¡Oh, día! Él no puede morir
Cuando tu cálido arte aún brilla,
Oh, Sol, en ese glorioso cielo,
Declinando con tranquilidad.
Él no puede dejarte ahora,
Mientras la fresca brisa sopla del oeste,
Y todo alrededor de su juvenil frente
Es la corona de tu alegre luz.
Edward, despierta, despierta.
La dorada noche palpita,
Húmeda y clara sobre el lago del bosque,
Arrebatándote de tus sueños.
Junto a ti, de rodillas,
Mi querido amigo, yo ruego
Que tu paso sobre el mar eterno
Se demore al menos una hora.
Oigo a las olas rugir,
Veo su espuma elevarse;
Pero ningún atisbo de lejanas costas
Ha bendecido mi fatigado ojo.
No creas a quienes te convocan
Desde las distantes islas del Edén,
Retorna de aquel llamado tempestuoso
Hacia tu propia tierra natal.
No es la Muerte, sino el dolor
El que se debate en tu pecho.
Regresa Edward, surge otra vez,
No puedo dejar que descanses.
Una larga mirada me atraviesa, reprobando
Las penas que no puedo cargar,
Una silenciosa mirada agita mi sufrimiento,
Mi oración es inútil, así como el arrepentimiento.
Con súbito arrebato, la fuerza
De la distracción ha pasado:
Ningún signo más de duelo
Revolvió mi alma en aquel horrible día.
Pálido, lentamente, el dulce sol cayó,
Hundido en paz entre la brisa crepuscular:
El verano pasó suavemente, mojando
El valle, el claro, y los mudos árboles.
Entonces, sus ojos comenzaron a agotarse
Bajo el peso de un sueño mortal,
A crecer en extrañas tristezas,
A nublarse, como si pudiesen llorar.
Pero no lloró, no ha cambiado.
No se movieron, nunca se han cerrado:
Observan fijo, y nunca han variado,
Jamás vagaron, y nunca reposaron.
Supe que él estaba muriendo:
Me arrodillé, y tomé su lánguida cabeza,
No sentí su aliento, ni oí ningún suspiro;
Entonces supe que estaba muerto.
Emily Brontë (1818-1848)
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