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El sello de R'lyeh: August Derleth




El sello de R'lyeh (The seal of R'lyeh) es un relato de terror del escritor norteamericano August Derleth, escrito en 1957 y publicado en la colección de cuentos fantásticos de 1958 La máscara de Cthulhu (The mask of Cthulhu).






The seal of R'lyeh, August Derleth (1909-1971)

Mi abuelo paterno, a quien siempre vi en una habitación oscura, solía decir a mis padres, refiriéndose a mí: «¡Cuidad que siempre esté lejos de la mar!», como si yo tuviera alguna razón para temer el agua, cuando de hecho siempre me ha atraído. Como se sabe, los que nacen bajo uno de los signos acuáticos -el mío es Piscis- sienten una natural predilección por el agua. También se dice que poseen ciertos dones psíquicos, pero ésta es otra cuestión. El cualquier caso, tal era el criterio de mi abuelo, hombre extraño, a quien no podría describir aunque de ello dependiera la salvación de mi alma -lo cual, dicho a la luz del día, resulta un modismo un tanto ambiguo-. Antes de morir mi padre en accidente de automóvil, acostumbraba a repetirlo con frecuencia, también. Después, ya no fue necesario; mi madre me crió entre montañas, bien lejos de la vista, del ruido y de los olores del mar.

Pero tarde o temprano, sucede lo que tiene que suceder. Me encontraba estudiando en una universidad del Medio Oeste, cuando murió mi madre. Una semana después, murió también mi tío Sylvan, dejándome todo cuanto poseía. yo no había llegado a conocerle. Era el excéntrico de la familia, el raro, la oveja negra. Se le conocía por una gran diversidad de apodos y todo el mundo lo despreciaba, excepto mi abuelo, que suspiraba con pena cada vez que hablaba de él. Yo era el único descendiente directo de mi abuelo. Tenía un tío abuelo que vivía en Asia, según me habían dicho siempre, aunque al parecer, nadie sabía a qué se dedicaba allí, salvo que sus actividades se relacionaban con la mar o la navegación... Era natural, pues, que heredara yo las posesiones de tío Sylvan.

Tenía dos propiedades, y daba la casualidad de que ambas lindaban con la mar. Una se hallaba en un pueblo de Massachusetts llamado Innsmouth, y otra estaba también en la costa, pero bastante al norte de dicho pueblo. Después de pagar los derechos reales, me quedó dinero suficiente para no tener que volver a la Universidad, ni verme obligado a emprender trabajos que no me apetecían. Mi propósito era precisamente llevar a cabo lo que me había sido prohibido durante veintidós años: ver la mar, y tal vez comprar un balandro, un yate, o lo que quisiera. Pero las cosas no iban a suceder como yo deseaba. Fui a Boston a ver al abogado y después marché a Innsmouth. Me pareció un pueblo extraño. La gente no era cordial. Algunos me sonreían cuando se enteraban de quién era yo, pero en sus sonrisas había algo extraño y enigmático, como si supieran algo inconfesable de tío Sylvan. Afortunadamente, la finca de Innsmouth era la más pequeña de las dos. Saltaba a la vista que mi tío no se había ocupado mucho de ella. Se trataba de una vieja mansión lóbrega y sombría que, para sorpresa mía, resultó ser la casa solariega de mi familia, mandada construir por mi bisabuelo -el que estuvo dedicado al comercio con China- y habitada por mi abuelo durante buena parte de su vida. El nombre de Phillips despertaba aún una especie de temeroso respeto en aquel pueblo.

Mi tío Sylvan había pasado casi toda su vida en la otra finca. Tenía sólo cincuenta años cuando murió, pero últimamente había llevado una existencia muy similar a la de mi abuelo. Raramente se le veía, retirado en aquella casa que coronaba un promontorio rocoso situado en la costa, al norte de Innsmouth. No era lo que un amante de la belleza llamaría un casa encantadora, pero de todos modos tenía su atractivo, y por mi parte, lo capté inmediatamente. Desde el primer momento sentí como si aquella casa perteneciese a la mar. En ella resonaba siempre el Atlántico. Una muralla de árboles frondosos la aislaba de la tierra. En cambio, sus inmensos ventanales se abrían al océano. No era un edificio viejo como el otro. Tendría unos treinta años, según me dijeron, y había sido construido por mi tío, en el mismo solar donde se alzara otro más antiguo, que también había pertenecido a mi bisabuelo.

Era una casa de muchas habitaciones. De todas, la única que merece la pena recordar es el gran estudio central. Aunque el resto de la casa era de un sola planta y rodeaba a dicho salón central, éste tenía una altura de dos pisos por lo menos; sus paredes estaban cubiertas de libros y objetos curiosos, de tallas y esculturas de formas exóticas, de pinturas, de máscaras procedentes de distintas partes del mundo, en especial de las civilizaciones polinesia, azteca, maya, inca, y de antiguas tribus indias de las regiones nordoccidentales del continente americano. Era, pues, una colación fascinante, comenzada por mi abuelo y continuada por tío Sylvan. Una gran alfombra de artesanía, adornada con una extraña figura octópoda, cubría el centro del salón. Todos los muebles estaban situados entre las paredes y dicho centro. Nada había colocado sobre al alfombra.

Por lo demás, se observaba un extraño simbolismo en la decoración de la casa. Tejido en las alfombras -también en la que ocupaba el centro del estudio-, en los cortinajes, en los entrepaños, se repetía un motivo ornamental que parecía como un sello singularmente sorprendente: en el centro de un disco aparecía una representación rudimentaria del símbolo astronómico de Acuario, el portador de agua -acaso elaborada en edades remotas, cuando la forma de Acuario no era exactamente como es hoy- coronando los vestigios de una ciudad enterrada, contra la cual, en el centro exacto del círculo, se alzaba una figura indescriptible, a la vez reptil y pez, octópoda y semihumana, que, aunque en miniatura, pretendía representar un ser gigantesco e imaginario. Finalmente, en letras tan tenues que apenas podían leerse, el disco estaba circundado por unas palabras que no entendí, pero que tuvieron la virtud de remover algo en lo más profundo de mi ser:

Pb'glui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgh'nagl fhtagn
No me pareció extraño, en absoluto, que este curioso dibujo ejerciera sobre mí la más grande atracción desde el primer momento, aunque no entendiese su significado hasta más tarde. Igualmente inexplicable era el imperioso hechizo de la mar. Aunque jamás había puesto los pies en este sitio, experimenté una vivísima sensación de haber regresado a casa. Nunca en mi vida había pasado de Ohio, hacia el Este. Lo más cerca que estuve de la costa fue con ocasión de unas esporádicas excursiones al lago Michigan y al lago Hurón. Esta atracción innegable que sentía hacia la mar, la atribuí a una tendencia ancestral que me venía de familia. ¿No habían trabajado mis antepasados en la mar, y habían formado sus hogares junto a la costa? ¿y durante cuántas generaciones? Al menos, yo conocía dos, pero eran más. Generación tras generación, todos habían sido navegantes, hasta que, por lo visto, sucedió algo que determinó a mi abuelo a irse a vivir tierra adentro y apartarse de la mar en lo sucesivo, obligando a los demás a hacer lo mismo.
Hablo de esto porque su significado se me hizo manifiesto a la luz de lo que sucedió después, y quiero dejar constancia antes de que llegue la hora de reunirme con los míos. La casa y la mar me atraían; ambas constituían mi hogar. Incluso esta palabra cobraba más sentido en ellas que en la morada que tan felizmente compartiera con mis padres unos años antes. Era muy extraño. No obstante -y esto era más extraño aún-, no me lo parecía a mí. Al contrario, me resultaba lo más natural, y no me pregunté el por qué.

Al principio. no contaba con elementos de juicio para saber qué clase de hombre había sido mi tío Sylvan. Encontré un retrato suyo bastante antiguo, hecho sin duda por algún aficionado a la fotografía. Representaba a un joven tremendamente serio, de unos veinte años de edad, que, aun no careciendo de cierto atractivo, podía resultar desagradable a mucha gente, ya que su rostro sugería algo vagamente inhumano. Tal vez esta impresión provenía de su nariz un tanto aplastada, de su boca enorme, o de sus ojos extrañamente saltones, de basilisco. No encontré fotografías suyas más recientes, pero conocí a algunas personas que se acordaban de él, de cuando iba a Innsmouth, a pie o en coche, a hacer sus compras. Me enteré de esto un día en la tienda de Asa Clarke, donde fui a comprar provisiones para la semana.

-¿Es usted de los Phillips? -me preguntó el anciano propietario.
Le contesté que sí.
-¿Hijo de Sylvan?
-Mi tío no llegó a casarse.
-Ya... Eso decía él -replicó-. Entonces será usted hijo de Jared. ¿Cómo está su padre?
-Ha muerto.
-También, ¿eh?.. Era el último de su generación, ¿verdad? Y usted...
-Yo soy el último de la mía.
-Los Phillips, en tiempos, fueron grandes y poderosos por esta parte. Una familia muy antigua... Pero usted lo sabe mejor que yo.
Le dije que no. Venía del interior, y sabía muy poca cosa de mis antepasados.
-¿Es posible?

Me miró un instante casi con incredulidad. Bueno, los Phillips son tan antiguos como los Marsh. Las dos familias formaban una sociedad hace muchos años. Comerciaban con China. Los fletes salían de aquí y de Boston con destino a Oriente: Japón, China, las islas... y de allí traían... -aquí se detuvo; su rostro palideció ligeramente, y luego se encogió de hombros- muchas cosas, ¡muchas! -me miró perplejo-. Se va a quedar por aquí, ¿verdad? Le contesté que había heredado la residencia de mi tío, y que había tomado posesión de ella. Ahora andaba buscando personal de servicio.

-No encontrará -dijo moviendo la cabeza- La finca está demasiado lejos, y a la gente no le gusta. Si quedara alguno de los Phillips... -abrió los brazos con desaliento-. Pero casi todos murieron el año veintiocho, cuando el fuego y las explosiones. Sin embargo, quizá pueda encontrar a alguno de los Marsh que le eche una mano. No todos murieron aquella noche.
Esta referencia vaga y confusa no me inquietó entonces lo más mínimo. Lo único que me preocupaba era encontrar a alguien que me ayudara en los avíos de la casa.
-Marsh -repetí-. ¿Podría darme el nombre y la dirección de uno de ellos?
-Conozco a una -dijo pensativamente, y sonrió a continuación como para sus adentros.
Así conocí a Ada Marsh.

Tenía veinticinco años, pero había días en que parecía mucho más joven, y otros, mucho más vieja. Fui a la casa, la encontré, y le pedí que viniera a trabajar para mí. Resultó que tenía automóvil -un Ford viejísimo de modelo T- y que podía ir y volver; además, la perspectiva de trabajar en lo que llamaba ella el «refugio de Sylvan», pareció atraerla. En verdad, se mostró casi ansiosa por entrar a mi servicio, y me prometió que iría a casa aquel mismo día, si me hacía falta. No era una muchacha atractiva, pero, igual que en mi tío, encontré en ella un encanto que residía en aquello que precisamente habría disgustado a otros. Para mí, aquella boca inmensa de labios aplastados tenía cierta gracia, y sus ojos, innegablemente fríos, me parecían muy cálidos en ciertos momentos. Vino a la mañana siguiente. Al verla andar por la casa, comprendí que ya había estado antes en ella.

-No es la primera vez que viene usted por aquí, ¿verdad? -dije.
-Los Marsh y los Phillips son viejos amigos -dijo, y me miró como si yo tuviera la obligación de saberlo. Y en aquel momento, me invadió la sensación de que yo sabía que así era, en efecto.
-Muy, muy viejos amigos, señor Phillips. Tan viejos como la tierra misma, tan viejos como el portador del agua, y como el agua.
También ella era extraña. Me enteré de que había estado más de una vez en la casa como invitada del tío Sylvan. Ahora había accedido a venir a trabajar para mí, sin vacilar, y con una singular sonrisa en los labios -«tan viejos como el portador del agua, y como el agua»-, que me hizo pensar en el dibujo que tanto se repetía a nuestro alrededor. Pensándolo bien, creo que ésta fue la primera vez que se me ocurrió esta asociación, y experimenté una vaga sensación de inquietud.
-¿Ha oído, señor Phillips? -preguntó entonces.
-¿El qué?
-Si lo hubiera oído, no necesitaría que se lo dijera.

Pero su verdadero propósito no era trabajar para mí. Lo que ella quería era tener acceso a la casa. Lo descubrí un día que salí a buscar unos documentos, y la encontré entregada, no a su trabajo, sino a un registro minucioso y sistemático de la gran habitación central. La estuve observando un rato: cogía los libros y los hojeaba, separaba cuidadosamente los cuadros de las paredes, levantaba las esculturas de las estanterías... En una palabra, registraba en todas partes donde pudiese haber algo escondido. Volví a salir, di un portazo, y cuando entré de nuevo en el estudio, la vi dedicada a quitar el polvo, como si nunca hubiera hecho otra cosa. Mi primer impulso fue decírselo, pero pensé que sería mejor callar. Si buscaba algo, quizá lo encontrara yo antes que ella. Así que no le dije nada, y, cuando se fue aquella noche, empecé a registrar por donde ella lo había dejado. No sabía lo que buscaba, pero sí su tamaño, sobre poco más o menos, a juzgar por los sitios donde la había visto mirar. Debía de ser algo delgado, pequeño, no más grande que un libro.

-¿Sería un libro precisamente? Aquella noche me repetí cientos de veces esa misma pregunta.
Como es natural, no encontré nada, a pesar de que estuve buscando hasta medianoche. Lo dejé estar, rendido de cansancio, pero satisfecho: había registrado mucho más de lo que Ada registraría a la mañana siguiente. Me senté a descansar en una de las mullidas butacas alineadas junto a la pared, en aquella misma estancia, y entonces sufrí mi primera alucinación. La llamo así a falta de otra palabra mejor y más precisa. Me había quedado algo adormilado, cuando oí un ruido semejante a la apagada respiración de una bestia de grandes proporciones. Al instante se me quitó toda somnolencia, persuadido de que la casa misma, el peñasco entre el cual se asentaba, y la mar que bañaba las rocas al pie del acantilado, respiraban al unísono como las diferentes partes de un enorme ser vivo. Tuve entonces la misma impresión que he tenido otras veces al contemplar los cuadros de ciertos pintores contemporáneos -en especial los de Dale Nichols- que representan la tierra y sus relieves como si fueran partes de un hombre o una mujer dormidos. Entonces me dio la impresión, digo, de que me hallaba en el pecho, o en el vientre, o en la frente de un ser tan grande que me era imposible percibirlo en su inmensidad.

No recuerdo lo que duró esta impresión. Pensé en la pregunta de Ada Marsh: «¿Ha oído?» ¿Era a esto a lo que se refería? No me cabía duda de que la casa, y el peñasco que se servía de base, estaban tan vivos e inquietos como aquella mar que dejaba correr sus ondas hacia el horizonte de Oriente. Continué sentado, bajo el influjo de dicha ilusión, durante largo rato. ¿Temblaba la casa como si efectivamente respirara? Estaba convencido de que sí. De momento lo atribuí a algunas grietas de su estructura, y pensé que seguramente estos temblores y ruidos tendrían algo que ver con la aversión de aquellas gentes hacia este lugar. Al tercer día abordé a Ada Marsh en pleno registro.

-¿Qué busca usted, Ada? -pregunté.
Ella me miró con sumo candor. Debió comprender que ya la había visto registrar anteriormente.
-Su tío investigaba algo, y yo he creído que a lo mejor había descubierto lo que buscaba. A mí también me interesa. Y quizá a usted. Usted es como nosotros, es uno de los nuestros... como los Marsh y los Phillips de antes.
-¿Y qué es lo que busca?
-Puede ser un cuaderno de notas, un diario, unos papeles... -encogió los hombros-. Su tío me dijo muy poca cosa, pero yo lo sé. Se iba muy a menudo, y a veces estaba ausente durante largas temporadas. ¿Adónde? Tal vez había alcanzado su objetivo, porque jamás se iba por carretera.
-Tal vez pueda descubrirlo yo.
Negó con la cabeza.
-Usted no tiene idea. Usted es como... como un forastero.
-¿Pero me podría usted explicar algo?
-No. Nadie se atrevería a hablar de eso a una persona demasiado joven para comprender. No, señor Phillips, no le diré nada. No está usted preparado.
Aquello me hirió. Me sentí ofendido. Sin embargo, no quise despedirla. Su actitud era como de desafío.

II.
Dos días más tarde, di con lo que buscaba Ada. Los papeles de mi tío Sylvan estaban ocultos en un lugar donde Ada había mirado al principio: detrás de un estante de libros raros. Pero se hallaban guardados en un cajoncito secreto que abrí por pura casualidad. Allí encontré un diario, muchos recortes y varias hojas de papel cubiertas con la letra menuda de mi tío. Inmediatamente lo llevé todo a mi habitación y lo guardé, como si temiera que, a esas horas de la noche, pudiera venir Ada Marsh a arrebatármelos. Cosa absurda, porque no sólo no le tenía miedo, sino que me sentía atraído hacia ella, muchísimo más de lo que podía haberme imaginado la primera vez que la vi. Incuestionablemente, el descubrimiento de los papeles supuso un giro radical en mi existencia. Digamos que mis primeros veintidós años habían transcurrido, monótonos, como en un compás de espera, y que los primeros días de mi estancia en la residencia de tío Sylvan habían constituido como una fase de latencia, previa a mi acceso a un nuevo plano biológico. Mi mutación se desencadenó, sin duda, con el descubrimiento -y la lectura, evidentemente- de los papeles. Pero del primer párrafo donde se posaron mis ojos, no entendí ni una palabra: «Plataforma cont. sub. Extremo Norte Inns. extendiéndose curv. hasta aprox. Singapur. ¿Origen: Ponapé? A. supone R. en Pacífico, cerca Ponapé; E. sostiene que R. está cerca de Inns. Princ. autores lo suponen en las profundidades. ¿Podría ocupar R. totalmente la Plataforma Cont. de Inns. a Singapur?» Este era el primer párrafo. El segundo, era aún más desconcertante:

«C..., que aguarda soñando en R., es todo en todo y en todas partes. El está en R. (en Inns. y Ponapé), entre las islas y en lo más hondo. Los Profundos: ¿dónde tuvieron Obad. y Cyrus el primer contacto? ¿En .Ponapé o en una de las islas menores? ¿Y cómo? ¿En tierra, o bajo las aguas? Pero en el tesoro que acababa de encontrar, no había sólo notas de mi tío. Había también otros documentos con revelaciones aún más turbadoras, como por ejemplo, una carta del Rev. Jabez Lovell Phillips dirigida, hacía más de un siglo, a una persona que no nombraba. Decía así:
-Cierto día de agosto de 1797, el Cap. Obadiah Marsh, acompañado de su Primer Piloto Cyrus Alcott Phillips, comunicó que su barco, el Cory, había naufragado con toda su tripulación en las Marquesas. El Capitán y el Primer Piloto arribaron al puerto de Innsmouth en un bote de remos sin muestra alguna de sufrimiento ni fatiga, no obstante haber recorrido una distancia de varios miles de kilómetros en una embarcación prácticamente incapaz de realizar esa proeza. A partir de entonces, comenzó en Innsmouth una serie de sucesos que convirtieron al pueblo en un lugar maldito, en el curso de una generación. Surgió una raza extraña entre los Marsh y los Phillips, y cayó una maldición sobre sus descendencias. No se sabe de dónde salieron las mujeres que el Capitán y el Primer Piloto tomaron por esposas, pero dieron a luz una camada de seres endemoniados y prolíficos que nadie pudo contener, y contra la cual no me han valido mis plegarias al Señor. ¿Qué son esas bestias que salen de las aguas a retozar, en las altas horas de la noche? Algunos decían que eran sirenas, pero creer eso es necedad. ¿Qué habían de ser, sino las hordas malditas, engendradas por Marsh y por Phillips?...

No continué leyendo. Este lenguaje me llenaba de inquietud.
Volví a coger el diario de mi tío, y busqué la última anotación:
-R. está donde yo me figuraba. La próxima vez veré al propio C., aletargado en las profundidades, en espera del día de su resurgimiento.
Pero no hubo próxima vez para tío Sylvan, sino la muerte. Antes de esta última anotación había muchísimas más. Evidentemente, mi tío se había ocupado de cuestiones que estaban fuera de mis alcances. Hablaba de Cthulhu y R'lyeh, de Hastur y Lloigor, de Shub-Niggurath y Yog-Sothoth, de la Meseta de Leng, de los Fragmentos de Sussex, del Necronomicon, de la Galería de Marsh, del Abominable Hombre de las Nieves... Pero de lo que hablaba con más frecuencia, era de R'lyeh, del Gran Cthulhu -el «R.» y el «C.» de sus papeles- y de la búsqueda que él había llevado a cabo, la cual, como bien se deducía de sus escritos, tenía por objeto descubrir los refugios de esos seres o los seres que se refugiaban en esos refugios, que yo apenas si lograba distinguir los unos de los otros, según la forma con que él anotaba sus ideas. Desde luego, sus notas estaban redactadas para su uso personal, de forma que sólo él las entendería. Yo no tenía ningún marco de referencia al que poder recurrir.

Entre los documentos encontré también un mapa trazado con tosquedad por alguna mano más antigua que la de mi tío Sylvan, a juzgar por lo viejo y arrugado del papel. Este mapa me fascinaba, a pesar de no tener idea exacta de su importancia ni utilidad. Era una representación desmañada del mundo, pero no del mundo que conocía yo, no del mundo de los atlas geográficos, sino más bien de un mundo que sólo había existido en la imaginación de quien lo había trazado. En el corazón de Asia, por ejemplo, el artista había situado la «Mes. Leng»», y al norte de ésta, en el lugar que correspondía a Mongolia estaba «Kadath, en el Desierto de Hielo», zona que era definida como un «continuo tempo-espacial coextensivo». En el mar de Polinesia estaba indicada la «Galería Marsh», que sería (supuse yo) una grieta en el fondo del océano. También estaba señalado el Arrecife del Diablo, a cierta distancia de Innsmouth, así como Ponapé. Estos últimos puntos eran perfectamente reconocibles, pero los demás nombres geográficos de aquel mapa fabuloso eran absolutamente desconocidos para mí. Escondí mi botín en un lugar donde a Ada Marsh no se le ocurriría buscarlo, y regresé, pese a lo tarde que era ya, a la habitación central. Allí, como movido por un instinto, busqué sin vacilar en el estante tras el cual había descubierto los papeles. En él estaban algunos de los libros que mencionaba tío Sylvan en sus notas: los Fragmentos de Sussex, los Manuscritos Pnakóticos, los Cultes des Goules del conde d'Erlette, el Libro de Eibon, los Unaussprechlichen Kulten de Von Junzt, y muchos otros. Pero, ¡lástima!, la mayoría estaban en latín o en griego, lenguas que apenas dominaba yo, aun cuando, mal que peor, pudiera defenderme en francés o alemán. No obstante, descifré lo bastante de ésos como para sentir miedo de verdad, para sentir terror y, a la vez, una excitación no exenta de cierta euforia, como si mi tío Sylvan me hubiese legado, no sólo la casa y sus propiedades, sino también sus investigaciones, y una ciencia que ya era vieja millones de años antes de aparecer el hombre.

Aquella noche estuve leyendo hasta que el sol del nuevo día entró en la estancia haciendo palidecer las luces de las lámparas. Y así fue cómo supe de los Primigenios, que fueron los primeros en dominar los universos y de los Dioses Arquetípicos, que derrotaron a los rebeldes Primordiales. Entre estos Primordiales se contaban: el Gran Cthulhu, morador de las aguas; Hastur, que dormía en el Lago de Hali, en las Híadas; Yog-Sothoth, que es Todo-en-lo-Uno y Uno-en-el-Todo; Ithaqua, El Que Camina Sobre El Viento; Lloigor, El Que Pisa Las Estrellas; Cthugha, que habita en el fuego; el Gran Azathoth... y todos habían sido vencidos y expulsados a los espacios exteriores, donde esperarían el día remoto en que, con ayuda de sus seguidores, podrían alzarse para vencer a las razas humanas y someter a Los Dioses Arquetípicos. Y me enteré también del nombre de sus esbirros: Los Profundos, que poblaban los mares y las regiones acuáticas de la Tierra; los Dhols; el Abominable Hombre de las Nieves, habitante del Tíbet y la oculta Meseta de Leng; los Shantaks, que huyeron de Kadath, en el Desierto de Hielo, por mandato de El Que Camina Sobre El Viento, llamado Wendigo, pariente de Ithaqua. Y me enteré, también, de su rivalidad, una y múltiple a la vez. Todo eso leí, y más, bastante más, entre otras cosas, una colección de recortes de periódicos sobre sucesos misteriosos que tío Sylvan aducía como pruebas de la verdad de sus creencias. Por otra parte, en las páginas de los libros me tropecé, también, con la curiosa sentencia que adornaba las decoraciones de la casa de mi tío: Ph'nglui mglw'nafh Cthulhu R'lyeh wgah'nagl fhtagn. En más de uno de aquellos relatos, estaba traducida así: «En su morada de R'lyeh, Cthulhu muerto, sueña.»

Y las exploraciones de mi tío no tenían otro objeto, sin duda, que el de encontrar ¡el refugio subacuático de Cthulhu!
A la fría luz de la madrugada me esforcé por criticar mis propias conclusiones. ¿Acaso creía mi tío Sylvan en semejante maraña de fábulas? ¿O tal vez sus pesquisas no eran más que un modo de combatir su aburrimiento de hombre solitario? La biblioteca de mi tío era inmensa, abarcaba toda la literatura universal. Sin embargo, una sección de estanterías estaba dedicada exclusivamente a libros de temas esotéricos, a libros sobre creencias extrañas y hechos más extraños aún, inexplicables a la luz de la ciencia, a libros sobre religiones herméticas, casi desconocidas. Tenía, además, una abundante cantidad de álbumes con artículos recortados de periódicos y revistas, cuya lectura me produjo, a la vez, una sensación de miedo y una chispa de irresistible regocijo. En efecto, estos hechos, relatados de manera prosaica, constituían una prueba singularmente convincente a favor de los mitos en que creía mi tío. De todos modos, aquella mitología no constituía ninguna novedad. Todas las creencias religiosas, todos los mitos, cualquiera que sea la cultura a que pertenecen, poseen una cierta analogía en sus fundamentos. Siempre giran en torno a la lucha entre las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal. Este tema también formaba parte de las teorías de mi tío. Los Primigenios y los Dioses Arquetípicos -que, según lo que pude colegir, venían a ser lo mismo- representaban el Bien original. Los Primordiales representaban el Mal. Como sucede en muchas religiones, apenas se nombraba a los dioses benefactores, en este caso, a los Dioses Arquetípicos. En cambio, se citaba continuamente a los Primordiales, que aún eran adorados y servidos por multitud de seguidores esparcidos por toda la Tierra y los espacios interplanetarios. Los Primordiales no sólo combatían a los Dioses Arquetípicos, sino que luchaban también entre sí, en un empeño supremo por la dominación final. Eran, en suma, representaciones de las fuerzas elementales, y cada uno correspondía a un elemento: Cthulhu, al agua; Cthugha, al fuego; Ithaqua, al aire; Hastur, a los espacios siderales. Otros, representaban las grandes fuerzas primitivas: Shub-Niggurath, Mensajera de los Dioses, la fertilidad; Yog-Sothoth, el continuo tempo-espacial; Azathoth, en cierto modo, el principio del mal.

¿No resultaba, en definitiva, una mitología muy semejante a las demás? Los Dioses Arquetípicos pudieron convertirse, andando el tiempo, en la Trinidad de las religiones judeocristianas; los Primordiales, para la mayoría de los creyentes, se transformaron después en Satán y Belcebú, Mefistófeles y Azrael. Lo único que me inquietaba, era que existiesen a un tiempo los originales y sus copias. Pero tampoco esto tenía demasiada importancia, porque ya se sabe que en la historia de la humanidad se superponen continuamente distintos eslabones evolutivos de una misma creencia. Más aún: había ciertos datos que permitían suponer que los mitos de Cthulhu eran muy anteriores no sólo al cristianismo, sino incluso a las creencias de la antigua China y de los albores de la humanidad, habiendo logrado sobrevivir en determinadas regiones de la Tierra: entre los Tcho-Tcho del Tíbet y los yeti de las altas mesetas de Asia, así como entre ciertos seres extraños que habitaban en la mar, conocidos como los Profundos, híbridos anfibios, nacidos de antiguos apareamientos entre humanoides y batracios, o producto quizá de ciertas mutaciones aparecidas en el curso de la evolución humana. Tales mitos habían sobrevivido igualmente, de manera reconocible, en determinados símbolos religiosos muy posteriores: en Quetzalcoatl y otros Dioses aztecas, mayas e incas; en los ídolos de la Isla de Pascua, en las máscaras ceremoniales de los polinesios y los indios americanos de la costa noroccidental, donde aún persistían, como motivos ornamentales, formas tentaculares y octópodas, análogas a la que simbolizaba a Cthulhu. En resumen, podía decirse con seguridad que los mitos de Cthulhu eran antiquísimos.

Aun adscribiéndolos al reino de la pura teoría, me sentí abrumado por la tremenda cantidad de artículos que había recogido mi tío. Las prosaicas reseñas periodísticas contribuyeron no poco a hacerme dudar de mi escepticismo, por su tono aséptico y puramente informativo. Tales artículos, además, no procedían de la prensa sensacionalista, sino de revistas serias como el National Geographic. Total, que me quedé hecho un mar de confusiones. ¿Qué pudo haberle pasado a Johansen, con su barco Emma, sino lo que él mismo declaró? ¿Acaso cabía otra explicación? ¿Y por qué el gobierno americano envió destructores y submarinos para machacar con cargas de profundidad los alrededores del Arrecife del Diablo, frente al puerto de Innsmouth?** ¿Y por qué la policía detuvo a tantos vecinos de Innsmouth, a quienes no se volvió a ver nunca más? ¿Y el incendio que se declaró por toda la comarca costera, acabando con muchos otros? ¿Cómo explicar todo esto, si no era cierto que se habían descubierto extraños ritos entre gentes de Innsmouth que mantenían relaciones diabólicas con ciertos seres que habitaban en la mar, a los cuales se les veía en el Arrecife del Diablo, durante la noche? ¿Y que le sucedió a Wilmarth en la montañosa comarca de Vermont cuando, en el curso de sus investigaciones acerca de los cultos a los Arcaicos, se acercó demasiado a la verdad? ¿y qué fue de todos los escritores que habían tomado el asunto como pura ficción -Lovecraft, Howard, Barlow-, o lo habían enfocado de forma científica -como Fort-, cuando se hallaban a punto de desvelar el misterio? Murieron. Murieron, o desaparecieron como Wilmarth. Y casi todos de muerte prematura, cuando todavía eran jóvenes. Mi tío tenía sus obras, aunque de todos ellos, sólo Lovecraft y Fort las habían publicado en forma de libro. Los leí, y lo que decían me inquietó aún más, porque me pareció que las fantasías de H. P. Lovecraft se hallaban tan cerca de la verdad como los hechos -tan inexplicables para la ciencia- recogidos por Charles Fort. Aunque los relatos de Lovecraft fueran fantasías, se ceñían a los hechos -aun rechazando los recopilados por Fort- que subyacen bajo las creencias del género humano. En sí mismos, estos relatos eran cuasi míticos, como el destino final de su autor, cuya muerte prematura llegó a suscitar infinidad de leyendas que dificultaban aún más la tarea de esclarecer la verdad desnuda. Pero había llegado el momento, para mí, de ahondar en los secretos contenidos en los libros de mi tío, y de bucear en sus anotaciones y colecciones de artículos. Una cosa estaba clara: mi tío había creído en ello hasta el punto de emprender la búsqueda del reino sumergido -o de la ciudad sumergida- de R'lyeh. Yo no sabía si era reino ni ciudad, o si rodeaba la tierra desde la costa atlántica de Massachusetts hasta las Islas del Pacífico; pero sí sabía que era allí, donde había sido desterrado Cthulhu, muerto, y sin embargo, no muerto: «¡Cthulhu muerto, sueña!», decía más de un relato... en espera de que llegue el momento de rebelarse nuevamente contra el poderío de los Dioses Arquetípicos e imponer su dominio en el universo entero. Pues, ¿acaso no es cierto que, si triunfa el mal, se convierte en ley de vida, y entonces es justo combatir el bien? ¿Acaso no es la mayoría la que impone la norma, y que en ella no cabe lo anormal o, como dice la humanidad, el mal, lo abominable?

Mi tío había buscado R'lyeh, y había descrito sus investigaciones de manera sobrecogedora. Había descendido a las profundidades del Atlántico, desde esta casa suya que se asoma a la costa, hasta el Arrecife del Diablo y aún más allá. Pero no decía qué medios había empleado. ¿Había utilizado un equipo de buzo? ¿Acaso una batisfera? Por la casa no descubrí el menor rastro de aparatos de sumersión. Sus largas ausencias, por otra parte, se debían a estas exploraciones. Y con todo, no citaba en absoluto sus aparatos, ni éstos habían aparecido entre sus bienes. Si R'lyeh era el objeto de los afanes de mi tío, ¿qué pretendía Ada Marsh? Tenía que averiguarlo. Para ello, dejé al día siguiente algunas notas de mi tío sobre la mesa de la biblioteca. Me las arreglé para poder vigilarla en el momento en que las descubriera. Su reacción no dejó lugar a dudas: lo que ella buscaba era lo que yo había encontrado. Ada Marsh conocía la existencia de esos papeles. Pero, ¿cómo? Entré. Antes de que pudiera abrir la boca, me abordó.

-¡Los ha descubierto! -exclamó.
-¿Cómo sabía usted que existían?
-Porque conocía sus trabajos.
-¿Su búsqueda?
Afirmó con la cabeza.
-No es posible que crea usted en esas cosas -protesté yo.
-¡Cuidado que es usted estúpido! -exclamó coléricamente-. ¿No le dijeron nada sus padres? ¿Ni su abuelo? ¿Cómo ha podido vivir en la ignorancia?
Se acercó a mí y me arrojó los papeles.
-¡Déjeme ver los demás!
Hice un signo negativo.
-¡Por favor! A usted no le son de utilidad -insistió.
-Eso ya lo veremos.
-Dígame entonces si él había... si había iniciado sus exploraciones.
-Sí. Pero no sé cómo. No hay ni rastro de escafandra ni de bote.
Al oír estas palabras me lanzó un mirada desafiante, y a la vez, de desprecio y de lástima.
-¡Ni siquiera ha leído usted todos sus papeles! ¡No ha leído los libros tampoco!... ¡Nada! ¿Sabe lo que tiene a sus pies?
-¿La alfombra? -pregunté perplejo.
-No, no... el dibujo. Está en todas partes. ¿No sabe usted por qué? ¡Porque es el gran sello de R'lyeh! Lo descubrió hace años, y tuvo el orgullo de ponerlo en su propia casa, como blasón! ¡Está usted encima de lo que busca! Busque usted un poco más, y encontrará su anillo.

III.
Después de marcharse Ada Marsh, volví a los escritos de mi tío. No los dejé hasta mucho después de medianoche, cuando los hube leído casi todos, algunos de ellos con especial atención. Me resultaba difícil creer aquello, a pesar de que mi tío no sólo lo había escrito íntimamente convencido de su veracidad, sino que además parecía haber tomado parte en algunos de los hechos que describía. Desde temprana edad se había dedicado a la busca del reino sumergido, y había profesado una abierta devoción a Cthulhu; lo más escalofriante era que en sus anotaciones figuraban veladas alusiones a ciertos encuentros, que unas veces tuvieron lugar en las profundidades del océano, y otras, en las calles de Arkham, ciudad envuelta en misteriosas leyendas, cuyos tejados y buhardillas se alzan tierra adentro, a orillas del río Miskatonic, ya cerca de Innsmouth y Dunwich. Al parecer, los ciudadanos de Arkham, que según algunos no eran enteramente humanos, creían lo mismo que mi tío y, como él, se habían vinculado a ese mito que resucitaba de un pasado remoto. Y no obstante, pese a mi escepticismo, yo sentía también una sombra de credulidad irreprimible. Mi razón vacilaba entre las extrañas insinuaciones de sus notas, ante aquellos apuntes llenos de abreviaturas y elipsis, que sólo él podía entender con claridad, y que no detallaba por tratarse de temas para él de sobra conocidos. Así, aludía a las bodas profanas de Obadiah Marsh y «otros tres» (¿quizá algún Phillips entre ellos?), al descubrimiento de unas fotografías de algunas mujeres de la familia Marsh: la viuda de Obadiah -de rostro singularmente aplastado, piel excesivamente morena, boca enorme y labios finos-, y sus hijas, que casi todas habían salido a la madre... También me llenaban de inquietud las extrañas alusiones a la forma en que caminaban, como a saltos, «los descendientes de aquellos que se salvaron del naufragio del Cory», como decía textualmente tío Sylvan. No había posibilidad de equivocarse respecto al significado de sus notas: Obadiah Marsh se había casado en Ponapé con una mujer que no era polinesia, aunque vivía allí, y que pertenecía a una raza marina semihumana; sus hijos, y los hijos de sus hijos, nacieron con el estigma de ese matrimonio, lo que más tarde tuvo como consecuencia la hecatombe de 1928, en la que perdieron la vida tantísimos miembros de las viejas familias de Innsmouth. Aunque mi tío refería de pasada estos detalles, detrás de sus palabras palpitaba el horror y aún resonaba el eco del desastre.

En efecto, las personas que mencionaba en sus escritos estaban siempre aliadas a los Profundos, y eran, como éstos, criaturas anfibias. No decía si esa mancha hereditaria se había extendido mucho o poco, ni especificaba qué tipo de relación había entre él y esas criaturas. Ni el capitán Obadiah Marsh, ni Cyrus Phillips, ni tampoco los otros dos tripulantes que se habían quedado en Ponapé, poseían los rasgos típicos de sus mujeres y sus hijos. Pero era imposible averiguar si el estigma se mantenía después de la primera generación. ¿Se refirió a eso Ada Marsh, cuando me dijo: «¡Usted es de los nuestros!»? ¿O aludía a un secreto más sombrío todavía? Probablemente, la aversión que sentía mi abuelo a la mar era debida a que conocía las hazañas de su padre. Al menos él, había conseguido eludir su tenebroso destino hereditario. Pero los escritos de mi tío eran, por una parte, demasiado vagos para poder sacar una idea coherente de todo el asunto, y por otra, demasiado ingenuos para convencer plenamente. Lo que más me inquietó desde el primer momento, fueron sus repetidas alusiones a que su casa era un «abrigo»», un «punto» de contacto, un «acceso a lo que está debajo». En sus primeras anotaciones encontró también frecuentes consideraciones sobre la «respiración» de la casa y de la punta rocosa sobre la cual se elevaba, pero más adelante no volvió a hacer ninguna otra referencia a estas cuestiones. Sus notas eran oscuras y difíciles, tremendas y maravillosas. Me llenaban de terror y, a la vez, de una colérica incredulidad mezclada, contradictoriamente, a un vivo deseo de creer y de saber.

Indagué por todas partes, pero sin resultado. La gente de Innsmouth era recelosa. Algunas personas me esquivaban declaradamente. Otras, cambiaban de acera al verme venir; en el barrio italiano, se santiguaban de manera descarada, como si vieran al diablo. Nadie quiso darme información alguna. Tampoco pude hacer uso de libros y crónicas locales en la biblioteca pública porque, según me dijo el bibliotecario, habían sido confiscados en su mayoría por el Gobierno a raíz del incendio y las explosiones de 1928. Busqué en otras partes. En Arkham y Dunwich conocí secretos aún más sombríos; en la gran biblioteca de la Universidad del Miskatonic descubrí, por fin, la fuente y origen de todos los libros de saber oculto: el casi mítico Necronomicon, del árabe loco Abdul Alhazred, libro que sólo me fue permitido manejar bajo la estrecha vigilancia de un auxiliar bibliotecario. Unas dos semanas después de haber descubierto los papeles de mi tío encontré la sortija. La encontré donde menos habría imaginado, y, sin embargo, era un sitio bien lógico: en un paquete de objetos personales remitido por la empresa de pompas fúnebres, que estaba guardado en un cajón del escritorio. El anillo era de plata maciza, y tenía montada una piedra de color lechoso que parecía una perla -aunque no lo era-, y en su superficie llevaba grabado el sello de R'lyeh.

La examiné atentamente. A primera vista no tenía nada de extraordinario, salvo su tamaño. Sin embargo, el hecho de llevarla puesta traía consigo efectos inimaginables: apenas me la hube colocado en un dedo, cuando sentí como si ante mí se abrieran dimensiones nuevas, o como si los horizontes habituales retrocediesen ilimitadamente. Todos mis sentidos se aguzaron. Lo primero que noté a este respecto, fue el susurro de la casa y el peñasco, acompasado ahora al blando movimiento de la mar. Era como si la casa y la roca se elevaran y descendieran con las olas. Incluso me parecía oír el rítmico vaivén del agua bajo el mismo edificio. Al mismo tiempo, y tal vez esto tenía mayor importancia, cobré conciencia de un luminoso despertar psíquico. Gracias a la sortija, percibí la opresiva existencia de unas fuerzas invisibles incalculablemente poderosas, que tenían la casa de mi tío como punto focal. En una palabra, notaba como si yo atrajese las inmensas fuerzas elementales que me rodeaban, como si se precipitasen sobre mí hasta convertirse en una isla azotada por una mar embravecida, batida por un torbellino de huracanes. Me sentí desgarrado, próximo a la desintegración, hasta que, por último, y casi con alivio, oí el sonido de un voz horrible, animal, que se elevaba en un ulular espantoso. No provenía de la mar ni del cielo, sino de las profundidades de la tierra: ¡de debajo de la casa!

Me arranqué la sortija del dedo y, en el acto, todo se calmó. La casa y el peñasco volvieron a su quietud y soledad. Los vientos y las aguas que habían estremecido el mundo se apaciguaron, y se extinguió todo rumor. La voz se acalló, restableciéndose el silencio. Mi vivencia extrasensorial había terminado, y nuevamente pareció como si las cosas recobraran su primitiva actitud de espera. La sortija de mi tío era, pues, un talismán, clave de su sabiduría y acceso a otras regiones del ser. Gracias a la sortija descubrí el camino que había seguido mi tío para llegar a la mar. Yo llevaba mucho tiempo buscando un sendero que bajase hasta la playa, pero no descubrí ninguno que mostrara señales de uso constante. Sin embargo, había algunos caminos que descendían por el declive acantilado; en determinados puntos, habían excavado unos peldaños, de forma que se pudiera llegar hasta el borde del agua desde la casa misma, situada en lo alto del promontorio. Pero no había sitio para varar una embarcación, y el agua allí era profunda. En aquel paraje me bañé varias veces, con una sensación de goce casi irracional, tan grande era el placer que me daba el nadar. Pero había muchas rocas, y la playa quedaba demasiado lejos del promontorio para cubrir la distancia a nado, a menos que se tratara de un buen nadador como -para asombro mío- comprobé que era yo. Tenía intención de preguntar a Ada Marsh acerca de la sortija. Fue por ella por quien supe de su existencia; pero desde el día en que me negué a cederle los papeles de mi tío, no había vuelto a aparecer por la casa. Lo cierto es que a veces la había sorprendido merodeando por los alrededores, o había descubierto su coche estacionado junto a una carretera que pasaba relativamente cerca de mi finca, tierra adentro. Un día fui a Innsmouth a buscarla, pero no estaba en su casa. Al preguntar por ella, la mayoría de la gente me manifestó abierta hostilidad y recelo; en cambio, hubo quienes me dirigían curiosas miradas, tímidas, aunque llenas de un significado que yo no supe interpretar. Cuando me miraban así, sistemáticamente se trataba de unos tipos mal vestidos y andar bamboleante que vivían en el barrio marinero.

De modo que no fue Ada Marsh quien me ayudó a encontrar el camino que llevaba a mi tío hasta la mar. Un día me puse la sortija y, atraído por el agua, decidí bajar hasta la orilla, cuando me di cuenta al cruzar la gran habitación central de que me era virtualmente imposible salir de ella; era como si todo el salón tirase del anillo. Dejé de debatirme al notar que empezaba a manifestarse una gran fuerza psíquica, y me quedé inmóvil, en espera de que ésta me guiara. Así, pues, cuando me sentí impulsado hacia cierta figura labrada en madera, singularmente repulsiva, que representaba un híbrido espantoso de batracio y se hallaba fija en un pedestal adosado a una de las paredes del salón, cedí al influjo, me acerqué, la agarré, empujé y tiré de ella, y finalmente traté de hacerla girar a derecha e izquierda. Al moverla hacia la izquierda, cedió. Inmediatamente se oyó un crujido de cadenas, un rechinar de mecanismos, y toda la sección del suelo que estaba cubierta por la alfombra con el sello de R'lyeh, se levantó como una trampa enorme. Me acerqué asombrado. El pulso me latía aceleradamente por la excitación. Me asomé al pozo y vi una gran profundidad, oscura y bostezante, por la que descendían en espiral unos peldaños labrados en la sólida roca sobre la cual se asentaba la casa. ¿Conducían hasta el agua? Cogí al azar un tomo de las obras de Dumas, y lo dejé caer. Escuché atento unos momentos, hasta que se oyó un chapuzón distante.

Entonces, con mucha prudencia, bajé por la interminable escalera, sintiendo cada vez más fuerte el olor a mar. ¡No era extraño que se sintiera la mar dentro de casa! Continué mi descenso. El ambiente se hizo frío y húmedo, hasta que finalmente noté que las paredes y los escalones estaban mojados, y oí el incesante movimiento del agua, el chapoteo de la mar que entraba en la roca por alguna grieta. Por último, llegué al final de la escalera y vi que me encontraba en el borde mismo del agua, en una caverna tan grande que en ella habría cabido la misma casa. Efectivamente, éste, y no otro, era el camino que mi tío había empleado hasta la mar. Pero entonces me quedé más desconcertado que nunca: aquí tampoco había rastro alguno de bote ni equipo de buceo, sino huellas de pies únicamente... A la luz de las cerillas, aún descubrí algo más: unas señales largas, unos rastros espumajosos, como si algún ser monstruoso hubiese descansado en el piso de la caverna. Me hicieron pensar con la carne de gallina, en las estatuillas y bajorrelieves de Polinesia, del gran salón central, coleccionados por tío Sylvan y otras personas de mi familia.

No sé el tiempo que permanecí en ese lugar. Allí, al borde del agua, con el sello de R'lyeh en mi dedo, percibí en la profundidad de las aguas un rebullir de vida que provenía no de la misma caverna, sino del exterior, o sea de la mar abierta, lo que me hizo pensar en la existencia de alguna comunicación. Esta comunicación estaría bajo la superficie ya que, como pude comprobar a la luz de las cerillas, las paredes de la caverna eran de sólida roca sin grietas ni hendiduras. Por consiguiente, tenía que haber una comunicación con la mar y yo debía encontrarla sin demora. Subí de nuevo las escaleras, cerré la abertura, cogí el coche y salí rápidamente para Boston. Volví ya de noche con una escafandra y una botella de oxígeno, dispuesto a sumergirme al día siguiente. No me quité ya la sortija, y aquella noche soñé con remotas edades de sabiduría, con ciudades que se alzaban en fabulosos rincones de la tierra: la desconocida Antártida, las regiones montañosas del Tíbet, las insondables profundidades de la mar... Soñé que me movía entre moradas de fantástica belleza, junto con otros individuos de mi especie. Teníamos por aliados a unos seres de pesadilla, criaturas cuyo aspecto me habría helado la sangre a la luz del día. En ese mundo nocturno estábamos todos reunidos por una sola razón: servir a los Grandes, de quienes formábamos el séquito. Pasé la noche entera soñando otros mundos, otras manifestaciones de vida, y experimentando sensaciones nuevas e increíbles, ante unos seres provistos de tentáculos que exigían de nosotros obediencia y sumisión religiosa. A la mañana siguiente me desperté agotado y, no obstante, lleno de alborozo, como si hubiera vivido aquellos sueños en la realidad, y me sintiera aún en posesión de un vigor inimaginable, dispuesto a soportar con alegría las duras pruebas que había de pasar.

Pero me encontraba en el umbral de un descubrimiento aún mayor.
Al atardecer del día siguiente me puse la escafandra y las aletas, me coloqué las botellas de oxígeno, y descendí a la caverna. Aun ahora me resulta difícil hablar de lo que me sucedió a continuación sin llenarme de asombro. Me sumergí con mucha precaución en aquellas aguas, busqué el fondo hasta encontrarlo, me orienté hacia el exterior y me adentré por una grieta cuya altura era más del doble que la de una persona. De pronto, llegué a su desembocadura y de allí, sin más, me lancé al vacío y comencé a descender hacia el fondo del océano a través de un mundo gris verdoso de rocas y arena, de vegetación acuática que ondeaba y se retorcía bajo la luz difusa de las profundidades. Empecé a sentir la presión del agua, y me pregunté si no sería excesivo el peso de las botellas y la escafandra a la hora de subir. Tal vez me viese obligado a buscar una rampa costera que me ayudara a llegar hasta la orilla, y entonces apenas tendría tiempo para realizar mi inspección. A pesar de todo, continué adelante, alejándome de la costa de Innsmouth en dirección Sur. De repente me di cuenta de algo horrible y es que, aun en contra de mi voluntad, avanzaba como atraído por un influjo. Las botellas no tardarían en agotarse y si me alejaba demasiado de la costa, no podría llenarlas antes de regresar. Sin embargo, me era imposible cambiar el rumbo que llevaba mar adentro. Era como si una fuerza me obligara a seguir avanzando, a alejarme invariablemente de la costa, a bajar la suave pendiente que arrancaba del pie de la punta rocosa de la casa en dirección Sudeste. Continué en esta dirección sin detenerme, a pesar de sentirme cada vez más sobrecogido por el pánico... Era preciso dar media vuelta, tenía que emprender el camino de regreso. Para nadar hasta la boca de la gruta sería necesario un esfuerzo casi sobrehumano. Y ahora que el aire estaba a punto de terminarse, sería casi imposible llegar al pie de la escalera secreta, si no volvía inmediatamente.

Había algo, empero, que no me permitía volver. Seguí avanzando como dominado por una voluntad superior que anulaba la mía propia. No tenía alternativa, había de seguir; cada vez me iba sintiendo más alarmado, y más violentamente me debatía entre lo que deseaba y lo que me sentía obligado a hacer. El oxígeno disminuía por segundos. Varias veces me elevé nadando vigorosamente. Pero a pesar de que no sentía la fatiga de nadar -en efecto, lo hacia casi con milagrosa facilidad-, siempre regresaba al fondo del océano y tomaba nuevamente el mismo rumbo. En una ocasión me detuve a mirar alrededor. Traté en vano de escudriñar aquellas profundidades. Me dio la impresión de que me seguía un enorme pez verdoso y pálido que me hizo pensar en una sirena porque me pareció verle como una cabellera flotante. Pero poco después se perdió entre las rocas y las tupidas algas de aquel paraje. No me entretuve demasiado. En seguida me sentí forzado a continuar, hasta que por último me di cuenta de que el oxígeno tocaba a su fin. Mi respiración se hizo más trabajosa, luché desesperadamente por nadar hacia la superficie, pero lo único que conseguí fue perder el equilibrio y caer por un tremenda grieta que se abría en el fondo del océano. Unos segundos antes de perder el conocimiento, vi de nuevo la sombra del gran pez que me seguía. Se lanzó velozmente sobre mí y noté que unas manos manipulaban mi escafandra y mis botellas... No era un pez ni una sirena: ¡Era el cuerpo desnudo de Ada Marsh, con sus largos cabellos ondeantes, que nadaba con la soltura y facilidad de un habitante del océano!

IV.
Lo que siguió a esta visión casi de ensueño fue lo más increíble de todo. Casi inconsciente, sentí que Ada Marsh me arrancaba la escafandra y las botellas, y las arrojaba a la grieta. Luego, poco a poco, fui recuperando el conocimiento. Ada Marsh me arrastraba con sus dedos fuertes y robustos, nadando, no hacia la superficie, sino hacia adelante. Y descubrí que yo podía nadar con la misma facilidad que ella, y como ella, abría y cerraba la boca como si respirara a través del agua... ¡y así era, en efecto! Sin sospecharlo, poseía un don ancestral que ponía ahora a mi alcance todas las inmensas maravillas de la mar... ¡podía respirar sin necesidad de salir a la superficie! ¡Era anfibio! Ada avanzaba delante de mí, y yo la seguía. Yo era veloz, pero ella lo era más. Ya no caminaba pesadamente por el fondo del océano, sino que cruzaba el agua impulsado por unos brazos y unas piernas que estaban hechos para nadar. Sentí el gozo triunfal e incontenible de moverme libremente en el agua, hacia una meta que vislumbraba vagamente. Ada me señalaba el camino, yo la seguía de cerca, mientras allá arriba, en el mundo de los hombres, el sol se hundía en el ocaso, moría el día, se apagaba el resplandor del horizonte, y la luna, como una hoz, encendía la última luminaria de la tarde.

A esa hora subimos a la superficie, a lo largo de una pared rocosa que acaso pertenecía a la costa o a una isla. Cuando salimos a flote, vi que estábamos lejos de tierra, junto a un arrecife que emergía de la mar y desde el cual se podían ver las luces parpadeantes de un puerto lejano. Miré en torno, buscando con los ojos a Ada Marsh. La vi a la luz de la luna y me senté en la roca, a su lado. Entre nosotros y la costa, se balanceaban las sombras de unos botes. Entonces supe dónde estábamos: en el Arrecife del Diablo, frente a Innsmouth, donde una vez, antes de la desastrosa noche de 1928, nuestros antecesores habían confraternizado con sus hermanos de las profundidades.

-¿Cómo pudiste ignorarlo? -preguntó Ada-. Has estado a punto de morir asfixiado. Si no llego a seguirte...
-Nunca tuve ocasión de enterarme.
-¿Cómo crees que salía tu tío a explorar, más que así?
Lo que buscaba tío Sylvan era lo mismo que buscaba ella. Ahora, lo buscaría yo también. Encontraríamos primero el sello de R'lyeh, y después, al que duerme y sueña en las profundidades, al ser cuya llamada había sentido en mí: el gran Cthulhu. Ada estaba segura de que R'lyeh no se hallaba frente a Innsmouth. Y para demostrarlo, me condujo de nuevo a las simas que se abren al pie del Arrecife del Diablo. Allí me enseñó las grandes construcciones megalíticas -ahora en ruinas, como consecuencia de las cargas de profundidad arrojadas en 1928- donde, muchos años antes, los primeros Marsh y Phillips había mantenido contacto con los Profundos. Y nadamos entre las ruinas de la que en tiempos fuera gran ciudad, y entre ellas vi al primero de los Profundos, y su visión me llenó de horror. Era una caricatura grotesca de un ser humano en forma de rana; nadaba con unos movimientos exagerados, idénticos a los de los batracios. Se nos quedó mirando descaradamente con sus ojos abultados, sin ningún miedo, pues reconocía en nosotros a sus hermanos del exterior. Seguimos descendiendo entre monolitos, hasta llegar al piso del océano. La destrucción había sido enorme allí. De ese mismo modo habían sido derruidas otras ciudades submarinas, merced al empeño de un reducido numero de hombres determinados a evitar el regreso del gran Cthulhu.

Después, subimos y regresamos a la casa del promontorio, donde Ada había dejado sus ropas. Allí hicimos un pacto que nos uniría mutuamente, y proyectamos un viaje a Ponapé para continuar nuestra búsqueda. A las dos semanas salimos con rumbo a Ponapé en un barco fletado, cuya tripulación ignoraba por completo el objeto del viaje. Confiábamos en el éxito; teníamos la esperanza de encontrar lo que buscábamos en alguna de las islas de Polinesia no registradas en las cartas de navegación. Y una vez hallado, nos uniríamos para siempre con nuestros hermanos de la mar, con los servidores que aguardan el día de la resurrección, cuando Cthulhu, y Hastur, y Lloigor, y Yog-Sothoth, se levanten de nuevo para vencer a los Dioses Arquetípicos en la titánica lucha que ha de venir. En Ponapé establecimos nuestro cuartel general. Unas veces partíamos directamente desde allí para investigar; otras, zarpábamos en nuestro barco haciendo caso omiso de la curiosidad de los tripulantes. Registramos las aguas y en algunas ocasiones, tardamos varios días en volver. Mi metamorfosis no tardó mucho tiempo en completarse. No me atrevo a decir cómo ni de qué nos alimentábamos en aquellas expediciones submarinas. Una vez cayó al agua un gran avión de una línea comercial..., pero eso no sucedió más que una sola vez. Baste decir que sobrevivíamos, que hice cosas que sólo un año antes me habrían parecido propias de bestias, que únicamente nos impulsaba a seguir adelante la urgencia de nuestra búsqueda, y que nada nos importaba, sino vivir y alcanzar la meta que nos habíamos propuesto.

¿Cómo describir lo que vimos, y pedir después que se me crea? Encontramos las grandes ciudades del fondo oceánico. La más grande de todas, la más antigua, se hallaba frente a la costa de Ponapé. En ella pululaban los Profundos. Y entre las torres y las grandes lajas, entre alminares y cúpulas, paseamos días y días en aquella ciudad sumergida, casi perdida en medio de la vegetación submarina. Allí vimos cómo vivían los Profundos, confraternizamos con extraños seres acuáticos cuyo aspecto general recordaba a los pulpos, luchamos a menudo contra los tiburones, y sólo vivimos para servir a Aquel cuya llamada se oye en las profundidades, aunque no se sepa dónde yace y sueña con el día en que haya de volver. Nuestras continuas exploraciones de ciudad en ciudad, de edificio en edificio, siempre a la busca del gran sello bajo el que yace El, transcurrían en un ciclo interminable de días y noches. Seguíamos adelante, animados por la esperanza y la acuciante urgencia de nuestro objetivo, que vislumbrábamos ante nosotros más cercano cada vez. El tiempo transcurría monótono. Sin embargo, cada día era diferente del anterior, y nadie podía predecir lo que nos depararía el siguiente. Cierto es que el barco que habíamos fletado no nos resultaba tan cómodo como habíamos pensado, ya que nos veíamos obligados a alejarnos de él en bote y buscar la costa de alguna isla que nos ocultara, para sumergirnos subrepticiamente hasta el fondo. Todo esto nos disgustaba. A pesar de las precauciones, los componentes de la tripulación hacían más preguntas cada vez, convencidos de que andábamos detrás de algún tesoro escondido y dispuestos a exigirnos su parte, de modo que se nos hacía difícil evitar sus preguntas y acallar sus crecientes sospechas.

Tres meses duraba ya nuestra busca, cuando hace dos días soltamos el ancla frente a una isla de roca negra, deshabitada, bastante apartada de las demás. Carecía de vegetación y su aspecto era yermo y desolado como si hubiera sido arrasada por un incendio. En efecto, parecía un solevantamiento geológico de roca basáltica, que en algún tiempo debió de emerger a gran altura sobre las aguas, pero que sin duda había sufrido intensos bombardeos durante la pasada guerra. Dejamos el barco, dimos la vuelta a la isla negra y nos zambullimos. También allí había una ciudad sumergida, igualmente en ruinas por la acción del enemigo. Pero aun en ruinas, la ciudad no estaba deshabitada, y debido a su gran extensión, se veían bastantes zonas no dañadas. Y allí, en uno de los enormes edificios monolíticos, en el más grande y más antiguo, descubrimos lo que íbamos buscando. En el centro de una inmensa nave de techo más alto que el de una catedral, había una gran losa en cuya superficie se veía tallada la figura que había servido de modelo a los blasones de la residencia de mi tío: ¡el Sello de R'lyeh! Y recogidos ante él, oímos un ruido que brotaba de abajo, como el movimiento de un cuerpo tremendo y amorfo, inquieto como la mar, agitado por los sueños... Comprendimos que había llegado al final. Ahora podríamos dedicar una vida inmortal al servicio de Aquel Que Volverá a Levantarse, del que mora en las profundidades, del que sueña en los abismos y cuyos sueños significan el dominio de la tierra y de todos los universos, pues El necesitará de Ada Marsh y de mí para aplacar su indigencia hasta que suene la hora de su resurrección.

Escribo a bordo de nuestro barco. Es tarde ya. Mañana bajaremos otra vez, y buscaremos la forma de levantar el sello. ¿Fueron de verdad los Dioses Arquetípicos quienes precintaron la morada del Gran Cthulhu para impedir su regreso? ¿y nos atreveremos nosotros a hacer saltar el sello y comparecer ante la presencia de El Que Duerme allí? No estaremos solos Ada y yo; pronto habrá otro más, nacido ya en su elemento natural, para guardar y servir al Gran Cthulhu. Porque hemos oído su llamada y hemos obedecido, no estamos solos. Otros hay que vienen desde todos los rincones del mundo, nacidos también del apareamiento de los hombres con las mujeres de la mar, y pronto las aguas serán nuestras por entero, y después la Tierra toda, y más. Y gozaremos del poderío y la gloria para siempre.

Suelto aparecido el 7 de noviembre de 1947 en el Times de Singapur:
La tripulación del barco Rogers Clark ha sido puesta hoy en libertad, después de haber sido detenida con motivo de la desaparición del señor Marius Phillips y de su esposa, que habían fletado la citada embarcación para realizar ciertas investigaciones en las islas de Polinesia. El señor y la señora Phillips fueron vistos por última vez en las proximidades de un islote situado, más o menos, a 47° 53' latitud Sur, y 127° 37' longitud Oeste. Se habían alejado en bote, y abordaron la isla por la orilla opuesta a la que estaba fondeado el barco. Al parecer, del islote se lanzaron al agua, según varios miembros de la tripulación, quienes afirman haber presenciado un asombroso movimiento de agua en aquella parte de la isla. El capitán, que estaba en el puente junto con el primer piloto, declaró que ambos vieron cómo su patrón y su esposa eran lanzados al aire por un géiser, y cómo se sumergieron después. No volvieron a aparecer, aunque el barco estuvo aguardándoles varias horas. Al registrar la isla, hallaron las ropas de ambos esposos en el bote. En el sucucho de proa encontraron un manuscrito fantástico con pretensiones de veracidad, pero que, naturalmente, sólo contiene hechos ficticios. El capitán Morton dio parte a la policía de Singapur. No se ha encontrado rastro alguno del matrimonio Phillips...

                                                                                                               August Derleth (1909-1971)

Vulthoom: Clark Ashton Smith





Vulthoom (Vulthoom) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith, publicado en la edición de setiembre de 1935 de la revista Weird Tales.





Vulthoom, Clark Ashton Smith (1893-1961)

Para un observador superficial puede haber parecido que Bob Haines y Paul Septimus Chanler tenían muy poco en común, aparte del problema de estar varados sin recursos en un mundo extraño. Haines, tercer piloto ayudante de un crucero estelar, había sido acusado de insubordinación por sus superiores, y abandonado en Ignarh, la metrópolis comercial de Marte, y el puerto de todo el tráfico espacial. El cargo en su contra era mayormente un asunto de índole personal, pero Haines no había sido capaz de encontrar una nueva salida; y el salario de un mes que le habían pagado al partir había sido devorado con espantosa rapidez por los precios piratas del Tellurian Hotel.

Chanler, un escritor profesional de ficción interplanetaria, había viajado a Marte para fortalecer su imaginativo talento con un trabajo preliminar de observación y experiencia. Su dinero había desaparecido en unas semanas, y el repuesto que esperaba de su editor todavía no había llegado. Los dos hombres, además de sus infortunios, compartían una curiosidad ilimitada por todo lo marciano. Su sed por lo exótico, y su inclinación al vagabundeo en lugares habitualmente prohibidos para los terráqueos, los habían lanzado juntos, a pesar de las diferencias de temperamento, y los habían hecho amigos rápidamente. Tratando de olvidar sus preocupaciones, habían pasado el día anterior en el laberinto extrañamente apiñado del viejo Ignarh, llamado por los marcianos como Ignar-Vath, sobre el lado este del gran Canal Yahan. Regresaban al atardecer, y siguiendo la ribera de mármol púrpura junto al agua, casi llegaron al puente de una milla de longitud que los llevaría de regreso a la ciudad moderna, Ignarh-Luth, en la que estaban los consulados terráqueos, las oficinas de exportaciones y los hoteles.

Era la hora marciana de veneración, cuando los Aihais se reúnen en sus templos sin techo a implorar el regreso del pasante Sol. Como los latidos de febriles pulsos metálicos, el sonido de innumerables batintines incesantes atravesaba el delgado aire. Las calles, increíblemente retorcidas, estaban casi vacías, y sólo unas pocas barcazas, con inmensas velas romboidales de color malva y escarlata, iban de aquí para allá sobre las aguas, profundamente verdes. La luz desaparecía con visible velocidad detrás de las torres pesadas y las pagodas con forma de pirámide de Ignar-Luth. El frío de la noche que llegaba comenzó a penetrar las sombras de los enormes gnomoms solares que bordeaban el canal a intervalos regulares. Los sones quejumbrosos de los batintines murieron de repente en Ignar-Vath, dejando un silencio extrañamente murmurado. Los edificios de la ciudad inmemorial se hicieron enormes contra el cielo de obscuro esmeralda que ya estaba poblado de estrellas heladas.

Una mezcla de olores exóticos e indistinguibles llenaba la penumbra. El perfume estaba pleno de misterio extraño, y excitaba y preocupaba a los dos terráqueos que se habían quedado silenciosos a medida que se aproximaban al puente, sintiendo la opresión de extrañeza siniestra que llegaba de todos lados en la cada vez mayor desolación. Más profundamente que a la luz del día, escucharon las respiraciones sofocadas y escondidas, movimientos tortuosos de una vida por siempre inescrutable para los hijos de otros planetas. El vacío entre la Tierra y Marte había sido cruzado, pero, ¿quién podía cruzar el abismo evolutivo entre terráqueos y marcianos? Las personas eran bastante amistosas a su modo taciturno: habían tolerado la intrusión de los terráqueos y habían permitido el comercio entre los mundos. Sus idiomas habían sido dominados, su historia estudiada, por expertos terrestres. Pero no podía haber un real intercambio de ideas. Su civilización ya era antigua y compleja antes de la fundación de Lemuria; su ciencia, arte y religión eran de edades inconcebibles, y hasta la más simple de sus costumbres era el fruto de extrañas fuerzas y condiciones.

En ese momento, enfrentados a la precariedad de su situación, Haines y Chanler sentían real terror del mundo desconocido que los rodeaba con esa inconmensurable antigüedad. Apresuraron el paso. El ancho pavimento que bordeaba el canal estaba aparentemente desierto, y el ligero puente sin barandas estaba sólo custodiado por diez estatuas colosales de héroes marcianos que amenazaban con actitudes guerreras desde antes del comienzo del primer cruce aéreo. Los terráqueos se vieron de algún modo sorprendidos cuando una figura viviente, un poco menos gigantesca que las imágenes talladas, salió de las profundas sombras y se aproximó con pasos poderosos.

La figura, de casi diez pies de alto, era de una yarda más alta que el Aihai promedio, pero presentaba la conformación familiar de un gran pecho abultado y extremidades huesudas con varios ángulos. La cabeza poseía altas orejas encendidas y fosas nasales como pozos que se cerraban y abrían visiblemente en la penumbra. Los ojos estaban hundidos en profundas órbitas, y eran mayormente invisibles, excepto por unos diminutos destellos rojos que parecían arder suspendidos en las cuencas de una calavera. De acuerdo con las costumbres nativas, este raro personaje estaba todo desnudo, pero una especie de cuerda alrededor del cuello –una cadena de plata curiosamente martillada– indicaba que era el sirviente de algún noble señor. Haines y Chanler estaban asombrados, ya que nunca habían visto a un marciano de tan prodigiosa estatura. La aparición, era claro, se dirigía hacia ellos. Se detuvo al llegar, sobre el pavimento de mármol. Se asombraron aún más por la voz, retumbante y reverberante como la de un enorme sapo, con la que comenzó a hablarles. A pesar del tono gutural interminable y de la notable mala pronunciación de ciertas vocales y consonantes, se dieron cuenta de que las palabras estaban en idioma humano.

–Mi amo les convoca –vociferó el coloso–. Su situación es conocida por él. Les ayudará generosamente a cambio de cierta colaboración que ustedes le pueden brindar. Vengan conmigo.
–Eso suena perentorio –murmuró Haines–. ¿Deberíamos ir? Probablemente sea un príncipe Aihai caritativo, al que le han hablado de nuestras reducidas circunstancias. ¿Adivinas de qué se trata?
–Sugiero que sigamos al guía –dijo Chanler, entusiasmado–. Su propuesta suena como el primer capítulo de una novela de suspenso.
–Está bien –dijo Haines, al gigante–. Condúcenos a tu amo.

Con pasos moderados para ajustarlos a los de los terráqueos, el coloso los hizo salir del puente custodiado por los héroes, y les condujo hacia la obscuridad púrpura verdosa que había inundado ya Ignar-Vath. Más allá del pavimento, un callejón bostezaba como una caverna de gran boca entre las mansiones sin luz y los almacenes, cuyos amplios balcones y techos en saledizo estaban casi suspendidos en el aire. El callejón estaba desierto, y el Aihai, que se movía como una sombra creciente a través del anochecer; se detuvo en una entrada profunda y amplia. Detenidos junto a él, Chanler y Haines escucharon el ruido metálico que se producía al abrirse la puerta, la que, al igual que todas las puertas marcianas, se abría hacia arriba como los portalones medievales. Su guía se perfiló contra la luz azafranada que provenía de bloques de mineral radioactivo colocado en los muros y en el techo de una antecámara circular. Les precedía, de acuerdo con la costumbre, e inmediatamente vieron que la habitación estaba vacía. La puerta descendió detrás de ellos, aparentemente sin que nadie la manipulara.

Chanler, al mirar la cámara sin ventanas, se sintió invadido por esa alarma indefinible que se siente en espacios cerrados. Bajo las circunstancias actuales, parecía no haber razón para temer peligro o traición, pero de pronto sintió un loco deseo de escapar. Haines, por su parte, estaba preguntándose, casi perplejo, por qué la puerta interior estaba cerrada, y por qué el amo de la casa no había aparecido a recibirlos. De alguna manera, sentía que la casa estaba deshabitada; había algo de vacío y desolado en el silencio que les rodeaba. El Aihai, parado en el centro de la habitación desnuda y sin muebles, les había enfrentado como si fuera a hablarles. Sus ojos brillaban inescrutables en sus profundas órbitas y su boca se abrió, mostrando una doble hilera de dientes afilados. Pero ningún sonido provino de sus labios que se movían, y las notas que emitió debían pertenecer a esa escala de sobretonos que es capaz de emitir la voz marciana, más allá de la audición humana. No había dudas de que el mecanismo de la puerta había sido operado con sobretonos similares, y ahora, en respuesta, el piso entero de la cámara, forjado en metal obscuro, comenzó a descender lentamente, como cayendo en un enorme foso. Haines y Chanler, asombrados, vieron las luces azafranadas desaparecer por encima de ellos. Iban hacia abajo, junto con el gigante, hacia las sombras y la obscuridad, por un amplio pozo circular. Se escuchaba el crujido incesante del metal que les producía dentera por su tono insoportable.

Como un racimo de estrellas amarillas que se alejaba, las luces se apagaban y empequeñecían por encima de ellos. Su descenso continuaba todavía y ya no pudieron distinguir sus propios rostros, o el del Aihai, en la obscuridad de ébano a través de la que caían. Haines y Chanler fueron acosados por miles de dudas y sospechas, y comenzaron a preguntarse si no habían sido un tanto imprudentes al aceptar la invitación.

–¿A dónde nos lleva? –dijo Haines, sin rodeos–. ¿Vive su amo en el subsuelo?
–Vamos hacia mi amo –respondió el marciano, cortante–. Él les espera.

El racimo de luces se había convertido en una sola, parpadeó y se esfumó en la noche del Infinito. Había una sensación de profundidad irremediable, como si hubieran bajado hasta el mismo centro de ese mundo extraño. La extrañeza de la situación llenaba a los terráqueos de inquietud creciente. Se habían comprometido en un misterio desconocido que comenzaba a saber a amenaza y peligro. No podían saber nada a través de su guía. No era posible retroceder... y ambos estaban sin armas. El crujido estridente del metal fue haciéndose más lento y se detuvo con un triste gemido. Un brillo rojizo que surgió a través del círculo de esbeltas columnas que había reemplazado a los muros del foso encandiló a los terráqueos. Un instante después, mientras bajaban a través de la luz que lo inundaba todo, el piso bajo sus pies se volvió firme. Vieron que era parte del piso de una gran caverna iluminada por semiesferas carmesí empotradas en el techo. El espacio era circular, con pasillos que salían de él en todas direcciones, desde el centro, como los rayos de una rueda. Varios marcianos, no menos gigantescos que el guía, pasaban rápidamente de un lado al otro, en enigmáticos vagabundeos. Se escuchaban latidos extraños y el martilleo de escondida maquinaria que palpitaba en el aire, y hacía temblar el piso.

–¿Qué supones que es este lugar? –murmuró Chanler–. Debemos estar a varias millas por debajo de la superficie. Nunca escuché de nada así, excepto en algunos de los viejos mitos Aihai. Este lugar debe ser Ravormos, el mudo subterráneo de Marte, donde se supone que Vulthoom, el dios maligno, duerme por mil años en medio de sus adoradores.

El guía le había escuchado.

–Ustedes han llegado a Ravormos –vociferó portentosamente–. Vulthoom está despierto, y no dormirá por otros mil años. Es él quién ha enviado por ustedes; y ahora les llevaré hasta la cámara de audiencias.

Haines y Chanler, demudados más allá de toda medida, siguieron al marciano desde el extraño elevador hacia uno de los pasillos.

–Debe haber alguna clase de broma en esto –murmuró Haines–. Escuché sobre Vulthoom, también, pero es una simple superstición, como Satanás. Los marcianos modernos no creen en él en estos días, aunque escuché que todavía hay una especie de culto demoníaco entre los parias y las castas bajas. Apostaría a que hay algún noble tratando de hacer una revolución contra el emperador reinante, Cykor, y que ha establecido sus cuarteles bajo tierra.
–Eso suena razonable –aceptó Chanler–. Un revolucionario podría llamarse a sí mismo Vulthoom: el truco podría funcionar en la psicología Aihai. Tienen cierto gusto por las metáforas altisonantes y los títulos fantásticos.

Se quedaron en silencio, sintiendo una especie de sobrecogimiento ante la vastedad del mundo-caverna cuyos corredores iluminados se abrían hacia todos lados. Las suposiciones que habían expresado comenzaron a parecer inadecuadas: lo improbable se hizo cierto, lo fabuloso se convirtió en un hecho, y les estaba envolviendo más y más. Los sonidos lejanos y misteriosos, aparentemente, tenían origen preternatural; los apresurados gigantes que cruzaban la cámara con carga desconocida llevaban a cabo una especie de actividad sobrenatural. Haines y Chanler eran ambos altos y fornidos, pero los marcianos a su alrededor tenían todos nueve o diez pies de altura. Algunas llegaban casi a los once pies, y poseían musculatura proporcionada. Sus rostros tenían el aspecto de momias de inmensa edad, incongruente con su agilidad y vigor.

Haines y Chanler fueron conducidos a lo largo de un corredor con techo en arco, donde las semiesferas rojas, indudablemente formadas por metal radioactivazo artificialmente, brillaban en intervalos, como soles aprisionados. Bajaron escalón por escalón una escalera de gigantes, con el marciano caminando con agilidad por delante. Se detuvo ante las puertas abiertas de una cámara recortada en la roca básica adamantina.

–Entren –dijo, y retiró su cuerpo para permitirles pasar.

La cámara era pequeña pero amplia, con el techo elevado como el interior de una aguja. Los muros y el piso estaban teñidos por la luz de los rayos violeta de una única semiesfera arriba, muy lejos, en el domo estrecho. El lugar estaba vacío, y sólo amoblado con un curioso trípode de metal negro, fijo en el centro del piso. Contenía un bloque oval de cristal y desde él, como desde un pozo helado, se levantó una flor helada, abriendo sus pétalos de suave marfil que se tiñeron con la extraña luz. Bloque, flor y trípode parecían partes de una pieza de escultura. Al cruzar el umbral, los terráqueos se dieron cuenta enseguida que los truenos palpitantes y los batintines reverberantes se habían apagado en un silencio profundo. Era como si hubiesen entrado en un santuario en el cual el sonido fuera excluido por una mística barrera. Las puertas permanecían abiertas detrás de ellos. El guía se había marchado, pero, de alguna manera, sentían que no estaban solos, y les parecía que unos ojos escondidos espiaban desde los muros vacíos.

Perturbados y desorientados, miraron a la pálida flor, advirtiendo siete delgadas lenguas, que se curvaban blandamente hacia afuera, como pétalos, desde el corazón perforado como un pequeño incensario. Chanler comenzó a preguntarse si estaba realmente tallada, o si una flor real había sido mineralizada por medio de la química marciana. Entonces, asombrosamente, un sonido surgió del capullo: una voz increíblemente dulce, clara y sonora, cuyos tonos, perfectamente articulados, no eran ni Aihai ni terráqueos.

–Yo, quien habla, soy la entidad conocida como Vulthoom –dijo la voz–. No se sorprendan, ni se atemoricen: es mi deseo ser amistoso con ustedes a cambio de la consideración que, espero, no encontrarán imposible. Antes de nada, de todos modos, debo explicar ciertos asuntos que les dejarán perplejos. No dudo que habrán escuchado las leyendas populares que me conciernen, y las habrán despreciado como simples supersticiones. Como todos los mitos, son parcialmente verdad y parcialmente falsedad. No soy ni dios ni demonio, sino un ser que llegó a Marte desde otro Universo en antiguos ciclos. Aunque no soy inmortal, el periodo de mi vida el mucho más largo que el de las criaturas evolucionadas en los mundos de su sistema solar. Estoy gobernado por leyes biológicas extrañas, con periodos alternados de sopor y vigilia que duran siglos. Es virtualmente cierto, como creen los Aihai, que duermo por mil años y que permanezco consciente por otros mil.

»En el tiempo en que sus ancestros eran todavía los hermanos de sangre de los monos, volé desde mi propio mundo hacia este intercósmico exilio, perseguido por enemigos implacables. Los marcianos dicen que caí del cielo como un meteoro encendido, y los mitos interpretan así el descenso de mi nave estelar. Encontré una civilización madura, sin embargo inmensamente inferior respecto de la que yo provenía. Los reyes y jerarcas del planeta me hubieran arrojado fuera, pero reuní unos pocos partidarios, dándoles armas superiores a las de la ciencia marciana; y después de una gran guerra, me establecí con firmeza y gané otros seguidores. No me importaba conquistar Marte, sino ocultarme en este mundo caverna en la que he habitado desde entonces con mis partidarios. A ellos, por su fe, concedí una longevidad que es casi igual a la mía. Para asegurar su longevidad, también les di el don de un sopor correspondiente con el mío. Duermen y despiertan conmigo.

»Hemos mantenido este orden de existencia por algunos siglos. Pocas veces me he entrometido en los quehaceres de los habitantes de la superficie. Sin embargo, ellos me han convertido en un dios maligno, o en un espíritu, aunque demonio es una palabra sin sentido para mí. Poseo varios sentidos y facultades desconocidos para ustedes o los marcianos. Mi percepción puede extenderse, a deseo, sobre enormes superficies de espacio, y aun de tiempo. Por eso, supe de su problema, y les he llamado aquí con la esperanza de obtener su consentimiento en cierto plan. Para ser breve, me he cansado de Marte, un mundo senil que casi está muerto, y deseo establecerme en un planeta más joven. La Tierra serviría a mis propósitos. Ahora mismo, mis servidores están construyendo una nueva nave estelar en la cual pretendo hacer el viaje. No deseo repetir la experiencia de mi llegada a Marte, aterrizando entre gente ignorante de mí, y tal vez universalmente hostil. Ustedes, al ser terráqueos, podrían preparar algunas personas para mi llegada... podría reunir partidarios para servirme. Su recompensa –y la de ellos– sería el elixir de la longevidad. Y puedo tener otros regalos... las gemas preciosas y los metales que ustedes aprecian tanto. También, están las flores, cuyo perfume es más seductor y persuasivo que ninguno. Al inhalar esos perfumes, considerarán que ni siquiera el oro vale en comparación... y al haberlo respirado, ustedes y todos los demás de su clase, me servirán con placer.

La voz se apagó, dejando una vibración que tensó los nervios de los que escuchaban por un momento. Era como el cese de una música dulce y embrujada con sobretonos malvados, apenas detectables por encima de la sutil melodía. Aturdió los sentidos de Haines y Chanler, adormeciendo su asombro en una especie de somnolienta aceptación de la voz y sus declaraciones. Chanler hizo un esfuerzo por liberarse del encantamiento.

–¿Dónde está usted? –dijo–. ¿Y cómo sabemos que nos ha dicho la verdad?
–Estoy cerca de usted –dijo la voz–, pero elijo en este momento no revelarme. Sin embargo, la prueba de todo lo que he afirmado será revelada a su debido tiempo. Delante de ustedes está una de las flores de las cuales les he hablado. No es, como habrán supuesto, una obra de escultura, sino una antolita, o capullo fósil, traída con otras de la misma clase desde el mundo del cual soy nativo. Aunque no tiene aroma a temperaturas ordinarias, suelta su perfume cuando se le aplica calor. Y sobre el perfume... ustedes deben juzgar por sí mismos.

El aire de la cámara no estaba ni frío ni caliente cuando ingresaron. Ahora, los terráqueos estaban conscientes del cambio, como si fogatas escondidas hubieran sido encendidas. El calor parecía provenir del trípode metálico y del bloque de cristal, llegando a Haines y Chanler como la radiación de un invisible sol tropical. Se volvió ardiente, pero no insoportable. Al mismo tiempo, insidiosamente, los terráqueos comenzaron a percibir el perfume, que no era igual a nada que hubieran inhalado antes. Como un evasivo hilo de dulzuras de otro mundo, se curvó alrededor de sus fosas nasales, profundizándose lenta y crecientemente en una corriente aromática, mezclando la placentera frescura del aire a la sombra del follaje con el calor febril.

Chanler estaba más vívidamente afectado que Haines por las curiosas alucinaciones que siguieron; aunque, aparte de la diferencia de grado de verosimilitud, sus impresiones eran extrañamente similares. Chanler sentía, todo a la vez, que el perfume no era completamente extraño para él, sino algo que evocaba otros tiempos o lugares. Trató de recordar las circunstancias de la familiaridad anterior, y sus memorias, remontadas hasta las selladas reservas de una antigua existencia, tomaron la forma de una escena actual que reformaba la caverna-cámara a su alrededor. Haines no era parte de la escena, sino que había desaparecido de su conciencia, y el techo y los muros se habían esfumado, dando lugar a un bosque de helechos como árboles. Sus árboles delgados y perlados y su tierno follaje eran una nube de gloria luminosa, como un Edén pleno de primigenio amanecer. Los árboles eran altos, pero más altos aun que ellos eran las flores que volcaban un voluptuoso perfume desde oscilantes incensarios de blanco carnal. Chanler sentía un éxtasis indescifrable. Sentía que había regresado al origen del tiempo del primer mundo, y que había entrado en una vida, juventud y vigor inagotables desde la gloriosa luz y fragancia que le había empapado los sentidos hasta la última fibra.

El éxtasis aumentó, y escuchó una canción que emanaba desde la boca de los capullos: una melodía como de huríes que volvía su sangre un brebaje dorado. En el delirio de sus facultades, el sonido se identificaba con el aroma de los capullos. Surgió en un rapto vertiginoso, y pensó que las mismas flores se alzaban como llamas, y que los árboles se inclinaban hacia ellas, y fue lanzado como fuego que se elevaba con la melodía para alcanzar el máximo pináculo de deleite. El mundo entero se elevó en una marea de exaltación, y le pareció que la melodía se convertía en un sonido articulado, y Chanler escuchó las palabras:

“Soy Vulthoom, y eres mío desde el comienzo de los mundos, y serás mío hasta el final...”

Se despertó bajo circunstancias que podían haber sido casi una continuación de la visión que había contemplado bajo la influencia del perfume. Yacía sobre un lecho de césped corto y rizado, de color verde viejo, con enormes capullos de color tigre inclinados sobre él, y un brillo suave como un atardecer de ámbar llenaba sus ojos entre las colgantes ramas de árboles de extraños frutos carmesí. Lentamente, y a medida que reconocía su entorno, se dio cuenta de que la voz de Haines le había despertado, y le vio sentado a su lado.

–Dime, ¿nunca saldrás de eso?

Chanler escuchó la seca pregunta como a través de sueños. Sus pensamientos estaban desconcertados, y su memoria extrañamente mezclada con los pseudorecuerdos llegados desde otras vidas que habían surgido hacia él en su delirio. Era difícil distinguir lo falso de lo real, pero la sensatez regresó a él en etapas, y con ella llegó una sensación de profundo agotamiento y fatiga nerviosa que le advirtieron que había estado en el espurio paraíso de una potente droga.

–¿Dónde estamos ahora? ¿Cómo llegamos aquí? –preguntó.
–Por lo que sé –respondió Haines–, estamos en una especie de jardín subterráneo. Algunos de esos grandes Aihai deben habernos traído aquí después de que sucumbimos al perfume. Resistí a su influencia mucho más que tú; y recuerdo haber escuchado la voz de Vulthoom mientras estaba sometido. La voz decía que nos daría cuarenta y ocho horas, tiempo terráqueo, para pensar acerca de la propuesta. Si aceptamos, nos enviará de regreso a Ignarh con una fabulosa suma de dinero... Y una provisión de esas flores narcóticas.

Chanler estaba ahora completamente despierto. Ambos procedieron a discutir su situación, pero fueron incapaces de llegar a una conclusión definitiva. Todo el asunto era demasiado desconcertante y extraordinario. Una entidad desconocida, que se autodenominaba como el Demonio Marciano, les había invitado a convertirse en los emisarios o agentes terráqueos. Aparte de esparcir la propaganda diseñada para facilitar su llegada a la Tierra, debían introducir una droga extraña que no era menos poderosa que la morfina, cocaína, o marihuana... y, por lo que parecía, no menos dañina.

–¿Qué pasa si rehusamos? –dijo Chanler.
–Vulthoom dijo que, en ese caso, sería imposible permitirnos regresar. Pero no especificó nuestro destino, simplemente sugirió que no sería placentero. Bien, Haines, tenemos que pensar en cómo salir de esto, si podemos.
–Me temo que pensar no nos ayudará mucho. Debemos estar a varias millas debajo de la superficie de Marte y es probable que no podamos conocer el mecanismo de los ascensores.

Antes de que Chanler pudiera hacer algún comentario, uno de los gigantes Aihai apareció entre los árboles, arrastrando dos curiosos utensilios conocidos como kulpai. Eran grandes bandejas de loza semimetálica, con tazas removibles y garrafas giratorias empotradas, en las cuales se podía servir una comida completa de sólidos y líquidos. El Aihai colocó las bandejas sobre el suelo delante de Haines y Chanler, y esperó, inmóvil e inescrutable. Los terráqueos, conscientes de su apetito voraz, se lanzaron sobre los alimentos, que habían sido moldeados o cortados en varias formas geométricas. Aunque posiblemente tuviera origen sintético, la comida estaba deliciosa, y los terráqueos la consumieron hasta el último cono y rombo, y la bañaron con un licor vinoso de color granate que estaba en las garrafas. Cuando terminaron, su vigilante habló por primera vez.
–Es el deseo de Vulthoom que puedan deambular por Ravormos y contemplar las maravillas de las cavernas. Están en libertad de vagar solos y sin custodia; o, si lo prefieren, les serviré de guía. Mi nombre es Ta-Vho-Shai, y estoy listo a responder cualquier pregunta que hagan. También me pueden despedir, si es su deseo.

Haines y Chanler, después de una breve discusión, decidieron aceptar el ofrecimiento de acompañante. Siguieron al Aihai a través del jardín, cuya extensión era difícil de determinar por causa de la luminosidad neblinosa que lo llenaba como con generada por átomos radiantes, dando la impresión de un espacio sin límites. La luz, según les dijo Ta-Vho-Shai, provenía del amplio techo y de los muros bajo la acción de una fuerza electromagnética de una longitud de onda aun más corta que los rayos cósmicos, y que poseía todas las cualidades esenciales de la luz solar. El jardín estaba compuesto por plantas extrañas y capullos, varios de los cuales eran exóticos para Marte, y tal vez habían sido importados desde el sistema solar extraño del que Vulthoom era nativo. Algunas de las flores eran enormes matas de pétalos, como cientos de orquídeas en una sola. Había árboles cruciformes, llenos de hojas fantásticamente largas y variegadas, que parecían pendones heráldicos o rollos de escritura extraña, y otros estaban ramificados y plenos de frutos de manera extravagante.

Más allá del jardín, ingresaron a un mundo de amplios pasillos y cavernas, algunas de las cuales estaban llenas de maquinaria o con cubas y urnas de almacenamiento. En otras, se apilaban inmensos lingotes de metales preciosos y semipreciosos, y cofres gigantescos mostraban gemas centellantes como tentando a los terráqueos. La mayoría de las máquinas eran operadas, y les dijeron a Haines y Chanler que podían funcionar por siglos o milenios. Su funcionamiento era inexplicable aun para Haines, con conocimientos en mecánica. Vulthoom y su gente habían ido más allá del espectro, y más allá de las vibraciones sonoras audibles, y las ocultas fuerzas del Universo parecían obedecerles. Por todos lados, se escuchaba un fuerte latido de pulsos metálicos, tan huraño como Afrits aprisionados y titanes de acero serviles. Las válvulas se abrían y cerraban con sonido discordante. Había habitaciones llenas de estridentes dínamos, y otras donde grupos de misteriosas esferas flotantes giraban silenciosas, como soles y planetas en el espacio vacío.

Subieron un tramo de escalones colosales como los pasos de la pirámide de Cheops, y llegaron hasta un nivel más alto. Haines, en un ensueño, creía recordar haber bajado esa escalera y que estaban ahora aproximándose a la cámara donde Chanler había sido entrevistado por la entidad escondida Vulthoom, pero no estaba muy seguro; y Ta-Vho-Shai les condujo a través de una serie de vastas habitaciones que parecían servir como laboratorios. En la mayoría había colosos antiguos, inclinados como alquimistas sobre hornallas que ardían con fuego frío, y retortas que humeaban con extrañas hebras de vapor. Una de las habitaciones estaba sin ocupantes; sólo había tres grandes botellas de vidrio claro e incoloro, más altas que un hombre, con la forma de ánforas romanas. Por su apariencia, las botellas estaban vacías, pero estaban cerradas con doble tapa que un humano no hubiera podido levantar.

–¿Qué son esas botellas? –preguntó Chanler al guía.
–Son las Botellas del Sueño –dijo el Aihai, con el aire solemne y sentencioso de un discursante–. Cada una de ellas está llena con gas raro e invisible. Cuando llega el tiempo del sopor de los mil años, los gases son liberados, y una vez mezclados, penetran la atmósfera de Ravormos, hasta la caverna más baja, induciendo en nosotros, los que servimos a Vulthoom, el sueño por un periodo similar. El tiempo no existe más, y eones son sólo instantes para los durmientes. Despertarán sólo a la hora del despertar de Vulthoom.

Haines y Chanler, llenos de curiosidad, hicieron varias preguntas, pero la mayoría de ellas fueron ambigua y vagamente contestadas por Ta-Vho-Shai, quien demostraba ansiedad por continuar el paseo a través de otras partes de Ravormos. No les pudo decir nada acerca de la naturaleza de los gases, y el propio Vulthoom, si se podía confiar en la veracidad de Ta-Vho-Shai, era un misterio aun para sus propios seguidores, la mayor parte de los cuales nunca le habían contemplado en persona. Ta-Vho-Shai condujo a los terráqueos desde la habitación de las botellas hacia una larga caverna recta, casi desierta, donde había innumerables máquinas estruendosas. El sonido les llegó como una catarata de truenos malignos cuando finalmente ingresaron en una especie de galería con columnas, que rodeaba un espacio de una milla de ancho, iluminado por terribles lenguas de fuego que surgían incesantemente desde sus profundidades.

Era como si estuvieran mirando un círculo infernal de luz airada y sombras torturadas. Lejos, por detrás, vieron una estructura colosal de brillantes vigas curvas, como los huesos extrañamente articulados de un behemoth metálico extendido a lo largo del fondo del foso. A su alrededor, los hornos eructaban como bocas llameantes de dragones; brazos de grúas tremendas subían y bajaban perpetuamente con un movimiento similar al de los largos cuellos de plesiosauro, y las figuras de los gigantes, como demonios trabajadores, se movían a través del resplandor siniestro.
–Construyen la nave estelar en la cual Vulthoom viajará a la Tierra –dijo Ta-Vho-Shai–. Cuando todo esté listo, la nave buscará su camino hasta la superficie por medio de desintegradores atómicos. La misma piedra se derretirá frente a ella como el vapor. Ignar-Luth, que está directamente por encima será consumida como si el fuego del centro del planeta se hubiera liberado.

Haines y Chanler, horrorizados, no pudieron replicar. Se sentían cada vez más atónitos por el misterio y la magnitud, por el terror y la amenaza, de este insospechado mundo de caverna. Sentían aquí que un poder maligno, armado con una ciencia arcana e ignota, estaba preparando una conquista tremenda. Un destino que podía involucrar los mundos poblados del sistema era incubado en secreto y obscuridad. Parecía que era imposible escapar y dar aviso, y su propio destino estaba ensombrecido por un pesimismo insoluble. Un dejo de vapor metálico y caliente que subía desde el abismo ardió corrosivamente en sus fosas nasales cuando espiaron por el borde de la galería. Descompuestos y mareados retrocedieron.

–¿Qué hay más allá de este espacio? –preguntó Chanler, cuando se le pasó el malestar.
–Esta galería lleva a otras cavernas, apenas utilizadas, que conducen hasta el lecho seco de un antiguo río subterráneo. Este lecho de río, corriendo a lo largo de varias millas, surge en un desierto por debajo del nivel del mar, hacia el oeste de Ignarh. Los terráqueos se quedaron pasmados ante esta información que parecía ofrecerles una posible vía de escape. Sin embargo, disimularon su interés. Pretendieron estar fatigados, y le pidieron al Aihai que les condujera hasta alguna cámara en la que pudieran descansar y discutir la propuesta de Vulthoom tranquilamente. Ta-Vho-Shai, reiterándoles que estaba a su servicio en todo, les llevó hasta una pequeña habitación detrás de los laboratorios. Era una especie de dormitorio, con dos filas de literas a lo largo de los muros. Estas literas, por su longitud, estaban diseñadas evidentemente para acomodar a los marcianos gigantes. Haines y Chanler fueron dejados solos por Ta-Vho-Shai quien había deducido que su presencia no se necesitaba ya más.
–Bien –dijo Chanler–, parece como si hubiera una alternativa de escape si pudiéramos llegar hasta el lecho del río. Tomé nota detallada de los corredores que seguimos de regreso desde la galería. Sería bastante fácil, a menos que seamos observados sin que lo sepamos.
–El único problema es que es demasiado fácil... De todos modos, podemos intentarlo. Cualquier cosa sería mejor que esperar sin hacer nada después de lo que hemos visto y oído, comienzo a creer que Vulthoom es realmente el Demonio... aunque declara no serlo.
–Esos Aihai de diez pies de altura me dan escalofríos –dijo Chanler–. Bien puedo creer que tienen un millón de años de edad, o cerca. Se explicaría la longevidad por su tamaño y altura. La mayoría de los animales que sobreviven más allá del término normal de vida se convierten en gigantes, y es lógico que esos hombres marcianos se desarrollaran de manera similar.

Era una simple cuestión de deshacer su camino hasta la galería de las columnas que rodeaba el gran abismo. La mayor parte de la distancia sólo tuvieron que seguir el corredor principal, y el sonido de las rugientes máquinas los guiaban. No encontraron a nadie en los pasillos, y los Aihai que vieron a través de las puertas abiertas de los laboratorios estaban profundamente concentrados en manejos enigmáticos.

–No me gusta esto –murmuró Haines–. Es demasiado bueno para ser cierto.
–No estoy tan seguro de eso. Tal vez sea que no se les ocurrió a Vulthoom y sus seguidores que pudiéramos escapar. Después de todo, no sabemos nada acerca de su psicología.

Manteniéndose cerca del muro interno, detrás de las columnas, siguieron la galería larga y ligeramente ondulada hacia la derecha. Sólo estaba iluminada por el reflejo tembloroso de las altas llamas del foso. Moviéndose de esa manera estaban ocultos a la mirada de los gigantes laboriosos, si alguno llegaba a levantar la cabeza. Vapores venenosos eran lanzados hacia ellos de vez en cuando; sentían el infernal calor de los hornos, el sonido metálico de la soldadura, y el trueno de obscura maquinaria latir sobre ellos con ecos que eran golpes de martillo mientras avanzaban. Rodearon el espacio poco a poco, y llegaron finalmente al otro lado, donde la galería se curvaba hacia atrás, hacia el corredor de acceso. En las sombras, distinguieron la boca de una gran caverna que salía de la galería. Supusieron que les llevaría hacia el profundo lecho de río del que había hablado Ta-Vho-Shai. Afortunadamente, Haines llevaba un pequeño destellador de bolsillo; dirigió el rayo hacia adentro y reveló un corredor derecho con numerosas intersecciones menores. La noche y el silencio parecieron tragarlos de un bocado, y los ruidos de los esforzados Titanes enmudecieron rápida y misteriosamente mientras corrían a lo largo del salón vacío.

El techo del corredor estaba incrustado con las semiesferas de metal que habían servido para iluminar a los demás salones de Ravermos; estaban obscuras y sin rayos ahora. Los pies de los terráqueos levantaban un fino polvo mientras se apresuraban; pronto el aire se hizo más frío, y perdió el calor templado y algo húmedo de las cavernas centrales. Era claro que estos pasillos exteriores eras pocas veces visitados o utilizados, como Ta-Vho-Shai había dicho. Habrían recorrido una milla o más por aquel corredor tartáreo, cuando los muros comenzaron a cerrarse, el piso se hizo más áspero y parecía más empinado. Ya no había corredores que cruzaran, y la esperanza creció en los terráqueos cuando vieron que habían ido más allá de las cavernas artificiales y estaban en un túnel natural. Pronto se amplió y su piso se convirtió en una serie de formaciones en bandeja. Por medio de ellas, descendían a un profundo abismo que era obviamente el canal del río que les había contado Ta-Vho-Shai.

El pequeño resplandor de la linterna apenas era suficiente para revelar la completa extensión de esta vía de agua subterránea en la que no quedaban rastros de su corriente prehistórica. El fondo, profundamente erosionado, era de más de cien yardas de ancho, y el techo en arco por encima se perdía en la penumbra. Explorando una pequeña distancia del fondo, Haines y Chanler determinaron, por su pendiente gradual, la dirección en la cual la corriente había fluido. Siguiendo el curso, caminaron con resolución, rezando porque no encontraran barreras infranqueables, ni precipicios, ni cataratas que impidieran su salida al desierto. Aparte del peligro de la persecución, no tenían en cuenta otras dificultades que ésas. Las obscuras ondulaciones del fondo les llevaban una vez hacia un lado y luego hacia el otro, mientras avanzaban. En algunos lugares la caverna se ensanchaba, y llegaban a playas escalonadas y marcadas por aguas de reflujo. Más arriba, en algunas de las playas, había formaciones singulares que se parecían a un tipo de hongo gigante que crecía en las cavernas, junto a los modernos canales. Estas formaciones, con la forma de bates hercúleos, se elevaban hasta tres pies de altura, o más. Haines, impresionado por el brillo metálico que tenían cuando les daba la luz, concibió una idea curiosa. Aunque Chanler protestó por el retraso, se trepó para examinar un grupo de ellos más de cerca, y encontró, como había sospechado, que no estaban vivos, sino petrificados y densamente impregnados con minerales. Trató de romper uno y sacarlo, pero resistió todos sus intentos. Sin embargo, cuando lo martilló con un trozo de roca suelta, se cortó por la base y cayó con un sonido metálico. La cosa era muy pesada, con una hinchazón en el extremo, como una maza, y sería un arma importante en caso de necesidad. Seccionó un segundo bate para Chanler, y así armados, reanudaron su huida.

Era imposible calcular la distancia que habían recorrido. El canal se retorcía, bajaba abruptamente en algunos lugares, y a veces se interrumpía en terrazas que brillaban con extraño mineral, o estaban manchadas con óxidos de azufre, en bermellón y amarillo. Los hombres tropezaban en pozos de arena negra, o trepaban trabajosamente sobre barreras levantadas con piedras oxidadas, como enormes menhires apilados. En todo momento estaban febrilmente alertas a cualquier sonido que probara persecución. Pero el silencio llenaba el canal cimerio, preocupados sólo por el ruido que hacían sus propias pisadas.

Al final, con ojos incrédulos, vieron delante de ellos el surgimiento de una pálida luz desde la profundidad. Arco a arco, como en la garganta del Averno iluminada por fuegos inferiores, la enorme caverna se hizo visible. Por un exultante momento pensaron que estaban acercándose a la boca del canal, pero la luz crecía con brillo siniestro, como de llamas de hornos y no como del Sol. Implacable, se arrastró a lo largo de los muros y el piso, apagó el brillo ineficaz del destellador de Haines, y cayó sobre los aturdidos terráqueos. Ominosa e incomprensible, la luz parecía observar y amenazar. Se detuvieron, asombrados y vacilantes, sin saber si seguir o retroceder. Entonces, desde el llameante aire, una voz habló como en suave reprimenda: la dulce y sonora voz de Vulthoom.

–Regresen por donde vinieron, terrícolas. Nadie puede dejar Ravermos sin mi conocimiento o contra mi voluntad. ¡Observen! He enviado a mis Guardianes a escoltarlos.

El aire leve había estado aparentemente vacío, y el lecho del río estaba poblado sólo por las masas grotescas y las sombras bajas de las rocas. Ahora, al cesar la voz, Haines y Chanler vieron, delante de ellos y a unos diez pies de distancia, la aparición instantánea de dos criaturas que no eran comparables a nada en toda la zoología de Marte ni de la Tierra.

Se levantaban desde el fondo rocoso hasta la altura de las jirafas, con unas piernas cortas que eran vagamente similares a las de los dragones chinos, y con unos cuellos alargados en espiral como las vueltas de grandes anacondas. Sus cabezas tenían tres rostros, y podían haber sido la trimurti de algún mundo infernal. Cada un de los rostros carecía de ojos, pero largas lenguas de fuego surgían de profundas órbitas por debajo de pronunciadas frentes. Las llamas también salían incesantemente de sus bocas de gárgola. Desde la cabeza de cada monstruo, una triple cresta bermellón se levantaba en agudos dientes, brillando terriblemente, y las barbas de dos de ellos eran resortes carmesí. Sus cuellos y lomos mostraban hojas largas como espadas que se achicaban en filas de puñales sobre la estrecha cola; y el cuerpo completo, y todo su atemorizante armamento, parecía arder como si acabaran de salir de un horno encendido.

Un calor palpable emanaba de esas infernales quimeras, y los terráqueos retrocedieron apresuradamente delante de las sombras voladoras, como los restos volantes de una explosión que brotaba sin cesar de sus ojos y bocas llameantes.

–Mi Dios. ¡Estos monstruos son sobrenaturales! –gritó Chanler, agitado y horrorizado.

Haines, aunque estaba evidentemente atónito, se inclinó por una explicación más ortodoxa.

–Debe haber alguna clase de televisión detrás de esto –sostuvo–, aunque no puedo imaginar cómo es posible proyectar imágenes tridimensionales, y también crear la sensación de calor... De cualquier forma, creo que nuestro escape era observado.

Levantó un pesado fragmento de roca metálica y la lanzó hacia una de las brillantes quimeras. Apuntado de manera infalible, el fragmento golpeó la frente del monstruo del medio, y pareció explotar en una lluvia de chispas en el momento del impacto. La criatura resplandeció y aumentó prodigiosamente, y un siseo feroz se hizo escuchar. Haines y Chanler fueron lanzados hacia atrás por una ola de abrasante calor, y sus guardias les siguieron paso a paso por el áspero fondo. Abandonando toda esperanza de escapar, regresaron a Ravermos, seguidos por los monstruos mientras cruzaban trabajosamente las flojas arenas y remontaban repisas y grietas. Al llegar al punto donde habían bajado hasta el canal del río, encontraron a dos más de esos terroríficos dragones. No había otro recurso que trepar hasta las amplias repisas del demoníaco túnel. Exhaustos por la prolongada recorrida, y debilitados por una sorda desesperación, se encontraron otra vez en el vestíbulo exterior, con dos de los guardianes precediéndoles como una escolta de honor infernal. Estaban atónitos al darse cuenta de los poderes espantosos y misteriosos de Vulthoom, y aunque Haines se había quedado silencioso, su cerebro estaba ocupado todavía en una inútil y desesperada búsqueda. Chanler, más sensible, sufría los temblores y terrores que su imaginación literaria podía infligirle bajo tales circunstancias.

Caminaron a lo largo de la galería de las columnas que rodeaba el vasto abismo. A mitad camino, las quimeras que precedían a los terráqueos se volvieron de repente con un temible eructo de llamas, y cuando acabaron con esa intimidación, las dos de atrás continuaron avanzando sobre ellos con un siseo de salamandras satánicas. En ese espacio tan estrecho, el calor era como un horno encendido, y las columnas no proveían protección. Desde el vacío de abajo, donde los titanes marcianos trabajaban perpetuamente, un trueno asombroso se elevó para asaltarlos al mismo tiempo, y unos humos nocivos llegaron hasta ellos en espirales retorcidas.

–Parece como si nos fueran a lanzar dentro del vacío –Haines jadeó mientras intentaba respirar en el aire ardiente. Los dos se tambaleaban delante de los monstruos siniestros, y mientras hablaba, dos más de esas apariciones infernales aparecieron llameando en la baranda de la galería, como si hubieran surgido desde el fondo para convertir en imposible esa fatal caída que podría haber ofrecido un escape de las otras.

Medio desmayados, los terráqueos apenas se dieron cuenta de un cambio en las quimeras amenazantes. Los cuerpos llameantes se apagaron y se obscurecieron, el calor disminuyó, y los fuegos murieron en sus bocas y ojos. Al mismo tiempo, las criaturas se acercaron, bostezando y revelando lenguas blanquecinas y ojos de azabache. Las lenguas parecieron dividirse... se volvieron más pálidas... eran como pétalos de flores que Haines y Chanler habían visto en algún lugar. La respiración de las quimeras, como un suave vendaval, estaba sobre el rostro de los terráqueos... y el aliento era un perfume fresco y aromático que ya habían conocido como el perfume narcótico que les llegó durante la audiencia con el escondido amo de Ravermos...

Momento a momento, los monstruos se habían convertido en prodigiosos capullos; las columnas de la galería se convirtieron en árboles gigantes en el esplendor de un amanecer primordial; los truenos del foso fueron reducidos a un lejano suspiro como los suaves mares sobre las costas del Edén. Los espantosos terrores de Ravermos, la amenaza de un sombrío destino, eran cosas que nunca habían sido. Haines y Chanler, inconscientes, estaban perdidos en el paraíso de una droga desconocida... Haines, despertando lentamente, se encontró acostado sobre el piso de piedra de la galería. Estaba solo, y las feroces quimeras habían desaparecido. Las sombras de su vuelo opiáceo se disiparon rápidamente con los ruidos metálicos que aún sonaban alrededor del vacío. Con creciente consternación y horror, recordó todo lo que había sucedido.

Se levantó, mareado, sobre sus pies, buscando en la semipenumbra de la galería algún rastro de su compañero. Los bates petrificados que Chanler había traído, así como su propia arma, estaban donde habían caído de las manos de los hombres abatidos. Pero Chanler se había ido; y Haines gritó muy fuerte sin otra respuesta que los ecos prolongados de la profunda arcada. Impulsado por un urgente sentimiento de que debía encontrar a Chanler sin demora, recuperó su pesada maza y se lanzó a lo largo de la galería. Pensaba que el arma sería de poca utilidad contra los sirvientes preternaturales de Vulthoom, pero de alguna manera, el peso metálico del bate le daba seguridad. Acercándose al gran corredor que corría hasta el centro de Ravormos, Haines se llenó de alegría cuando vio a Chanler caminando hacia él. Antes de que pudiera lanzar una alegre bienvenida, escuchó la voz de Chanler.

–Hola, Bob, ésta es mi primera aparición televisiva en forma tridimensional. Bastante buena, ¿verdad? Estoy en el laboratorio privado de Vulthoom, y Vulthoom me ha convencido de aceptar su propuesta. Tan pronto como hayas llegado a una decisión de hacer lo mismo, regresaremos a Ignarh con instrucciones completas acerca de nuestra misión terrestre, y fondos que llegan a un millón de dólares para cada uno. Piénsalo, y verás que no hay nada más que hacer. Cuando decidas unirte a nosotros, sigue el corredor principal a través de Ramorvos, y Ta-Vho-Shai te encontrará y te traerá hasta el laboratorio.

Al final de este asombroso discurso, la figura de Chanler, sin esperar ninguna respuesta de Haines, caminó ligeramente hacia la baranda de la galería y flotó entre los vapores. Allí, sonriendo sobre las llamas, se esfumó como un fantasma. Decir que Haines estaba estupefacto sería poco. Según lo que había visto, la figura y la voz eran de un Chanler de carne y hueso. Sintió un misterioso escalofrío ante la representación de Vulthoom, que podía hacer una proyección tan verídica como para engañarlo de esa manera. Estaba impactado y horrorizado más allá de toda medida ante la capitulación de Chanler; pero sin embargo no creía que se hubiera practicado alguna impostura.

–Ese demonio lo atrapó –pensó Haines–. Pero nunca lo hubiera creído. No pensé que fuera esa clase de persona, para nada.

Triste y enojado, el desconcierto y el asombro lo llenaron alternativamente mientras caminaba a lo largo de la galería; cuando entró en el vestíbulo interior, tampoco fue capaz de decidir un efectivo curso de acción. Entregarse, como Chanler había confesado hacer, era repugnante para él. Si podía ver a Chanler otra vez, tal vez pudiera convencerle a cambiar de idea y volver a la firme oposición a la entidad extraña. Era degradación, y traición a la humanidad, que cualquier terráqueo se prestara a los dudosos planes de Vulthoom. Aparte del proyecto de invasión de la Tierra, y la diseminación del narcótico extraño y sutil, estaba la implacable destrucción de Ignar-Luth que podía suceder cuando la nave estelar de Vulthoom saliera hacia la superficie del planeta. Era su deber, y el de Chanler, prevenir todo eso, si la prevención era humanamente posible. De alguna manera, ellos –o él solo si fuera necesario– debían detener la amenaza que se incubaba en la caverna. Abiertamente sincero consigo mismo, no había ni un pensamiento de temporizar, ni aun por un instante.

Con el bate mineralizado aún en la mano, caminó por varios minutos, con la cabeza ocupada en el urgente problema, pero sin fuerzas para llegar a alguna solución. Con el hábito de observación más o menos automático de un veterano piloto, espió a través de las entradas de diversas habitaciones que pasaba, donde tubos y retortas de una extraña química eran atendidos por colosos viejísimos. Entonces, sin premeditación, llegó a la habitación desierta donde estaban los tres poderosos receptáculos que Ta-Vho-Shai había llamado las Botellas del Sueño. Recordó lo que el Aihai había dicho al respecto. En un destello de inspiración desesperada, Haines entró de lleno a la habitación deseando no estar bajo la vigilancia de Vulthoom en ese momento. No había tiempo para reflexionar o para otro retraso, si iba a ejecutar el audaz plan que se le había ocurrido.

Más altas que su cabeza, con el contorno fenomenal de grandes ánforas que parecían vacías, las Botellas brillaban en la luz quieta. Como el fantasma de un bulboso gigante, vio su propia imagen distorsionada en el vidrio curvado mientras se acercaba más. No había más que un pensamiento, una decisión, en su cabeza. Costara lo que costara, debía destruir a las Botellas que liberarían los gases que penetrarían Ravormos y llevaría a los seguidores de Vulthoom –si no al mismo Vulthoom– a un sopor de mil años. Él y Chanler, sin dudas, estarían condenados a compartir el sopor; y para ellos, que no estaban fortalecidos por el secreto elixir de la inmortalidad, sería con toda seguridad, como un nunca despertar. Pero bajo las circunstancias era mejor así; y por el sacrificio se ganarían mil años de gracia para los dos planetas. Ahora era su oportunidad, y parecía improbable que nunca hubiera otra.

Levantó el bate de hongo petrificado, lo movió hacia atrás en un arco, y lo lanzó con toda su fuerza contra el vidrio panzudo. Se escuchó un ruido metálico, como un gong, sonoro y prolongado, y aparecieron grietas que corrían por el enorme receptáculo de arriba a abajo. En un segundo golpe, se rompió hacia adentro con un sonido agudo y horroroso, y el rostro de Haines recibió por un instante un aire fresco, suave como el suspiro de una mujer. Conteniendo la respiración para evitar la inhalación del gas, se volvió hacia la siguiente Botella. Se rompió al primer golpe, y otra vez sintió un suave suspiro que siguió a la rotura. Una voz de trueno pareció llenar la habitación mientras levantaba el arma para golpear a la tercera Botella.

–¡Tonto! Te has condenado a ti mismo y a tu amigo terráqueo por esta acción.

Las últimas palabras se mezclaron con el estruendo del golpe final. Siguió un silencio de tumba, y los lejanos rumores de maquinaria parecieron disminuir y retroceder ante él. El terráqueo miró por un momento a las Botellas destruidas, y entonces, soltando el ya inútil bate que se había roto en varios fragmentos, salió de la cámara. Alertados por el ruido de las roturas, una cantidad de Ailizis habían aparecido en el vestíbulo. Corrían de un lado para el otro de una forma desorganizada, sin propósito, como momias impulsadas por una energía que fallaba. Ninguno trató de detener al terráqueo.

Haines no pudo deducir si el sopor inducido por los gases sería lento o rápido. El aire de las cavernas no había cambiado, según podía apreciar: no había olor, ni ningún efecto en su respiración. Pero, al correr, sintió un ligero adormecimiento, y un delgado velo cubrió todos sus sentidos. Le pareció que vapores tenues se formaban en el corredor, y había un toque de insubstancialidad en todos los muros. Su carrera no tenía destino ni propósito definido. Como un durmiente en un sueño, se sintió un poco sorprendido cuando se encontró levantado del piso y llevado a través del aire en una levitación inexplicable. Era como si estuviera atrapado en una veloz corriente, o llevado sobre nubes invisibles. Las puertas de cien cuartos secretos, las bocas de cien misteriosos vestíbulos, pasaron raudamente junto a él, y vio breves visiones de los colosos que daban tumbos y se inclinaban en el sopor que se difundía mientras iban y venían en extraño vagabundeo. Entonces, de manera borrosa, vio que había entrado en la habitación de altas bóvedas que era el santuario de la flor fósil sobre su trípode de cristal y metal negro. Una puerta se abrió en lo que parecía la roca del muro más lejano mientras era lanzado hacia ella. En un instante más, se sintió caer hacia abajo a través de una cámara que había por detrás, entre masas prodigiosas de máquinas innombrables, y sobre un disco que giraba y zumbaba de manera infernal; entonces fue depositado sobre sus pies, con toda la cámara elevándose a su alrededor, y ese disco delante de él. Había dejado de girar, pero el aire aún palpitaba con su diabólica vibración. El lugar era como una pesadilla mecánica, pero en medio de una confusión de serpentinas brillantes y dínamos, Haines distinguió la forma de Chanler, de pie y sujeto con cuerdas metálicas a un marco como un potro. Cerca de él, en una posición quieta y erguida, estaba el gigante Ta-Vho-Shai; e inmediatamente delante de él, estaba reclinada una cosa increíble cuyas partes y miembros se hundían hasta una distancia indefinida entre la maquinaria.
De alguna manera, la cosa era como una planta gigantesca, con incontables raíces, pálidas e inflamadas, que se ramificaban desde un agujero bulboso. Este bulbo, medio escondido a la vista, terminaba en una copa bermellón como un capullo monstruoso, y desde la copa crecía una figura delicada, de matiz perlado, y formada con una exquisita belleza y simetría; una figura que volvió su rostro liliputiense hacia Haines y habló en la sonora voz de Vulthoom.

–Ha vencido por el momento, pero no le guardo rencor. Maldigo mi propia falta de cuidado.

Para Haines, la voz era como un trueno escuchado desde lejos por alguien medio dormido. Con esfuerzo, tambaleándose como si estuviera a punto de caer, se acercó a Chanler. Macilento y ojeroso, con un aspecto que desorientó ligeramente a Haines, Chanler le miró desde el marco de metal sin decir nada.

–Destruí... las Botellas –Haines escuchó su propia voz con la sensación de una realidad adormecida–. Me pareció que era lo único que podía hacer... ya que te habías pasado a Vulthoom.
–Pero no he consentido –respondió Chanler, lentamente–. Fue una decepción... saber que tú habías consentido... Y me estaban torturando porque yo no me daría por vencido –la voz de Chanler se apagó, y parecía que no diría nada más.

Sutilmente, el dolor y el cansancio comenzaron a desaparecer de sus rasgos, como borrados por la gradual llegada del sopor. Haines, tratando de comprender, con esfuerzo, a través de su propio sopor, percibió un instrumento de aspecto diabólico, como un punzón metálico de varias puntas, que sobresalía de la mano de Ta-Vho-Shai. Desde el arco de agujas cayó un incesante torrente de chispas eléctricas. La camisa de Chanler estaba abierta, y su piel estaba punteada con diminutas marcas azuladas desde la mejilla hasta el diafragma... marcas que formaban un diseño diabólico. Haines sintió un horror vago, irreal. A través de la niebla que cerraba más y más sus sentidos, se dio cuenta de que Vulthoom había hablado; y después de un rato, entendió el significado de las palabras.

–Todos mis métodos de persuasión han fallado; pero poco importa. Me entregaré al sopor, aunque podría permanecer despierto si lo deseo, derrotando a los gases con mi ciencia superior y mi poder vital. Todos dormiremos profundamente... y mil años no son más que una sola noche para mis seguidores y para mí. Para ti, que tu plazo de vida es tan breve, significará la eternidad. Pronto despertaré y continuaré mis planes de conquista... y tú, que te atreviste a interferir, yacerás detrás de mí, como un poco de polvo... y el polvo será barrido.

La voz se apagó, y pareció que la delicada figura comenzaba a inclinarse en la monstruosa copa bermellón. Haines y Chanler se vieron el uno al otro con creciente y vacilante indefinición, a través de la niebla gris que había surgido entre ellos. El silencio llenaba todo, como si las maquinarias se hubieran quedado quietas, y los titanes terminado su trabajo. Chanler se relajó sobre el marco de torturas, y sus párpados cayeron. Haines tropezó hasta caer, y se quedó quieto. Ta-Vho-Shai, sosteniendo aún su instrumento siniestro, descansaba como un gigante momificado.

El sopor, como un mar silencioso, había llenado las cavernas de Ravormos.

Clark Ashton Smith (1893-1961)