La historia trata de un niño de diez años llamado Conradin, que vive con su primo estricto y tutores , la señora De Ropp. Conradin rebeldes contra ella e inventa una nueva religión por sí mismo, que se centra en idolatrar un turón -Sredni Vashtar-. Conradin mantiene el turón oculto en una jaula en el cobertizo del jardín, y adora el ídolo en secreto. La historia llega a su clímax cuando su primo se propone descubrir su dios (...).
Sredni Vashtar, Hector Hugh Munro (1870 - 1916)
Conradín tenía diez años y, según la opinión profesional del
médico, el niño no viviría cinco años más. Era un médico afable, ineficaz, poco
se le tomaba en cuenta, pero su opinión estaba respaldada por la señora De
Ropp, a quien debía tomarse en cuenta. La señora De Ropp, prima de Conradín,
era su tutora, y representaba para él esos tres quintos del mundo que son
necesarios, desagradables y reales; los otros dos quintos, en perpetuo
antagonismo con aquéllos, estaban representados por él mismo y su imaginación.
Conradín pensaba que no estaba lejos el día en que habría de sucumbir a la
dominante presión de las cosas necesarias y cansadoras: las enfermedades, los
cuidados excesivos y el interminable aburrimiento. Su imaginación, estimulada
por la soledad, le impedía sucumbir.
La señora De Ropp, aun en los momentos de mayor franqueza,
no hubiera admitido que no quería a Conradín, aunque tal vez habría podido
darse cuenta de que al contrariarlo por su bien cumplía con un deber que no era
particularmente penoso. Conradín la odiaba con desesperada sinceridad, que
sabía disimular a la perfección. Los escasos placeres que podía procurarse
acrecían con la perspectiva de disgustar a su parienta, que estaba excluida del
reino de su imaginación por ser un objeto sucio, inadecuado.
En el triste jardín, vigilado por tantas ventanas prontas a
abrirse para indicarle que no hiciera esto o aquello, o recordarle que era la
hora de ingerir un remedio, Conradín hallaba pocos atractivos. Los escasos
árboles frutales le estaban celosamente vedados, como si hubieran sido raros
ejemplares de su especie crecidos en el desierto. Sin embargo, hubiera
resultado difícil encontrar quien pagara diez chelines por su producción de
todo el año. En un rincón, casi oculta por un arbusto, había una casilla de
herramientas abandonada, y en su interior Conradín halló un refugio, algo que
participaba de las diversas cualidades de un cuarto de juguetes y de una
catedral. La había poblado de fantasmas familiares, algunos provenientes de la
historia y otros de su imaginación; estaba también orgulloso de alojar dos
huéspedes de carne y hueso. En un rincón vivía una gallina del Houdán, de ralo
plumaje, a la que el niño prodigaba un cariño que casi no tenía otra salida.
Más atrás, en la penumbra, había un cajón, dividido en dos compartimentos, uno
de ellos con barrotes colocados uno muy cerca del otro. Allí se encontraba un
gran hurón de los pantanos, que un amigo, dependiente de carnicería, introdujo
de contrabando, con jaula y todo, a cambio de unas monedas de plata que guardó
durante mucho tiempo. Conradín tenía mucho miedo de ese animal flexible, de
afilados colmillos, que era, sin embargo, su tesoro más preciado. Su presencia en
la casilla era motivo de una secreta y terrible felicidad, que debía
ocultársele escrupulosamente a la Mujer, como solía llamar a su prima. Y un
día, quién sabe cómo, imaginó para la bestia un nombre maravilloso, y a partir
de entonces el hurón de los pantanos fue para Conradín un dios y una religión.
La Mujer se entregaba a la religión una vez por semana, en
una iglesia de los alrededores, y obligaba a Conradín a que la acompañara, pero
el servicio religioso significaba para el niño una traición a sus propias
creencias. Pero todos los jueves, en el musgoso y oscuro silencio de la
casilla, Conradín oficiaba un místico y elaborado rito ante el cajón de madera,
santuario de Sredni Vashtar, el gran hurón. Ponía en el altar flores rojas
cuando era la estación y moras escarlatas cuando era invierno, pues era un dios
interesado especialmente en el aspecto impulsivo y feroz de las cosas; en
cambio, la religión de la Mujer, por lo que podía observar Conradín,
manifestaba la tendencia contraria.
En las grandes fiestas espolvoreaba el cajón con nuez
moscada, pero era condición importante del rito que las nueces fueran robadas.
Las fiestas eran variables y tenían por finalidad celebrar algún acontecimiento
pasajero. En ocasión de un agudo dolor de muelas que padeció por tres días la
señora De Ropp, Conradín prolongó los festivales durante todo ese tiempo, y
llegó incluso a convencerse de que Sredni Vashtar era personalmente responsable
del dolor. Si el malestar hubiera durado un día más, la nuez moscada se habría
agotado.
La gallina del Houdán no participaba del culto de Sredni
Vashtar. Conradín había dado por sentado que era anabaptista. No pretendía
tener ni la más remota idea de lo que era ser anabaptista, pero tenía una
íntima esperanza de que fuera algo audaz y no muy respetable. La señora De Ropp
encarnaba para Conradín la odiosa imagen de la respetabilidad.
Al cabo de un tiempo, las permanencias de Conradín en la
casilla despertaron la atención de su tutora.
-No le hará bien pasarse el día allí, con lo variable que es
el tiempo -decidió repentinamente, y una mañana, a la hora del desayuno,
anunció que había vendido la gallina del Houdán la noche anterior. Con sus ojos
miopes atisbó a Conradín, esperando que manifestara odio y tristeza, que estaba
ya preparada para contrarrestar con una retahíla de excelentes preceptos y
razonamientos. Pero Conradín no dijo nada: no había nada que decir. Algo en esa
cara impávida y blanca la tranquilizó momentáneamente. Esa tarde, a la hora del
té, había tostadas: manjar que por lo general excluía con el pretexto de que
haría daño a Conradín, y también porque hacerlas daba trabajo, mortal ofensa
para la mujer de la clase media.
-Creí que te gustaban las tostadas -exclamó con aire
ofendido al ver que no las había tocado.
-A veces -dijo Conradín.
Esa noche, en la casilla, hubo un cambio en el culto al dios
cajón. Hasta entonces, Conradín no había hecho más que cantar sus oraciones:
ahora pidió un favor.
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
No especificó su pedido. Sredni Vashtar era un dios, y un
dios nada lo ignora. Y ahogando un sollozo, mientras echaba una mirada al otro
rincón vacío, Conradín regresó a ese otro mundo que detestaba.
Y todas las noches, en la acogedora oscuridad de su dormitorio,
y todas las tardes, en la penumbra de la casilla, se elevó la amarga letanía de
Conradín:
-Una sola cosa te pido, Sredni Vashtar.
La señora De Ropp notó que las visitas a la casilla no
habían cesado, y un día llevó a cabo una inspección más completa.
-¿Qué guardas en ese cajón cerrado con llave? -le preguntó-.
Supongo que son conejitos de la India. Haré que se los lleven a todos.
Conradín apretó los labios, pero la mujer registró su
dormitorio hasta descubrir la llave, y luego se dirigió a la casilla para
completar su descubrimiento. Era una tarde fría y Conradín había sido obligado
a permanecer dentro de la casa. Desde la última ventana del comedor se divisaba
entre los arbustos la casilla; detrás de esa ventana se instaló Conradín. Vio
entrar a la mujer, y la imaginó después abriendo la puerta del cajón sagrado y
examinando con sus ojos miopes el lecho de paja donde yacía su dios. Quizá
tantearía la paja movida por su torpe impaciencia. Conradín articuló con fervor
su plegaria por última vez. Pero sabía al rezar que no creía. La mujer
aparecería de un momento a otro con esa sonrisa fruncida que él tanto
detestaba, y dentro de una o dos horas el jardinero se llevaría a su dios
prodigioso, no ya un dios, sino un simple hurón de color pardo, en un cajón. Y
sabía que la Mujer terminaría como siempre por triunfar, y que sus
persecuciones, su tiranía y su sabiduría superior irían venciéndolo poco a
poco, hasta que a él ya nada le importara, y la opinión del médico se vería
confirmada. Y como un desafío, comenzó a cantar en alta voz el himno de su
ídolo amenazado:
Sredni Vashtar avanzó:
Sus pensamientos eran pensamientos rojos y sus dientes eran
blancos.
Sus enemigos pidieron paz, pero él le trajo muerte.
Sredni Vashtar el hermoso.
De pronto dejó de cantar y se acercó a la ventana.
La puerta de la casilla seguía entreabierta. Los minutos
pasaban. Los minutos eran largos, pero pasaban. Miró a los estorninos que
volaban y corrían por el césped; los contó una y otra vez, sin perder de vista
la puerta. Una criada de expresión agria entró para preparar la mesa para el
té. Conradín seguía esperando y vigilando. La esperanza gradualmente se
deslizaba en su corazón, y ahora empezó a brillar una mirada de triunfo en sus
ojos que antes sólo habían conocido la melancólica paciencia de la derrota. Con
una exultación furtiva, volvió a gritar el peán de victoria y devastación. Sus
ojos fueron recompensados: por la puerta salió un animal largo, bajo, amarillo
y castaño, con ojos deslumbrados por la luz del crepúsculo y oscuras manchas
mojadas en la piel de las mandíbulas y del cuello. Conradín se hincó de
rodillas. El Gran Hurón de los Pantanos se dirigió al arroyuelo que estaba al
extremo del jardín, bebió, cruzó un puentecito de madera y se perdió entre los
arbustos. Ese fue el tránsito de Sredni Vashtar.
-Está servido el té -anunció la criada de expresión agria-.
¿Dónde está la señora?
-Fue hace un rato a la casilla -dijo Conradín.
Y mientras la criada salió en busca de la señora, Conradín
sacó de un cajón del aparador el tenedor de las tostadas y se puso a tostar un
pedazo de pan. Y mientras lo tostaba y lo untaba con mucha mantequilla, y
mientras duraba el lento placer de comérselo, Conradín estuvo atento a los
ruidos y silencios que llegaban en rápidos espasmos desde más allá de la puerta
del comedor. El estúpido chillido de la criada, el coro de interrogantes
clamores de los integrantes de la cocina que la acompañaba, los escurridizos
pasos y las apresuradas embajadas en busca de ayuda exterior, y luego, después de
una pausa, los asustados sollozos y los pasos arrastrados de quienes llevaban
una carga pesada.
-¿Quién se lo dirá al pobre chico? ¡Yo no podría! -exclamó
una voz chillona.
Y mientras discutían entre sí el asunto, Conradín se preparó
otra tostada.
Hector Hugh Munro (1870 - 1916)
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