La santidad de Azédarac: Clark Ashton Smith




La santidad de Azédarac (The Holiness of Azédarac) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith, publicado en la edición de noviembre de 1933 de la revista Weird Tales.






The Holiness of Azédarac, Clark Ashton Smith (1893-1961)

-¡Por la cabra de las mil tetas! ¡Por la cola de Dagón y los cuernos de Derceto! —dijo Azédarac mientras acariciaba el pequeño frasco panzudo lleno de un líquido escarlata colocado en la mesa frente a él—. Algo hay que hacer con este pestilente hermano Ambrosio. He descubierto ahora que ha sido enviado a Ximes por el arzobispo de Averoigne sin ningún otro propósito que reunir pruebas de mi conexión subterránea con Azazel y los Antiguos. Ha espiado mis invocaciones en las criptas, ha escuchado las fórmulas ocultas y ha contemplado la auténtica manifestación de Lilith, e incluso de Iog-Sotôt y Sodagui, esos demonios que son más antiguos que el mundo; y esta misma mañana, hace una hora, ha montado en su asno blanco para el viaje de regreso a Vyones. Hay dos maneras —o, en un sentido, hay una manera— en las cuales puedo evitar las molestias e inconvenientes de un juicio por brujería: el contenido de este frasco debe ser administrado a Ambrosio antes de que llegue al final de su viaje, o, a falta de esto, yo mismo me veré obligado a hacer uso de un medicamento semejante.

Jehan Mauvaissoir miró el frasco y luego a Azédarac. No estaba en absoluto horrorizado, ni siquiera sorprendido, por los nada episcopales juramentos y afirmaciones poco antieclesiásticas que acababa de escuchar del obispo de Ximes. Había conocido al obispo demasiado tiempo y demasiado íntimamente, y le había prestado demasiados servicios de una naturaleza anticonvencional, para sorprenderse ante nada. De hecho, había conocido a Azédarac mucho antes de que el hechicero hubiese soñado con convertirse en sacerdote, en una fase de su existencia que era del todo insospechada por las gentes de Ximes; y Azédarac no se había molestado en tener muchos secretos con Jehan en ningún momento.

—Comprendo —dijo Jehan—. Puedes contar conque el contenido del frasco será administrado. El hermano Ambrosio difícilmente viajará con rapidez sobre aquel asno blanco que va al paso; y no alcanzará Vyones antes de mañana al mediodía. Hay tiempo abundante para alcanzarle. Por supuesto, él me conoce. O, al menos, conoce a Jehan Mauvaissoir... Pero eso puede remediarse fácilmente.

Azédarac sonrió confiado.

—Dejo el asunto y el frasco en tus manos, Jehan. Por supuesto, no importa cuál sea el resultado; con todos los medios satánicos y pre—satánicos a mi disposición, no estaré en ningún gran peligro por parte de esos fanáticos mentecatos. Sin embargo, me encuentro muy cómodamente situado aquí en Ximes, y el destino de un obispo cristiano que vive entre el olor del incienso y de la piedad, y mantiene mientras tanto un acuerdo privado con el Adversario, es ciertamente preferible a la vida accidentada de un hechicero de campo. Preferiría no ser molestado o distraído, o ser expulsado de mi sinecura, si algo semejante puede evitarse.
—Ojalá que Moloch devore a ese pequeño mojigato maricón de Ambrosio —continuó—, debo estar volviéndome viejo y tonto al no haber sospechado de él antes. Fue la expresión horrorizada y de asco que tenia últimamente lo que me hizo pensar que había observado a través del agujero de la cerradura los ritos subterráneos. Entonces, cuando oí que se marchaba, sabiamente decidí revisar mi biblioteca y descubrí que el Libro de Eibon, que contiene los hechizos más antiguos y la sabiduría secreta olvidada por el hombre, de Iog—Sotôt y Sodagui, había desaparecido. Como tú sabes, había sustituido su encuadernación original de piel de un aborigen subhumano por la de cordero de un misal cristiano y había rodeado el volumen con filas de libros de oración legítimos. Ambrosio se lleva debajo de su túnica una prueba concluyente de que soy un adicto de las Artes Negras. Nadie en Averoigne será capaz de leer el alfabeto inmemorial de Hiperboria; pero las ilustraciones hechas con sangre de dragón y los dibujos bastarán para condenarme.

Amo y criado se miraron mutuamente durante un intervalo de silencio significativo. Jehan miró con respeto la estatura orgullosa, las facciones tristemente marcadas, la tonsura rizada, la extraña y rojiza cicatriz en forma de media luna sobre la pálida frente de Azédarac, los brillantes puntos de fuego amarillo naranja que parecían arder en las profundidades del ébano líquido y congelado de sus ojos. Azédarac, por su parte, estudió con confianza las facciones vulpinas y el aire discreto, inexpresivo, de Jehan, quien podría haber sido —y aún podía serlo, si fuese necesario— cualquier cosa, desde un emisario a un clérigo.

—Es lamentable —continuó Azédarac— que cualquier duda sobre mi santidad y probidad devocional se haya levantado entre la clerecía de Averoigne. Pero supongo que era inevitable tarde o temprano. Aunque la principal diferencia entre yo mismo y otros muchos eclesiásticos es que yo sirvo al demonio a sabiendas y por mi propia voluntad, mientras que ellos hacen lo mismo en su ceguera sanctimoniosa... Sin embargo, debemos hacer lo que podamos para retrasar la mala hora del escándalo público y la expulsión de nuestro bien emplumado nido En la actualidad, sólo Ambrosio puede probar algo para mi daño; y tú, Jehan, enviarás a Ambrosio a un reino en que sus chivateos frailunos tendrán escasas consecuencias. Después de eso, estaré doblemente vigilante. El próximo emisario de Vyones, te lo aseguro, no encontrará otra cosa sobre la que informar que santidad y el recitado del Rosario.

II.
Los pensamientos del hermano Ambrosio estaban gravemente perturbados, y en contraste con la tranquila escena rústica que le rodeaba, mientras cabalgaba a través del bosque de Averoigne entre Ximes y Vyones. El horror anidaba en su corazón como un nido de malignas víboras; y el maléfico Libro de Eibon, ese manual de hechicería primordial, parecía arder debajo de su túnica como un enorme y caliente amuleto satánico, apoyado contra su regazo. No por primera vez, se le ocurrió la idea de que Clemente, el arzobispo, hubiese delegado en otro para investigar la negra depravación de Azédarac. Residiendo durante un mes en el hogar del obispo, Ambrosio había aprendido demasiado para la tranquilidad del espíritu de un piadoso clérigo y había visto cosas que eran como una mancha secreta de terror y vergüenza en las páginas blancas de su memoria. Descubrir que un prelado cristiano podía servir a los poderes de la más completa perdición, que podía recibir en privado perversiones más antiguas que Asmodai, era abismalmente intranquilizador para su alma devota; y desde entonces le había parecido oler la corrupción por todas partes, y había sentido por todos lados el avance serpentino del oscuro Adversario.

Mientras cabalgaba a través de los tristes pinos y los verdosos hayales, deseó también haber montado sobre algo más rápido que este amable asno, blanco como la leche, destinado a su uso por el arzobispo. Era seguido por la sugestión sombría de burlones rostros de gárgolas, de invisibles pies hendidos, que le seguían detrás de los árboles que se amontonaban y a lo largo de los umbrosos recodos del camino. En los oblicuos rayos, en las alargadas redes de sombras traídas por la tarde agonizante, el bosque parecía esperar, conteniendo el aliento, el apestoso y furtivo acontecer de cosas innominables. Sin embargo, Ambrosio no había encontrado a nadie en varias millas; y no había visto ni animal ni pájaro ni víbora en el bosque veraniego. Sus pensamientos volvían con insistencia temible hacia Azédarac, quien le parecía un Anticristo alto, prodigioso, alzando sus negras vanguardias y su figura gigantesca del barro ardiente de Abaddon. De nuevo, vio los sótanos debajo de la mansión del obispo, en los cuales una noche fue testigo de una escena de terror y asquerosidad infernales. Había contemplado al obispo envuelto en las coloridas exhalaciones de incensarios malditos, que se mezclaban en medio del aire con los vapores sulfurosos y bituminosos del abismo; y a través de los vapores había visto los miembros que se ondulaban lascivamente, los engañosos rasgos, que se deshacían, de asquerosas y enormes entidades... Recordándolas, tembló de nuevo ante la preadamita lujuria de Lilit, de nuevo sintió un escalofrío ante el horror transgaláctico del demonio Sodagui y la fealdad ultra—dimensional del ser conocido como Iog—Sotôt por los hechiceros de Averoigne.

Cuán perniciosamente poderosos y subversivos, pensó él, eran estos demonios de antigüedad inmemorial, quienes habían situado a su sirviente Azédarac en el propio seno de la Iglesia, en una situación de confianza elevada y sagrada. Durante nueve años, el malvado prelado había mantenido la posesión de su cargo sin despertar sospechas ni ser puesto en duda, había envilecido la tiara obispal de Ximes con descreimientos que eran mucho peores que los de los sarracenos. Entonces, de alguna manera, a través de un canal anónimo, un rumor había alcanzado a Clemente, un aviso susurrado que ni siquiera el arzobispo se había atrevido a decir en voz alta; y Ambrosio, un joven monje benedictino, había sido enviado para estudiar privadamente la vileza que se extendía, que amenazaba la integridad de la Iglesia. Sólo en ese momento, se acordó alguien de lo poco que se sabía con seguridad en relación a los antecedentes de Azédarac; cuán tenues eran sus pretensiones a un ascenso eclesiástico, o hasta al simple sacerdocio; lo oscuros y dudosos que eran los pasos por los cuales había alcanzado su puesto. Fue entonces cuando se supo que una brujería formidable había estado operando.

Nerviosamente, Ambrosio se preguntó si Azédarac ya había descubierto que el Libro de Eibon había sido retirado de los misales que contaminaba con su presencia, y cuánto tardaría en conectar la desaparición del volumen con la partida de su visitante. En este punto, las meditaciones de Ambrosio fueron interrumpidas por el duro resonar de herraduras galopantes, que se aproximaban por detrás. La aparición de un centauro, procedente de los más antiguos bosques del paganismo, difícilmente podría haber despertado en él un pánico más vivo; y miró nerviosamente por encima del hombro al jinete que se aproximaba. Esta persona, montada sobre un buen caballo negro con arreos opulentos, era un hombre de barba poblada y evidente importancia, porque sus alegres ropajes eran propios de un noble o un cortesano. Alcanzó a Ambrosio y pasó de largo con una educada inclinación de cabeza, aparentemente absorbido por completo en sus propios asuntos. El monje se sintió muy aliviado, aunque vagamente preocupado durante unos instantes, por la sensación de que había visto anteriormente, en circunstancias que era incapaz de recordar, los ojos estrechos y el perfil afilado que contrastaban tan extrañamente con la poblada barba del jinete. Sin embargo, estaba bastante seguro de que nunca había visto a aquel hombre en Ximes. El jinete desapareció pronto detrás de un recodo frondoso de la arbórea pista. Ambrosio volvió al horror piadoso y a la aprehensividad de su anterior soliloquio.

Al continuar, le pareció que el sol se había puesto con una rapidez lamentable e inoportuna. Aunque los cielos sobre él estaban limpios de nubes y el aire libre de vapores, los bosques se hallaban sumergidos en una lobreguez inexplicable que aumentaba visiblemente por todos lados. Y, en esta tiniebla, los troncos de los árboles estaban extrañamente distorsionados y las masas bajas de follaje adquirían formas antinaturales e inquietantes. Le pareció a Ambrosio que el silencio a su alrededor era una frágil película a través de la cual el ronco rumor y el murmullo de voces diabólicas podría abrirse paso en cualquier momento como la madera podrida sumergida que se alza de nuevo a la superficie de la corriente de un río de raudo fluir. Con mucho alivio, recordó que no se encontraba lejos de una posada situada al lado del camino, conocida como la posada de Bonne Jouissance. Aquí, dado que le faltaba poco para completar la mitad de su viaje a Vyones, decidió reposar durante la noche.

Un minuto más, y vio las luces de la posada. Ante su brillo, benigno y dorado, las equívocas sombras del bosque que le seguían parecieron parar y retirarse cuando alcanzó el refugio del patio, sintiéndose como alguien que había escapado por los pelos de un ejército de peligrosos duendes. Entregando su montura al cuidado del sirviente del establo, Ambrosio entró en el cuarto principal de la posada. Allí fue recibido con el respeto debido a su hábito por el forzudo y seboso posadero y, tras asegurársele que los mejores alojamientos del lugar estaban a su disposición, se sentó en una de las diversas mesas donde los otros huéspedes se habían reunido para esperar la cena. Entre ellos, Ambrosio reconoció al jinete de poblada barba que le había alcanzado en los bosques hacía una hora. Estaba sentado solo, un poco separado. Los otros invitados, una pareja de sederos, un notario y dos soldados, reconocieron la presencia del monje con toda la debida educación; pero el jinete se levantó de su mesa y, acercándose hasta Ambrosio, comenzó inmediatamente a hacerle propuestas que excedían la normal educación.

—¿No cenará conmigo, señor fraile? —invitó con una voz brusca pero insinuante que resultaba extrañamente familiar a Ambrosio, y que, sin embargo, como el perfil lobuno, no podía reconocer en aquel momento.
—Soy el Sieur des Èmaux, natural de Touraine, a vuestro servicio —el hombre continuó—. Parece que estamos viajando en la misma dirección y posiblemente con el mismo destino. El mío es la ciudad catedralicia de Vyones. ¿Y el vuestro?

Aunque estaba vagamente molesto, e incluso sentía algunas sospechas, Ambrosio se encontró incapaz de rechazar la invitación. Como respuesta a la última pregunta, reconoció que él mismo también se encontraba en camino hacia Vyones. No le gustaba del todo el Sieur des Èmaux, cuyos ojos rasgados devolvían la luz de las velas de la posada con un brillo equívoco, y cuyos modales resultaban hasta cierto punto melosos, por no decir cargantes. Pero no parecía existir razón ostensible para rechazar una cortesía que era sin duda bienintencionada y genuina. Acompañó a su anfitrión a su mesa separada.

—Pertenece a la orden benedictina, he observado —dijo el Sieur des Èmaux mirando al monje con esa extraña sonrisa mezclada de ironía furtiva—. Es una orden que yo siempre he admirado grandemente, una muy noble y digna hermandad. ¿No podría preguntarle su nombre?

Ambrosio proporcionó la información pedida con una curiosa desgana.

—Bueno, entonces, hermano Ambrosio —dijo el Sieur des Èmaux—, sugiero que bebamos por la salud y prosperidad de su orden con el vino rojo de Averoigne mientras esperamos que nos sea servida la cena. El vino es siempre bienvenido en un viaje largo, y no es menos beneficioso antes de una buena comida que después.

Ambrosio murmuró un asentimiento involuntario. No hubiera sido capaz de decir el porqué, pero la personalidad de aquel hombre le resultaba cada vez más desagradable. Le parecía detectar un siniestro doble sentido por debajo de la voz ronroneante, sorprender una intención malvada en aquella mirada de párpados cargados. Y, mientras tanto, su cerebro era atormentado por sugerencias de una memoria olvidada. ¿Había visto a su interlocutor en Ximes? ¿Era el autoproclamado Sieur des Èmaux un secuaz de Azédarac disfrazado? El vino fue ahora pedido por su anfitrión, quien abandonó la mesa para hablar con el posadero sobre ese asunto, e incluso insistió en hacer una visita a la bodega para poder seleccionar una cosecha adecuada en persona. Notando la reverencia prestada a aquel hombre por el público de la taberna, quien se dirigía a él por su nombre, Ambrosio se sintió tranquilizado hasta cierto punto. Cuando el posadero, seguido por el Sieur des Èmaux, regresó con dos jarras de barro llenas de vino, prácticamente había conseguido olvidar sus vagas dudas y todavía más vagos temores.

Dos grandes copas fueron colocadas sobre la mesa, y el Sieur des Èmaux las llenó inmediatamente con el contenido de una de las jarras. Le pareció a Ambrosio que la primera de aquéllas jarras ya contenía una pequeña cantidad de algún fluido sanguinolento, antes de que el vino fuese vertido en su interior; pero no podría haberlo jurado bajo aquella tenue luz, y pensó que debería estar equivocado.

—Aquí hay dos cosechas inigualables —dijo el Sieur des Èmaux, indicando las copas—; ambas son tan excelentes, que soy incapaz de elegir entre ellas; pero tú, hermano Ambrosio, quizá seas capaz de decidir sobre sus méritos con un paladar más fino que el mío —empujó una de las copas llenas hacia Ambrosio.
—Éste es un vino de La Frênaie —dijo él—. Bebe, en verdad te transportará de este mundo en virtud del poderoso fuego que duerme en su interior.

Ambrosio tomó la jarra que se le ofrecía y se la llevó a los labios. El Sieur de Èmaux estaba inclinado hacia adelante sobre su propia copa inhalando su bouquet, y algo en su postura resultaba aterradoramente familiar a Ambrosio. En un gélido fogonazo de horror, su memoria le dijo que las facciones, delgadas y afiladas detrás de la barba cuadrada, eran sospechosamente parecidas a las de Jehan Mauvaissoir, a quien había visto con frecuencia en el hogar de Azédarac, y quien, como tenía razones para pensar, estaba implicado en las hechicerías del obispo. Se preguntó por qué no había reconocido el parecido antes, y qué brujería había nublado su capacidad de recordar. Incluso ahora no estaba seguro, pero la simple sospecha le aterrorizaba como si alguna mortífera serpiente hubiese levantado la cabeza desde el otro lado de la mesa.

—Bebe, hermano Ambrosio —insistió el Sieur des Èmaux, vaciando su propia copa—. A tu salud y a la de todos los buenos benedictinos.

Ambrosio vaciló. Los fríos ojos hipnóticos de su interlocutor estaban sobre él y era incapaz de negarse, a pesar de todos sus temores. Temblando ligeramente, con la sensación de alguna coacción irresistible, y con el presentimiento de que podía caer muerto por el efecto repentino de un veneno virulento, vació su copa. Un instante más, y sintió que sus peores miedos habían estado justificados. El vino ardió como las llamas líquidas de Phlegethon en su garganta y en sus labios; parecía llenar sus venas con caliente mercurio infernal. Entonces, de repente, un frío insoportable inundó su ser; un gélido remolino le envolvió con espirales de rugiente aire, la silla se derritió bajo su peso y cayó a través de interminables espacios helados. Las paredes de la posada habían volado como vapores que se disuelven; las luces se apagaron como las estrellas en la niebla negra de una marisma; y el rostro del Sieur des Èmaux se desvaneció con ellas en las sombras que se revolvían, como una burbuja en un remolino nocturno.

III.
Con cierta dificultad, Ambrosio se convenció a sí mismo de que no estaba muerto. Le pareció haber caído eternamente, a través de una noche gris habitada por formas siempre cambiantes, con masas borrosas e inestables que parecían disolverse dentro de otras masas antes de alcanzar un perfil definido. Por un momento, había nuevamente paredes a su alrededor; y entonces volvió a caer, de terraza en terraza, por un mundo de árboles fantasmas. A ratos, pensó que también había rostros humanos, pero todo era dudoso y evanescente, todo era humo flotante y oleadas de sombra. Abruptamente, sin sensación de tránsito ni impacto, descubrió que ya no caía. La vaga fantasmagoría en torno a él había vuelto a ser una escena definida, pero una escena en que no había rastro de la posada de Bonne Jouissance o del Sieur des Èmaux.

Ambrosio observó, a través de ojos incrédulos, una situación que resultaba verdaderamente increíble. Estaba sentado a plena luz del día en un gran bloque cúbico de granito toscamente pulido. Alrededor de él, a escasa distancia, más allá del espacio abierto de un prado con hierba, estaban los altos pinos y frondosos hayales de un bosque antiguo, cuyas ramas ya habían sido tocadas por el oro de un sol poniente. Inmediatamente enfrente de él, había varios hombres en pie. Estos hombres parecían mirar a Ambrosio con un asombro profundo, casi religioso. Eran barbudos y de aspecto salvaje, con túnicas blancas de una moda que él nunca había visto. Su cabello era largo y con nudos, como nidos de negras serpientes, y sus ojos ardían con un fuego frenético. Cada uno de ellos portaba en su mano derecha un tosco cuchillo de afilada piedra pulida. Ambrosio se preguntó si no habría muerto después de todo y si estos seres eran los extraños demonios de algún infierno ignoto. Teniendo en cuenta lo que había sucedido, y a la luz de las creencias del propio Ambrosio, no era una conjetura irracional. Miró con azoramiento lleno de miedo a los supuestos demonios, y comenzó a murmurar una oración al Dios que le había abandonado tan inexplicablemente a sus enemigos espirituales. Entonces recordó los poderes nigrománticos de Azédarac y concibió otra premisa: que había sido transportado corporalmente de la posada de Bonne Jouissance y entregado a manos de estas entidades pre—satánicas que servían al obispo hechicero. Convencido de su propia solidez e integridad corporal, y reflexionando que aquélla era difícilmente la situación que le correspondía a un alma descarnada, y además que la escena selvática que le rodeaba era difícilmente característica de las regiones infernales, aceptó esto como la verdadera explicación. Todavía estaba vivo y sobre la tierra, aunque las circunstancias de su situación eran más que misteriosas y estaban llenas de un peligro grave y desconocido.

Los extraños seres habían mantenido un completo silencio, como si estuviesen demasiado asombrados para hablar. Escuchando los rezos murmurados de Ambrosio, parecieron recobrarse de su sorpresa y se volvieron, no sólo capaces de hablar, sino vociferantes. Ambrosio no podía comprender ninguno de sus chillones vocablos, en los cuales los sonidos silbados, los guturales y los aspirados se combinaban a menudo de una manera que resultaba difícil imitarlos para una lengua humana normal. Sin embargo, entendió varias veces la palabra taranit repetida, y se preguntó si era ése el nombre de un demonio especialmente malévolo. El habla de los extraños seres empezó a adquirir una especie de tosco ritmo, como la entonación de un canto primordial. Dos de ellos avanzaron y sujetaron a Ambrosio, mientras que las voces de sus compañeros se alzaron en una aguda y malévola letanía.

Apenas consciente de lo que había sucedido y aún menos de lo que vendría después, Ambrosio fue arrojado tumbado sobre el bloque de granito y sujetado por uno de sus captores, mientras el otro levantaba en alto el afilado cuchillo de sílex que portaba. La hoja estaba en el aire, encima del corazón de Ambrosio, y el monje se dio cuenta, con repentino temor, de que caería con terrible velocidad y le atravesaría en un instante. Entonces, por encima del canto demoniaco, que se había elevado a un frenesí loco y maligno, escuchó una voz de mujer dulce y autoritaria. En medio de la confusión incontrolada de su pánico, las palabras le resultaron extrañas y sin sentido; pero fueron comprendidas claramente por sus captores, e interpretadas como una orden que no podían desobedecer. El cuchillo de piedra fue retirado con desgana, y a Ambrosio se le permitió sentarse sobre la plana losa.

Su salvadora estaba de pie en el borde del prado, bajo la amplia sombra de un antiguo pino. Avanzó, y los individuos de túnica blanca retrocedieron ante ella con evidente respeto. Era muy alta, con una conducta resuelta y un porte regio. Llevaba un vestido azul oscuro, hecho con una tela brillante, como el azul lleno de estrellas de las oscuras noches de verano. Su pelo estaba recogido en una trenza castaña con brillos dorados, tan pesada como los resplandecientes anillos de una serpiente oriental. Sus ojos eran de un extraño ámbar; sus labios, un toque bermellón con la frialdad umbría de los bosques, y su piel era de una claridad alabastrada. Ambrosio vio que era hermosa; pero le inspiraba la misma reverencia que podría haber sentido ante una reina, junto a algo del miedo y aturdimiento que un joven y virtuoso monje sentiría en la peligrosa presencia de algún tentador súcubo.

—Ven conmigo —dijo a Ambrosio, en una lengua que sus estudios monacales le permitieron reconocer como una variante anticuada del francés de Averoigne, un idioma que se suponía que ningún hombre había hablado desde hacía muchos siglos. Obedientemente, y muy maravillado, se levanto y la siguió, sin ningún impedimento por parte de sus coléricos y renuentes captores. La mujer le condujo a lo largo de un estrecho sendero que culebreaba sinuoso a través del profundo bosque. En breves momentos, el prado, el bloque de granito y el puñado de hombres vestidos de blanco se perdieron de vista tras el denso follaje.
—¿Quién eres tú? —preguntó la dama, volviéndose hacia Ambrosio—. Pareces uno de esos misioneros locos que, hoy en día, están empezando a entrar en Averoigne. Creo que la gente les dice cristianos. Los druidas han sacrificado tantos a Taranit, que me asombro ante tu temeridad de venir aquí.

Ambrosio encontró difícil de comprender el arcaico fraseado; y el sentido de sus palabras era tan completamente extraño y sorprendente, que estaba seguro de haberla comprendido mal.

—Soy el hermano Ambrosio —replicó, expresándose lenta y torpemente en aquel dialecto, largo tiempo en desuso—. Por supuesto que soy un cristiano; pero confieso que no consigo comprenderte. He oído hablar de los druidas paganos; pero seguramente fueron expulsados de Averoigne hace muchos siglos.

La mujer se quedó mirando a Ambrosio con clara pena y asombro; sus ojos castaño amarillentos eran claros y brillantes como un vino añejo.

—Pobrecillo —dijo ella—. Me temo que tus temibles experiencias han servido para alterarte. Fue afortunado que llegase en ese momento y que decidiese intervenir. Rara vez me entrometo con los druidas y sus sacrificios, pero te vi sentado sobre su altar hace un rato y me quedé impresionada por tu juventud y galanura.

Ambrosio se sentía, cada vez más, como si hubiese sido víctima de una hechicería muy rara; pero, incluso entonces, se encontraba lejos de sospechar el verdadero alcance de esa hechicería. Se dio cuenta, entre divertido y consternado, de que le debía la vida a aquella extraña y hermosa mujer que estaba a su lado, y comenzó a farfullar su gratitud.

—No hace falta que me des las gracias —dijo la dama con una dulce sonrisa—. Yo soy Moriamis la hechicera, y los druidas temen mi magia, que es más eficaz y excelente que la suya, aunque la uso sólo en beneficio de los hombres, nunca para su ruina o perdición.

El monje se entristeció al saber que su hermosa liberadora era una hechicera, aunque sus poderes fuesen declaradamente benignos. El conocimiento aumentó su alarma; pero consideró que seria atinado ocultar sus emociones a este respecto.

—En verdad, te estoy agradecido —protestó él—. Y ahora, si puedes decirme cual es el camino a la posada de Bonne Jouissance, que abandoné no hace mucho, estaría todavía más en deuda contigo.

Moriamis juntó sus livianas cejas.

—Nunca he oído hablar de la posada de Bonne Jouissance. No existe tal lugar en esta región.
—Pero este es el bosque de Averoigne, ¿no es así? —preguntó el asombrado Ambrosio. Y seguramente no nos encontramos lejos de la carretera que va desde Ximes hasta Vyones.
—Tampoco he oído hablar de Ximes o de Vyones —dijo Moriamis—. Verdaderamente, esta tierra es conocida como Averoigne y este bosque es el gran bosque de Averoigne, que los hombres han llamado así desde años inmemoriales. Pero no hay ciudades como las que tú mencionas, hermano Ambrosio. Me temo que aún desvarías un poco.

Ambrosio era consciente de una confusión enloquecedora.

—He sido engañado de la manera más condenable —dijo, a medias, para sí mismo—. Es todo obra de ese abominable hechicero Azédarac, estoy seguro.

La mujer le miró fijamente como si la hubiese picado una abeja salvaje. Había algo ansioso y duro en la mirada escrutadora que volvió hacia Ambrosio.

—¿Azédarac? —le preguntó—. ¿Qué sabes tú de Azédarac? Una vez conocí a alguien con ese nombre; y me pregunto si podría ser la misma persona. ¿Es alto y un poco entrecano, con ojos calientes y oscuros, y un aire colérico y medio enfadado y una cicatriz con forma de media luna en la frente?

Muy confuso y más preocupado que nunca, Ambrosio admitió la veracidad de la descripción. Dándose cuenta de que, de una manera desconocida, se había tropezado con los antecedentes secretos del hechicero, le confió la historia de sus aventuras a Moriamis, con la esperanza de que ella pudiese reciprocar con información adicional acerca de Azédarac. La mujer le escuchó con la actitud de alguien que está interesado pero no sorprendido.

—Ahora comprendo —comentó cuando él hubo terminado—. A continuación, aclararé todo lo que te confunde y preocupa. También creo conocer a este Jehan Mauvaissoir; él ha sido largo tiempo el sirviente de Azédarac, aunque su nombre fue Melchire en otros días. Estos dos siempre han sido los lacayos del mal, y han servido a los Antiguos en maneras ya olvidadas, o nunca conocidas, por los druidas.
—En verdad, espero que puedas explicarme lo que ha sucedido. Es una cosa temible y extraña y antinatural, beber un trago de vino en una taberna al caer la noche y encontrarse a continuación en el corazón del bosque a la luz del mediodía, entre demonios como esos de los que me rescataste.
—Sí —replicó Moriamis—, es todavía mas extraño de lo que tú imaginas. Dime, hermano Ambrosio, ¿en qué año fue en el que tu entraste en la posada de Bonne Jouissance?
—¿Que...? En el año del señor de 1175, por supuesto. ¿En que otro año podría haber sido?
—Los druidas emplean una cronología distinta —replicó Moriamis—, y su calendario no significaría nada para ti. Pero, de acuerdo con el que los misioneros cristianos están introduciendo ahora en Averoigne, el año actual es el 475 A. D. Has sido enviado a no menos de setecientos años en lo que la gente de tu época consideraría el pasado. El altar druídico en que te encontré tumbado esta posiblemente colocado en el futuro emplazamiento de la posada de Bonne Jouissance.

Ambrosio estaba más que estupefacto. Su mente era incapaz de captar el significado completo de las palabras de Moriamis.

—Pero ¿cómo pueden ser tales cosas? —gritó él—. ¿Cómo puede un hombre volver atrás en el tiempo, entre años y personas que son polvo hace largo tiempo?
—Ése, quizá, es un misterio que le corresponde a Azédarac resolver. Sin embargo, el pasado y el futuro coexisten con lo que llamamos el presente, y son simplemente dos segmentos del círculo del tiempo. Los vemos y les damos nombre de acuerdo con nuestra posición en el círculo.

Ambrosio sintió que había ido a parar entre nigromancias de la clase más impía, y que era víctima de brujerías ignoradas por los catálogos cristianos. Guardando silencio al ser consciente de que todo comentario, toda protesta o incluso la oración resultarían inadecuados ante esta situación, vio que una torre de piedra con pequeñas ventanas en forma de rombo resultaba ahora visible sobre las copas de los pinos a lo largo del camino que él y Moriamis recorrían.

—Éste es mi hogar —dijo Moriamis, al avanzar entre los árboles que clareaban hasta los pies de una pequeña loma sobre la que estaba situada la torre—. Hermano Ambrosio, debes ser mi huésped.

Ambrosio fue incapaz de rechazar la ofrecida hospitalidad, a pesar de su sensación de que Moriamis era difícilmente la anfitriona más adecuada para un monje casto y temeroso de Dios. Sin embargo, los escrúpulos piadosos que ella le inspiraba no dejaban de estar mezclados con fascinación. Y además, como un niño perdido, se agarraba a su única protección disponible en una tierra de temibles peligros y sorprendentes misterios. El interior de la torre era limpio, ordenado y acogedor, aunque el mobiliario pertenecía a una clase más rústica que aquel al que Ambrosio estaba acostumbrado, y los tapices de vivo colorido estaban toscamente tejidos. Una sirvienta, tan alta como la propia Moriamis pero más morena, le trajo un enorme cuenco de leche y pan de trigo, y el monje fue ahora capaz de calmar el hambre que habría quedado sin satisfacer en la posada de Bonne Jouissance. Mientras se sentaba ante su sencilla ración, se dio cuenta de que el Libro de Eibon todavía le pesaba en la pechera de su túnica. Sacó el volumen y se lo entregó delicadamente a Moriamis. Los ojos de ella se desorbitaron, pero no hizo comentario alguno hasta que él hubo terminado su comida. Entonces, ella dijo:

—Este volumen es verdaderamente propiedad de Azédarac, quien fue anteriormente vecino mío. Conocí al canalla bastante bien... De hecho, le conocí demasiado bien —el pecho de ella tembló, a causa de una oscura emoción, mientras hizo una pausa—. Él era el más sabio y el más poderoso de los hechiceros y, al mismo tiempo, el más discreto; porque nadie conoce el momento ni la manera de su llegada a Averoigne, o la forma en que se había procurado el inmemorial Libro de Eibon, cuyos escritos rúnicos están más allá de la sabiduría de los otros brujos. Era el maestro de todos los encantamientos, el amo de todos los demonios, y asimismo el mezclador de poderosas pócimas. Entre estas, había ciertos filtros, mezclados por medio de potentes hechizos y poseedores de una virtud única, que enviarían a quien los bebiese adelante o atrás en el tiempo. Uno de ellos, yo creo, te fue administrado por Melchire, o Jehan Mauvaissoir; y el propio Azédarac, junto a su sirviente, hicieron uso de otro, quizá no por primera vez, cuando avanzaron de esta época actual de los druidas hasta esa época de autoridad cristiana a la que perteneces. Había un frasquito rojo como la sangre para el pasado, y otro verde para el futuro. ¡Mira! Tengo uno de cada clase aunque Azédarac ignoraba que yo conociese su existencia.

Ella abrió un pequeño cofre, que contenía varios hechizos y medicamentos, las hierbas secadas por el sol y las esencias mezcladas bajo la luna que una hechicera emplearía. De entre ellas, sacó dos frascos, uno de los cuales contenía un líquido de color sanguinolento, y el otro un fluido de brillantez esmeralda.

—Los robé un día, impulsada por mi curiosidad femenina, de su almacén escondido de filtros, elixires y fórmulas magistrales —continuó Moriamis—. Podría haber seguido al sinvergüenza cuando desapareció en el futuro, si hubiese querido; pero estoy bastante satisfecha con mi propia época, y además no soy la clase de mujer que persigue a un amante agotado y reacio...
—Entonces —dijo Ambrosio, más asombrado que nunca, pero esperanzado—, si bebiese el contenido del frasco verde, volvería a mi propia época.
—Precisamente. Y estoy segura, por lo que me has dicho, de que tu regreso sería una fuente de muchas molestias para Azédarac. Es propio del sujeto haberse establecido en una jugosa prelatura. Siempre fue el amo de las circunstancias, con el ojo puesto en su propia comodidad y confort. Poco le iba a gustar. Estoy segura, si llegases a alcanzar al arzobispo... Yo no soy vengativa por naturaleza..., pero, por otra parte...
—Es difícil comprender cómo alguien puede cansarse de ti —dijo Ambrosio galantemente, al empezar a comprender la situación.

Moriamis sonrío.

—Eso estuvo bien dicho. Y tú eres en verdad un joven encantador, a pesar de esa túnica de aspecto patético. Estoy contenta de haberte rescatado de los druidas, quienes te habrían arrancado el corazón y se lo habrían ofrecido a su demonio, Taranit.
—¿Y ahora me enviarás de vuelta?

Moriamis frunció un poco el ceño y luego adoptó su aspecto más seductor.

—¿Tienes tanta prisa en abandonar a tu anfitriona? Ahora que estás viviendo en un siglo diferente al tuyo, un día, una semana o un mes no representarán diferencia alguna en la fecha de tu regreso. También he conservado las fórmulas de Azédarac; y sé cómo regular la poción si fuese necesario. El periodo habitual de viaje en el tiempo es de setecientos años; pero el filtro puede ser reforzado o debilitado un poco.

El sol se había puesto detrás de los pinos, y un suave crepúsculo comenzaba a invadir la torre. La sirvienta había abandonado el cuarto. Moriamis se acercó y se sentó junto a Ambrosio en el rústico banco que este ocupaba. Todavía sonriente, fijó sus ojos de ámbar en él, con una lánguida llama brillando en su interior... Una llama que parecía hacerse más fuerte conforme el crepúsculo se hacía mas profundo. Sin hablar, ella comenzó lentamente a deshacer la trenza que sujetaba su tupida cabellera, de la cual emanaba un perfume tan sutil y delicioso como el de las flores del viñedo. Ambrosio se sentía avergonzado ante esta deliciosa proximidad.

—No estoy seguro, después de todo, de que me quede. ¿Que pensaría el arzobispo?
—Mi querido niño, el arzobispo no nacerá por lo menos en seiscientos cincuenta años. Y todavía falta más para que tú nazcas. Y, cuando vuelvas, cualquier cosa que hayas hecho durante tu estancia aquí conmigo habrá sucedido no menos de siete siglos antes..., lo que debería ser tiempo suficiente para obtener la remisión de cualquier pecado sin importar la frecuencia con que se haya repetido.

Como un hombre que ha caído en las redes de un extraño sueño, y descubre que el sueño no es del todo desagradable, Ambrosio cedió ante este razonamiento, femenino e irrefutable. Apenas tenía idea de lo que sucedería después; pero, bajo las extraordinarias circunstancias puntualizadas por Moriamis, los rigores de la disciplina monástica bien podían relajarse hasta cualquier extremo concebible, sin que eso representase la perdición espiritual o una seria ruptura de los votos.

IV.
Un mes más tarde, Moriamis y Ambrosio estaban de pie junto al altar druida. Estaba bien avanzada la tarde; una luna ligeramente gibosa se había puesto sobre el claro desierto y cubría las copas de los árboles con una trama de plata. El cálido aliento de la noche de verano era tan delicado como el suspiro de una mujer dormida.

—¿Tienes de verdad que irte, después de todo? —dijo Moriamis, con una voz que expresaba ruego y arrepentimiento.
—Es mi deber. Debo regresar a Clemente con el Libro de Eibon y las otras pruebas que he reunido contra Azédarac —las palabras sonaban un poco irreales a Ambrosio mientras las pronunciaba, y se esforzó mucho, pero en vano, para convencerse de la congruencia y validez de sus argumentos. Lo idílico de su estancia con Moriamis, a quien era extrañamente incapaz de vincular al pecado con verdadera convicción, había conferido a todo lo que le había precedido un aire de triste insubstancialidad. Libre de toda responsabilidad o control, en medio del puro olvido de los sueños, había vivido la vida de un pagano feliz; y ahora debía regresar a la lóbrega vida de un monje medieval impulsado por un oscuro sentido del deber.
—No intentaré retenerte —suspiró Moriamis—, pero te echaré de menos y te recordaré como un amante digno y un agradable compañero de juegos. Aquí esta el filtro.

La esencia verde estaba fría y casi sin color a la luz de la luna, mientras Moriamis la vertía en una pequeña copa y se la entregaba a Ambrosio.

—¿Estás segura de su precisa eficacia? —inquirió el monje—. ¿Estás segura de que volveré a la posada de Bonne Jouissance, en un tiempo no muy tardío de mi partida de allí?
—Sí —dijo Moriamis—, porque la poción es infalible. Pero espera, también he traído el otro frasco..., el frasco del pasado. Llévatelo contigo... porque, ¡quien sabe!, puedes desear volver en algún momento a visitarme de nuevo.

Ambrosio tomó el frasco rojo y lo colocó en su túnica, junto al antiguo manual de magia hiperbórea. Entonces, después de una adecuada despedida de Moriamis, vació con repentina resolución el contenido de la copa. El claro a la luz de la luna, el altar gris y Moriamis, todo desapareció en un remolino de llamas y sombra. Le pareció a Ambrosio que estaba flotando sin fin a través de golfos fantasmagóricos, a través del movimiento sin fin y el derretirse de cosas inestables, el formarse momentáneo y el desvanecerse de mundos irresolubles. Al final, se encontró de nuevo sentado en la posada de Bonne Jouissance, en lo que supuso que era la misma mesa ante la cual se había sentado con el Sieur des Èmaux. Era pleno día y el cuarto estaba lleno de gente, entre la cual buscó en vano el rostro rubicundo del posadero, o de los sirvientes y el resto de los huéspedes que había visto previamente. Todos le resultaban desconocidos; y el mobiliario estaba extrañamente gastado y más sucio de como lo recordaba. Notando la presencia de Ambrosio, la gente empezó a mirarle con franca curiosidad y asombro. Un hombre alto, con ojos doloridos y mandíbula cuadrada, avanzó apresuradamente con aire medio servil pero lleno de impertinencia inquisitiva.

—¿Qué es lo que desea? — preguntó.
—¿Es ésta la posada de Bonne Jouissance?
El posadero se le quedó mirando fijamente.
—No, ésta es la posada de Haute Espérance, de la cual he sido el tabernero durante estos últimos treinta años. ¿No podía haber leído el cartel? Fue llamada la posada de Bonne Jouissance en tiempos de mi padre, pero el nombre fue cambiado después de su muerte.

A Ambrosio le invadió el terror.

—¡Pero si la posada tenía un nombre diferente y era llevada por un hombre diferente cuando la visité, no hace mucho! —gritó asombrado—. El posadero era un hombre gordo y alegre que no se te parecía en lo más mínimo.
—Eso se corresponde con la descripción de mi padre —dijo el tabernero mirando a Ambrosio de arriba a abajo con más sospechas que nunca—. Lleva muerto estos treinta años de los que hablo, y seguramente tu no habías ni nacido en el momento de su muerte.

Ambrosio empezó a darse cuenta de lo que había sucedido. La poción esmeralda, por algún error o exceso de potencia, ¡le había conducido mucho más allá de su propio tiempo en el futuro!

—Debo continuar mi viaje a Vyones —dijo con una voz asombrada sin comprender del todo las consecuencias de su situación—. Tengo un mensaje para el arzobispo Clemente... y no puedo retrasarme más en entregarlo.
—¡Pero si Clemente lleva muerto más tiempo todavía que mi padre! —exclamó el posadero—. ¿De dónde has salido, que ignoras esto? —resultaba evidente, por sus modales, que había empezado a dudar de la cordura de Ambrosio. Otros, espiando la extraña discusión, empezaban a amontonarse alrededor y asaeteaban al monje con preguntas jocosas y, a veces, obscenas.
—¿Y qué hay de Azédarac, el obispo de Ximes? ¿Está él también muerto? —preguntó Ambrosio, desesperadamente.
—Te refieres, sin duda, a San Azédarac. Vivió más que Clemente, pero, sin embargo, lleva muerto y canonizado debidamente treinta y dos años. Algunos dicen que no murió, sino que fue transportado al cielo en vida, y que su cuerpo nunca fue enterrado en el gran mausoleo preparado para él en Ximes. Pero esto es sin duda una simple leyenda.

Ambrosio fue dominado por una tristeza indescriptible y por la confusión. Mientras tanto, la multitud a su alrededor había aumentado, y. a pesar de sus hábitos, estaba siendo objeto de comentarios groseros y burlas.

—¡El buen hermano ha perdido el seso! —gritaban algunos.
—¡Los vinos de Averoigne son demasiado fuertes para él! —gritaban otros.
—¿En qué año estamos? —exigió, en su desesperación, Ambrosio.
—En el año de nuestro Señor de 1230 —replicó el tabernero, rompiendo a reír burlonamente—. ¿Y en qué año creías que estábamos?
—Fue en el año 1175 cuando visité por última vez la posada de Bonne Jouissance —admitió Ambrosio. Su afirmación fue recibida con gritos y burlas.
—Vaya, joven señor, en esa fecha no habías sido ni concebido —dijo el tabernero. Entonces, recordando algo, adquirió un tono más reflexivo—. Cuando yo era un niño, mi padre me habló de un monje joven, más o menos de tu edad, que llegó a la posada de Bonne Jouissance una tarde de verano del 1175 y que desapareció inexplicablemente después de tomar un trago de vino tinto. Creo que su nombre era Ambrosio. Quizá tú eres ese Ambrosio y acabas de regresar de una visita a ninguna parte —hizo un gesto burlón, y el nuevo chiste corrió de boca en boca de los habituales de la taberna.

Ambrosio estaba intentando medir la gravedad de su problema. Su misión era ahora inútil a causa de la muerte o desaparición de Azédarac; y no quedaba nadie en Averoigne que le reconociese o creyese su historia. Notó con desesperación que era un extraño en ese tiempo y entre gentes desconocidas. Repentinamente, recordó el frasco rojo que le había sido entregado por Moriamis al despedirse. La poción, como el filtro verde, podría resultar incierta en su efecto; pero estaba dominado por un deseo que le consumía por escapar de la extraña vergüenza y el asombro de su actual situación. Además, deseaba a Moriamis como un niño perdido añora a su madre, y también el encanto de su visita al pasado pesaba sobre él como un hechizo irresistible. Ignorando las caras burlonas y las voces a su alrededor, sacó el frasco de su pechera, lo abrió y se tragó su contenido...

V.
Estaba de vuelta en el prado del bosque, junto al altar gigantesco. Moriamis se hallaba de nuevo junto a él, hermosa y cálida y en carne y hueso, mientras la luna se ponía sobre las copas de los pinos. Parecía que apenas había transcurrido un momento desde que se despidió de su querida hechicera.

—Pensé que quizá volvieses —dijo Moriamis—, y decidí esperar un ratito.

Ambrosio le hablo de la singular desgracia que le había acontecido en su viaje en el tiempo. Moriamis inclinó la cabeza gravemente.

—El filtro verde era más poderoso de lo que había supuesto —comentó—. Es afortunado, sin embargo, que el filtro rojo fuese igualmente fuerte, y pudiese devolverte a mí a través de todos esos años añadidos. Tendrás que quedarte conmigo ahora, porque sólo poseía aquellos dos frascos. Espero que no lo lamentes.

Ambrosio comenzó a demostrar, de una manera algo inadecuada para un monje, que la esperanza de ella estaba completamente justificada. Ni entonces, ni en ningún otro momento, le dijo Moriamis que ella misma había reforzado ligeramente, y por igual, los dos filtros por medio de la fórmula privada que ella también le había robado a Azédarac.


Clark Ashton Smith (1893-1961)

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