Las Tumbas de Saint Denis de Alejandro Dumas

Las Tumbas de Saint Denis (Les Tombeaux de Saint-Denis) es un relato fantástico del escritor francés Alejandro Dumas; publicado dentro del volúmen Los mil y un fantasmas (Les Mille et un fantômes)

Esta faceta de Alejandro Dumas suele ser incongruente para los adeptos a su realismo, pero lo cierto es que desde lo estrictamente narrativo, los relatos de terror de Dumas son elegantes y efectivos; mucho más recomendables que otros ejemplos clásicos del género fantástico, supuestamente ejecutados por especialistas.



Les Tombeaux de Saint-Denis; Alejandro Dumas (1802-1870)

En 1793, había sido nombrado director del Museo de Monumentos franceses y, como tal, estuve presente en la exhumación de los cadáveres de la abadía de Saint-Denis cuyo nombre había sido cambiado por los patriotas ilustrados por el de Franciade. Cuarenta años después, puedo contarles las cosas extrañas que acompañaron a aquella profanación.

El odio que habían logrado inspirarle al pueblo en contra del rey Luis XVI, y que la guillotina del día 21 de enero no había podido saciar, había retrocedido hasta los reyes de su dinastía: quisieron perseguir a la monarquía hasta en su origen, a los monarcas hasta en su tumba, lanzar al viento las cenizas de sesenta reyes. Además es posible también que tuvieran curiosidad por comprobar si los grandes tesoros que decían estaban encerrados en algunas de aquellas tumbas se habían conservado tan intactos como pretendían. El pueblo se abalanzó pues sobre Saint-Denis. Del 6 al 8 de agosto destruyó cincuenta y una tumbas, la historia de doce siglos. Entonces, el gobierno resolvió regularizar aquel desorden, excavar por su cuenta las tumbas y heredar de la monarquía a la que acababa de golpear en la persona de Luis XVI, su último representante. Pues se trataba de aniquilar hasta el nombre, hasta el recuerdo, hasta los huesos de los reyes; se trataba de borrar de la historia catorce siglos de monarquía. Pobres locos los que no compenden que los hombres pueden a veces cambiar el futuro... pero jamás el pasado.

Habían preparado en el cementerio una gran fosa común según el modelo de las de los pobres. En aquella fosa, y sobre un lecho de cal, debían ser arrojados, como a un basurero, los huesos de los que habían hecho de Francia la primera de las naciones, desde Dagoberto hasta Luis XV. Así se daría satisfación al pueblo, pero sobre todo se daría placer a los legisladores, a los abogados, a los periodistas envidiosos, aves de rapiña de las revoluciones, cuyo ojo queda herido por cualquier esplendor, como el ojo de sus hermanas, las aves nocturnas, es herido por cualquier tipo de luz. El orgullo de los que no pueden edificar es destruir.

Fui nombrado inspector de las excavaciones; era para mí una posibilidad de salvar gran cantidad de cosas valiosas, y acepté. El sábado 21 de octubre, mientras se instruía el proceso de la reina, mandé abrir la cripta de los Borbones, al lado de las capillas subterráneas y empecé por sacar el ataúd de Enrique IV, asesinado el 14 de mayo de 1610, a la edad de cincuenta y siete años. Su estatua del Pont-Neuf, obra maestra de Jean de Bologne y de su discíplo, había sido fundida para hacer monedas de perra gorda. El cuerpo de Enrique IV estaba maravillosamente conservado; las facciones, perfectamente reconocibles, eran sin duda las que el amor del pueblo y el pincel de Rubens han consagrado. Cuando lo vieron salir de la tumba y mostrarse a la luz en su sudario, bien conservado como él, la emoción fue grande, y poco faltó para que el grito de «¡Viva Enrique IV!», tan popular en Francia, no brotara instintivamente bajo las bóvedas de la iglesia. Cuando vi aquellas muestras de respeto, yo diría incluso de amor, mandé colocar el cuerpo de pie, apoyado sobre una de las columnas del coro, y así cada cual pudo acercarse a contemplarlo. Estaba vestido, como en vida, con su jubón de terciopelo negro, sobre el que destacaban la gola y las puñetas blancas; calzas de terciopelo semejante al del jubón, medias de seda del mismo color, y zapatos de terciopelo. Sus hermosos cabellos canosos seguían formando una aureola alrededor de la cabeza, su bella barba blanca le caía sobre el pecho. Entonces comenzó una inmensa procesión como la que se organiza para honrar las reliquias de un santo: unas mujeres venían a tocar las manos del buen rey, otras besaban la orla de su capa, otras obligaban a sus hijos a ponerse de rodillas susurrando en voz baja: «¡Ah! si él viviera, el pueblo no sería tan desgraciado» Y habrían podido añadir: «Ni tan feroz», pues lo que origina la ferocidad del pueblo es la infelicidad.

La procesión se prolongó durante las jornadas del sábado 12 de octubre, del domingo 13 y del lunes 14. El lunes las excavaciones se reanudaron después del almuerzo de los obreros, es decir, hacia las tres de la tarde. El primer cadáver que salió a la luz después del de Enrique IV fue el de su hijo, Luis XIII. Estaba bien conservado y, aunque las facciones estaban hundidas, se le podía reconocer aún por el bigote. Luego salió el de Luis XIV, reconocible por los rasgos que han hecho de su cara la máscara típica de los Borbones, sólo que estaba negro como la tinta. Luego salieron sucesivamente los de María de Médicis, segunda esposa de Enrique IV; de Ana de Austria, esposa de Luis XIII; de María Teresa, infanta de España y esposa de Luis XIV; y del gran Delfín. Todos aquellos cuerpos estaban putrefactos. Sólo el del gran Delfín estaba en putrefación líquida.

El martes 15 de octubre las exhumaciones continuaron. El cadáver de Enrique IV seguía estando allí de pie sobre la columna, asistiendo impasible a aquel amplio sacrilegio que se cometía a la vez con sus predecesores y con su descendencia. El miércoles 16, justo en el momento en que se le cortaba la cabeza a la reina María Antonieta en la Plaza de la Revolución, es decir, a las once de la mañana, se sacaba de la cripta de los Borbones el ataúd del rey Luis XV. Estaba, según la antigua costumbre del ceremonial de Francia, situado a la entrada de la cripta esperando a su sucesor, que no iría a reunirse con él. Lo cogieron, lo trasladaron y sólo lo abrieron en el cementerio, al borde de la fosa. Cuando se sacó el cuerpo del ataúd de plomo, bien envuelto en paños y vendas, parecía entero y bien conservado; pero una vez que se le retiró lo que le envolvía, no ofrecía sino la imagen de la más repugnante putrefación y se desprendía de él un hedor tan infecto, que todos huyeron, y hubo que quemar varias libras de pólvora para purificar el ambiente. Arrojaron de inmediato a la fosa lo que quedaba del héroe del Parc-aux-Cerfs, del amante de Madame de Châteauroux, de Madame de Pompadour y de Madame du Barry, y caídas sobre un lecho de cal viva, se recubrieron además con más cal aquellas inmundas reliquias.

Me había quedado el último para quemar la pólvora y arrojar la cal cuando oí un gran ruido en la iglesia; entré rápidamente y vi a un obrero que se debatía en medio de un grupo de compañeros, mientras las mujeres le enseñaban el puño y lo amenazaban. El miserable había abandonado su penoso trabajo para ir a contemplar un espectáculo más triste aún, la ejecución de María Antonieta; y luego, embriagado por los gritos que había lanzado y había oído lanzar, por el espectáculo de la sangre que había visto derramar, había vuelto a Saint-Denis y, acercándose a Enrique IV, apoyado sobre su pilar y rodeado aún de curiosos, yo diría incluso de devotos, le espetó: «¿Con qué derecho sigues ahí de pie, cuando se corta la cabeza de los reyes en la Plaza de la Revolución?». Y, simultáneamente, agarrando la barba con la mano izquirda, que había arrancado, con la derecha daba una bofetada al cadáver real. El cadáver había caído al suelo produciendo un ruido seco semejante al de un saco de huesos que se hubiera dejado caer.

De inmediato, un grito resonó por todas partes. A cualquier otro rey, se podría haber arriesgado a hacerle un ultraje semejante, pero un ultraje a Enrique IV, el rey del pueblo, era casi un ultraje al pueblo mismo. El obrero sacrílego corría pues el mayor peligro cuando acudí en su ayuda. Tan pronto como vio que podía encontrar apoyo en mí, se puso bajo mi protección. Pero, mientras lo protegía, quise dejarlo bajo el peso del acto infame que había cometido.

—Muchachos, —dije a los obreros— dejad a este miserable; aquel a quien ha insultado se encuentra en buena posición allá arriba como para obtener de Dios su castigo.

Luego, tomando la barba que le había arrancado al cadáver y que aún tenía en la mano izquierda, lo expulsé de la iglesia, anunciándole que ya no formaba parte de los obreros a mis órdenes. Los abucheos y amenazas de sus compañeros lo acompañaron hasta la calle. Temiendo que se produjeran nuevos ultrajes a Enrique IV, ordené que fuera transportado a la fosa común; pero hasta llegar allí, el cadáver fue acompañado de muestras de respeto. En lugar de ser arrojado, como los demás, al osario real, fue bajado, depositado suavemente y acostado en una de las esquinas; luego una capa de tierra, en lugar de la capa de cal, fue piadosamente extendida sobre él. Una vez terminada la jornada, los obreros se retiraron y sólo quedó el guarda; era un buen hombre que yo había colocado allí por miedo a que por la noche entraran en la iglesia, bien para realizar nuevas mutilaciones, bien para operar nuevos robos; aquel guarda dormía de día y vigilaba de siete de la tarde a siete de la mañana. Pasaba la noche de pie, paseándose para calentarse, o sentado junto a una hoguera encendida junto a uno de los pilares más próximos a la puerta

En la basílica todo presentaba la imagen de la muerte, y la devastación convertía esa imagen de la muerte en algo más terrible aún. Las tumbas estaban abiertas y las lápidas apoyadas sobre los muros; las estatuas rotas cubrían las losas de la iglesia; aquí y allá, ataúdes forzados habían devuelto los muertos de los que creían no tener que dar cuenta sino el día del Juicio Final. Todo abocaba al espíritu humano, si era elevado, a la meditación; y si era débil, al terror. Afortunadamente, el guarda no era un espíritu sino una materia organizada. Contemplaba todos aquellos restos como si hubiera contemplado un bosque talado o un campo segado, y sólo se preocupaba de contar las horas de la noche en la monótona voz del reloj, único objeto vivo aún en la basílica desolada. Cuando dieron las doce y la última campanada resonaba aún en las oscuras profundidades de la iglesia, oyó grandes gritos provenientes del lado del cementerio. Aquellos gritos eran llamadas, quejas prolongadas, dolorosos lamentos. Tras el primer momento de sorpresa, se armó con un piocha y se dirigió hacia la puerta que comunicaba la iglesia y el cementerio; y, una vez abierta aquella puerta, reconociendo claramente que los gritos procedían de la fosa de los reyes, no se atrevió a ir más allá, volvió a cerrar la puerta, y corrió a despertarme al hotel en el que me alojaba.

Me negué en un primer momento a creer en la existencia de aquellos gritos saliendo de la fosa real; pero como me alojaba justamente enfrente de la iglesia, el guarda abrió mi ventana y, en medio del silencio turbado sólo por el ruido sordo de la brisa invernal, me pareció oír efectivamente largos lamentos que me parecieron que no eran sólo el lamento del viento. Me levanté y acompañé al guarda hasta la iglesia. Cuando llegamos allá, y una vez que cerramos la cancela detrás de nosotros, oí más claramente las quejas de las que me había hablado. Era tanto más fácil distinguir de dónde provenían los lamentos, cuanto que la puerta del cementerio, mal cerrada por el guarda, se había vuelto a abrir cuando él se marchó. Era pues, efectivamente, del cementerio de donde venían los lamentos. Encendimos dos antorchas y nos dirigimos hacia la puerta; pero por tres veces, al acercarnos a la puerta, la corriente de aire que se establecía entre el exterior y el interior, las apagó. Comprendí que era algo similar a los estrechos difíciles de franquear, y que una vez que estuviéramos en el cementerio, la dificultad disminuiría. Mandé encender un farol además de las antorchas. Las antorchas se apagaron, pero el farol aguantó. Franqueamos el estrecho y, una vez en el cementerio, volvimos a encender las antorchas, que el viento respetó. No obstante, a medida que nos acercábamos, los lamentos habían ido apagándose y en el momento en que llegamos al borde de la fosa, habían desaparecido prácticamente. Pasamos las antorchas por encima de la ancha abertura y, en medio de los esqueletos, sobre la capa de cal y tierra agujereada por ellos, vimos algo informe que se debatía. Aquel algo se parecía a un hombre.

—¿Qué le pasa y qué desea? —pregunté a aquella especie de sombra.
—¡Ay! —murmuró— soy el miserable obrero que abofeteó a Enrique IV.
—Pero ¿cómo es que te encuentras ahí? —pregunté.
—Sáqueme primero de aquí, señor Lenoir, porque me estoy muriendo; luego lo sabrá todo.

Desde el momento en que el guarda de los muertos estuvo convencido de que tenía que vérselas con un vivo, el terror que antes se había apoderado de él, desapareció; había levantado una escalera que se encontraba sobre la hierba del cementerio, y manteniendo de pie la escalera, esperaba mis órdenes. Le ordené que introdujera la escalera en la fosa, e invité al obrero a subir. Se arrastró, efectivamente, hasta el pie de la escalera; pero, una vez llegado allí, cuando quiso ponerse de pie y subir los peldaños, se dio cuenta de que tenía una pierna y un brazo rotos. Le lanzamos una soga con un nudo corredizo; la pasó por debajo de los brazos. Yo sujeté al otro extremo la soga entre mis manos; el guarda bajó unos cuantos escalones y, gracias a aquella doble ayuda, conseguimos sacar a aquel vivo de la compañía de los muertos.

Apenas estuvo fuera de la fosa, se desmayó. Lo transportamos junto al fuego; lo acostamos sobre un lecho de paja, luego envié al guarda a buscar un médico. El guarda volvió con un médico antes de que el herido hubiera recuperado el conocimiento, y sólo abrió los ojos durante la cura. Cuando ésta estuvo concluida, le di las gracias al médico y, como quería saber por qué extraña circunstancia se encontraba el profanador dentro de la fosa real, despedí también al guarda. Éste no pedía nada mejor que ir a acostarse después de las emociones de una noche semejante, y me quedé a solas con el obrero. Me senté sobre una piedra cerca de la paja en la que estaba acostado y frente a la hoguera, cuyas llamas temblorosas iluminaban la parte de la iglesia en la que nos encontrábamos, dejando todas las profundidades en una oscuridad tanto más densa, cuanto que la parte en la que estábamos estaba muy iluminada. Interrogué al herido, y esto es lo que me contó:

Su despido lo hay inquietado poco. Tenía dinero en el bolsillo y hasta entonces había visto que con dinero no falta de nada. Por lo que había ido a sentarse en una taberna. En la taberna, había empezado a atacar una botella, pero al tercer vaso había visto entrar al dueño.
—¿Acabamos pronto? —había preguntado éste.
—¿Y eso por qué? —había contestado el obrero.
—Porque he oído decir que eras tú el que había abofeteado a Enrique IV
—¡Pues sí, soy yo! —dijo insolentemente el obrero— ¿Qué pasa?
—Pasa que yo no quiero darle de beber a un mal tipo como tú, que atraerá la mala suerte sobre mi casa.
—Tu casa, tu casa es la casa de todo el mundo y desde el momento en que uno paga, está en su casa.
—Sí, pero tú no pagarás.
—¿Y eso por qué?
—Porque yo no quiero tu dinero. Por lo tanto, como no pagarás no estarás en tu casa sino en la mía; y como estarás en mi casa, yo tendré derecho a ponerte en la calle.
—Sí, si eres el más fuerte.
—Si no soy el más fuerte, llamaré a mis muchachos.
—¡Ah, bien! llámalos, para que veamos.

El tabernero había llamado; tres chicos, avisados por anticipado, habían entrado al oír su llamada, cada uno con un bastón en la mano, y aunque tuviera ganas de resistir, el obrero se había visto obligado a marcharse sin decir palabra. Entonces había salido, había errado un rato por la ciudad y, a la hora de la cena, había entrado en el figón en el que los obreros acostumbraban a comer. Acababa de tomarse la sopa cuando los obreros que habían terminado la jornada de trabajo entraron. Al verlo, se detuvieron en el umbral y, llamando al figonero, le dijeron que si aquel hombre seguía comiendo en su establecimiento, ellos dejarían de venir desde el primero hasta el último. El figonero preguntó qué había hecho aquel hombre para ser víctima de la reprobación general. Le dijeron que era el hombre que había abofeteado a Enrique IV.

—Entonces, ¡sal de aquí! —dijo el figonero dirigiéndose a él— ¡y que lo que te acabas de comer te sirva de veneno!

Había menos posibilidades de resistir en el figón que en la taberna. El obrero maldito se levantó amenazando a sus compañeros, que se apartaban para dejarlo pasar, no por las amenazas que había proferido, sino por la profanación que había cometido. Salió con rabia en el corazón, erró una parte de la noche por las calles de Saint-Denis, jurando y blasfemando. Luego, hacia las diez de la noche, se dirigió hacia su pensión. En contra de la costumbre de la casa, las puertas estaban cerradas. Llamó a la puerta. El hospedero se asomó a una ventana. Como la noche era oscura, no pudo reconocer al que llamaba.

—¿Quién es? —preguntó.
El obrero dijo su nombre.
—¡Ah! —dijo el hospedero— tú eres el que ha abofeteado a Enrique IV; espera.
—¡Qué! ¿qué hay que esperar? —dijo impaciente.
Al intante, un paquete cayó a sus pies.
—¿Qué es esto? —preguntó el obrero.
—Todo lo tuyo que hay aquí.
—¡Cómo! Todo lo mío que hay aquí.
—Sí, puedes ir a dormir adonde quieres; no tengo ganas de que se me caiga la casa encima.
El obrero furioso, tomó un adoquín y lo lanzó contra la puerta.
—Espera —dijo el hospedero— voy a despertar a tus compañeros, y vamos a ver.

El obrero comprendió que no podía esperar nada bueno. Se marchó y como encontró una puerta abierta a unos cien pasos de allí, entró y se acostó en un hangar. En el hangar había paja; se acostó sobre la paja y se quedó dormido. A las doce menos cuarto, le pareció que alguien le tocaba en un hombro. Se despertó, y vio ante él una forma blanca que tenía el aspecto de una mujer, y que le hacía señas para que la siguiera. Creyó que era una de esas desgraciadas que tienen siempre una cama y placer que ofrecer a quien puede pagar ambas cosas; y, como tenía dinero, como prefería pasar la noche a cubierto y acostado en una cama, antes que pasarla en un hangar acostado sobre paja, se levantó y siguió a la mujer.

La mujer bordeó primero las casas del lateral izquierdo de la calle Mayor, luego cruzó la calle y se introdujo en una calleja a la derecha, haciéndole constantemente señas al obrero para que la siguiera. Éste, acostumbrado a aquel trajín nocturno, conociendo por experiencia las callejas en las que normalmente viven las mujeres del tipo de la que seguía, no puso ninguna dificultad, y se introdujo en la calleja. La calleja desembocaba en el campo; pensó que aquella mujer vivía en alguna casa aislada, y la seguía. Al cabo de cien pasos, pasaron por un portillo; pero, de repente, al levantar la vista, vio ante él la antigua abadía de Saint-Denis, con su gigantesco campanario y las ventanas ligeramente tintadas por la hoguera interior junto a la cual velaba el guarda. Buscó a la mujer, pero ésta había desaparecido. Se encontraba en el cementerio. Quiso volver a salir por el portillo. Pero en el portillo, sombrío, amenazador, con un brazo tendido hacia él, le pareció ver el fantasma de Enrique IV.

El fantasma dio un paso hacia delante, el obrero un paso hacia atrás. Al cuarto o quinto paso, la tierra le faltó bajo los pies y cayó de espaldas en la fosa. Entonces, creyó ver erguirse a su alrededor todos aquellos reyes, predecesores y descendientes de Enrique IV; creyó que levantaban sobre él unos sus cetros, otros sus manos de justicia, deseándole desgracia al sacrílego. Entonces, le pareció que al contacto con aquellas manos de justicia y aquellos cetros, pesados como el plomo y ardientes como el fuego, sus miembros se rompían uno tras otro. Fue en aquel momento cuando sonaron las doce y cuando el guarda oyó sus lamentos.

Hice cuanto pude por tranquiizar a aquel desgraciado; pero había perdido la razón, y después de un delirio de tres días murió pidiendo clemencia.

-Perdón, —dijo el doctor— pero no comprendo muy bien la consecuencia de su relato. El accidente de su obrero prueba que, con la cabeza preocupada por lo que le había ocurrido durante la jornada, bien en estado de vigilia, bien en estado de sonambulismo, se había puesto a errar por la noche; caminando, había entrado en el cementerio y mirando hacia arriba en lugar de hacia sus pies, había caído en la fosa donde, naturalmente, al caer se había roto un brazo y una pierna. Pero usted ha hablado de una predicción que se ha cumplido y yo no veo en esto ni la más mínima predicción.
—Espere, doctor —dijo el caballero— la historia que acabo de contar y que, usted tiene razón, no es sino un hecho, conduce directamente a la predicción de la que voy a hablarle, y que es un misterio.

Ésta es la predicción: hacia el 20 de enero de 1794, después de la demolición del panteón de Francisco I, se abrió el sepulcro de la condesa de Flandes, hija de Felipe el Largo. Aquellas dos tumbas eran las últimas que quedaban por excavar: todos los esqueletos estaban en el osario. Una última sepultura permanecía sin identificar: la del cardenal de Metz que, según decían, había sido enterrado en Saint-Denis. Todas las criptas habían sido cerradas más o menos, la de los Valois, la de los Carlos. Sólo faltaba la cripta de los Borbones que debíamos cerrar al día siguiente.

El guarda pasaba su última noche en la iglesia y como ya no había nada que guardar en ella, se le dio permiso para que durmiera, y él aprovechó el permiso. A medianoche, lo despertaron el sonido del órgano y unos cantos religiosos. Se despertó, se frotó los ojos y volvió la cabeza hacia el coro, es decir, hacia el lugar de donde provenían los cantos. Entonces vio con sorpresa que la sillería del coro estaba ocupaba por los religiosos de Saint-Denis; vio un arzobispo que oficiaba en el altar; vio la capilla ardiente encendida; y bajo la capilla ardiente encendida, el gran paño mortuorio dorado que, normalmente, sólo cubre el cuerpo de los reyes. En el momento en el que se despertaba, la misa había concluido y empezaba el ceremonial del entierro.

El cetro, la corona y la mano de justicia, colocados sobre cojines de terciopelo rojo, eran entregados a los heraldos que los presentaban a tres príncipes, que los cogían. Inmediatamente se adelantaron, más deslizándose que andando y sin que el ruido de sus pasos despertara el menor eco en la sala, los nobles de la Cámara que cogieron el cuerpo y lo trasladaron a la cripta de los Borbones, la única que permanecía abierta, pues las otras habían sido cerradas de nuevo. Entonces el rey de armas descendió y cuando estuvo abajo, gritó a los demás heraldos que bajaran y cumplieran con su misión. Los heraldos era cinco. Desde el fondo de la cripta, el rey de armas llamó al primer heraldo, que descendió llevando las espuelas; luego al segundo, que descendió llevando los guanteletes; luego al tercero, que descendió llevando el escudo; luego al cuarto, que descendió llevando el almete; luego al quinto, que descendió llevando la cota de mallas. Luego llamó al primer lacayo, que trajo el pendón; al escudero mayor, que trajo la espada real; al primer chambelán, que trajo el estandarte de Francia; al gran maestre, ante el que pasaron todos los maestresala arrojado sus bastones blancos a la cripta y saludando a los tres príncipes que sostenían la corona, el cetro y la mano de justicia, a medida que iban desfilando; luego a los tres príncipes que depositaron a su vez el cetro, la mano de justicia y la corona.

Entonces, el rey de armas gritó en voz alta y por tres veces: «El rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El rey ha muerto. ¡Viva el rey! — El rey ha muerto. ¡Viva el rey!». Un heraldo, que había permanecido en el coro, repitió el triple grito. Finalmente, el gran maestre rompió su baqueta como símbolo de que la casa real había acabado, y que los oficiales del rey podían establecerse. Entonces sonaron las trompetas y el órgano se despertó. Luego, mientras las trompetas iban sonando cada vez más suavemente, mientras el órgano gemía cada vez más bajo, las luces de los cirios palidecieron los cuerpos de los asistentes desaparecieron y, tras el último lamento del órgano y el último sonido de la trompeta, todo desapareció.

A la mañana siguiente, el guarda, llorando, contó el entierro real que había visto, y al que el pobre hombre había asistido solo; prediciendo que las tumbas destrozadas serían restauradas y que, pese a los decretos de la Convención y al trabajo de la guillotina, Francia volvería a ver una nueva monarquía y Sainte-Denis a nuevos reyes. Esta predicción le valió la cárcel y casi la guillotina al pobre diablo que, treinta años después, es decir, el 20 de septiembre de 1824, detrás de la misma columna junto a la que había tenido su visión, me decía tirándome del faldón de mi levita:

—Y bien, señor Lenoir, cuando le dije que nuestros pobres reyes volverían algún día a Saint-Denis, ¿me equivocaba?

Efectivamente, aquel día se procedía al entierro de Luis XVIII con el mismo ceremonial que el guarda de las tumbas había visto realizar teinta años antes.

Alejandro Dumas (1802-1870)

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