorio. Creyendo que se trataba de St. John lo invité a entrar, pero sólo me respondió una espantosa risotada. En el pasillo no había nadie. Cuando desperté a St. John y le conté lo ocurrido, manifestó una absoluta ignorancia del hecho y se mostró tan preocupado como yo. Aquella misma noche, el leve y lejano aullido sobre las soledades pantanosas se convirtió en una espantosa realidad.

Cuatro días más tarde, mientras nos encontrábamos en el museo, oímos un cauteloso arañar en la única puerta que conducía a la escalera secreta de la biblioteca. Nuestra alarma aumentó, ya que, además de nuestro temor a lo desconocido, siempre nos había preocupado la posibilidad de que nuestra extraña colección pudiera ser descubierta. Apagando todas las luces, nos acercamos a la puerta y la abrimos bruscamente de par en par; se produjo una extraña corriente de aire y oímos, como si se alejara precipitadamente, una rara mezcla de susurros. En aquel momento no tratamos de decidir si estábamos locos, si soñábamos o si nos enfrentábamos con una realidad. De lo único que sí nos dimos cuenta, con la más negra de las aprensiones, fue que los balbuceos aparentemente incorpóreos habían sido proferidos en idioma holandés.

Después de aquello vivimos en medio de un creciente horror, mezclado con cierta fascinación. La mayor parte del tiempo nos ateníamos a la teoría de que estábamos enloqueciendo a causa de nuestra vida de excitaciones anormales, pero a veces nos complacía más dramatizar acerca de nosotros mismos y considerarnos víctimas de alguna misteriosa y aplastante fatalidad. Las manifestaciones extrañas eran ahora demasiado frecuentes para ser contadas. Nuestra casa solitaria parecía sorprendentemente viva con la presencia de algún ser maligno cuya naturaleza no podíamos intuir, y cada noche aquel demoníaco aullido llegaba hasta nosotros, cada vez más claro y audible. El 29 de octubre encontramos en la tierra blanda debajo de la ventana de la biblioteca una serie de huellas de pisadas completamente imposibles de describir.

El horror alcanzó su culminación el 18 de noviembre, cuando St. John, regresando a casa al oscurecer, procedente de la estación del ferrocarril, fue atacado por algún espantoso animal y murió destrozado. Sus gritos habían llegado hasta la casa y yo me había apresurado a dirigirme al lugar: llegué a tiempo de oír un extraño aleteo y de ver una vaga forma negra silueteada contra la luna que se alzaba en aquel momento.

Mi amigo estaba muriendo cuando me acerqué a él y no pudo responder mis preguntas de un modo coherente. Lo único que hizo fue susurrar:

-El amuleto..., aquel maldito amuleto...

Y exhaló el último suspiro, convertido en una masa inerte de carne lacerada.

Lo enterré al día siguiente en uno de nuestros descuidados jardines, y murmuré sobre su cadáver uno de los extraños ritos que él había amado en vida. Y mientras pronunciaba la última frase, oí a lo lejos el débil aullido de algún gigantesco sabueso. La luna estaba alta, pero no me atreví a mirarla. Y cuando vi sobre el pantano una ancha y nebulosa sombra que volaba, cerré los ojos y me dejé caer al suelo, boca abajo. No sé el tiempo que pasé en aquella posición. Sólo recuerdo que me dirigí temblando hacia la casa y me prosterné delante del amuleto de jade verde.

Temeroso de vivir solo en la antigua mansión, al día siguiente me marché a Londres, llevándome el amuleto, después de quemar y enterrar el resto de la impía colección del museo. Pero al cabo de tres noches oí de nuevo el aullido, y antes de una semana comencé a notar unos extraños ojos fijos en mí en cuanto oscurecía. Una noche, mientras paseaba por el Malecón Victoria, vi que una sombra negra oscurecía uno de los reflejos de las lámparas en el agua. Sopló un viento más fuerte que la brisa nocturna y, en aquel momento, supe que lo que había atacado a St. John no tardaría en atacarme a mí.

Al día siguiente empaqué el amuleto de jade verde y viajé hacia Holanda. Ignoraba lo que podía ganar devolviendo el objeto a su silencioso y durmiente propietario; pero me sentía obligado a intentarlo todo con tal de evadir la amenaza que pesaba sobre mi. Lo que pudiera ser el sabueso, y los motivos para que me hubiera perseguido, eran preguntas todavía vagas; pero yo había oído por primera vez el aullido en aquel antiguo cementerio, y todos los hechos siguientes, incluido el moribundo susurro de St. John, habían servido para relacionar la maldición con el robo del amuleto. En consecuencia, me hundí en la desesperación cuando, en una posada de Róterdam, descubrí que los ladrones me habían despojado de aquel único medio de salvación.

Aquella noche, el aullido fue más audible, y por la mañana leí en el periódico un espantoso suceso en el barrio más pobre de la ciudad. En una miserable vivienda habitada por unos ladrones, toda una familia había sido despedazada por un animal desconocido que no dejó ningún rastro. Los vecinos habían oído durante toda la noche un leve, profundo e insistente sonido, semejante al aullido de un gigantesco sabueso.

Al anochecer me dirigí de nuevo al cementerio, donde una pálida luna invernal proyectaba espantosas sombras, y los árboles sin hojas inclinaban tristemente sus ramas hacia la marchita hierba y las estropeadas losas. La capilla cubierta de hiedra apuntaba al cielo un dedo burlón y la brisa nocturna gemía de un modo monótono procedente de helados marjales y frígidos mares. El aullido era ahora muy débil y cesó por completo mientras me acercaba a la tumba que unos meses antes había profanado, ahuyentando a los murciélagos que habían estado volando curiosamente alrededor del sepulcro.

No sé por qué había acudido allí, a menos que fuera para rezar o para murmurar disculpas al tranquilo esqueleto que reposaba en su interior; pero, más allá de mis motivos, ataqué el suelo medio helado con una desesperación tanto mía como de una voluntad dominante ajena a mí mismo. La excavación resultó fácil, aunque en un momento me encontré con una extraña interrupción: un esquelético buitre descendió del frío cielo y picoteó frenéticamente en la tierra de la tumba hasta que lo maté con un golpe de azada. Finalmente dejé al descubierto la caja oblonga y saqué la enmohecida tapa.

Aquél fue el último acto racional que realicé.

Ya que en el interior del viejo ataúd, rodeado de enormes y soñolientos murciélagos, se encontraba lo mismo que mi amigo y yo habíamos robado. Pero ahora no estaba limpio y tranquilo como lo habíamos visto entonces, sino cubierto de sangre reseca y de jirones de carne y de pelo, mirándome fijamente con sus cuencas fosforescentes. Sus colmillos ensangrentados brillaban en su boca entreabierta en un rictus burlón, como si se mofara de mi inevitable ruina. Y cuando aquellas mandíbulas dieron paso a un sardónico aullido, semejante al de un gigantesco sabueso, y vi que en sus sucias garras empuñaba el perdido y fatal amuleto de jade verde, eché a correr; gritando estúpidamente, hasta que mis gritos se disolvieron en estallidos de risa histérica.

La locura viaja sobre el viento..., garras y colmillos afilados en siglos de cadáveres..., la muerte en una bacanal de murciélagos procedentes de las ruinas de los templos enterrados de Belial... Ahora, a medida que oigo mejor el aullido de la descarnada monstruosidad y el maldito aleteo resuena cada vez más cercano, yo me hundo con mi revólver en el olvido, mi único refugio contra lo desconocido.

H.P. Lovecraft (1890-1937)

No desperteis a los muertos de Ernst Raupach


No desperteis a los muertos (Laβ die Toten Ruhn) -también conocido como Deja a los muertos en paz- es un relato de vampiros del escritor alemán Ernst Raupach, editado en 1823 en la publicación de Leipzig, Minerva.








 Laβ die Toten Ruhn, Ernst Raupach (1784-1852)

Walter suspiraba dolorosamente por el fallecimiento de su amada esposa Brunilda. Era medianoche y estaba junto a su tumba, en la hora en que el espíritu que brama en las tempestades lanza sus malditas legiones de monstruos. Se lamenta todas las noches junto a la cripta, balo los árboles helados, reclinando la cabeza sobre la lápida de su esposa.

Walter era un poderoso caballero de Burgundia. Se había casado con Brunilda en su juventud, cuando los dos se amaban con locura, pero la muerte se la arrebató de los brazos, y sufría todavía a pesar de que se casó otra vez con una bella mujer llamada Swanhilde, rubia, de ojos verdes y un tono rosado en las mejillas, que le había dado un varón y una niña y que era todo lo contrario de la esposa muerta.

Walter no hallaba reposo, seguía amando a Brunilda y deseaba con toda su alma tenerla junto a él. Constantemente comparaba a su esposa viva con la muerta. Swanhilde notaba el cambio en su esposo y se esmeraba por atenderlo; pero de nada servía, ya que la obsesión de Walter era tener a Brunilda otra vez, y esa idea fija, constante, se había apoderado de su alma. Todas las noches visitaba la tumba de su hermosa esposa y le preguntaba con tristeza:

-¿Dormirás eternamente?

Ahí estaba Walter, acostado sobre la tumba. Era medianoche, cuando un hechicero de las montañas entró al cementerio para recoger las hierbas que sólo crecen en las tumbas y que están dotadas de un terrible poder. Se acercó a aquella en que Walter lloraba y le preguntó:

-¿Por qué, infeliz, te atormentas así? No debes lamentarte por los muertos, pues tu también morirás algún día. Al llorar por ellos no los dejas descansar.
-El amor es la fuerza más grande que hay en el universo y yo amaba a la que aquí está pudriéndose. Quisiera que regresara conmigo. -le respondió Walter con pena y necedad.
-¿Crees que va a despertar con tus lamentos? ¿No vez que perturbas su calma?
-¡Vete, anciano, tu no conoces el amor! ¡Si yo pudiera abrir con mis manos la tierra y devolverle la vida a mi querida Brunilda, lo haría a cualquier precio! -le gritó Walter.
-Ignorante, no sabes lo que dices, te estremecerías de horror ante la resucitada. ¿Piensas que el tiempo no degrada los cuerpos? Tu amor se convertiria en odio.
-Antes se caerían las estrellas del cielo. Yo reventaría mis músculos y mis huesos si ella resucitara; jamás podría odiarla.
-Hablas con el corazón caliente y la cabeza hirviendo. No quiero desafiarte a devolvértela: pronto te darías cuenta de que no miento -dijo el anciano.
-¿Resucitarla? -Gritó Walter, arrojándose a los pues del mago- Si eres capaz de tal maravilla, ¡hazlo!, hazlo por estas lágrimas, por el amor que ya casi no vive sobre la Tierra. Harías la mejor obra de bien en tu vida.
-Calma, si decides que así sea, regresa a medianoche; pero, te lo advierto: ¡No desperteis a los muertos!

Walter regresó a su casa, pero no pudo conciliar el sueño. Al día siguiente, justo a medianoche, esperaba al hechicero junto a la tumba.

-¿Haz considerado lo que te dije? -Le pregunto el anciano.
-Si, lo he pensado. Devuélveme a la dueña de mi corazón, te lo suplico. Podría morir esta noche si no cumples tu promesa.
-Bien -Le dijo el viejo- sigue recapacitando y regresa aquí mañana a medianoche. Te daré lo que tu pides, sólo recuerda algo: ¡No desperteis a los muertos!

A la noche siguiente apareció el hechicero y dijo:

-Espero que hayas pensado bien la situación. Regresar a un muerto a la vida no es cosa de juego. Esta será la última vez que te lo diga: ¡No desperteis a los muertos!
-¡Basta, mi amada no tendrá paz en esa tumba helada, tienes que regresármela, me lo haz prometido! -le gritó Walter lleno de ansiedad.
-¡Recapacítalo, no podrás separarte de ella hasta la muerte, aunque la repugnancia y el odio se apoderen de tu corazón! Solo habría un medio espantoso de lograrlo y no creo que tu quieras oír hablar de eso.
-¡Anciano imbécil, devuélveme a Brunhilda! ¿Cómo podría odiar lo que más he amado? -aulló Walter con desesperación.
-Está bien. Puesto que así lo quieres, ¡sea!¡retrocede!

El hechicero dibujó un círculo alrededor de la tumba y una tempestad se desató. Alzó los brazos al cielo y comenzó a gritar frases en una lengua que no era humana. Los búhos comenzaron a volar de los árboles. Las estrellas se ocultaron detrás de las nubes. La lápida que cubría la tumba comenzó a moverse y se abrió paso hacia la superficie. En el hoyo, el anciano tiró varias hierbas mientras seguía murmurando con los ojos en blanco. Un viento rápido y helado salió del sepulcro al mismo tiempo que cientos de gusanos escalaban la tierra. De pronto las nubes se apartaron y la luna bañó la sepultura vacía. Sobre ella, el hechicero vertió sangre fresca contenida en una calavera y exclamó:

-Bebe, tú que duermes, bebe esta sangre caliente para que tu corazón pueda latir otra vez.

Como volcán que hace erupción, se levantó Brunilda, empujada por una fuerza invisible, de la noche eterna en la que estaba sepultada. Tenía el pelo negro como la tormenta, ojos azules y una piel muy blanca. El anciano hechicero la tomó de la mano y la llevó hasta Walter.

-Recibe otra vez a la que amas. ¡Espero que nunca vuelvas a necesitar mi ayuda! De ser así, me encontrarás en las noches de luna llena en las montañas, donde los caminos se cruzan -diciendo esto, se alejó con paso lento.
-¡Walter! -exclamó Brunilda- llévame pronto al castillo en las montañas.

Walter saltó sobre el caballo y, tomando a su amada, galopó en dirección a las montañas solitarias, donde tenía un castillo oculto. Ahí había vivido con Brunilda. Sólo el viejo criado los vio llegar. Fue amenazado de inmediato por el patrón, quien le ordenó guardar silencio.

-Aquí estaremos bien -dijo Brunilda -hasta que mis ojos puedan ver la luz nuevamente.

Mientras residían en el castillo, los pocos criados ignoraban por completo que su antigua ama hubiera resucitado. Sólo el viejo sirviente sabía la verdad y era el que les llevaba agua y la comida. Los primeros siete días vivieron a la luz de las velas, con todas las cortinas cerradas; los siguientes siete se abrieron las ventanas más altas, de modo que sólo entraba la tenue claridad del amanecer o del anochecer. Walter nunca se apartaba de su querida Brunilda. No obstante, sentía un escalofrío que le impedia tocarla y no sabía por qué, pero tan grande era su amor que no le importaba. Estaba seguro de que esto era mejor que el pasado. Su esposa era aún mas bella que cuando estaba viva la primera vez, su voz era más dulce, sus palabras fluían con emoción y toda ella lo fascinaba hasta la locura.

Brunilda constantemente hablaba de los amores que habían tenido en el pasado, haciendo a Walter emocionantes promesas que pronto realizarían. Su amor sería el amor más grande que hubiera conocido el mundo. Así embriagaba a su amado de esperanzas para el futuro. Sólo cuando hablaba del cariño que sentía por él, dejaba aparecer la parte terrenal; de otro modo discutía sin cesar de asuntos espirituales, eternos y proféticos.

Todos los días dormían juntos. Walter sentía la necesidad de enamorar a su esposa, compenetrarse con ella como lo hacía antes, pero Brunilda se apartaba bruscamente de la cama y le explicaba:

-Así no querido. ¿Cómo podría yo, que he regresado de la muerte, para estar contigo, ser tu amante mientras tienes una sucia mujer que se hace llamar tu esposa?

Walter había enloquecido y estaba dispuesto a todo. Un día, arrebatado por la pasión, abandonó el castillo y cabalgó con furia por entre los bosques y las montañas hasta que llegó a su casa, donde su esposa Swanhilde lo recibió con cariños y palabras bellas, al igual que sus hijos. Pero nada pudo calmarlo ni reprimir su cólera. Expuso a su esposa que lo mejor era que se separaran para que cada quien pensara las cosas con calma y vieran si realmente se querían o no. Swanhilde, llena de comprensión, le dijo que estaba bien.

Al otro día, Walter había conseguido el acta de separación que decía que ella debería regresar a casa de sus padres. Los niños se quedarían en el castillo. Entonces Swanhilde le dijo:

-Sospecho que me dejas por el amor de Brunilda, a quien no puedes olvidar. Te he visto ir al cementerio y rondar su tumba. ¿No me digas Walter, que has osado juntar a los vivos con los muertos? ¡Eso causaría tu destrucción!

Walter recordó que lo mismo le había sentenciado el hechicero, pero no lo tomó en cuenta. Hizo redecorar el palacio al gusto de la nueva dueña. La resucitada ingresó por segunda vez a su mansión como esposa. Walter les dijo a todos los criados del palacio que era una nueva novia que había traído de tierras lejanas, pero los habitantes del castillo veían el extraño parecido que había entre la señora y su antigua ama Brunilda. Sus almas se llenaron de espanto, pues esperaban lo peor y, entre la servidumbre, corría el rumor de que su amo había desenterrado a la antigua esposa de su tumba y con poderes mágicos la había hecho vivir nuevamente.

La nueva ama nunca llevaba otro vestido que no fuera su túnica gris pálido, no usaba joyas de oro como las grandes señoras, sino turbias alhajas de plata de manera de cinturón y aretes; opacas perlas cubrían su pecho. Brunilda sólo salía en los atardeceres e impuso mano dura a todos los criados que la rodeaban. Era una mujer cruel que castigaba sin pretexto y por placer. Tenía el poder de la vida o la muerte sobre ellos.

En otro tiempo el castillo estuvo poblado de alegría, pero ahora sus moradores tenían la cara demacrada por el temor; se estremecían cada vez que se cruzaban con Brunilda. Muchos criados cayeron enfermos y murieron. Aquellos que la veían a los ojos se convertían en esclavos de sus caprichos. La mayoría intentó huir del castillo. Sólo algunos eran conservados con vida, los ancianos.

Los poderes que el hechicero había dado a Brunilda con el alimento humano había recompuesto su cuerpo corrupto. Sólo una bebida mágica podía conservarla con vida, una opción maldita: sangre humana, bebida aún caliente de venas jóvenes.

Ya deseaba comenzar a beber esa sangre, la de Walter, pero tenía que esperar hasta que fuera la noche de luna llena. Una tarde, repleta de ansiedad, vagaba por el bosque y se encontró con un pequeño niño de cachetes rosados. Lo atrajo hacia ella con caricias y regalos y lo llevó a una estancia apartada de la vista humana para succionar la sangre de su pecho. Después de esa indigna acción, ya nadie estuvo a salvo de sus ataques. Todo humano que se acercaba a ella era narcotizado con la fragancia de su aliento. Niños, jóvenes y doncellas se marchitaban como flores. Los padres resentían horror ante aquella plaga que hacía estragos en la vida de sus hijos.

Pronto empezaron a circular rumores. Se creía que ella era la causante de la peste mortífera, pero en las víctimas no había huella alguna que la incriminara y nadie la había visto haciendo esas aberraciones. Entonces el remedio radical: los padres abandonaron el pueblo, dejando sus casas vacías y las tierras sin trabajar. El castillo quedó desolado y el pueblo también, sólo permanecieron los ancianos decrépitos y sus esposas.

El único que no veía la muerte a su alrededor era Walter. Estaba entregado a su pasión, por sobre todas las cosas, por Brunilda, quien lo amaba con una ternura que nunca antes había mostrado. Hasta ahora no había necesitado de su sangre; pero ella no dejaba de advertir con pesadez que sus fuentes de vida se agotaban; pronto ya no habría sangre fresca y joven, excepto la de Walter y sus hijos. Al regresar al castillo, Brunilda había sentido el rechazo por los hijos de una extraña y los había dejado relegados a los cuidados de una sirvienta vieja. Pero la necesidad hizo que pronto se ganara el amor de los niños; los dejaba dormirse en su pecho, les contaba historias, jugaba con ellos y los adormecía con la mirada y el aliento.

Lentamente iba extrayendo de los infantes el flujo vital que la mantenía viva y hermosa. Poco a poco las fuerzas de los chiquillos fueron desapareciendo, sus risas alegres se habían transformado en débiles sonrisas. Las nodrizas estaban preocupadas y temían que todos los rumores fueran verdad. No se atrevían a decirle nada a su patrón. El varoncito murió primero. Después su hermanita lo acompañó a la tumba. Walter se llenó de pena por la muerte de sus hijos y su tristeza disgustó fuertemente a Brunilda, que lo regañaba:

-¿Por qué lamentarse tanto? ¡Seguramente te recuerdan a su madre! ¿O ya estás harto de mí? -le decía la hermosa mujer con los ojos inyectados de odio.

Walter era un esclavo. Perdonó las ofensas de su esposa y le pidió disculpas. Pronto volvían a vivir en la locura del amor de la muerte. Con todo, sólo quedaban él para saciar la sed de aquella bestia infernal. Las criadas eran demasiado viejas y su sangre no servía. Brunilda lo sabía y no le importaba, pues pensaba que al morir Walter, conquistaría a otros hombres e irían a nuevos pueblos en búsqueda de sangre jóven.

En las noches, cuando dormía profundamente narcotizado, ella adhería los colmillos a su pecho. Walter resentía la falta de sangre y salía a dar largos paseos por la montaña buscando reponer su salud. Atribuía su debilidad a la falta de alimentación; nada sospechaba. Un día estaba tumbado a la sombra de un árbol y un raro pájaro pasó volando, dejando caer una raíz seca, rosácea, a sus pies. Tenía un aroma delicioso e irresistible. La masticó y sintió que su boca se llenaba de hiel amarga, entonces arrojó lejos la raíz que pudo haberlo salvado del hechizo en el que lo sumía su esposa.

Esa misma tarde, Walter regresó al castillo. El mágico perfume de Brunilda no surtió efecto alguno sobre el hombre y por primera vez en muchos meses durmió un sueño natural. Comenzó a sentir un agudo dolor en el pecho, abrió los ojos y vio la imagen más horrible y aterradora de su vida: los labios de Brunilda succionando la sangre caliente que salía de su pecho. Gritó con horror y Brunilda se apartó con la sangre escurriéndole por la boca.

-¡Demonio! ¿Así es como me amas? -rugió Walter.
-Te amo como aman los muertos -respondió con frialdad la mujer.
-Sangriento monstruo, ahora lo comprendo. Tú mataste a mis hijos, tú eres esa peste de la que hablaba el pueblo.
-Yo no los he asesinado. Tuve que sacrificar sus vidas para satisfacer tus placeres. ¡Tu eres el asesino! -gritó Brunilda con los ojos helados.

Las sombras amenazadoras de todos los muertos fueron convocadas ante los ojos de Walter por las terribles y verdaderas palabras de Brunilda.

-Querías amar a una muerta, acostarte con ella. ¿Que esperabas?
-Maldita! -gritó y echó a correr fuera del cuarto mientras se maldecía.

Al amanecer, Walter despertó en los brazos de Brunilda. Una larga cabellera negra envolvía su cuerpo, la fragancia de su aliento lo condenaba al estupor. Enseguida se olvidó de todo y se dedicó al placer con la muerta en vida. Cuando el efecto del hechizo pasó, el terror era diez veces más fuerte. Como era de día, Brunilda dormía. El hombre se refugió en las montañas, lejos de la vampira. ¡Pero era en vano! Cuando despertó, estaba en brazos de Brunilda, comprendiendo que asi seria para siempre.

Sin embargo, intentaba huir todos los días, luchando contra la muerte. Walter se refugió en uno de los rincones mas oscuros del bosque, donde la luz nunca llega. Escaló una roca mientras llovía intensamente y las nubes le enseñaban las caras de las víctimas de su esposa. En ese instante la luna emergió de las altas montañas y aquella visión le recordó al hechicero. Se dirigió con decisión a aquel lugar donde se juntan los caminos; no estaba lejos. Cuando llegó, encontró al anciano sentado en una roca, lleno de paz. Walter le gritó, tirándose al piso:

-¡Sálvame, por piedad, sálvame de ese monstruo que sólo sabe sembrar la muerte!
-¿Comprendes ahora cuán importante era mi advertencia de dejar a los muertos descansar? -le dijo el anciano.
-¿Por qué no impusiste ante mis ojos todos los horrores que iban a suceder, todos los asesinatos y la maldad que estaban desencadenando? -preguntó Walter, sollozando.
-¿Es que acaso escuchabas algo que no fuera tu propia voz, tu pasión desmedida?
-Es verdad. Pero ahora te pido, por lo que más quieras, que me ayudes -suplicaba Walter agonizando.
-Bien, te voy a decir lo que debes hacer. Es terrible. Sólo en las noches de luna llena duerme un vampiro el sueño humano. En ese momento pierde todos sus poderes y esa noche... ¡deberás matarla!.Lo harás con una afilada estaca que yo mismo te daré. Renunciarás para siempre a ella, jurando al cielo no volver a invocar su recuerdo ni mencionar su nombre o, de lo contrario, la maldición se repetirá, ¿esta claro? -preguntó el anciano hablando con autoridad.
-Lo haré, noble hechicero, haré todo lo que tú me digas para librarme de ese monstruo, pero ¿cuando sera luna llena?
-Faltan 15 días.
-¡Oh, imposible! Sus poderes me arrastraran hasta ella y me matará.
-Te esconderé en esta cueva, aquí te quedarás los quince días. En este tiempo tendrás techo y comida; por ningún motivo debes asomarte fuera de aquí. Yo volveré la noche de luna llena.

Pasó Walter el tiempo convenido en la cueva, sin moverse de su sitio, pues el inmenso temor que sentía paralizaba sus miembros. Todas las noches se le aparecía Brunilda como en sueños llamándolo por su nombre, prometiéndole que todo iba a cambiar, pidiéndole que regresara. De ese modo lo abrumaba, sumiendo a Walter en la locura. Hasta que por fin llegó la luna nueva. El hechicero entró en la caverna alumbrado por el astro y tomó a Walter por el brazo. Se dirigieron caminando al castillo en medio de la noche. Todas las puertas del palacio se abrían sin necesidad de tocarlas, tal era la magia del hechicero. Llegaron al aposento de Brunilda. Dormía, bella, hermosa, con un sueño ligero. ¿Quién podria pensar que aquella adorable criatura era un pavoroso vampiro?

Walter tenía los ojos llenos de amor. Levantó la estaca sobre su cabeza y, asestando un golpe tremendo, la hundió en el pecho de la vampira hasta atravesarla por completo, mientras le gritaba:

-¡Te condeno para siempre!
Brunilda alcanzó a abrir los ojos y decirle a Walter.
-Conmigo te condenas.

El hombre colocó su mano sobre el pecho de la mujer pronunciando el juramento que le había dicho el anciano:
-Jamás evocaré tu amor, jamás pronunciaré tu nombre... te condeno.
-Muy bien -le dijo el hechicero -todo ha terminado. Ahora debemos devolverla a donde pertenece y de donde no debió haber salido. Nunca olvides tu juramento. No volverás a verme jamás -y diciendo esto, desapareció de improviso ante los ojos del hombre.

La espantosa difunta estaba otra vez en su tumba, pero su imagen perseguía a Walter sin descanso, convirtiendo su vida en un eterno combate. La muerta le decía todo el tiempo:

-¿Perturbaste mi sueño eterno para asesinarme?

Walter siempre debía responderle: "Te condeno para siempre". Pero la imagen no se iba y aquel juramento estaba todo el tiempo sobre sus labios. Vivía afligido por el miedo de despertar un día y verse en brazos de la vampira. Además de esto, las imágenes de las víctimas de Brunilda se le aparecían gritándole:

-¡Conmigo te condenas!

El castillo de Walter estaba desierto y en ruinas, como si la guerra y la peste hubieran pasado por ahí. En medio de su soledad, quiso pedir perdón a Swanhilde y regresar con ella, pero la bella dama sabía que sus hijos habían muerto y lo despreciaba con rencor. Así, Walter solo como un perro, vagaba día y noche por los alrededores del castilllo.

Una mañana vio pasar a varios jinetes cabalgando. A la cabeza iba una bella mujer montada en un caballo negro y detrás de ella venían con alegría damas y caballeros. Walter los llamó y, después de saludarlos con agrado, los invito a comer al castillo. Aceptaron gustosos. Parecía que la vida había regresado al palacio. Todo era júbilo y gozo. Walter insistió en que se quedaran con él una semana; ya había contratado un nuevo ejército de criados que cuidaban todos los caprichos de cada invitado, e igualmente no dudaron en decirle que sí. Walter sentía tanta confianza por la mujer del caballo negro, que le había contado su historia y la de Brunilda. Ella lo consoló con toda clase de palabras y frases de afecto. Así transcurrieron los días, hasta que le pidió a la extraña que se casara con él. Ella accedió de inmediato y siete días después celebró la boda con una gran fiesta, que duró cuatro días con sus noches.

El castillo se vio envuelto en un salvaje desenfreno de alcohol y lujuria. Parecía que el demonio mismo asistía a aquella celebración. Walter condujo a su mujer al cuarto. Cuando la recostó sobre la cama, ella transformó sus brazos en una gigantesca serpiente que con sus siete anillos envolvió el cuerpo del pobre hombre triturándole los huesos, al tiempo que comenzaba el fuego en la habitación.

Pronto quedó en llamas, la torre del castilllo se desmoronó sepultando bajo sus escombros al agonizante Walter y, cuando estaba a punto de morir, una voz atronadora gritó:

!No desperteis a los muertos!

Ernst Raupach (1784-1852)

El horror del montículo de Robert E. Howard


El horror del montículo (The horror from the mound) es un relato de vampiros del escritor norteamericano Robert E. Howard -el creador de la saga de Conan, el Bárbaro-, publicado en la edición de mayo de 1932 de la revista Weird Tales.







The horror from the mound, Robert E. Howard (1906-1936)

Steve Brill no creía en fantasmas ni demonios. Juan López sí. Pero ni la cautela de uno ni el inconmovible escepticismo del otro iban a escudarles del horror que cayó sobre ellos, el horror que los hombres habían olvidado durante más de trescientos años, la espantable criatura monstruosamente resucitada de eras negras y perdidas. Y, sin embargo, mientras aquella tarde Steve Brill se hallaba sentado en la algo desvencijada escalera de su casa, sus pensamientos estaban tan lejos de amenazas sobrenaturales como puedan llegar a estarlo los de hombre alguno. Lo que tenía en mente era amargo, pero de orden material. Examinaba con la vista su granja y maldecía. Brill era alto, enjuto y duro como el cordobán, un auténtico hijo de los pioneros de cuerpos férreos que le arrancaron el oeste de Texas a la naturaleza salvaje. Tenía la piel atezada por el sol y era fuerte como un cornilargo. Sus esbeltas piernas calzadas con botas mostraban sus instintos de cowboy y, en esos momentos, se maldecía por haber dejado la silla de montar de su resabiado mustang convirtiéndose en granjero. No tenía madera de granjero, admitió con un juramento el combativo joven.

Con todo, la culpa no era del todo suya. Un invierno de lluvias abundantes, cosa tan rara en el oeste de Texas, había prometido buenas cosechas. Pero, como de costumbre, habían ocurrido cosas imprevistas. Un temporal tardío había destruido todos los frutos en sazón. El cereal, que había tenido un aspecto tan prometedor, había sido hecho pedazos y aplastado por granizadas terroríficas justo cuando empezaba a volverse de color amarillo. Un periodo de intensa sequía, seguido de otro temporal, había acabado con el maíz. Y luego el algodón que, de algún modo, había logrado resistirlo todo, cayó ante una plaga de saltamontes que dejó desnudo el campo de Brill en apenas una noche. Así fue como Brill llegó a su actual situación, sentado, jurándose que no renovaría su arriendo, agradeciendo fervorosamente que la tierra en la que había malgastado sus sudores no fuese suya, y que hubiese aún grandes extensiones hacia el oeste donde un hombre joven y fuerte podía ganarse la vida cabalgando y cazando las reses a lazo.

Sentado, entregado a sus lúgubres pensamientos, Brill vio acercarse a su vecino Juan López, un viejo y taciturno mexicano que vivía en una choza justo al otro lado de la colina, cruzando el arroyo, y que apenas si lograba ganarse la vida. En los últimos tiempos estaba roturando una porción de tierra en una granja adyacente y, al volver a su choza, cruzaba una de las esquinas del prado de Brill. Brill, distraído, le vio franquear la valla de alambre de espino y seguir el sendero que sus viajes anteriores habían trazado entre la hierba rala y reseca. Llevaba ya un mes entregado a su actual quehacer, derribando los retorcidos troncos de los mezquites y cavando hasta extraer sus raíces, increíblemente largas. Brill sabía que siempre seguía el mismo camino para volver a su hogar. Y, observándole, Brill se percató de que se desviaba a un lado, aparentemente para evitar un pequeño montículo redondeado que se alzaba por encima del nivel de los pastos. López dio un amplio rodeo alrededor de ese punto y Brill recordó que el viejo mexicano siempre ponía una buena distancia entre él y el lugar. Y otra cosa pasó por la distraída mente de Brill: que López siempre apretaba el paso cuando cruzaba junto al montículo, y que siempre se las arreglaba para hacerlo antes de la puesta del sol, aunque los aparceros mexicanos acostumbraban a trabajar desde la primera luz del alba hasta el último destello del crepúsculo, especialmente en aquellos trabajos de limpieza de terrenos, en los que cobraban por acres y no por días. A Brill se le despertó la curiosidad.

Se puso en pie y bajó a saltos la no muy pronunciada ladera sobre la que se alzaba su vivienda, llamando al mexicano que se alejaba con paso cansino.

—Eh, López, espera un minuto.

López se detuvo, mirando a su alrededor, y permaneció inmóvil, sin dar muestras de interés alguno, mientras el hombre blanco se le aproximaba.
—López —dijo Brill, arrastrando las palabras—, no es que sea asunto mío, pero quería hacerte una pregunta, ¿cómo es que siempre das tanta vuelta alrededor de ese viejo montículo indio?
—No sabe —gruñó lacónicamente López.
—Eres un mentiroso —respondió jovialmente Brill—. Ya lo creo que sabe; hablas el inglés igual de bien que yo. ¿Qué pasa, crees que ese montículo está encantado o algo parecido?

Brill podía hablar y leer castellano pero, como la mayoría de los anglosajones, prefería hablar en su propia lengua. López se encogió de hombros.

—No es un buen lugar, no bueno —musitó, evitando mirar directamente a Brill a los ojos—. Hay que dejar que las cosas escondidas descansen.
—Apuesto a que estás asustado de los fantasmas —se burló Brill—. Cuernos, si eso es un montículo indio, los indios deben llevar tanto tiempo muertos que sus fantasmas se habrán gastado del todo.

Brill sabía que los mexicanos analfabetos sentían una aversión supersticiosa hacia los montículos que podían hallarse esparcidos por todo el suroeste... reliquias de una era perdida y olvidada, conteniendo los huesos polvorientos de los jefes y guerreros de una raza perdida.

—Es mejor no molestar a lo que se esconde en la tierra —gruñó López.
—¡Tonterías! —repuso Brill—. Yo y unos cuantos más nos metimos en uno de esos montículos, en la comarca de Palo Pinto, y sacamos trozos de esqueletos con algunas cuentas y puntas de flecha de pedernal, y cosas parecidas. Conservé algunos dientes durante algún tiempo hasta que los perdí, y nunca me persiguieron los fantasmas por eso.
—¿Indios? —resopló inesperadamente López—. ¿Quién ha hablado de indios? En esta tierra hubo otros que no eran indios. En los viejos tiempos aquí sucedieron cosas extrañas. He oído las historias de mi gente, transmitidas de generación en generación. Y mi gente ha estado aquí desde mucho antes que la suya, señor Brill.
—Sí, tienes razón —admitió Steve—. Los primeros hombres blancos que llegaron a este país fueron españoles, por supuesto. He oído decir que Coronado pasó a no mucha distancia de aquí, y la expedición de Hernando de Estrada cruzó esta zona hace..., hace mucho tiempo..., no sé cuánto.
—En mil quinientos cuarenta y cinco —dijo López—. Montaron su campamento aquí donde ahora se alza su corral.

Brill se volvió para mirar el cercado de su corral, donde se alojaban una vaca macilenta, dos caballos de tiro y su montura.

—¿Cómo es que sabes tanto de eso? —preguntó lleno de curiosidad.
—Uno de mis antepasados estuvo con Estrada —contestó López—. Un soldado, Porfirio López, le habló a su hijo de esa expedición, y éste le habló a su hijo, y así fue pasando por el linaje familiar hasta llegar a mí, que carezco de hijo al que contarle la historia.
—No sabía que fueras de tan buena cuna —dijo Brill—. Puede que sepas algo sobre el oro que se suponía que Estrada ocultó en algún lugar de por aquí.
—No había oro —gruñó López—. Los soldados de Estrada no llevaban más que sus armas, y se abrieron paso combatiendo a través de una comarca hostil... muchos dejaron sus huesos a lo largo del camino. Luego, muchos años después, una caravana de mulas de Santa Fe fue atacada por los comanches a pocos kilómetros de aquí y esos escondieron su oro y escaparon; de modo que las leyendas acabaron por mezclarse. Pero ahora ni siquiera su oro está aquí, porque los cazadores de búfalos gringos lo encontraron y cavaron hasta dar con él.

Bill asintió, abstraído, sin apenas escuchar. No hay otra parte en todo el continente norteamericano tan repleta de historias sobre tesoros perdidos o escondidos como el suroeste. Riquezas incontables atravesaron las llanuras y los montes de Texas y Nuevo México en los viejos tiempos, cuando España poseía las minas de oro y plata del Nuevo Mundo y controlaba el rico comercio de pieles del Oeste, y los ecos de esa riqueza perduran en las historias de tesoros ocultos. Un sueño huidizo, nacido del fracaso y la pobreza acuciante, tomó forma en la mente de Brill.

—Bien —dijo, alzando la voz—, como de todos modos no tengo nada más que hacer, creo que excavaré ese viejo montículo y veré lo que puedo encontrar.

El efecto de esa simple frase en López fue asombroso. Retrocedió y su rostro, tosco y atezado, cobró el color de la ceniza; sus ojos negros relampaguearon y alzó los brazos al cielo en un gesto de protesta.

—¡Dios, no! —gritó—. ¡No haga eso, señor Brill! Hay una maldición..., mi abuelo me lo contó...
—¿Qué es lo que te contó? —preguntó Brill. López se sumió en un hosco mutismo.
—No puedo decirlo —murmuró—. He jurado guardar silencio. Sólo podría abrirle el corazón a mi primogénito. Pero créame cuando le digo que más le valdría cortarse el cuello antes que entrar en ese montículo maldito.
—Bien —dijo Brill, impacientándose ante las supersticiones mexicanas—, si es algo tan malo, ¿por qué no me lo cuentas? Dame una razón lógica para no entrar ahí.
—¡No puedo decirlo! —exclamó desesperadamente el mexicano—. ¡La conozco!, pero he jurado guardar silencio sobre el Santo Crucifijo, como lo ha jurado cada hombre de mi familia. ¡Es algo tan espantoso que hasta el hablar de ello supone arriesgarse a la perdición! Si se lo contara, su alma quedaría destruida dentro de su cuerpo. Pero lo he jurado..., y no tengo hijos, de modo que mis labios están sellados para siempre.
—Bueno —dijo Brill con sarcasmo—, ¿y por qué no lo escribes?
López se quedó mirándole, sobresaltado y, para sorpresa de Steve, aceptó la sugerencia.
—¡Lo haré! Alabado sea Dios por haber hecho que el buen sacerdote me enseñase a escribir de niño. Mi juramento no decía nada de escribir. Juré solamente no hablar. Se lo pondré todo por escrito, si jura que no hablará de ello después y que destruirá el papel tan pronto como lo haya leído.
—Claro —dijo Brill, para seguirle la corriente, y el viejo mexicano pareció sentirse muy aliviado.
—¡Bueno! Iré enseguida y lo escribiré. ¡Mañana, cuando vaya a trabajar, le traeré el papel y entonces entenderá por qué nadie debe abrir ese montículo maldito!

Y López se fue a toda prisa por el sendero que llevaba hasta su casa, sus hombros encorvados balanceándose a causa del esfuerzo de su inusitada premura. Steve le vio marcharse, sonrió y, encogiéndose de hombros, se dirigió hacia su casa. Luego se detuvo, volviendo la mirada hacia el pequeño montículo redondeado con los costados cubiertos de hierba. Debía de ser una tumba india, pensó, dada su simetría y su parecido a los demás montículos indios que había visto. Frunció el ceño mientras intentaba imaginar la relación que podía haber entre el misterioso otero y el marcial antepasado de Juan López. Brill miró la distante figura del viejo mexicano. Un pequeño valle atravesado por un arroyo medio seco, bordeado por árboles y maleza, se extendía entre los pastos de Brill y la colina más allá de la cual se hallaba la vivienda de López. El mexicano estaba a punto de desaparecer entre los árboles de la orilla del arroyo, cuando Brill tomó una decisión repentina.

Subió a toda prisa la ladera y cogió un pico y una pala del cobertizo que había en la parte trasera de su casa. El sol no se había puesto aún y Brill creía poder excavar lo suficiente del montículo como para determinar su naturaleza antes de que oscureciese. De lo contrario, podía trabajar a la luz de una linterna. Steve, como la mayoría de los hombres de su clase, vivía básicamente según le dictaban sus impulsos y su afán actual era abrir ese montículo misterioso y ver lo que ocultaba, si es que ocultaba algo. La idea del tesoro volvió a su mente, estimulada por la actitud evasiva de López. ¿Y si, después de todo, ese saliente de hierba y tierra amarronada escondía riquezas, metales preciosos de minas olvidadas, o monedas acuñadas en la vieja España? ¿Acaso no era posible que los mismos mosqueteros de Estrada hubiesen alzado ese túmulo por encima de un tesoro que no podían llevarse, dándole la forma de un montículo indio para engañar a los buscadores de tesoros? ¿Sabía eso el viejo López? No sería nada extraño que, aún conociendo que allí había un tesoro, el viejo mexicano se abstuviera de buscarlo. Dominado por lúgubres y supersticiosos temores, bien podía llevar una vida de labor estéril antes que arriesgarse a incurrir en la ira de los fantasmas o los diablos que estuviesen allí acechando..., pues los mexicanos dicen que el oro escondido está siempre maldito y, seguramente, alguna maldición especial debía de cernirse sobre el montículo. Bien, meditó Brill, los diablos de los latinos y los indios carecían de terrores con que asustar a un anglosajón atormentado por los demonios de la sequía, las tormentas y las malas cosechas.

Steve empezó a trabajar con la energía salvaje típica de su raza. La tarea no era fácil; el suelo, requemado ferozmente por el sol, era duro como el hierro y estaba lleno de rocas y guijarros. Brill sudaba abundantemente y gruñía a causa de sus esfuerzos, pero el fuego del cazador de tesoros le dominaba. Con brusquedad, se quitó el sudor de los ojos y clavó el pico con potentes golpes que desgarraban los terrones, convirtiéndolos en polvo. El sol se ocultó y él siguió trabajando bajo el largo y soñoliento crepúsculo veraniego, olvidando casi por completo el tiempo y el espacio. Al hallar rastros de carbón de leña en el suelo, empezó a convencerse de que el montículo era una auténtica tumba india. El antiguo pueblo que había erigido aquellos sepulcros había mantenido fuegos ardiendo sobre ellos durante días, en algún momento de la construcción. Todos los montículos que Steve había llegado a abrir contenían un grueso estrato de carbón de leña a escasa distancia de la superficie. Pero los rastros de carbón de leña que estaba encontrando ahora se hallaban esparcidos a través de todo el suelo.

Aunque su idea de un escondrijo de tesoros españoles se desvaneció, continuó excavando. ¿Quién sabe? Quizás aquel pueblo extraño al que los hombres llamaban ahora los Constructores de Montículos tenía sus propios secretos y los guardaba junto a sus muertos. De pronto, el pico de Steve resonó sobre una superficie metálica y él lanzó un grito de júbilo. Cogió el trozo de metal y se lo acercó a los ojos, intentando distinguir mejor lo que era mientras la luz se iba debilitando. Estaba cubierto de una sólida capa de óxido que lo había desgastado hasta volverlo casi tan delgado como el papel, pero reconoció el objeto como lo que era: la rueda de una espuela, inconfundiblemente española, con sus puntas aguzadas y crueles. Y se detuvo, confundido por completo. No habían sido los españoles los constructores del montículo, mostraba indicios inconfundibles de ser obra de aborígenes. Y, con todo, ¿cómo había llegado aquella reliquia de los caballeros españoles a quedar tan profundamente escondida en el suelo?

Brill meneó la cabeza y reemprendió el trabajo. Sabía que en el centro del montículo, si éste era en realidad una tumba aborigen, hallaría una pequeña cámara construida con piedras muy pesadas, conteniendo los huesos del jefe para quien había sido erigido el montículo y, por encima de él, las víctimas sacrificadas. Y, bajo la creciente oscuridad, sintió como su pico golpeaba ruidosamente sobre una superficie resistente, parecida al granito. El examen, realizado tanto mediante el tacto como con la vista, demostró que era un bloque sólido de piedra toscamente tallada. Formaba, indudablemente, una de las esquinas de la cámara mortuoria. Intentar abrirla era inútil. Brill fue escarbando a su alrededor, quitando la tierra y los guijarros de las esquinas, hasta notar que el sacarla de su sitio no iba a requerir sino deslizar bajo el bloque la punta del pico y levantarlo haciendo palanca.

Mas, repentinamente, se dio cuenta de que la oscuridad era ya completa. La luna nueva recortaba tenuemente las cosas entre la penumbra. En el corral, desde donde llegaba el tranquilizador ruido de los cansados animales masticando el grano, su mustang relinchó. Desde las sombras oscuras del retorcido arroyuelo, un chotacabras lanzó su extraño graznido. Brill se estiró, poniéndose en pie a regañadientes. Sería mejor conseguir una linterna y proseguir sus exploraciones alumbrado por su luz. Rebuscó en su bolsillo, con la vaga idea de levantar la piedra y explorar la cavidad ayudado por cerillas. De pronto, todo su cuerpo se puso rígido. ¿Era su imaginación la que le hacía oír aquel leve y siniestro arrastrarse que parecía venir de más allá de la piedra que bloqueaba la entrada? ¡Serpientes! Indudablemente, en algún lugar alrededor de la base del montículo se hallaban sus cubiles y quizás una docena de víboras cola de diamante aguardaban, enroscadas en el interior de la caverna, a que él metiese la mano entre ellas. Se estremeció ligeramente ante esa idea y se apartó de la excavación que había realizado.

No serviría de nada tantear a ciegas en esos cubiles. Y se dio cuenta de que durante los últimos minutos había tenido una vaga conciencia de que un olor débil pero repulsivo exudaba de los intersticios de la piedra que cerraba la entrada..., aunque admitió que el olor no sugería la existencia de reptiles más de lo que podría hacerlo cualquier otro olor amenazador. Había en él algo que recordaba a la pestilencia de los mataderos..., los gases formados en la cámara mortuoria, sin duda, altamente peligrosos para los seres vivos. Steve dejó su pico en el suelo y volvió a la casa, impaciente ante aquel obligado retraso. Entró en la oscura vivienda, encendió una cerilla y encontró su linterna de queroseno colgada de un clavo en la pared. Agitándola, se aseguró que estaba casi llena de aceite y la encendió. Luego volvió a marcharse, pues su impaciencia no le permitía detenerse para comer algo. Abrir el montículo le intrigaba, como debe sucederle siempre a un hombre imaginativo, y el descubrimiento de la espuela española había aguzado su curiosidad.

Se apresuró a salir de casa, la linterna oscilante arrojando sombras largas y distorsionadas que le precedían y le seguían. Rió entre dientes al ver mentalmente las ideas y los actos de López cuando se enterase, por la mañana, de que el montículo prohibido había sido abierto. Brill pensó que sería bueno abrirlo esa misma noche; de haberse enterado, López podría incluso haber intentado impedirle que husmease en la tumba. Envuelto por el soñoliento murmullo de la noche veraniega, Brill llegó al montículo, alzó su linterna..., y profirió un asombrado juramento. La linterna revelaba su excavación, sus herramientas tiradas con descuido allí donde él las había dejado caer... ¡Y la negra boca de una abertura! La gran piedra que cerraba la entrada descansaba en el fondo de la excavación que él había hecho, como si la hubiesen arrojado despreocupadamente a un lado. Precavidamente, introdujo la linterna en el agujero y escudriñó con la mirada la pequeña cámara, semejante a una caverna, sin saber muy bien lo que esperaba ver. Nada hallaron sus ojos salvo los costados de una celda larga y estrecha, tallada en la desnuda piedra, lo bastante grande como para acoger el cuerpo de un hombre, que aparentemente había sido construida con bloques de piedra cuadrada, toscamente labrada, unidos de modo resistente y habilidoso.

—¡López! —exclamó Steve con furia—. ¡Sucio coyote! Seguro que ha estado viendo cómo trabajaba..., y cuando fui a buscar la linterna, se acercó con sigilo y sacó la roca, y apuesto a que cogió lo que había dentro, fuese lo que fuese. ¡Yo lo arreglaré, maldito sea su grasiento pellejo!

Con brusco ademán apagó la linterna y miró ferozmente hacia el otro extremo del vallecito repleto de maleza. Y, al mirar, se puso rígido. En una ladera de la colina, al otro lado de la cual se alzaba la choza de López, se movía una sombra. El delgado creciente de la luna nueva se estaba ocultando y el juego de luz y sombras hacía difícil ver con claridad. Pero los ojos de Steve habían sido aguzados por el sol y los vientos de las tierras salvajes, y sabía que lo que ahora desaparecía por el otro extremo de la colina cubierta de mesquites era alguna criatura provista de dos piernas.

—Llevándoselo a su choza —gruñó Brill—. Seguro que ha encontrado algo, de lo contrario no correría de ese modo.

Brill tragó saliva, preguntándose la razón de que, de pronto, le hubiese dominado un temblor tan peculiar. ¿Acaso había algo extraño en un mexicanito ladrón corriendo hacia su casa con su botín? Brill trató de ahogar la sensación de que había algo peculiar en la zancada de esa tenue sombra, que le había parecido moverse con una especie de furtivo cojeo. La velocidad debía ser necesaria cuando el viejo y fornido Juan López había decidido viajar con un paso tan extraño.

—Lo que haya encontrado es tan mío como suyo —se dijo Brill, intentando alejar de su mente el aspecto anormal que había en la huida de la figura—. He arrendado esta tierra y he hecho todo el trabajo de excavar. ¿Una maldición? ¡Y un cuerno! No me extraña que me contase todas esas tonterías. Quería que dejara el lugar en paz para que pudiese cogerlo todo él. Es raro que no lo sacara hace mucho, pero nunca se sabe con esos mexicanitos.

Brill, mientras meditaba de tal modo, bajaba a grandes zancadas por la suave ladera cubierta de pasto que conducía hasta el lecho del arroyo. Se mezcló entre las sombras de los árboles y los espesos matorrales y cruzó el seco cauce del arroyuelo, percibiendo ausentemente que ni el graznido de los chotacabras ni las llamadas de las lechuzas turbaban la oscuridad. Había un tenso sentimiento de espera en la noche que no le gustaba. Las sombras en el cauce del arroyo parecían demasiado espesas, como si contuviesen el aliento. Deseó por un momento no haber apagado la linterna, que seguía llevando, y se alegró de haber cogido el pico, que su mano derecha aferraba como si fuese un hacha. Sintió el impulso de silbar para romper el silencio y luego, con un juramento, rechazó la idea. Con todo, se alegró una vez hubo trepado a la pequeña elevación de la orilla opuesta y emergió a la claridad de las estrellas. Ascendió la cuesta y luego la colina y, desde allí, bajó la vista hacia el llano cubierto de mesquites donde se alzaba la miserable choza de López. En una ventana ardía una luz solitaria.

—Apuesto a que está recogiendo sus cosas para largarse corriendo —gruñó Steve—.Eh, qué...
Se apartó tambaleándose, como si hubiese recibido un golpe físico, cuando un espantoso alarido desgarró la calma, como si se tratase de un cuchillo. Sintió el impulso de taparse los oídos con las manos para no escuchar el horror de aquel grito, que subió insoportablemente de tono hasta quebrarse en un aborrecible gorgoteo.

—¡Santo Dios! —Steve notó que un sudor frío le cubría todo el cuerpo—. López... o alguien...
Mientras pronunciaba en un susurro tales palabras, corría por la ladera con toda la rapidez que sus piernas eran capaces. Algún horror indecible estaba sucediendo en aquella choza solitaria, pero él iba a investigar de qué se trataba aunque ello le supusiese enfrentarse con el diablo en persona. Mientras corría, apretó con más fuerza el mango del pico. Vagabundos asesinando al viejo López para apoderarse de lo que él se había llevado del montículo, pensó Steve, y olvidó su ira. Las cosas se pondrían feas para quien estuviese molestando al viejo bribón, por muy ladrón que pudiese ser. Corriendo velozmente, llegó por fin a terreno llano. Y entonces la luz de la choza se extinguió y Steve, lanzado a la carrera, vaciló y tropezó con un mesquite con un golpe tal que le arrancó un gruñido, arañándose las manos con los espinos del tronco. Rebotando con una maldición entrecortada, se lanzó hacia la cabaña, preparándose para lo que podía presentarse ante sus ojos..., el vello erizado ante lo que ya había visto. Brill probó a abrir la única puerta de la cabaña, pero se dio cuenta de que tenía echado el cerrojo. Llamó a gritos a López y no recibió respuesta alguna. Sin embargo, desde el interior llegaba un extraño sonido ahogado, algo que parecía un sollozo, el cual cesó tan pronto como Brill, haciendo girar su pico, lo estrelló contra la puerta. La débil madera se astilló y Brill penetró de un salto en el interior de la choza en tinieblas, los ojos llameantes, blandiendo el pico para un ataque desesperado. Pero ningún sonido turbó el lúgubre silencio y nada se agitó en la oscuridad, pese a que la caótica imaginación de Brill poblaba los ensombrecidos rincones de la choza con formas horripilantes.

Con una mano empapada de sudor, buscó a tientas un fósforo y lo prendió. Aparte de él mismo, la única persona que había en la choza era López..., el viejo López, muerto a todas luces, tendido sobre el suelo de tierra apisonada, los brazos abiertos como si le hubiesen clavado en una cruz, la boca fláccidamente abierta dándole el aspecto de un idiota, los ojos muy abiertos, llenos de un terror que a Brill le pareció intolerable. La única ventana que había en la choza estaba abierta, mostrando por dónde había huido el asesino y, posiblemente, por dónde había entrado. Brill se acercó a la ventana y lanzó una cautelosa mirada al exterior. No vio más que la ladera de la colina a un extremo y el llano cubierto de mesquites al otro. De pronto, se sobresaltó... ¿Era un movimiento lo que le había parecido ver entre las retorcidas sombras de los mesquites y los chaparrales? ¿O, simplemente, había imaginado ver una figura que se agazapaba entre los árboles?

El fósforo le quemó los dedos y él se giró en redondo. Encendió la vieja lámpara de aceite colocada sobre la tosca mesa, lanzando una maldición al quemarse la mano. El globo de la lámpara estaba muy caliente, como si hubiese estado encendida durante horas. De mala gana, se dirigió hacia el cadáver tendido en el suelo. Cualquiera que hubiese sido la causa de la muerte de López, había sido horrible; pero Brill, examinando aprensivamente el cuerpo sin vida, no halló herida alguna, ninguna marca de cuchillada o golpe. ¡Un momento! Había un leve rastro de sangre en la mano con la que Brill le había estado examinando. Buscando con más atención halló la fuente: tres o cuatro diminutas heridas en la garganta de López, de las que la sangre había rezumado lentamente. Primero creyó que se las habían infligido con un estilete (una daga muy delgada carente de filo), pero luego meneó la cabeza. Había visto heridas de estilete, llevaba la cicatriz de una en su propio cuerpo. Estas heridas se parecían más al mordisco de algún animal..., parecían las marcas de unos colmillos puntiagudos.

Con todo, Brill no creyó que fuesen lo bastante hondas como para haber causado la muerte, y tampoco había fluido mucha sangre de ellas. Una idea abominable, junto con espantosas especulaciones, se alzó en los rincones más oscuros de su mente, que López había muerto de miedo, y que las heridas le habían sido infligidas ya en el mismo instante de su muerte, ya un momento después. Y Steve notó algo más; esparcidas en el suelo había un montón de mugrientas hojas de papel, garabateadas por la mano insegura del viejo mexicano... Había dicho que iba a escribir sobre la maldición del montículo. Además de las hojas sobre las que había escrito y un trozo de lápiz en el suelo, también estaba el globo caliente de la lámpara, todos mudos testigos de que el viejo mexicano había permanecido sentado y escribiendo durante horas ante la mesa de madera toscamente tallada. Entonces, no era él quien había abierto la cámara del montículo y robado lo que contuviese... pero, ¡en el nombre de Dios!, ¿quién era? ¿Quién o qué era lo que Brill había visto fugazmente cojeando en la estribación de la colina?

Bien, no quedaba sino una cosa por hacer, ensillar su mustang y cabalgar los dieciséis kilómetros que había hasta Coyote Wells, la ciudad más cercana, e informar al sheriff del asesinato. Brill recogió los papeles. La última hoja estaba aún entre los dedos del viejo y Brill tuvo cierta dificultad en sacarla de allí. Luego, al volverse para apagar la luz, vaciló un momento y se maldijo por el miedo que seguía acechando en lo más hondo de su mente..., miedo a la sombría criatura que había visto a través de la ventana un instante antes de que la luz se apagase en la cabaña. El largo brazo del asesino, pensó, tendiéndose para apagar la lámpara, no cabía duda. ¿Qué había de anormal e inhumano en esa imagen, distorsionada como debía estarlo a causa de la tenue luz de la lámpara y las sombras? Al igual que un hombre lucha por recordar los detalles de una pesadilla, Steve intentó definir en su mente alguna razón clara que pudiese explicar el que ese huidizo vistazo le hubiese trastornado hasta el punto de haberse dado de bruces con un árbol, y el porqué el simple y vago recuerdo de esa imagen hacía que todo su cuerpo volviese a cubrirse de un sudor frío.

Maldiciéndose a sí mismo para así conservar el valor, encendió su linterna y apagó de un soplido la que se hallaba sobre la tosca mesa y, lleno de decisión, emprendió el camino, aferrando su pico como si fuese un arma. Después de todo, ¿por qué ciertos aspectos aparentemente anormales de un crimen tan sórdido debían trastornarle así? Crímenes tales eran aborrecibles, cierto, pero también eran lo bastante corrientes, especialmente entre los mexicanos, a los que les encantaban los pleitos familiares más increíbles. Y entonces, cuando ya había penetrado en la silenciosa noche tachonada de estrellas, se detuvo en seco. Desde más allá del arroyuelo resonaba el repentino y estremecedor alarido de un caballo empavorecido, y luego un enloquecido estruendo de cascos que se desvaneció en la lejanía. Y Brill lanzó una blasfemia llena de rabia y desánimo. ¿Acaso había un puma acechando en las colinas, había sido un gato monstruoso el que había matado al viejo López? Entonces, ¿por qué la víctima no llevaba las marcas de las crueles y ganchudas garras? ¿Y quién había apagado la luz en la choza?

Mientras se interrogaba de tal modo, Brill corría velozmente hacia el oscuro arroyo. No está en el alma del ganadero contemplar ocioso cómo su ganado se lanza a la estampida. Mientras se internaba en la oscuridad de los matorrales a lo largo del arroyo seco, Brill descubrió que tenía la lengua extrañamente reseca. Siguió, tragando saliva y manteniendo bien alta la linterna. No alumbraba demasiado en la oscuridad pero parecía acentuar la negrura de las sombras que se acumulaban a su alrededor. Por alguna extraña razón, en la caótica mente de Brill penetró la idea de que aunque aquel país fuese nuevo para los anglosajones, en realidad era muy viejo. Aquella tumba rota y profanada era la muda prueba de que la tierra era mucho más antigua que el hombre y, de pronto, la noche, las colinas y las sombras parecieron aplastar a Brill con un sentimiento de horrible antigüedad. Antes de que los ancestros de Brill hubiesen oído hablar de ella, largas generaciones de hombres habían vivido y muerto en aquella tierra. En la noche, entre las sombras de aquel mismo arroyo, los hombres, sin duda alguna, habían lanzado su último suspiro de mil maneras espantosas. Con tales reflexiones, Brill corrió a través de las espesas sombras de la arboleda.

Lanzó un hondo suspiro de alivio cuando salió de entre los árboles a un lado de la colina. Ascendiendo apresuradamente la poca empinada ladera, sostuvo en alto su linterna, investigando. El corral estaba vacío; ni tan siquiera la apática res estaba a la vista. Y la empalizada había sido derribada. Eso indicaba algún agente humano, y todo el asunto cobró un nuevo y más siniestro aspecto. Alguien pretendía que Brill no cabalgase hasta Coyote Wells esa noche. Eso significaba que el asesino pretendía asegurar su huida y deseaba una buena ventaja sobre la ley, o sobre quien fuese... Brill sonrió. A lo lejos, entre los mesquites que cubrían el llano, creyó distinguir el débil y distante ruido de caballos al galope. ¡En el nombre de Dios! ¿Qué era lo que les había asustado de aquel modo? El gélido dedo del terror hizo estremecerse la columna vertebral de Brill.

Steve se dirigió hacia la casa. No entró sin tomar precauciones. Se deslizó a una buena distancia de la vivienda, lanzando miradas estremecidas por las oscuras ventanas, buscando, con tal intensidad que los oídos acabaron doliéndole, el posible sonido que traicionase la presencia del asesino al acecho. Por fin, se arriesgó a abrir una puerta y entrar. De una patada, empujó la puerta contra la pared por si alguien se ocultaba detrás de ella, alzó bien la linterna y entró, el corazón galopante, aferrando ferozmente el pico, con los sentimientos convertidos en una mezcla de miedo y rabia. Pero ningún asesino oculto saltó sobre él, y una cuidadosa exploración de la vivienda no reveló nada. Con un suspiro de alivio, Brill cerró las puertas, aseguró las ventanas y encendió su vieja lámpara de aceite. La imagen del viejo López tendido, un solitario cadáver con los ojos vidriosos, en la choza más allá del arroyo, le hizo estremecerse levemente, pero no entraba en sus planes el dirigirse a pie, de noche, a la ciudad. Sacó de su escondite su viejo y seguro Colt del 45, hizo girar el cilindro de acero azulado y sonrió hoscamente. Quizás el asesino tenía la intención de no dejar con vida a ningún testigo de sus crímenes. ¡Pues bueno, que viniese! Él, o ellos, se encontrarían a un joven vaquero con un seis tiros y descubrirían que no era una presa tan fácil como había sido el viejo y desarmado mexicano. Y eso le recordó a Brill los papeles que había traído consigo de la cabaña. Asegurándose de no estar en la dirección desde la que una bala repentina pudiese atravesar una ventana, se dispuso a leer, manteniendo una oreja al acecho de cualquier ruido por leve que fuese.

Y a medida que iba descifrando aquella escritura tosca y laboriosa, un lento y frío horror crecía en su alma. Lo que el viejo mexicano había garabateado era una historia espantosa..., una historia que había pasado de generación a generación..., una historia que procedía de tiempos muy antiguos. Y Brill leyó sobre las andanzas del caballero Hernando de Estrada y sus hombres, provistos de picas y armaduras, que se aventuraron en los desiertos del sudoeste cuando todo era extraño e ignoto. En el principio, decía el manuscrito, había unos cuarenta soldados, amos y criados. Estaba el capitán, Estrada, y el sacerdote, y el joven Juan Zavilla, y don Santiago de Valdez (un noble misterioso que había sido rescatado de un navío a la deriva en el Mar Caribe)..., el resto de la tripulación y los pasajeros habían muerto a causa de una plaga, había dicho, y él había arrojado sus cuerpos por encima de la borda. Así pues, Estrada le había acogido a bordo del navío que había llevado a la expedición desde España, y Valdez se unió a sus exploraciones.

Brill leyó algunas cosas acerca de sus andanzas, narradas en el tosco estilo del viejo López, del mismo modo que los antepasados del viejo mexicano habían ido transmitiendo la historia durante más de trescientos años. Las simples palabras eran un débil reflejo de las terroríficas penalidades que los exploradores habían ido encontrando: la aridez del país, la sed, las inundaciones, las tormentas de arena en el desierto, las lanzas de los pieles rojas hostiles. Pero el viejo López hablaba de otro peligro..., un horror al acecho que había caído sobre la solitaria caravana que vagaba por la inmensidad de las tierras desérticas. Hombre a hombre, fueron cayendo uno tras otro sin que nadie conociese al asesino. El miedo y la negra sospecha roían como un cáncer el ánimo de la expedición, y su líder no sabía qué actitud tomar. Todo lo que sabían era que entre ellos había un demonio con forma humana. Los hombres empezaron a apartarse los unos de los otros, manteniendo amplias distancias entre ellos durante la marcha, y esta sospecha mutua, que buscaba la seguridad en la soledad, le puso las cosas más fáciles al demonio. El esqueleto de la expedición siguió tambaleándose a través del solitario desierto, perdido, confuso e indefenso, y el horror invisible seguía rondando sus flancos, cebándose en los rezagados, saciándose en los centinelas a los que rendía un momento el sueño y en los hombres dormidos. Y en el cuello de cada uno había las heridas de unos colmillos aguzados que desangraban completamente a la víctima; así fue como los vivos supieron con qué clase de horror tenían que vérselas. Los hombres siguieron avanzando a trompicones a través del desierto, invocando a los santos, o blasfemando, llenos de terror, luchando frenéticamente contra el sueño, hasta que caían exhaustos y el sueño se les acercaba a hurtadillas con el horror y la muerte.

La sospecha acabó centrándose en un negro enorme, un esclavo caníbal de Calabar. Y lo encadenaron. Pero el joven Juan Zavilla siguió el destino de los demás, y luego le llegó el turno al sacerdote. Mas el clérigo luchó con su demoníaco asaltante y vivió lo bastante para susurrar en los oídos de Estrada el nombre del demonio. Y Brill, estremeciéndose, los ojos desorbitados, leyó:

...Y ahora se le hizo evidente a Estrada que el buen sacerdote había dicho la verdad, y el asesino era don Santiago de Valdez, quien era un vampiro, un demonio no muerto, que subsistía de la sangre de los vivos. Y Estrada se acordó de cierto noble maligno que había acechado en las montañas de Castilla desde los días de los moros, alimentándose con la sangre de víctimas indefensas que le otorgaban una horrenda inmortalidad. Dicho noble había sido expulsado; nadie sabía a donde había huido pero era evidente que él y don Santiago eran el mismo hombre. Había huido de España en barco, y Estrada supo que la gente de ese barco no había muerto a causa de la plaga, tal y como había mentido el demonio, sino bajo los colmillos del vampiro. Estrada, el negro y los pocos soldados que aún seguían con vida le buscaron y le encontraron, sumido en un sueño bestial entre los chaparrales y repleto con la sangre humana de su última víctima. Es bien sabido que los vampiros, como las grandes serpientes cuando están ahítas, caen en un sueño profundo y pueden ser eliminados sin peligro. Mas Estrada no tenía idea alguna de cómo disponer del monstruo, ya que ¿cómo se puede matar a los muertos? Pues en efecto un vampiro es un hombre que murió tiempo ha y que sin embargo rebulle con cierta espantosa no-vida.

...Los hombres le suplicaron al caballero que clavase una estaca en el corazón del demonio y que le cortase la cabeza, pronunciando las santas palabras que convertirían el cuerpo, durante largo tiempo muerto, en polvo, pero el sacerdote estaba muerto y Estrada temió que mientras así actuaba el monstruo pudiese despertar. Así pues, cogieron a don Santiago, alzándole con gran cuidado, y le llevaron hasta un viejo montículo indio cercano. Lo abrieron, sacando de él los huesos que allí encontraron, y colocaron al vampiro en su interior y sellaron el montículo. ¡quiera Dios que hasta el Día del Juicio! Este lugar se halla maldito, y ojalá me hubiese muerto de hambre en algún otro sitio antes que venir hasta aquí buscando trabajo..., pues yo sabía acerca de la tierra, el arroyo y el montículo, con su terrible secreto, desde que he sido niño; ya ve usted, señor Brill, la razón de que no deba abrir el montículo y despertar al demonio...

Aquí terminaba el manuscrito con un garabato del lápiz que había roto la hoja de arrugado papel. Brill se puso en pie, el corazón latiéndole al galope, el rostro lívido, la lengua pegada al paladar. Tragó saliva y, al fin, halló las palabras.

—Por eso estaba la espuela en el montículo..., se le cayó a uno de los españoles mientras cavaba... Y bien podría haber sabido yo que había sido excavado con anterioridad, por el modo en que estaba esparcido el carbón de leña... Pero ¡santo Dios!

Retrocedió horrorizado ante aquellas negras imágenes: un monstruo no muerto que se removía en las tinieblas de su tumba, empujando desde el interior para echar a un lado la piedra aflojada por el pico de la ignorancia..., una forma sombría que se arrastraba cojeante sobre la colina hacia la luz que delataba a una presa humana, un brazo espantosamente largo que cruzaba una ventana iluminada tenuemente...

—¡Esto es una locura! —jadeó—. ¡López estaba como una cabra! ¡Los vampiros no existen! Si es un vampiro, ¿por qué no me cogió primero a mí, en vez de a López..., a menos que estuviese registrando los alrededores, asegurándose de las cosas antes de atacar? ¡Bah, al infierno! Todo esto es un mal sueño, una...

Las palabras se le helaron en la garganta. Un rostro le contemplaba desde la ventana, los rasgos contorsionados, sin emitir sonido alguno. Dos gélidos ojos le perforaron el alma. De la garganta le brotó un alarido y el espantoso rostro se desvaneció. Pero hasta el mismo aire estaba impregnado de la pestilencia que se había cernido sobre el viejo montículo. Y ahora era la puerta la que crujía..., combándose lentamente hacia el interior. Brill retrocedió hasta topar con la pared, la pistola temblándole en la mano. No se le ocurrió disparar a través de la puerta; en su cerebro, convertido en un caos, no había sino una idea: que sólo ese delgado panel de madera le separaba de algún horror nacido del útero de la noche, las tinieblas y el negro pasado. Los ojos se le abrieron como platos viendo cómo cedía la puerta, cómo rechinaban los hierros del cerrojo.

La puerta estalló, hecha pedazos. Brill no gritó. Tenía la lengua como de hielo, pegada al paladar. Sus ojos vidriados por el miedo contemplaron la alta figura semejante a un buitre, los gélidos ojos, las largas y negras uñas de los dedos, su harapiento atavío, espantosamente antiguo, las botas con sus largas espuelas, el chambergo con su pluma a punto de convertirse en polvo, la capa flotante que se hacía lentamente pedazos. La forma aborrecible surgida del pasado se agazapó, recortándose en el umbral oscuro, y el cerebro de Brill pareció vacilar. De la figura irradiaba un frío salvaje, el olor de la arcilla encharcada y los despojos del osario. Y entonces el no muerto saltó sobre él como un buitre que se lanza en picado sobre su presa.

Brill disparó a quemarropa y vio cómo un pedazo de tela de algodón saltaba del pecho de la Cosa. El vampiro se tambaleó bajo el impacto del pesado proyectil y luego, enderezándose, se lanzó hacia adelante a espantosa velocidad. Brill se apoyó en la pared con un grito ahogado, la pistola cayendo de su mano fláccida. Entonces, las negras leyendas eran ciertas..., las armas humanas carecían de todo poder, pues ¿acaso puede un hombre matar a alguien que ya lleva muerto largos siglos, del modo en que mueren los mortales? Y entonces, las manos parecidas a garras que le rodeaban el cuello enloquecieron al joven vaquero. Al igual que sus antepasados pioneros lucharon mano a mano contra enemigos abrumadores, Steve Brill luchó con la fría y muerta criatura que se arrastraba buscando su vida y su alma.

Brill jamás recordaría gran cosa de esa espantosa batalla. Fue un caos ciego en el que gritó como una bestia, desgarró, dio golpes y puñetazos, en el que uñas largas y negras como garras de pantera le hirieron, en tanto que dientes puntiagudos se cerraban una y otra vez buscando su cuello. Rodando y dando tumbos por la habitación, ambos medio envueltos por los mohosos pliegues de esa vieja capa medio podrida, se golpearon y se hirieron mutuamente entre los restos del mobiliario destrozado, y la furia del vampiro no era más terrible que la desesperación de su víctima enloquecida por el miedo. Se derrumbaron sobre la mesa, haciéndola caer de lado, y la lámpara de aceite se rajó en el suelo, rociando los muros con repentinas llamaradas. Brill sintió la mordedura del aceite ardiente que le salpicó, pero en el rojo furor de la pelea no le prestó atención. Las negras garras le desgarraban, los ojos inhumanos ardían gélidos clavándose en su alma; entre sus dedos frenéticos la carne marchita del monstruo era tan dura como la madera reseca. Y una ola tras otra de ciega locura dominó a Steve Brill. Gritó y golpeó como un hombre que lucha con una pesadilla, mientras que a su alrededor el fuego se hacía cada vez más alto, prendiendo en las paredes y el tejado.

A través de los chorros candentes y las lenguas de fuego, rodaron y se tambalearon como un demonio y un mortal trabados en combate sobre las ígneas lanzas que cubren los suelos del infierno. Y entre el tumulto creciente de las llamas, Brill hizo acopio de todas sus fuerzas para una última y volcánica erupción de frenético esfuerzo. Logró separarse y, vacilante, se puso en pie, jadeante, ensangrentado, y se lanzó a ciegas sobre la forma repugnante y la atrapó con una presa que ni tan siquiera el vampiro pudo romper. Y haciendo girar en redondo a su demoníaco asaltante por encima de él, le estrelló contra el borde de la mesa caída al igual que un hombre podría romper un palo sobre su rodilla. Algo se quebró como si fuese una rama y el vampiro cayó, libre de la presa de Brill, para retorcerse sobre el suelo ardiente, su cuerpo convulso en una extraña y rota postura. Pero no estaba muerto, pues sus ojos llameantes seguían ardiendo, fijos en Brill con un hambre horrible y, con la columna rota, luchó por arrastrarse hasta Brill, como se arrastra una serpiente moribunda.

Brill, jadeando, tambaleante, se quitó la sangre de los ojos y salió, a ciegas, cruzando la puerta destrozada. Y como un hombre cruza a la carrera las puertas del infierno, corrió tropezando a través de los mesquites y los chaparrales hasta caer, totalmente agotado. Mirando hacia atrás, vio las llamas de la casa que ardía y le agradeció a Dios el que fuese a arder hasta que los huesos de don Santiago de Valdez hubiesen sido totalmente consumidos y borrados del conocimiento humano.

Robert E. Howard (1906-1936)

Vampiros de Hungría de Charles Nodier


Charles Nodier nos relata una curiosa incursión de soldados en las tierras húngaras, donde, al parecer, ningún vampiro se ausenta a la hora de la cena, y jamás dejan de reconocer los lazos sanguíneos a la hora de sus visitas.







Charles Nodier (1780-1844)

Un soldado húngaro estaba alojado en casa de un campesino de la frontera, y un día, cuando comía con él, vio entrar a un desconocido que se sentó en la mesa junto a ellos. El campesino y su familia parecieron muy asustados por esta visita, y el soldado, que ignoraba lo que significaba aquello, no sabía qué pensar del pavor de estas buenas personas. Pero al día siguiente, cuando encontraron muerto en la cama al dueño de la casa, el soldado supo que se trataba del padre de su hospedero, muerto y enterrado desde hacía diez años, que había venido a sentarse a la mesa al lado de su hijo, y de esta forma le había anunciado y causado la muerte.

El militar informó a su regimiento de este suceso. Los generales enviaron a un capitán, un cirujano, un auditor y algunos oficiales para comprobar el hecho.

La gente de la casa y los habitantes del pueblo declararon que el padre del campesino había vuelto para provocar la muerte de su hijo, y que todo lo que el soldado había visto y contado era totalmente cierto. En consecuencia, mandaron desenterrar el cuerpo del vampiro. Lo encontraron en el estado de un hombre que acaba de expirar y con la sangre todavía caliente; entonces le cortaron la cabeza y le depositaron de nuevo en la tumba. Después de esta primera expedición, los oficiales fueron informados de que otro hombre, muerto hacía más de treinta años, solía aparecerse, y que ya se había presentado tres veces en su casa a la hora de la comida. La primera vez había mordido el cuello de su propio hermano y le había sacado mucha sangre; la segunda, había hecho lo mismo a uno de sus hijos; un criado había recibido el mismo trato la tercera vez.

Estas tres personas habían muerto a consecuencia de ello. Este fantasma desnaturalizado fue desenterrado también; lo encontraron tan lleno de sangre como el primer vampiro.

Le hundieron una gran estaca en la cabeza y lo cubrieron de tierra. Cuando la comisión creía que ya se había librado de los vampiros, por todas partes se presentaron denuncias contra un tercer vampiro que, muerto dieciséis años atrás, había matado y devorado a dos de sus hijos.

Este tercer vampiro fue quemado y considerado el más culpable. Después de estas ejecuciones, los oficiales dejaron pueblo totalmente en calma y libre de aparecidos que bebían la sangre de sus hijos y amigos.

Charles Nodier (1780-1844)

Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto de Alfonso Castelao


Un ojo de vidrio. Memorias de un esqueleto (Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete) es un relato de vampiros del escritor gallego Alfonso Castelao, publicado en 1922.








Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete, Alfonso Castelao (1886-1950)

Lector:
Cierto día se quedó mirándome una vaca. ¿Que me mirará?, pensé yo; y en aquel instante la vaca bajó la cabeza y siguió comiendo hierba. Ahora ya se que la vaca sólo dijo:

—Bah, total un hombre con anteojos.

Y a lo mejor yo no soy más que lo que vió la vaca. He ahí la alegría de pensar que cuando mi calavera esté al descubierto ya no podrá juzgarme ninguna vaca. La muerte no me asusta, y el mal que le deseo a mi enemigo es que viva hasta sobrevivirse. Yo soy de los que se estrujan la cara para palpar la propia calavera y jamás huyo de los cementerios. Tanto es así que tengo un amigo enterrador en un cementerio de la ciudad. Este amigo mío no es, de hecho, amigo mío; es solamente un objeto de experimentación, un conejillo de indias. Un enterrador sabe siempre muchas cosas y las cuenta con humor. Un enterrador de ciudad que desnuda y descalza a los muertos para surtir las tiendas de ropa de segunda mano, tiene que ser el hombre que le hace falta a un humorista. Un enterrador que saca una buena soldada del oro de los dientes de las calaveras tenía que ser amigo mío.

Este enterrador se tiene por hombre de bien y me cuenta cosas trágicas que hacen reír y me cuenta cosas de reír que dan miedo, y con las sorpresas en su conversación se pasan las horas sin que me dé cuenta. Bueno; el cuento fue que un día tomé el camino del cementerio y encontré al enterrador un poquillo… no sé cómo, y después de hablar mucho me dijo que tenía que contarme en secreto una cosa, siempre que fuese yo un hombre de bien y amigo leal. Me quede un poco acobardado por el miedo a la sorpresa desconocida y, después de cogerme por el hombro y acercarme sus labios podridos a la oreja, me dijo en voz baja:

-¡Encontré unos papeles en una caja...! En una caja que no se de quién sería. El esqueleto tenía en la calavera un ojo de vidrio que me miraba con resentimiento.

Y el enterrador saco de entre el abrigo unos papeles arrugados. El enterrador no sabía leer y me los dio a mí para que se los leyese. Eran trozos de periódico, papeles de fumar... todos numerados, y en el primero campaban estas palabras: “memorias de un esqueleto”.

Aquella letra era trabajosa de leer y estaba escrita con un tizón. Cuando terminé la lectura ya había empezado a anochecer y el enterrador, muy mosqueado, juró que si no fuese por Dios se iba al esqueleto y le destrozaba la calavera con una azada. Me despedí de él y cuando ya iba por la carretera, camino de la ciudad, oí que me llamaba desde la puerta del cementerio.

-¡Oiga, venga aquí!
Y después en voz baja y muy solemnemente me dejó en la oreja esta pregunta:
-Usted, que es médico, ¿no sabría dónde compran ojos de vidrio?
Y por cuatro cuartos me hice dueño del ojo de vidrio y de las memorias.

Las memorias del esqueleto son lo que vais a leer. Escuchad pues a un hombre del otro mundo, rogándoos por adelantado que no me hagáis partícipe de sus ideas. Yo nací, crecí y me hice hombre, y un buen día se me enfermó un ojo. Fui a los médicos y me soplaron un puñado de dinero y a fin de cuentas el ojo sanar sanó, pero me quedó turbio. Por aquel tiempo tenía un gallo tan cariñoso que venía a comer de mi mano. Le llamaban Tenorio. Un día estando yo agachado con los granos de maíz en la palma de las manos se vino hacia mi, despacito, pisando la tierra con aquel aire de señorón hidalgo. Se planta delante de mí, levanta el pescuezo para mirar de cerca, quizá burlonamente, aquel malhadado ojo turbio mío, y pensando que sería algo de comer, me dio un picotazo tan bien dirigido que me dejó tuerto. Ahora sí, los médicos, después de sacarme otro puñado de dinero, me pusieron un ojo de vidrio, tan bien imitado que se movía y todo.

¡A cuántas mujeres embauqué guiñándoles el ojo de vidrio…!

Morí entre cobertores como mueren a menudo los buenos hombres, y bien afeitado y bien peinado y con mi traje de los días de fiesta –que por cierto me lo llevó el enterrador al día siguiente de enterrarme- fui para debajo de los terrones sin que nadie se acordase de quitarme el ojo de vidrio. Tumbado en mi caja de pino reposé muchos días, tantos que perdí la cuenta. Me pudrí pronto y a los pocos días de enterrado empezaron los gusanos a hacerme cosquillas. Es necesario decir que aquí no está permitido presentarse en sociedad con harapos de carne apestosa pegada a los huesos, pues los esqueletos que ni ven ni comen, huelen tan bien como los vivos; así fue que mientras los gusanos no comieron el poco magro que traje, no me pude levantar. Fue una noche de luna llena cuando salí de la cueva por primera vez. Trabajito me costó desentumecer las piernas y cuando me levanté y saqué la cabeza fuera de la tierra me quedé pasmado… Aquel ojo de vidrio que de nada me sirviera en vida me sirve ahora para mirar.

Loco de contento me quité el ojo, le di cuatro besos y lo volví a poner en su sitio. De un brinco salté de la cueva y fui hacia la plaza de los esqueletos. Los esqueletos son tan tontos como las personas. Basta decir que no piensan más que en bailar. Para mi todos los esqueletos son iguales. Me pasa en este mundo de huesos lo que me pasaba en el otro con los negros, que todos me parecían iguales. En cambio ellos, entre si, se conocen bien. Debe de ser porque ellos son ciegos y yo veo. Harto de mirar a mis compañeros bailando como si fuesen osos al son de la “Danza macabra” de Saint Saëns, me aparté de la plaza y me fije en un esqueleto que estaba sentado en un claro y que tenía la calavera ladeada (expresión de tristeza y melancolía en este mundo). Me acerqué a él y miré cómo en el hueco de las caderas tenía escondido un esqueleto pequeñito. Pronto me di cuenta de que era un esqueleto de mujer y le pregunté, cariñoso:

-¿Será usted alguna de las mujeres que mataron en Oseira, Nebra, o Sofán?
-No, señor, no –me respondió-. ¡Yo morí de tristeza!

Después me di cuenta de que en los huesos de la cadera no tenía agujero de bala

- Muy honda debió de ser la tristeza – le dije.
- Si, señor. Morí enamorada del hombre que se pudre bajo esta piedra.

Y mirando la piedra pude leer un epitafio en castellano, y colgando de la cruz vi un retrato con marco de varilla dorada. Era un sargento de bigote orgulloso fumando un puro con anilla. No quise saber más y me fui a acostar. En estos días hay muchos entierros. No se si habrá peste, pues revolución no debe haberla con la cobardía que tienen los vivos. Quizá haya huelga de médicos, aunque no creo que los médicos puedan evitar la muerte. Frente a mi enterraron a uno, y para salir de dudas golpeé su caja.

-¿Hay peste en la ciudad?
-¡Yo qué se!- me contestó una voz como si saliese por una boca llena de gachas. (debe tener ya la lengua podrida)
-¿Entonces usted no sabe de qué murió?
-¿Yo? ¡Yo me pegué un tiro!

Me dieron ganas de reír, pero no pude. Los esqueletos no ríen a carcajadas. El estómago es la fuente de la carcajada, y sin estómago no puede haber carcajada.

-¿Entonces habrá huelga de médicos?
-No hay huelga, no; porque antes de enterrarme dos médicos arremangados como dos carniceros me abrieron la cabeza con un serrucho.

Cerca de mi reposa un zapatero. Me contó sus penas en un tono menor.

-Yo tenía una voz de trueno, una voz que metía miedo de lo honda que era, y en calidad de fenómeno entré como bajo en el orfeón; mas al poco de entrar el director me dijo que desafinaba y tuvieron el cuajo de echarme fuera. Dios me había regalado una buena garganta y no me dio oreja… Tan triste quedé que perdí el color y el fuelle para trabajar, me desgané, enflaquecí y me puse a morir. Todas las noches escuchaba los ensayos del orfeón escondidito en las sombras de la calle, suspirando seguido con el alma dolida. La tristeza fue estrujándome la caja del pecho y en el último ensayo del orfeón se me escapó la vida en un suspiro sutil.

El pobre zapatero murió de añoranza. Por matar el tiempo fui al cementerio civil. Allí no se baila; allí todo es serio. Cuando entré me fui hacia un grupo de esqueletos que estaban escuchando la cantinela de una calavera que tenía una agujero en una sien (calavera de suicida muy siglo XIX). Sus palabras les tenían a todos con la boca abierta; pero en la media hora que estuve escuchándolo ni siquiera pude recoger una idea. Aquel suicida tenía un solo ideal: la República. Yo en el mundo también fui un poco republicano aunque nunca pensé que la República fuese suficiente para gobernar España. Lo que más me hirió de aquella gente fue que no quisiesen hablar gallego, sabiendo que los esqueletos no pueden hablar bien el castellano. No hay vuelta que darle: sin garganta no puede pronunciarse la “j” ni la “g” fuerte.

Oyéndoles decir que el progreso va hacia la unidad tomé la palabra para aclarar que el progreso iba hacia la armonía y que si el progreso fuese hacia esa unidad antipática, antiestética, antinatural y criminal, por encima del progreso está la perfección, y que nosotros, los gallegos, por un deseo de perfección y por una dignidad que ya va siendo dignidad personal, no debíamos consentir que en el habla de nuestros abuelos se expresase sólo la incultura que le debemos al centralismo. En aquel momento me olvidé de que no era hombre ni sujeto de derecho. ¡Ay! Yo ya morí y no soy nada y aún seré menos cuando la tierra me coma del todo. Comprendiendo que estaba en el mundo de los esqueletos, volví a decir:

-¿Cómo queréis hablar castellano si no tenéis garganta?

No acababa todavía de soltar la última palabra cuando un esqueleto estirado y fuerte, tirando de mí, me apartó de aquella reunión diciéndome:

-Vostede facer mal falar con oitocentistas. (Usted hacer mal hablar con ochocentistas)

¡Era un inglés que hablaba gallego! Soy muy amigo del inglés. Juntos paseamos muchas veces. Ayer salimos del cementerio y fuimos por la calle hablando de mil cosas; por cierto que un mozo que iba tocando en el acordeón un pasodoble flamenco, al vernos, tiró el acorrercerdos (así le llamaba yo cuando vivía) y huyó como un relámpago. El inglés y yo saltábamos para echar fuera la risa que teníamos en el alma.

Volviéndonos al cementerio hablamos de la tierra.

¡Mucho hablan de la tierra los vivos! Una cosa es la tierra y otra cosa es el paisaje. Para los vivos la tierra es una cosa muy hermosa por cierto, para los muertos la tierra son las tinieblas. Yo pienso que no moriríamos si la tierra no nos necesitase para echar hierbecitas y florecitas y lucirse a cuenta de los que se pudren. Creo que fue María Guerrero quien en un momento de cursilería y para embaucar a un hato de gallegos tontorrones, le dio un beso a un puñado de tierra gallega. ¡Mejor hubiera sido que besara la costra de un pino o la corteza de un roble! La tierra gallega metida en una olla es como la tierra castellana, pongo por comparación. Los hermanos pinos y los hermanos castaños, que ha de tragar la tierra, esos si que son gallegos. Acabo de descubrir un gran defecto en el inglés. El descubrimiento me ha costado una profunda pena. Parece mentira que un alma tan recta y tan inteligente tenga un humor tan poco noble.

El inglés viene a buscarme casi todos los días a mi tumba y, como yo soy perezoso para levantarme, se entretiene hablando y jugando con el esqueleto de un niño que reposa cerca de mí. Mirad qué clase de juego entretenía al inglés. Le daba un coscorrón en la calavera al chico y se la tiraba al suelo, y después se ponía a saltar. El pobre esqueletito buscaba a tientas la calavera y después se la ponía en su sitio diciéndole al inglés:

-¿Qué mal le hice yo? ¡Estése quieto!

El inglés prometía estarse quieto y enseguida volvía a tirarle la calavera al pobre esqueletito. Y así hizo muchas veces. Cuado me di cuenta de ello me enfrenté al inglés, que me respondió fríamente:

-Yo divertirme mucho. Yo sentir no estar en el otro mundo para dar al chico una esterlina.

Los obreros del mundo quieren las patatas baratas, los labriegos quieren que suban las patatas y hay hombres que no viven de las patatas. Aquí las patatas no son ningún problema; mas por lo que fuimos en el mundo respecto de las patatas, nos dividimos en dos castas. En el camposanto hay un patatero que murió de hambre y que hoy tiene un mausoleo de mármol. Fue un hombre de gran merecimiento en vida; pero ahora es insoportable a fuerza de pensar que no nacerá en el mundo quién lo aventaje como poeta. Otro esqueleto de mausoleo de mármol fue un “americano” que, harto de embaucar a los indios en el Chaco con cuentas de vidrio, murió en olor de santidad, dejando dinero para escuelas y hospitales. Su mausoleo tiene en el pico un símbolo de la Caridad en forma de ama de cría. Este filántropo todavía conserva un bisoñé que me hace saltar de risa.

El filántropo y el poeta se tienen mucha manía. El filántropo dice que el poeta no hizo más que “macanas” (supongo que querrá decir versos). El poeta dice que el filántropo fue un bestia. De esos que “sobre el bien y el mal consultan simplemente el código penal”.

El poeta no tiene mucho seso. Anda siempre pidiendo una calavera prestada para recitar el monólogo de Hamlet, y aún hace más locuras. El filántropo no hace ni dice nada que merezca contarse. Sin dinero tiene muertas todas sus actividades. Ahora ya se por qué el inglés me tenía en tan gran estima. ¡Ya lo veo! Me pidió prestado el ojo; pero yo con dulces palabras y muy buenas razones le dije que no se lo prestaba. Debajo de una cruz de palo mal pintada con herrumbre, reposa un esqueleto que, según dice, fue tan desventurado en el otro mundo como feliz es en éste.

-Yo era criada de servir – me contó- . Aunque no era bonita tenía juventud. Un día se me cayó un diente y cierto demonio de señorito, que andaba detrás de mí, me ofreció dinero para que fuese al dentista. Me miré al espejo y enseguida comprendí cuánto me afeaba aquel hueco en la boca, y tanto revolvió el señorito en mi locura juvenil que me dejé poner el diente… ¡Ay!, aquel diente me costó un hijo; aquel hijo me costo el crédito y cuanto tenía de buena moza. Caí en picado y me encontré con la muerte, sin saber lo que era un traje de seda ni un sorbo de champán. Fea viví, maltratada y golpeada; ahora puedo dormir.

Esta sencilla historieta me dejó entristecido. Me acuerdo de que siendo yo niño llegó mi padre de América. El pobre no trajo más que unos borceguíes viejos y un tarro mediado de bicarbonato; venía enfermo y murió pronto. Siempre lloré el fracaso de mi padre que, en mi admiración de hijo, lo tuve por el más bueno, valiente, inteligente y fuerte del mundo entero. Aquellas tierras lejanas que sorbieron la vida de mi padre fueron muy a menudo malditas por mí. Mi padre era digno de volver sano y millonario. Ayer en la plaza hablábamos de nuestras vidas y me llego el turno de contar la mía. Todavía no había terminado de contarla, cuando un esqueleto, de esos esqueletos que parecen tontos, se levantó como un relámpago y me dio un abrazo tan fuerte que me rompió una costilla.

¡Era mi padre! Con cierto esqueleto que se trajo en la cabeza una biblioteca entera hablo de muchas cosas y de todas sabe muchas mi amigo. De todas sabe mucho, menos de lo que es el humorismo. Cuando llegamos en nuestras controversias a tal punto, mi amigo hace cuatro o cinco funambulismos filosóficos, estudia el humorismo de los grandes humoristas, pasan las horas y al final terminamos sin saber nada del asunto. A veces parece que va a llegar a la definición y de repente enreda más el hilo. Un esqueleto tiene que tener humor y un esqueleto gallego mucho más todavía. Un gallego es siempre socarrón o humorista y la socarronería es el humorismo de los incultos así como el humorismo es la socarronería de los cultos. Un esqueleto gallego que trajo una biblioteca en la cabeza debía definir el humorismo y no lo define, y según dice no hubo nadie que lo definiese todavía.

Yo que no traje más de tres o cuatro libros en la cabeza, le pongo ejemplos como estos:

-Un niño pequeñito rompe una botella de aceite en los adoquines de la calle y el pobre se echa a llorar. Un hombre gordo desde la puerta de una tienda mira al niño y se ríe ¿cuál de las figuras le interesa más al humorista?
-Por la puerta de una iglesia salen dos novios recién casados. La novia -¡pobrecilla!- no puede tapar lo que lleva de siete meses. En la puerta de la iglesia hay mucha gente. A una mujer gorda le tiembla la barriga de risa. Un hombre, que tiene un libro debajo del brazo, mira sereno la escena. Una mujer del pueblo pone cara de pena. Otra mujer, también del pueblo, arruga la nariz y murmura por lo bajo palabras como estas: ¡Sinvergüenza! ¿Quién de estos es el humorista?
-Un médico busca el bacilo de Koch en el esputo de un amigo suyo y de repente levanta la cabeza, respira fuerte y dice suspirando: “¡Lo encontré!” ¿Puede ser humorista este hombre?
-Vestir a un niño de torero o de militar en carnaval, ¿puede ser humorismo?
-Le diré... le diré –contesta siempre el esqueleto sabio-. Y no me dice nada.

Yo bien podía escribir algo de la Santa Compaña; pero el pueblo gallego se quedaría sin un misterio en las largas noches de invierno, cuando la imaginación hierve en la cabeza como el caldo en la olla. No; yo callaré como una lápida. El que “anda” con los muertos que pierda el color de las mejillas, que enflaquezca y que muera. La Santa Compaña hace falta en las cocinas cálidas alrededor del lar, cuando silba el viento en las tinieblas de la noche. Hoy mi padre, con un lagarto apresado en las manos, me habló de este modo:

-Tengo que ir a San Andrés de Teixido para cumplir una ofrenda que hice y no cumplí en vida. Mi alma tiene que reencarnarse en este lagarto y tardaré mucho en volver.
Te pido que cuides mi tumba y que de vez en cuando le eches un vistazo a mi esqueleto, porque tengo un vecino cojo y puede robarme una pierna.

Quisiera estar enterrado en un cementerio aldeano, en el atrio de la iglesia… ¡con qué gusto escucharía en las alegres mañanas de domingo las conversaciones de los feligreses! En este cementerio de ciudad la gente no viene más que a hablar de los muertos, ¡y cuántas tonterías dicen…! Luego mis compañeros, acostumbrados a las regalías del otro mundo o fracasados en la vida, no hacen más que llorar por lo que perdieron o por lo que no consiguieron. Desde hace tiempo vengo advirtiendo que un hombre de carne y hueso sale de una tumba, escala por la pared del cementerio y huye hacia la ciudad. De ahí a dos o tres horas vuelve al cementerio enterrándose en un decir amén debajo de la tierra. La primera vez que me di cuenta de tal cosa no quería dar crédito a mi ojo; pero el caso se repitió muchas veces seguidas.

Una noche me puse al acecho esperando a que surgiese de la tierra y fui detrás de él. Correr corría el condenado; pero yo, escurriéndome por las sombras de los muros, no le quité el ojo de encima. Llegó al barrio más pobre de la ciudad y se paró delante de una chabola entrando después en ella por una rendija de la puerta. Yo subí al tejado y salté a la huerta que daba a la parte de atrás de la chabola, y por un agujerito pude ver la escena más horrible que pudiera imaginarse. Una lamparita de aceite alumbraba suavemente la carita flaca y cadavérica de una muchacha que dormía en un lecho misérrimo. El fantasma se acercó a ella y estuvo un montón de tiempo con los labios posados en el cuello de la muchacha. Cuando se levantó tenía la boca orillada de rojo, mientras del pescuezo de la joven corría un hilo de sangre y en la piel de su carita flaca se adivinaba la blancura de la muerte.

Aquel fantasma era un vampiro.

Al día siguiente el fantasma chupó la última sangre que podía dar la pobre muchacha. Cuando todavía estaba caliente la última campanada de las doce en el campanario de la iglesia, aullaron los perros oliendo la muerte. El vampiro siguió sorbiendo la sangre de más víctimas, que iban muriendo como las lámparas de aceite chupadas por los murciélagos. Quise saber quién había sido el vampiro en el mundo de los hombres y fui a leer su nombre de bronce en el rico mármol de la lápida. El nombre solo fue bastante: había sido un canalla que robaba para darle gusto a su estómago de cerdo; dueño de la justicia, robaba desde su cómoda casa. ¿Para qué decir más? Era... ¡era un cacique!

Yo quería encontrar la manera de darle muerte al vampiro. Busca por aquí, revuelve por allá… no pude abarcar en los recovecos de mi mente una buena manera de matarlo, y quise hablar con el esqueleto que trajo una biblioteca en la cabeza para ver si me iluminaba su conversación.

-En el vampirismo creen muchos pueblos y hay muchas pruebas judiciales de apariciones de fantasmas que chupaban la sangre de personas; pero yo creo que no se les debe dar crédito a semejantes cuentos. Pasaron los tiempos en los que el verdugo quemaba los cadáveres sospechosos de vampirismo, y hoy no se permitiría a nadie clavar una estaca en el corazón de un cadáver.

Mi amigo, lleno de ciencia oficial, se burlaba de la gente sencilla que cree en los vampiros. Yo guardé mi secreto para no pasar por tonto y seguí preguntando solapadamente:

-¿Y hay sabios en el mundo que crean en el vampirismo?
-Los hay. La fundadora de la Teosofía habla de eso y cuenta muchos hechos. Si mal no recuerdo recoge la explicación del fenómeno por causas físicas. Cuando un muerto aparente estuvo muy apegado a la materia y fue en vida un malvado, su cuerpo astral, envuelto en su doble etéreo, sale de la sepultura con el objeto de mantener el cuerpo físico con la sangre que chupa de los vivos, y de esta manera se perpetúa el estado cataléptico del enterrado. El cuerpo astral transfiere la sangre de una manera todavía desconocida, pero esperan que cualquier día sea explicado por la ciencia psicológica.
-¿Y usted ni siquiera tiene dudas?
-Yo, que soy un hombre sesudo, no creo; aunque, la verdad, me hacen pensar ciertas cosas, como son las muertes aparentes y el hecho de que se hayan encontrado cadáveres que todavía tenían la carne blanda, los ojos abiertos, la piel sonrosada, la boca y la nariz llenas de sangre fresca, que también surgía de las heridas que, por asesinato o por ajusticiamiento, les produjeron la muerte. Eso cuentan viejos documentos.
-¿Y de qué manera se le da muerte al vampiro?
-Pues para apartar el cuerpo astral del físico no hay otro remedio que quemar el cadáver.

No quise saber más. Me aparté de mi biblioteca y pensé para mis adentros: “vampiros hay; por tanto, por las buenas o por las malas, debía quemarse a todos los caciques. Los caciques son capaces de hacerse los muertos para seguir viviendo a cuenta de los pobrecillos”.

Fin

Lector:
Ya que leíste las memorias del esqueleto enterrado en un cementerio de ciudad y ya que te entretuviste aprendiendo cosas del más allá que no sabías, bien puedes escucharme un ratito a mí para terminar rápido. Una cosa que hice con premeditación y nocturnidad podría llevarme a la cárcel si hubiera testigos, mas yo te aseguro que no fue por hacer mal. Escucha. Con el ojo de vidrio comprado al enterrador de ciudad cogí el camino de la parroquia de Tal y allí, en el atrio de la iglesia y ayudado por un hombre valiente, pasada la media noche, abrí la sepultura donde reposa para siempre jamás un amigo mío. ¡Miedo pasé!

Mi amigo fue un muchacho de gran inteligencia y espíritu superior a toda alabanza. Estudiamos juntos en la vieja Compostela y la gripe me lo escamoteó. Como última prueba de honda amistad quise hacerle el regalo del ojo de vidrio. ¡Después de todo yo no lo quería para nada…! Abrimos la tapa de la caja bien despacio para no descolocar el esqueleto. Oh, lector: mi amigo conservaba su traje y sus zapatos nuevos, prueba de que el enterrador de aldea es mejor cristiano que su colega de la ciudad. En la cuenca derecha de su calavera dejé el ojo de vidrio, encima de sus manos deje un bloc de papel y un lápiz. Y acercándome al agujero del oído, le dije así:

-Querido Pedro: ahí te dejo un ojo de vidrio para que veas, papel y lápiz para que escribas. Serás el rey en este cementerio, pero te ruego que no te vuelvas cacique. Pasados unos meses vendré a recoger cuanto escribas. Perdóname, querido, que no te dé un beso. Adiós y hasta luego.

Si cuanto escriba mi amigo es digno de interés te aseguro que será publicado para que compares y veas que no es lo mismo ser enterrado en el atrio de una iglesia que en un cementerio de ciudad.

Entretente como puedas, lector, y no te digo más.

Alfonso Castelao (1886-1950)