El coloso negro (Black Colossus) es un relato fantástico del escritor norteamericano Robert E. Howard, publicado en la edición de junio de 1933 de la revista Weird Tales.
Black Colossus, Robert E. Howard (1906-1936)
Tan sólo el silencio del pasado reinaba en las misteriosas ruinas de Kuthchemes, pero el miedo estaba allí, agazapado. El temor aleteó en la mente de Shevatas, el ladrón, acelerando su respiración a través de sus dientes apretados. Estaba de pie como un átomo de vida en medio de la desolación y las ruinas que había entre los colosales monumentos de piedra. Ni siquiera los buitres batían sus alas negras en la inmensa bóveda azul del cielo en el que brillaba un sol ardiente. A ambos lados se alzaban las lúgubres reliquias de una era olvidada: enormes columnas rotas levantando sus truncados muñones hacia las alturas; larguísimas filas ondulantes de murallas derruidas; caídos bloques de piedra de dimensiones ciclópeas; estatuas destrozadas, cuyos contornos monstruosos habían sido erosionados por los vientos y las tormentas de arena. No había señales de vida en todo el espacio que se extendía de horizonte a horizonte. Sólo el imponente desierto desnudo, dividido en dos por la sinuosa línea de un río seco hacía mucho tiempo. Aquella vastedad de colmillos relucientes que constituían las ruinas, de columnas erguidas como rotos mástiles de naves hundidas, la dominaba la elevada cúpula de marfil ante la que temblaba Shevatas.
La base de aquella cúpula era un gigantesco pedestal de mármol que se elevaba desde lo que había sido alguna vez una especie de mirador sobre el antiguo río. Amplios escalones conducían a la gran puerta de bronce, apoyada sobre su base como la mitad de un huevo gigantesco. Aquella cúpula de marfil puro brillaba como si unas manos misteriosas la estuvieran puliendo continuamente. El gran domo arrojaba destellos dorados, a través de los cuales se divisaban los brillantes jeroglíficos que circundaban el ábside. Ningún hombre en el mundo era capaz de leer esas inscripciones, pero Shevatas sintió un escalofrío ante las sombrías sensaciones que suscitaban en él, pues pertenecía a una raza muy antigua cuyos mitos se remontaban a la noche de los tiempos.
Shevatas era un hombre delgado y ágil, como corresponde a un maestro de ladrones de Zamora. Tenía la cabeza rapada y vestía tan sólo un taparrabo de seda de color escarlata. Como todos los de su raza, era de piel muy oscura y rostro de buitre, del que destacaban unos ojos negros y vivaces. Sus dedos, largos y finos, eran rápidos y nerviosos como las alas de una mariposa nocturna. De su cinturón de escamas doradas colgaba una espada corta y estrecha con una empuñadura enjoyada y una vaina de cuero ornamentado. Shevatas parecía manejar su arma con un cuidado exagerado; incluso daba la impresión de querer mantener la vaina apartada de su cuerpo, a fin de que no entrase en contacto con la piel desnuda del muslo. Y sus cuidados no estaban desprovistos de fundamento. Shevatas era ladrón entre ladrones y su nombre se pronunciaba con temor en los tugurios del Maul y a la sombra de los templos de Bel; de él hablaban las canciones y leyendas de aquellas tierras. Sin embargo, el miedo encogió el ánimo de Shevatas cuando se encontró de pie ante la cúpula de marfil de Kuthchemes. Cualquier persona, por poco entendida que fuera, podía darse cuenta de que había algo sobrenatural en aquel edificio. El viento y el sol lo habían azotado durante tres mil años, y a pesar de ello el marfil y el oro se alzaban claros y relucientes como el día en que fuera erigido por manos desconocidas a orillas del anónimo río.
Esta sensación misteriosa y sobrenatural que transmitía el edificio estaba en consonancia con el aura que emanaba de las ruinas encantadas. El desierto era una enigmática faja de tierra que se extendía hacia el sudeste de Shem. Unos pocos días a lomo de camello en esa dirección, como bien sabía Shevatas, llevarían al viejo hasta el gran río Styx, donde éste trazaba un ángulo y seguía hacia el oeste para desembocar finalmente en el lejano mar. Justamente en el punto en el que se desviaba comenzaba Estigia, la oscura tierra del sur, cuyos dominios, bañados por el gran río, contrastaban con los yermos circundantes. Hacia el este, el desierto se prolongaba en las estepas que llegaban hasta el reino hirkanio de Turan, que alzaba su esplendor bárbaro a orillas del gran mar interior. A una semana de viaje a caballo hacia el norte, el desierto concluía en una serie de montes áridos, detrás de los cuales se hallaban las fértiles llanuras de Koth, el reino más meridional de Hiboria. Al oeste, las arenas del desierto se fundían con las praderas de Shem, que llegaban hasta el océano.
Shevatas sabía todo esto sin ser consciente de ello, del mismo modo que una persona conoce las calles de su ciudad. Era un avezado viajero y había saqueado los tesoros de muchos reinos. Pero ahora vacilaba y se estremecía ante lo que constituía su mayor aventura, y ante el tesoro más cuantioso de cuantos conociera. Debajo de aquella cúpula de marfil yacían los huesos de Thugra Khotan, el sombrío hechicero que había reinado en Kuthchemes tres mil años antes, cuando los reinos de Estigia y Aquerón llegaban hasta las mesetas que había al norte del río, pasando por las praderas de Shem. Luego, las grandes invasiones hiborias llegaron hasta el sur desde la cuna de su raza, que se encontraba cerca del polo norte. Fueron migraciones masivas, que se prolongaron a lo largo de siglos y eras. Pero bajo el reinado de Thugra Khotan, el último brujo de Kuthchemes, unos bárbaros de ojos grises y cabello leonado, vestidos con pieles de lobo y cotas de malla, llegaron desde el norte para sojuzgar al opulento reino de Koth con sus espadas de hierro. Se abatieron sobre Kuthchemes como las oleadas de una marea y bañaron en sangre las torres de mármol. El reino de Aquerón fue sometido por el fuego y la violencia.
Pero mientras asolaban las calles de la ciudad y mataban a sus arqueros como si estuvieran talando árboles, Thugra Khotan tomó un extraño y terrible veneno. Sus sacerdotes lo sepultaron en la tumba que él mismo se había hecho construir. Allí murieron, en un sangriento holocausto, todos sus adeptos, pero los bárbaros no pudieron abrir la puerta y ni siquiera la violencia y el fuego lograron dañar el edificio. En consecuencia, se alejaron de allí dejando la gran ciudad en ruinas. De este modo, Thugra Khotan pudo descansar en paz en su sepulcro de marfil, mientras el gusano de la destrucción comenzaba a roer las columnas y el río que regaba sus tierras se iba hundiendo en las arenas hasta secarse por completo. Muchos ladrones trataron de hacerse con el tesoro que, según la leyenda, se hallaba entre los viejos huesos blanquecinos que yacían bajo la cúpula. Muchos de ellos perecieron en la puerta del sepulcro, mientras que otros fueron acosados desde entonces por sueños espantosos, hasta que al fin murieron con la espuma de la locura en los labios. Por todo ello, Shevatas se estremeció al encontrarse ante la tumba, y no por la leyenda según la cual una serpiente cuidaba el esqueleto del hechicero. Sobre todos los mitos de Thugra Khotan se cernían el horror y la muerte como un velo tenebroso. Desde donde se encontraba, el ladrón podía ver las ruinas de la gran sala en la que se habían arrodillado cientos de prisioneros encadenados durante las celebraciones, para ser decapitados por el rey-sacerdote en honor de Set, la serpiente divina de los estigios. Cerca de allí debía estar el pozo oscuro y terrible junto al cual se encadenaba a las aterradas víctimas que servirían de alimento a un monstruo temible que salía de las profundidades de una caverna infernal. La leyenda había convertido a Thugra Khotan en algo más que un ser humano. Su culto había entrado en decadencia, aunque sus devotos acuñaban todavía monedas con la imagen del monarca, que servían para pagar el paso de sus muertos por el gran río de sombras cuya representación material era el Styx. Aquella imagen quedó grabada en forma indeleble en la mente de Shevatas, que solía sacar las monedas de la boca de los cadáveres.
El ladrón dejó finalmente de lado sus temores y subió hasta la gran puerta de bronce en cuya suave y lisa superficie no se veía ningún cerrojo ni pestillo. Shevatas había tenido acceso a cultos tenebrosos, había escuchado los sobrecogedores susurros de los adoradores de Skelos a medianoche bajo los árboles y había leído los libros prohibidos de Vathelos el Ciego. De rodillas en el suelo, buscó a tientas en el umbral de la puerta y logró dar con unos salientes demasiado pequeños para ser percibidos por el ojo humano o por dedos menos sensibles. Presionó con sus dedos de una manera especial, al tiempo que pronunciaba en voz baja las palabras de un olvidado encantamiento. Cuando hubo presionado el último saliente, saltó con gran agilidad y dio un golpe seco en el centro exacto de la puerta con la mano abierta. La enorme puerta se abrió hacia dentro sin chirrido alguno. El aire escapó con un fuerte silbido entre los apretados dientes de Shevatas. Quedó a la vista un corredor corto y estrecho cuyo suelo, paredes y cielorraso eran de marfil. De repente, de una abertura que había a un lado del pasillo salió reptando en silencio un monstruo espantoso que miró al intruso con ojos brillantes: era una serpiente de unos seis metros de longitud, cuyo cuerpo brillante estaba cubierto de escamas tornasoladas.
El ladrón no perdió tiempo en pensar de qué modo habría sobrevivido el monstruo en aquellas sombrías profundidades. Desenvainó cautelosamente la espada, de la que goteaba un líquido verdoso idéntico al que manaba de los afilados colmillos del reptil. La hoja estaba empapada en un veneno igual que el de la serpiente, y el solo hecho de obtener ese veneno de los pantanos de Zíngara había constituido de por sí toda una hazaña. Shevatas avanzó sigilosamente, con las piernas algo flexionadas, dispuesto a saltar con la velocidad del rayo. Y necesitó de toda su coordinación y agilidad cuando la serpiente arqueó su cuello y atacó con una rapidez vertiginosa. A pesar de sus rápidos reflejos, Shevatas habría muerto de no haber sido por una casualidad. Sus planes de saltar a un lado y asestar un mandoble contra el cuello extendido quedaron anulados por la cegadora velocidad del ataque del reptil. El ladrón sólo tuvo tiempo para extender la espada hacia adelante, mientras cerraba los ojos y lanzaba un grito. Shevatas sintió que le arrebataban la espada de la mano, y luego resonaron en el corredor los ecos de unos terribles chasquidos.
Shevatas abrió los ojos, asombrado de estar aún con vida, y vio que el monstruo se retorcía con fantásticas contorsiones, con la espada hundida en sus gigantescas fauces. El azar había hecho que el reptil cayera sobre la hoja que él había tendido a ciegas. Poco después, la serpiense te había convertido en un conjunto de temblorosos anillos que se retorcían débilmente. El poderoso veneno había hecho efecto. Después de pasar por encima del ondulante cuerpo del reptil, el ladrón empujó una puerta lateral que dejó ver el interior del recinto coronado por la cúpula. El intruso lanzó un grito de asombro. En lugar de la penumbra que dejaba atrás, se halló ante una luz de color carmesí que palpitaba con una intensidad superior a la que podrían soportar ojos mortales. Procedía de una gigantesca piedra roja situada en lo alto de la cúpula. Shevatas se quedó atónito, a pesar de lo acostumbrado que estaba a contemplar riquezas. El tesoro estaba allí, amontonado descuidadamente, en pilas de diamantes, zafiros, rubíes, turquesas, ópalos y esmeraldas; había, además ,ziggurats de jade, azabache y lapislázuli; pirámides de monedas de oro y de lingotes de plata; espadas adornadas con piedras preciosas y empuñaduras de oro, cascos de metales preciosos con crestas de caballo de todos los colores, armaduras de escamas de plata; arneses incrustados de gemas pertenecientes a antiguos reyes guerreros; copas talladas en piedras preciosas de gran tamaño; cráneos con incrustaciones de oro y adularía en lugar de ojos, así como collares hechos de dientes humanos con pequeñas piedras engastadas. El suelo de marfil estaba cubierto por varios palmos de polvo de oro que reflejaba el fulgor carmesí del enorme rubí con millones de luces titilantes. El ladrón se encontraba ante un mundo de magia y esplendor, y las sandalias de sus pies parecían pisar estrellas.
Pero los ojos de Shevatas estaban fijos tan sólo en la gran urna de cristal que se alzaba en medio del deslumbrante conjunto, exactamente debajo de la enorme piedra roja donde debían estar los huesos del rey, seguramente convertidos en polvo después de tantos siglos. Y mientras miraba, su oscuro rostro palideció y se le heló la sangre en las venas, en tanto que su piel se erizaba de horror y sus labios se movían sin poder pronunciar una sola palabra. Pero de repente su boca lanzó un grito espantoso que resonó aterradoramente bajo la cúpula. Después, el silencio de los siglos volvió a reinar entre las ruinas de la misteriosa Kuthchemes. El rumor se difundió por las praderas hasta llegar a las ciudades de los hiborios; viajó con las caravanas que cruzaban los desiertos conducidas por hombres delgados y con ojos de halcón, vestidos con caftanes blancos; pasó de boca en boca, entre los pastores de nariz aguileña de las sabanas, entre los nómadas que vivían en tiendas de campaña y hasta las grandes ciudades construidas de piedra, donde los reyes de rizadas barbas negras adoraban a dioses de vientres prominentes con ritos extraños. Los rumores también se extendieron por las laderas de las montañas hasta llegar a los fértiles valles, donde prósperos pueblos levantaban sus casas a orillas de azules lagos y ríos, y por los blancos caminos que recorrían apacibles rebaños, ricos mercaderes, caballeros armados, arqueros y sacerdotes.
Las noticias llegaron desde el desierto que se extendía entre Estigia y el sur de las montañas de Koth. Decían que había nacido un nuevo profeta entre los nómadas. Se hablaba de una guerra tribal, de una reunión de hombres rapaces en el sudeste y de un terrible jefe que había conducido a sus crecientes hordas a la victoria. Los estigios, que constituían una amenaza perpetua para las naciones del norte, no parecían estar relacionados con aquel movimiento, ya que tenían a sus tropas acampadas en las fronteras orientales y sus sacerdotes formulaban conjuros contra el hechicero, a quien llamaban Natohk el Velado, pues llevaba el rostro siempre oculto.
Pero la oleada invasora se dirigió hacia el noroeste, y los reyes de barbas azuladas murieron ante los altares de sus dioses y sus ciudades amuralladas quedaron empapadas en sangre. Se dijo que el objetivo de Natohk y sus seguidores eran las mesetas de los hiborios. Las incursiones procedentes del desierto era habituales por aquella época, pero esta última parecía prometer algo más que una simple incursión. Los rumores también decían que Natohk había logrado reunir a treinta tribus nómadas y a quince ciudades bajo su mando, y que cierto príncipe estigio rebelde se había unido a él. Esto último dio al movimiento un cariz de verdadera guerra. Como era habitual, la mayor parte de las naciones hiborias decidió ignorar la creciente amenaza. Pero en Khoraja, que había sido arrebatada a los shemitas con la ayuda de las espadas de los aventureros kothios, se dio crédito al rumor. Por hallarse al sudeste de Koth, Khoraja debía soportar el mayor peso de la invasión. Su joven rey permanecía prisionero del monarca traidor de Ofir, que dudaba entre devolverlo a cambio de un cuantioso rescate o entregarlo al enemigo del joven soberano, el rey de Koth, que en lugar de oro le proponía un ventajoso tratado. Mientras tanto, el gobierno de Khoraja se hallaba en las blancas manos de la joven princesa Yasmela, hermana del rey cautivo.
Los trovadores cantaban por todo el mundo occidental la belleza de Yasmela, que pertenecía a una de las dinastías reales más importantes de la zona. Pero, aquella noche, su orgullo sufrió un duro golpe. Yasmela se encontraba en su aposento, cuyo cielorraso era una cúpula de lapislázuli y cuyo suelo de mármol estaba cubierto de pieles rarísimas. En aquella habitación con frisos dorados, diez muchachas, hijas de nobles y cubiertas de joyas, dormían sobre divanes de terciopelo alrededor del lecho de la princesa, adornado con un baldaquín de seda. Pero la princesa Yasmela no estaba en aquel tibio lecho, sino que yacía desnuda, boca abajo, sobre el frío mármol, con la cascada de sus negros cabellos extendida sobre la espalda y con los finos dedos entrelazados, como una humilde suplicante. El horror le había helado la sangre en las venas y tenía los hermosos ojos desorbitados y el esbelto cuerpo bañado en un sudor frío. Por encima de ella, en el rincón más oscuro de la alcoba de mármol, se cernía una enorme sombra informe. No era una cosa viva; ni siquiera era un ser de carne y hueso, sino sólo una mancha oscura, un borrón en los ojos, un monstruoso íncubo de la noche, que hubiera parecido la pesadilla de un cerebro enfermo de no ser por dos puntos luminosos, como un fuego amarillo, que brillaban como ojos en la oscuridad. Además, de aquella sombra surgía una voz; era un sonido suave y sibilante que no podía emanar de una garganta humana, sino de una serpiente. Aquel sonido llenaba a Yasmela de un espanto tan intolerable, que la hacía retorcerse como si su blanco cuerpo estuviera sometido al castigo de un látigo.
-Eres mía, princesa; estás marcada -decía aquella cosa aterradora en un susurro-. Antes de que me despertara de este largo sueño, te había marcado y te tenía predestinada para mí. Yo soy el alma de Natohk el Velado. ¡Mírame bien, princesa! ¡Pronto me verás en mi envoltura carnal y entonces me amarás!
El murmullo fantasmagórico se convirtió en un libidinoso chasquido de lengua que arrancó a Yasmela un gemido, al tiempo que ésta golpeaba las losas de mármol con sus pequeños puños en un paroxismo de terror.
-Yo duermo ahora en una habitación del palacio de Akbitana -prosiguió la sombra-. Allí está mi cuerpo en su materialización carnal. Y sin embargo en este momento no es más que un cascarón vacío del que ha huido el espíritu por unos segundos. Si pudieras mirar desde las ventanas de este palacio, te darías cuenta de la inutilidad de tu resistencia. El desierto es como un jardín de rosas bajo la luna, donde florecen las hogueras de mis cien mil guerreros. Así como avanza un alud creciendo en volumen y velocidad, de la misma manera invadiré las tierras de mis antiguos enemigos. Sus reyes me proporcionarán los cráneos para hacerme copas, sus mujeres y niños serán los esclavos de mis esclavos. Me hice muy fuerte durante los años en que estuve dormido... ¡Tú serás pronto mi reina y yo te enseñaré las antiguas formas del placer, ya olvidadas! Nosotros...
Ante el raudal de obscenidades cósmicas que comenzó a proferir aquella sombra gigantesca, Yasmela se retorció como si un flagelo lacerase sus delicadas carnes.
-¡Recuérdalo! -dijo el monstruo en voz baja-. ¡No pasarán muchos días antes de que yo te reclame como mía!
Yasmela tenía el rostro pegado a las losas y se apretaba los frágiles oídos con las manos, pero a pesar de ello le pareció oír un extraño ruido, semejante al batir de las alas de un murciélago. Entonces, al mirar temerosa hacia arriba, vio sólo un rayo de luna que brillaba a través de la ventana, como si una espada de plata hubiera tomado el lugar de la sombra. Temblando de pies a cabeza, se puso en pie y se dirigió vacilante hacia un diván de satén, encima del cual se arrojó, llorando desesperadamente. Las otras muchachas seguían durmiendo, pero una se despertó y, después de bostezar y de estirar su esbelto cuerpo, miró a su alrededor. En seguida se acercó al lecho de la princesa y se puso de rodillas a su lado, rodeando con sus brazos la fina cintura de Yasmela.
-¿Qué ha ocurrido? ¿Era...? -preguntó la joven, con los ojos negros abiertos de espanto.
Yasmela le cogió las manos y se las apretó convulsivamente.
-¡Oh, Vateesa, ha vuelto! ¡Lo vi..., le he oído hablar! ¡Me dijo su nombre... se llama Natohk! ¡Es Natohk! No es una pesadilla; estaba allí arriba mientras vosotras dormíais como narcotizadas. ¿Qué puedo hacer? Oh, ¿qué he de hacer?
Vateesa hizo girar una de sus pulseras de oro alrededor de su nívea muñeca, mientras meditaba.
-¡Oh, princesa! -dijo la joven-. Es evidente que ningún poder mortal puede vencer a ese ser y que tampoco vale de nada el amuleto que los sacerdotes de Ishtar te han dado. Por lo tanto, deberías acudir al olvidado oráculo de Mitra.
Yasmela se estremeció. Los dioses de ayer se convierten a veces en los demonios del mañana. Los kothios habían abandonado hacía mucho tiempo el culto de Mitra, hasta el punto de olvidar los atributos del dios universal de los hiborios. Yasmela tenía la vaga idea de que, si Ishtar era de temer, aquel otro dios, por ser antiquísimo, lo debería ser aún más. La cultura kothia, así como su religión, habían sufrido la poderosa influencia de shemitas y estigios. De ese modo, los sencillos usos de los hiborios se habían modificado y corrompido en gran medida al entrar en contacto con las sensuales, lujuriosas y despóticas costumbres orientales.
-¿Tú crees que Mitra me ayudará? -preguntó Yasmela, aferrando las dos muñecas de Vateesa. Hemos venerado a Ishtar desde hace tanto tiempo. ¡Claro que te ayudará! -repuso la joven, que era hija de un sacerdote de Ofir que había traído consigo las costumbres de su país cuando llegó a Khoraja huyendo de sus enemigos políticos. ¡Ve al santuario! -agregó la joven-. Yo iré contigo.
-¡Sí, lo haré! -exclamó Yasmela poniéndose en pie. Sin embargo, cuando Vateesa quiso vestirla, la princesa se negó diciendo:
-No me parece apropiado ir vestida de seda al templo. Será mejor que vaya desnuda y de rodillas, como las suplicantes; así, Mitra advertirá mi humildad.
-¡Nada de eso! -repuso Vateesa, que no sentía mucho respeto por lo que ella consideraba una falsa manifestación religiosa-. Mitra desea que sus fieles caminen erguidos en lugar de arrastrarse como gusanos, y tampoco quiere que se derrame sangre de animales sacrificados ante su altar.
Convencida con estos argumentos, Yasmela consintió en que la otra muchacha la vistiese con una ligera blusa sin mangas, encima de la cual le puso una túnica de seda que ató a su talle con un ancho cinturón de terciopelo. Le colocó unas zapatillas de raso en los pies, y finalmente los diestros dedos de Vateesa peinaron su oscura cabellera. Después, la princesa siguió a la muchacha, que apartó un pesado tapiz y descorrió el cerrojo dorado de una puerta que había oculta detrás. Salieron a un sinuoso pasillo que las dos muchachas recorrieron rápidamente, hasta llegar a otra puerta que daba a un amplio salón. Allí había un centinela con casco, coraza plateada y grebas cinceladas, que sostenía una gran hacha de combate entre las manos. Yasmela correspondió al saludo del soldado con un leve gesto; aquél, después de haber presentado el arma, siguió con su guardia, inmóvil como una estatua. Los dos jóvenes atravesaron el enorme salón iluminado a medias por las antorchas que había en las paredes y luego descendieron por una escalera, donde Yasmela se estremeció al ver las sombras que parecían acurrucarse en los rincones. Tres pisos más abajo se detuvieron ante un estrecho corredor, cuyo techo abovedado estaba constelado de piedras preciosas y cuyo suelo estaba hecho de bloques de cristal, en tanto que frisos dorados decoraban las paredes. Por allí avanzaron cogidas de la mano hasta llegar a una puerta de oro. Vateesa la abrió y pudieron ver un altar olvidado desde hacía mucho tiempo por todos, salvo por unos pocos fieles y nobles visitantes de la corte de Khoraja, para cuyo beneficio se mantenía aquel santuario. Yasmela jamás había entrado allí, a pesar de que había nacido en el palacio. Sobrio y sin adornos en comparación con el despliegue barroco de los santuarios de Ishtar, este imponía por su dignidad y sencilla belleza, características propias de la religión de Mitra. El cielorraso era bastante alto, pero no tenía forma de cúpula. Las paredes, al igual que el suelo y el techo, eran de mármol blanco. Detrás de un altar de jade de color verde claro se hallaba el pedestal sobre el cual se alzaba la representación material del dios. Yasmela contempló sobrecogida los amplios hombros, las facciones definidas, la mirada serena, la barba patriarcal y la cabellera rizada que caracterizaban al dios Mitra. Aquello, aunque ella no lo supiera, era el arte en forma más elevada; era la manifestación de una raza de gran sentido estético, no inhibido por el simbolismo convencional.
La princesa cayó de rodillas y se prosternó sin importarle las críticas de Vateesa. Ésta, para no desentonar, siguió su ejemplo, pues ella era al fin y al cabo sólo una adolescente y el santuario de Mitra era muy imponente. Cuando estuvieron de rodillas, no pudo contenerse y le susurró a la princesa Yasmela:
-Ésta no es más que una imagen del dios. Nadie pretende saber cuál es el aspecto real de Mitra. Aquí está representado con una forma de hombre idealizada, tan perfecto como puede concebirlo la mente humana. Pero no vive en esta fría piedra, como te enseñan de Ishtar sus sacerdotes, sino que está en todas partes, por encima de nosotros y a nuestro alrededor, y sueña en lo alto, entre las estrellas. Pero aquí es donde su ser se concentra. Ahora puedes invocarlo.
-¿Qué debo decir? -inquirió Yasmela con un balbuceo, presa del pánico.
-Antes de que empieces a hablar, Mitra ya sabe lo que pasa por tu mente... -comenzó a decir Vateesa.
En ese momento, una voz que llegaba desde lo alto hizo temblar a las dos muchachas. La voz, de tono profundo y sereno, no procedía de la imagen ni de ningún lugar especial del santuario. Un nuevo escalofrío recorrió el cuerpo de Yasmela, pero ahora no era de horror ni de repulsión.
-No necesitas hablar, hija mía, pues sé muy bien lo que te sucede -dijo la voz con la entonación musical que parecía latir rítmicamente-. Hay una forma de salvar tu reino y de que, al hacerlo, salves también a todo el mundo de los colmillos de una serpiente que ha salido reptando de la noche de los siglos. Vete sola a la calle y pon tu reino en manos del primer hombre que encuentres.
La voz etérea se extinguió y las muchachas se miraron. Luego se pusieron en pie y no volvieron a hablar hasta que se hallaron de nuevo en la alcoba de Yasmela. La princesa miró afuera a través de los barrotes dorados de las ventanas. Era bastante más de medianoche y la luna se había puesto. Ya se habían apagado todos los ruidos de la ciudad. Khoraja dormía bajo las estrellas, que se reflejaban en los jardines, en las calles y techos de las casas.
-¿Qué vas a hacer? -preguntó Vateesa en voz baja, sin poder dominar aún su turbación.
-Dame mi capa -dijo Yasmela con decisión.
-Pero sola por las calles, a esta hora... -objetó la otra joven.
-Mitra ha hablado -replicó la princesa-. Es posible que haya sido la voz del dios o el truco de un sacerdote. De todas formas, estoy decidida a ir.
Yasmela se envolvió en una amplia capa de seda y se tocó con un gorro de terciopelo del que colgaba un fino velo. Luego recorrió apresuradamente los pasillos hasta llegar a una puerta de bronce, donde una docena de alabarderos se quedaron mirándola llenos de asombro cuando pasó a su lado. Aquel ala del palacio conducía directamente a la calle, mientras que en los demás sectores había amplios jardines rodeados por una alta muralla. Yasmela salió a la calle, iluminada por farolas emplazadas a intervalos regulares. La joven vaciló, pero antes que su resolución flaquease, cerró la puerta detrás de ella. Un ligero temblor la sacudió al lanzar una mirada hacia la calle desierta, sumida en el más absoluto silencio. Esta hija de casta real jamás se había aventurado sin compañía fuera de su antiguo palacio. Finalmente, se decidió y avanzó rápidamente calle arriba. Sus pies, calzados con finas zapatillas de raso, pisaron suavemente el empedrado, pero incluso aquel imperceptible sonido le encogía el corazón. La parecía que el tenue eco de sus pasos resonaba estruendosamente en toda la ciudad, despertando a los monstruos ratiformes que corrían por las cloacas. Todas las sombras le parecían ocultar a un asesino; en todos los vanos de las puertas creía ver agazapados a los sabuesos de las tinieblas. En ese momento, volvió a sentir un profundo estremecimiento. Delante de ella, por la oscura callejuela, apareció una misteriosa figura. Yasmela se escondió rápidamente en un lugar poco iluminado, que ahora le parecía un refugio acogedor. Su pulso latía aceleradamente. El desconocido no avanzaba furtivamente, como un ladrón, ni con timidez, como un viajero temeroso. Por el contrario, su caminar era el de una persona que no tiene necesidad ni deseo de andar con sigilo. Sus pasos resonaban en el empedrado con la fuerza que da la confianza en sí mismo. Cuando pasó junto a la farola, Yasmela lo vio claramente. Se trataba de un hombre alto, cubierto con la cota de malla de los mercenarios. La princesa sacó fuerzas de flaqueza y salió de las sombras, oprimiendo la capa contra su cuerpo.
El hombre desenvainó su espada a medias, pero se detuvo al ver que se trataba de una mujer. No obstante, la mirada del desconocido escrutó más allá de la figura femenina, para ver si traía acompañantes. El desconocido se quedó inmóvil, mirando a la mujer con la mano en la empuñadura, la cual sobresalía por debajo de su capa escarlata. La luz de las farolas se reflejaba en el bruñido acero de su casco, pero otro fuego más intenso brillaba en el azul de sus ojos. Yasmela se dio cuenta inmediatamente de que aquel hombre no era un nativo de Koth y, cuando habló, pudo advertir que tampoco era hiborio. Iba vestido como un capitán de mercenarios, cargo que desempeñaban hombres de muy diversos países, tanto bárbaros como civilizados. Pero en aquel guerrero había algo que indicaba claramente que era bárbaro. Los ojos de un hombre civilizado, fuese un criminal o un desesperado, no brillaban de aquel modo. Por otro lado, aunque exhalaba un ligero olor a vino, en modo alguno se tambaleaba y tampoco vaciló al hablar.
-Vaya, ¿te han dejado en la calle, muchacha? -preguntó él en lengua kothia, con fuerte acento bárbaro.
Los dedos des desconocido aferraron con delicadeza la muñeca de Yasmela, pero ella sintió que él le podía destrozar los huesos sin ningún esfuerzo.
-Vengo de la última taberna que encontré abierta -agregó él-. ¡Ishtar maldiga a esos condenados puritanos que cierran las casas de bebida! «Dejad que los hombres duerman, en lugar de que beban», afirman. ¡Sí, así pueden trabajar y luchar mejor para sus amos! Eunucos despreciables, los llamo yo. Cuando servía en las tropas mercenarias de Corinthia, nos emborrachábamos y pasábamos todas las noches con mujeres, sin que eso nos impidiera combatir durante el día. Sí, la sangre chorreaba de la hoja de nuestras espadas... Pero ¿qué me dices tú, muchacha? Vamos, quítate ese condenado velo...
Ella eludió con agilidad el ademán del bárbaro, para que no pareciera que lo rechazaba. Se daba cuenta del peligro que corría estando sola con un hombre que, seguramente, habíha bebido demasiado. Si ella le revelaba su identidad, el desconocido podría reírse de ella abiertamente o bien marcharse. Ni siquiera estaba segura de que aquel hombre no fuera a cortarle el cuello. Los bárbaros hacían cosas extrañas e inexplicables. Luchó contra su creciente temor y le dijo con una sonrisa:
-No, aquí no. Ven conmigo...
-¿Adonde? -preguntó el mercenario con la sangre alterada, pero alerta como un lobo-. ¿Me llevas acaso a alguna cueva de ladrones?
-¡No, no, te lo juro! -contestó Yasmela, tratando de evitar una vez más la mano que él tendía hacia su velo.
-¡El diablo te confunda! -dijo él con un gruñido-. Eres tan necia como todas las hirkanias, con sus malditos velos. ¡Vamos, enséñame tu cara de una vez!
Antes que ella pudiera evitarlo, el desconocido le arrancó la tapa y dejó su rostro al descubierto. Luego se quedó mirándola, como si su rico atuendo le hubiese impresionado hasta el punto de disipar los efectos de la bebida. Yasmela vio un fulgor receloso en sus ojos.
-¿Quién demonios eres? -musitó él-. No eres una mujer de la calle... a menos que tu protector haya robado el guardarropa del harén del rey.
-No importa -respondió Yasmela, apoyando su mano en el fornido brazo cubierto de malla de acero-. Ven conmigo a otra calle.
Él vaciló un momento y luego se encogió de hombros. La muchacha se dio cuenta de que él la había tomado por una noble dama que, cansada quizá de sus corteses amantes, buscaba un modo de divertirse por otro lado. Dejó que ella se cubriera de nuevo y luego la siguió. Por el rabillo del ojo Yasmela observó a su acompañante mientras avanzaban juntos calle abajo. Su cota de malla no llegaba a ocultar la reciedumbre del cuerpo de tigre de aquel hombre. Todo en él era felino, elemental, indómito. Le resultaba tan extraño como la selva, comparado con los delicados cortesanos a los que ella estaba acostumbrada. La princesa temía su ruda fuerza bruta y su innegable carácter de bárbaro; sin embargo, algo en él la atraía. Aquella cuerda primitiva que se oculta en el alma de toda mujer había resonado con fuerza. Cuando sintió la recia mano sobre su brazo, algo la hizo estremecerse. Muchos hombres se habían arrodillado ante ella y allí había uno que, según ella presentía, jamás se había puesto de rodillas ante nadie. La muchacha estaba asustada y fascinada a un tiempo, como en presencia de un enorme tigre. Yasmela se detuvo ante la puerta del palacio y luego la abrió. Miró furtivamente a su acompañante y no vio recelo en sus ojos.
-El palacio, ¿eh? -dijo él en voz baja-. De modo que eres dama de honor, ¿no es así?
La princesa se preguntó con un extraño sentimiento de envidia si alguna de sus damas lo habría llevado alguna vez a su palacio. Los soldados no se inmutaron cuando Yasmela hizo pasar al desconocido entre ellos, pero éste los miró con la fiereza de un perro de caza que observa una jauría extraña. Yasmela lo condujo por una puerta hasta una habitación. El hombre se quedó de pie, contemplando con aire algo tímido los tapices que colgaban de las paredes. Vio una jarra de vino sobre una mesa de ébano, la cogió y se la llevó a los labios con expresión de satisfacción. En este momento entró Vateesa, que los miro con inquietud y exclamó:
-¡Oh, mi princesa...!
-¿Princesa?
La jarra se estrelló contra el suelo. Con un movimiento demasiado rápido para que pudiera seguirlo con la vista, el mercenario arrancó el velo del rostro de Yasmela. Al reconocerla, retrocedió profiriendo una maldición, al tiempo que su espada trazaba un arco azul en el aire. Sus ojos centellearon como los de un tigre en una trampa. El aire estaba cargado de tensión, como la calma que precede a la tormenta. Vateesa se arrojó al suelo, presa de terror, pero Yasmela se enfrentó al bárbaro enfurecido sin vacilar. Se daba cuenta de que su vida dependía de lo que hiciese. Enloquecido por la sospecha y por un pánico irracional, el extranjero estaba dispuesto a matar a la menor provocación, pero ella se sentía extrañamente serena.
-No temas -le dijo la princesa-. Soy Yasmela, pero no hay razón alguna para que desconfíes de mí.
-¿Para qué me has traído a este lugar? -preguntó el mercenario con brusquedad, mientras sus ojos ardientes miraban en derredor-. ¿Qué clase de trampa es ésta?
-No hay trampa alguna -respondió ella-. Te he traído aquí porque puedes ayudarme. Consulté a Mitra y él me dijo que saliera a la calle y pidiera ayuda al primer hombre que encontrara.
Eso era algo que él podía entender. Los bárbaros también tenían sus oráculos. Entonces bajó la espada, aunque no la envainó.
-Si eres Yasmela, sin duda necesitas ayuda -dijo el mercenario con un gruñido-. Tu reino es un verdadero caos. Pero, ¿cómo puedo ayudarte? Si deseas cortarle el cuello a alguien, entonces...
-Toma asiento -le rogó la princesa-. Vateesa, trae más vino.
El hombre se sentó, pero tuvo cuidado de situarse junto a una pared, para poder vigilar bien toda la habitación. Luego colocó la espada desenvainada sobre sus rodillas, que cubría una malla de acero. Ella contempló fascinada aquel brillo de color azulino que parecía reflejar saqueos y gestas sangrientas. También advirtió Yasmela el tamaño de las manos del bárbaro y pensó que no eran las toscas zarpas de un troglodita. Con un estremecimiento de culpabilidad, imaginó aquellos dedos acariciando sus oscuros cabellos. Cuando la princesa tomó asiento en el diván frente al desconocido, éste pareció cobrar más confianza. Se quitó el casco y lo puso sobre una mesa. Luego se echó hacia atrás la malla que le cubría la cabeza, y los pliegues metálicos cayeron sobre sus enormes hombros. Yasmela comprobó entonces que el hombre no se parecía en absoluto a los de la raza hiboria. En su rostro oscuro cubierto de pequeñas cicatrices había cierta expresión taciturna, y aunque sus facciones no expresaban depravación ni maldad, había en ellas algo siniestro que subrayaban sus ardientes ojos azules. Enmarcaba su ancha frente una melena de corte cuadrado, negra como las alas de un cuervo.
-¿Quién eres? -le preguntó de improviso Yasmela.
-Soy Conan, un capitán de lanceros mercenarios -contestó él mientras vaciaba su jarra de vino de un trago y la tendía para que le sirviera más-. Nací en Cimmeria.
Aquel nombre significaba poco para la princesa, que sólo sabía que se trataba de un país salvaje, hosco y montañoso, situado en el norte, muy lejos, más allá de los últimos fortines hiborios y poblado por gente fiera y huraña. Yasmela jamás había visto a un cimmerio hasta ese momento. La muchacha apoyó la barbilla en sus manos y observó a Conan con aquellos ojos oscuros y profundos cuya mirada había esclavizado a tantos corazones.
-Conan el cimmerio -dijo al fin-. Antes has dicho que yo necesitaba ayuda. ¿Por qué?
-Bueno, cualquiera puede darse cuenta de eso -respondió él-. Tu hermano, el rey, está prisionero en una cárcel de Ofir. Ahí tienes a las gentes de Koth, que planean esclavizaros. Hay un brujo shemita que esparce el fuego y la destrucción por donde pasa. Y lo que es peor, ahí están tus soldados, que desertan a diario.
La princesa no respondió en seguida. El hecho de que un hombre le hablase tan sinceramente, sin disfrazar las palabras con un velo de cortesía, era algo completamente nuevo para ella.
-¿Y por qué desertan mis soldados, Conan? -preguntó ella.
-Algunos son reclutados por Koth -repuso el cimmerio, mientras tomaba unos sorbos de vino, con aire satisfecho-. Muchos otros creen que Khoraja está destinado a desaparecer como estado independiente. Otros se asustan ante lo que se cuenta de ese perro de Natohk.
-¿Y crees que los mercenarios resistirán? -inquirió Yasmela llena de ansiedad.
-Sí, mientras nos paguen bien -afirmó él con franqueza-. Tus motivos políticos no nos interesan. Para ello puedes confiar en nuestro general Amalric, pero los demás somos hombres simples a los que sólo nos preocupa obtener un buen botín. Si pagas a Ofir el rescate que pide, se dice que no tendrás con qué pagarnos. En ese caso, tal vez nos pasáramos a las filas del rey de Koth a pesar de que son pocos los que simpatizan con ese miserable. O quizá saqueemos esta ciudad. En una guerra civil, el botín suele ser cuantioso.
-¿Y no pensáis uniros a Natohk? -inquirió la princesa.
-¿Con qué iba a pagarnos? -repuso el cimmerio-. ¿Con los ídolos de latón robados a las ciudades shemitas? No; mientras sigas luchando contra Natohk, puedes confiar en nosotros.
-¿Te seguirán tus camaradas? -le preguntó ella, inesperadamente.
-¿Qué quieres decir?
-¡Digo que te voy a nombrar comandante de los ejércitos de Khoraja!
Conan se detuvo en seco, con la jarra en los labios, que se curvaron en seguida en una amplia sonrisa. Los ojos del cimmerio brillaron con una nueva luz.
-¿Comandante en jefe? ¡Por Crom! Pero ¿qué dirán a eso tus perfumados cortesanos?
-¡Tendrán que obedecerme!
La princesa golpeó las manos y al momento entró un esclavo, que se inclinó ante ella.
-Has que vengan inmediatamente el conde Thespides, el canciller Taurus, el general Amalric y Agha Shupras -dijo Yasmela.
Una vez que el esclavo se hubo retirado, la joven miró a Conan, que devoraba con gran apetito la comida que había colocado ante él la temblorosa Vateesa.
-Deposito mi confianza en Mitra -dijo la princesa-. Y ahora, dime, ¿has participado en muchos combates?
-Nací en medio de una batalla -respondió el cimmerio mientras daba grandes mordiscos a un trozo de carne con sus fuertes dientes-. Lo primero que oyeron mis oídos fue el sonido metálico de las espadas y los lamentos de los moribundos. He peleado en luchas tribales, en guerras civiles y en campañas imperiales.
-Pero ¿eres capaz de dirigir ejércitos y de ordenar líneas de batalla?
-Bueno, puedo intentarlo -repuso él imperturbable-. No es más que una pelea a gran escala. Se trata de sorprender la guardia del adversario, y luego... ¡atacar! Entonces, o bien cae su cabeza o bien la nuestra.
El esclavo volvió a entrar para anunciar la llegada de los hombres convocados. Yasmela salió al salón adyacente y los noblesse inclinaron doblando una rodilla, evidentemente extrañados de que los hubiese llamado a esa hora.
-Os he reunido para haceros conocer mi decisión -dijo Yasmela-. El reino está en peligro...
-Es una gran verdad, mi princesa -manifestó el conde Thespides.
El noble era un hombre alto, de cabellera rizada y perfumada. Con una mano se atusaba la punta de los bigotes y en la otra sostenía un gorro de terciopelo adornado con una pluma de color escarlata asegurada con un broche de oro. Llevaba zapatos de raso y un jubón de terciopelo bordado. Sus modales eran ligeramente afectados, pero debajo de las sedas se adivinaban unos músculos de hierro.
-Sería oportuno ofrecer a Ofir más oro por el rescate de vuestro real hermano -agregó el conde.
-Me opongo terminantemente -dijo Taurus, el canciller, que era un hombre anciano ataviado con una túnica ribeteada de armiño y en cuyas facciones se percibían las huellas de muchos años al servicio de su país-. Ya hemos ofrecido más de lo que puede pagar nuestro reino. Dar más sería fomentar la codicia de los ofireos. Mi princesa, repito lo que ya he dicho: Ofir no hará nada mientras no detengamos a esa horda de invasores. Si perdemos, el rey Khossus será entregado a Koth, y si ganamos, nos devolverá a Su Majestad previo pago del rescate.
-Y mientras tanto -intervino Amalric-, los soldados desertan a diario y los mercenarios están inquietos, pues no saben por qué perdemos el tiempo y qué estamos planeando. Debemos actuar rápidamente, de lo contrario...
Amalric era nemedio, un hombre corpulento con una gran melena leonina.
-Mañana marcharemos hacia el sur -dijo Yasmela-. ¡Y ahí está el hombre que os conducirá!
Tras apartar la cortina de terciopelo, la princesa señaló con gesto dramático al cimmerio. Quizá aquél no era el momento más oportuno para hacer la presentación del nuevo comandante, pues Conan estaba repantigado en un sillón, con los pies encima de la mesa de ébano y muy ocupado en roer un hueso de venado, que sujetaba fuertemente con ambas manos. El comensal lanzó una mirada indiferente a los asombrados nobles, sonrió a Amaine y siguió masticando con indudable deleite.
-¡Mitra nos proteja! -estalló Amalric-. ¡Ése es Conan el cimmerio, el más pendenciero de todos mis bribones! ¡Lo habría ahorcado hace mucho tiempo, si no fuese el que mejor maneja la espada!
-Sin duda, Su Alteza bromea -terció el conté Thespides, y su aristocrático rostro se ensombreció-. Este hombre es un salvaje, un individuo sin cultura ni educación. ¡Considero un insulto que nosotros, unos caballeros, tengamos que estar a sus órdenes! Yo...
-Conde Thespides -le dijo Yasmela-, tú llevas a mi gente bajo tus arreos. Por favor, devuélvemelos y márchate.
-¿Marcharme? -exclamó él-. ¿Adonde?
-¡A Koth o al infierno! -respondió ella, con una energía insospechada-. Si no me obedeces, no necesito de tus servicios.
-Te equivocas, mi princesa -repuso el conde, inclinándose con gesto ofendido-. Yo no puedo abandonarte. Sólo por ti pondré mi espada a disposición de ese bárbaro.
-¿Y tú, general Amalric?
Éste juró en voz baja y luego sonrió. Era un verdadero soldado de fortuna, y ningún avalar de la suerte, por duro que fuera, lo inmutaba.
-Aceptaré sus órdenes -declaró-. Vida corta y placentera es mi lema. Y teniendo a Conan el Degollador por comandante, estoy seguro de que la vida va a ser tan alegre como breve. ¡Por Mitra, si ese perro ha mandado alguna vez algo más que una compañía de degolladores, soy capaz de comérmelo con arnés incluido!
-¿Y tú, Agha? -preguntó Yasmela, dirigiéndose a Shupras.
El aludido se encogió de hombros, con aire resignado. Era un individuo con el aspecto típico de los nativos de la frontera meridional de Koth: un hombre alto y delgado, con cara de halcón.
-Ishtar nos manda, princesa -repuso, y el fatalismo de sus antepasados hablaba por su boca.
-Esperad aquí -ordenó ella y, mientras Thespides estrujaba una punta de su capa de terciopelo, Taurus murmuraba algo en voz baja y Amalric paseaba de un lado a otro mesándose la barba sonriendo como un león hambriento, la princesa volvió a desaparecer tras las cortinas y llamó a sus esclavos.
Siguiendo sus órdenes, éstos volvieron con un arnés para reemplazar la cota de malla que vestía Conan. El cimmerio se puso el gorguero, el escarpe, la coraza, el espaldar, la rodillera, la celada del casco y, en fin, todo lo que componía la armadura de un caballero. Cuando Yasmela corrió de nuevo las cortinas, un cimmerio cubierto de acero bruñido apareció ante los nobles. Tenía la visera alzada y el semblante oscurecido por las negras plumas de su casco, y de su figura emanaba un aire sombrío e imponente que hasta el mismo Thespides no pudo menos que advertir, a su pesar. Unas palabras de broma murieron en los labios de Amalric, que dijo con voz pausada:
-¡Por Mitra, nunca creí que te vería con armadura completa, Conan de Cimmeria, pero debo reconocer que no quedas mal! ¡Por los huesos de mis dedos, que he visto a muchos reyes que llevaban la armadura con bastante menos majestad que tú!
Conan se quedó callado. Una vaga sombra cruzó por su mente, como una profecía. En los años venideros iba a recordar las palabras de Amalric, cuando el sueño se convirtiera en realidad. Bajo la temprana luz del alba, las calles de Khoraja se atestaron de gentes que observaban la partida de las huestes hacia el sur. El ejército se había puesto en camino, al fin. Allí iban los caballeros, con sus brillantes armaduras plateadas y plumas de colores ondeando sobre los bruñidos cascos. Sus caballos, cubiertos de petos de seda, arreos de cuero barnizado y hebillas doradas, piafaban mientras los jinetes les hacían guardar el paso. Los primeros rayos de sol arrancaban reflejos a las puntas de las lanzas, que se alzaban como un bosque por encima de los escuadrones, mientras los pendones ondeaban al viento. Cada uno de los caballeros llevaba una prenda concedida por una dama -un guante, un velo o una flor-, que ataba a su casco o al cinto de la espada. Era la caballería noble de Khoraja, quinientos hombres conducidos por el conde Thespides, quien, según se decía, aspiraba a la mano de la misma Yasmela. Seguía a éstos la caballería ligera, en apretadas filas. Los jinetes era montañeses típicos, hombres delgados con rostro de halcón. Llevaba bacinetes en punta, y la cota de malla resplandecía bajo sus amplios caftanes. Su arma principal era el terrible arco shemita, capaz de enviar una flecha a una distancia de quinientos pasos. Había cinco mil jinetes ligeros, a cuya cabeza cabalgaba Agha Shupras, taciturno e inescrutable bajo el casco puntiagudo. A corta distancia los seguían a pie los lanceros de Khoraja. Eran relativamente pocos, al igual que en cualquier otro estado hiborio, donde se estimaba que la caballería era el único cuerpo distinguido y honroso. Estos, al igual que los caballeros, pertenecían a la antigua raza de Koth; eran hijos de familias arruinadas, hombres fracasados, jóvenes sin dinero que no podían pagarse los caballos y las armaduras plateadas. Sumaban unos quinientos.
Los mercenarios cerraban la marcha. Se trataba de un millar de jinetes y dos mil lanceros de a pie. Los esbeltos corceles de la caballería mercenaria parecían recios y salvajes, al igual que sus jinetes, y no piafaban ni daban brincos al andar. Había algo sombrío en el aspecto de aquellos profesionales de la muerte, veteranos de incontables campañas sangrientas. Cubiertos de la cabeza a los pies con cotas de malla, usaban bacinetes sin visera para protegerse la cabeza. Sus escudos eran lisos y sus largas lanzas estaban despojadas de todo adorno. De sus monturas colgaban hachas de guerra y mazas de acero, y llevaban una larga cimitarra en la cintura. Los lanceros iban armados de forma parecida, aunque empuñaban picas en lugar de las lanzas que llevaba la caballería. Eran hombres de todas las razas, que habían cometido toda clase de crímenes. Entre ellos había altos hiperbóreos, gente delgada, de grandes huesos, pocas palabras y carácter violento; rubios hombres de Gunderland, que procedían de las montañas del noroeste; renegados corinthios, fanfarrones como pocos; cetrinos zingarios, de hirsutos bigotes negros y temperamento fiero, y aquilonios, que llegaban del lejano oeste. Pero todos ellos, salvo los zingarios, eran hiborios. Detrás de todos ellos venía un camello con espléndidos arreos, conducido por una caballero que montaba en un enorme corcel, rodeado de un escuadrón de guerreros escogidos entre las tropas reales. El que iba en el camello era un personaje delgado y esbelto, vestido de seda. Al verlo, la turba, siempre sensible a la realeza, arrojó los sombreros al aire y lanzó fuertes vítores. Conan el cimmerio, arrogante en su armadura plateada, lanzó una mirada de desaprobación hacia el camello y le dijo algo a Amalric, que cabalgaba a su lado, resplandeciente con su coraza dorada encima de la cota de malla y el casco sobre el que flotaba una cresta de negras crines de caballo.
-La princesa ha querido venir con nosotros. Pero es demasiado delicada y endeble para esto. De todas formas, tendrá que cambiarse de ropa.
Amalric se atusó el rubio bigote para disimular una sonrisa. Pensó que Conan imaginaba que Yasmela empuñaría una espada y tomaría parte activa en la lucha, como hacían a menudo las mujeres bárbaras.
-Las mujeres de los hiborios no combaten como la de los cimmerios, Conan -dijo Amalric-.Yasmela sólo viene con nosotros para observar la campaña. De todos modos -agregó inclinándose y bajando la voz-, entre nosotros, tengo la impresión de que la princesa no quiere quedarse sola. Creo que tiene miedo de algo...
-¿Un alzamiento? Sí, tal vez deberíamos haber ahorcado a algunos revoltosos antes de partir.
-No, no es eso. Una de sus doncellas dijo quealgo se le había aparecido en el palacio por la noche y había aterrorizado a Yasmela. Serán brujerías de Natohk, sin duda, ¡Conan, te aseguro que estamos combatiendo contra algo más que seres de carne y hueso!
-Bien -repuso el cimmerio-, de todas formas es mejor ir en busca del enemigo que esperarlo.
Conan lanzó una mirada hacia la prolongada fila de carromatos y ayudantes de campo que seguían a las tropas, después observó a éstas y, al ver que todo estaba en orden, alzó una mano y profirió el grito de los mercenarios.
-¡Botín o infierno, camaradas! ¡Adelante!
Detrás de la interminable fila se cerraron las macizas puertas de Khoraja. Algunas cabezas se asomaron a las ventanas. Los habitantes de la ciudad sabían que estaban contemplando su vida o su muerte. Si las huestes resultaban derrotadas, el futuro de Khoraja se escribiría con sangre. Las hordas que venían de las tierras salvajes del sur no conocían la piedad. Las columnas avanzaron durante todo el día. Atravesaron onduladas praderas y vadearon ríos hasta que el terreno se fue haciendo cada vez más escarpado. Delante de las tropas se veía una serie de montes bajos que se extendían sin solución de continuidad de este a oeste. Aquella noche acamparon en la ladera norte de aquellos montes, y llegaron hasta las hogueras muchos hombres de nariz aguileña y ojos fieros procedentes de las montañas cercanas, que transmitieron las noticias que llegaban del misterioso desierto. En todos los rumores aparecía el nombre de Natohk como un ondulante reptil. A su conjuro, afirmaban los montañeses, los demonios del aire traían el trueno, el viento y la niebla, y los diablos subterráneos sacudían la tierra con espantosos terremotos. Natohk hacía caer de las alturas un fuego con el que destruían las puertas de las ciudades amuralladas y quemaban a sus defensores hasta reducirlos a huesos calcinados. Sus guerreros eran tan numerosos que cubrían el horizonte, y contaba con cinco mil estigios con carros de combate bajo las órdenes del príncipe Kutamún. Conan escuchaba, imperturbable. La guerra era su oficio. La vida era para él una continua batalla o, mejor dicho, una serie ininterrumpida de batallas. Desde su nacimiento, la muerte había sido su compañera habitual. Ella cabalgaba con aire siniestro a su lado, se alzaba sobre su hombro cuando Conan se sentaba en las mesas de juego, hacía tintinear con sus dedos huesudos las copas de vino, se cernía sobre él como una sombra monstruosa cuando se acostaba a dormir. Él le prestaba tan poca atención como un rey a su copero. Algún día, aquellas manos huesudas se apoderarían de él. Eso era todo. Lo importante era estar vivo, por el momento. Pero había otros que no se sentían tan animosos. Conan pasó entre los centinelas y se detuvo ante una esbelta figura cubierta con una capa, que le hizo una señal con la mano para que se detuviera.
-Princesa, deberías estar en tu tienda de campaña -le dijo el cimmerio.
-No podía dormir -repuso ella con los ojos velados por una sombra-. ¡Conan, tengo miedo!
-¿Hay alguien entre estos hombres a quien temas? -preguntó él, echando mano a la empuñadura de su espada.
-No se trata de un hombre -declaró Yasmela con un ligero temblor-. Dime, Conan, ¿tú no temes a nada?
Él reflexionó un momento, se acarició la barbilla y admitió al fin:
-Sí, temo la maldición de los dioses.
La princesa tembló visiblemente, y al cabo de unos instantes agregó:
-Yo estoy maldita, Conan. Un demonio de los abismos me ha marcado. Noche tras noche se alza entre las sombras susurrándome cosas terribles. Quiere arrastrarme a los infiernos para hacerme su reina. No me atrevo a dormir, pues sé que vendrá a mi tienda, igual que vino a mi alcoba del palacio. Conan, tú eres fuerte. ¡Déjame estar a tu lado! ¡Tengo miedo!
Yasmela, en ese momento, no era una princesa, sino tan sólo una muchacha aterrada. Su orgullo la había abandonado, dejándola con el alma desnuda. Presa de pánico, había acudido al cimmerio. La implacable fuerza que la había repelido al principio, ahora la atraía. Por toda respuesta, Conan se quitó la capa escarlata y envolvió con ella a la princesa. Lo hizo con gesto rudo, como si la ternura le estuviera vedada. Su mano férrea descansó por un instante sobre los delicados hombros de Yasmela, y ésta volvió a temblar, pero ahora no era de miedo. Una fuerza primitiva, semejante al rayo, se había adueñado de ella por el simple contacto de la mano del cimmerio, como si él le hubiera transmitido parte de su enorme fuerza y vitalidad.
-Acuéstate ahí -le dijo él, indicando un espacio libre que había junto a una hoguera.
Conan no veía nada extraño en el hecho de que una princesa se acostase en el suelo al lado de la fogata de un campamento, envuelta en la capa de un soldado. La muchacha obedeció sin hacer la menor objeción. Él se sentó cerca de ella, sobre una roca, y colocó la cimitarra sobre sus rodillas. Con el fuego reflejándose en su armadura, parecía una imagen de acero, la encarnación del poder y de la fuerza en un momento de quietud, aguardando una señal para volver a sumergirse en la acción. La luz de las llamas jugaba con sus facciones, que parecían duras como el hierro. Pero sus ojos ardían con una vida salvaje. Ya no era solamente un bárbaro, sino que formaba parte de la indómita naturaleza. Por sus venas corría la sangre de una manada de lobos. En su cerebro se agazapaban las sombrías tinieblas de las noches del norte. Su corazón latía al ritmo de la vida del bosque. Mientras meditaba en una especie de semisueño, Yasmela se quedó profundamente dormida, envuelta en una placentera sensación de seguridad. Tenía la certeza de que ninguna sombra de ojos llameantes se inclinaría sobre ella en la oscuridad mientras aquella implacable figura cubierta de acero velase a su lado. A pesar de todo, volvió a despertarse y se estremeció con un miedo cósmico que no pudo explicarse. La despertó un rumor de voces apagadas. Al abrir los ojos Yasmela vio que el mego apenas ardía. Se notaba en el aire la cercanía del alba. Podía ver a Conan en la semioscuridad, todavía sentado sobre la piedra, con el sable encima de las rodillas. Cerca de él había un hombre de nariz aguileña y ojos diminutos y brillantes bajo el turbante blanco. El desconocido hablaba muyrápido en un dialecto shemita que ella no entendía.
-¡Qué Bel me corte un brazo si no digo la verdad! -decía el hombre-. Por Derketa, Conan, soy el príncipe de los embusteros, pero jamás mentiría a un antiguo compañero. ¡Lo juro por los días en que ambos éramos ladrones en tierras de Zamora, antes de que vistieras la cota de malla! Te digo que he visto a Natohk -continuó- y, junto con los demás, me arrodillé ante él cuando lanzó conjuros a Set. Pero enterré mi nariz en la arena como hicieron los otros. Soy un ladrón de Shumir y mi vista es más aguda que la de un águila. Levanté un poco la cabeza y vi que su velo flotaba al viento. Él lo abrió y vi... ¡Bel me ayude, Conan, lo que vi! La sangre se me heló en las venas y se me erizó el cabello. Lo que vi me quemó el alma como un hierro candente. No puede descansar hasta que estuve seguro de lo que sospechaba. Me dirigí entonces a las ruinas -prosiguió el desconocido-de Kuthchemes. La puerta que hay bajo la cúpula de marfil estaba abierta. Al entrar, me encontré con una enorme serpiente traspasada por una espada. Debajo de la cúpula yacía el cuerpo de un hombre, tan consumido y deforme que al principio apenas pude reconocerlo. Luego vi que se trataba de Shevatas el zamorio, el único ladrón en el mundo al que reconocía como superior a mí. El tesoro estaba intacto y aparecía en montones relucientes en torno al cadáver. Eso era todo.
-No había huesos... -comenzó a decir el cimmerio.
-¡No había nada! -interrumpió el otro con vehemencia-. ¡Nada! ¡Sólo el cadáver!
Hubo un silencio, y Yasmela se sintió presa de un horror inenarrable.
-¿Sabes de dónde llegó Natohk? -dijo al fin con un vibrante susurro el shemita-. Pues vino del desierto, una noche en que el cielo y la tierra parecían enloquecidos, las nubes huían con frenesí bajo las estrellas y el aullido del viento se mezclaba con los lamentos de los espíritus de la llanura. Los vampiros estaban por todas partes aquella noche; las brujas andaban desnudas y los lobos aullaban por toda la estepa. Natohk llegó entonces en un camello negro, rápido como el viento. Lo rodeaba un fulgor infernal y las huellas que dejaba su animal brillaban en la oscuridad. Cuándo Natohk desmontó ante el templo de Set, junto al oasis de Afaka, el animal se dio la vuelta y desapareció en la noche. Luego hablé con las gentes de las tribus cercanas, y juraban haber visto que el animal desplegaba unas alas gigantescas y remontaba hacia las nubes, dejando atrás una estela luminosa. Nadie ha vuelto a ver a ese camello desde aquella noche, pero sí se ha visto una sombra negra y brutal, con vago aspecto humano, que habla con Natohk en su tienda antes del amanecer. Te digo, Conan, que Natohk es... Mira, te voy a enseñar una imagen de lo que vi aquel día en que el viento apartó el velo y dejó su rostro al descubierto.
Yasmela vio un fulgor de oro en la mano del shemita cuando éste se inclinó sobre un objeto. Conan lanzó un gruñido. De repente, la oscuridad se abatió sobre la joven. Por primera vez en su vida, Yasmela se había desmayado. El amanecer era sólo una difusa línea rojiza en el horizonte, cuando el ejército reanudó la marcha. Los nómadas de las tribus habían acudido al campamento, con los caballos agotados por la larga marcha, para informar que la horda del desierto acampaba junto al pozo de Altaku. Por consiguiente, los soldados avanzaron con rapidez a través de las montañas, dejando que los siguieran los carromatos. Yasmela iba con las tropas, pero sus ojos estaban velados por el miedo. Un horror más atroz aún se había apoderado de ella desde que reconociera la moneda que había mostrado el shemita la noche anterior. Se trataba de una de las que habían acuñado en secreto los devotos del decadente culto zugita y que reproducía las facciones de un hombre muerto hacía tres mil años. El camino serpenteaba entre escarpados riscos y lúgubres despeñaderos y bordeaba estrechos desfiladeros. Aquí y allá se veían aldeas colgadas de la roca, cuyas chozas de piedra estaban revocadas de barro. Los habitantes del lugar se apresuraron a reunirse con sus hermanos de raza, de modo que, antes de haber atravesado las montañas, el ejército había incrementado su número con tres mil arqueros salvajes.
De repente, se vieron ante una inmensa llanura que se extendía hacia el sur. En la vertiente meridional, los montes perdían altura súbitamente, señalando una clara división geográfica entre las mesetas de Koth y el desierto del sur. Aquellas montañas eran el borde de la altiplanicie y constituían una muralla casi ininterrumpida. En aquella zona, la tierra parecía desnuda y desolada, habitada tan sólo por los miembros del clan zaheemi, cuyo deber era proteger el camino de las caravanas. Más allá de las montañas, aparecía un enorme desierto polvoriento y sin vida. No obstante, allende el horizonte, se encontraba el pozo de Altaku, junto al cual acampaban las hordas de Natohk. Las huestes miraron hacia abajo, al paso de Shamla, por el cual afluía la riqueza del norte y del sur, y a través del cual pasaban los ejércitos de Koth, Khoraja, Shem, Turan y Estigia. Allí, la muralla impenetrable de montañas se interrumpía. Las laderas descendían abruptamente hacia el desierto formando inhóspitos valles cerrados por enormes riscos, con excepción de uno. Este era el único paso hacia la desierta llanura. El desfiladero era como una gran mano abierta desde las montañas; dos dedos separados constituían el valió en forma de abanico. Los dedos estaban representados por amplias colinas hacia ambos lados, con la parte externa lisa y la interna separada. Más allá se encontraban la planicie y el pozo, y en torno a éste se alzaba un grupo de torres de piedra ocupadas por los zaheemis. Conan se detuvo, tirando de las riendas de su caballo. Se había despojado de la armadura plateada, ya que se sentía más a gusto con la cota de malla. Thespides se le acercó y le preguntó con aire extrañado:
-¿Por qué te detienes?
-Esperaremos aquí -respondió el cimmerio.
-Sería más digno seguir avanzando y enfrentarnos a ellos -dijo el conde en tono cortante.
-Nos superan ampliamente en número -repuso Conan-. Y además, allí no hay agua. Acamparemos en esta meseta...
-Mis caballeros y yo lo haremos en el valle -dijo Thespides enojado-. Somos la vanguardia, y nosotros, al menos, no tememos a una turba de harapientos del desierto.
Conan se encogió de hombros, y el irritado noble se alejó a caballo. Amalric se detuvo asombrado al ver que la reluciente tropa descendía por la ladera de la montaña en dirección al valle.
-¡Los muy necios! -comentó-. Sus cantimploras pronto estarán vacías y tendrán que regresar al pozo para abrevar a sus caballos.
-Que hagan lo que quieran -repuso Conan-, ya que no les gusta recibir mis órdenes. Di a los soldados que descansen. Hemos andado mucho y por terreno accidentado. Que coman los hombres y que den de beber a los caballos.
No había necesidad de enviar exploradores, ya que el desierto se extendía ante sus ojos, si bien ahora unas nubes bajas y blanquecinas, procedentes del sur, limitaban la visibilidad. La monotonía del desierto sólo quedaba rota por unas ruinas de piedra que se alzaban a algunas leguas en el desierto y de las que se decía que eran restos de un antiguo asentamiento estigio. Conan hizo desmontar a los arqueros y los distribuyó por las colinas, junto con los salvajes montañeses. Luego situó a los mercenarios y a los lanceros de Khoraja en la alta meseta, en torno al pozo. Más atrás, en el lugar donde el desfiladero desembocaba en la meseta, se procedió a instalar la tienda de Yasmela. Al no haber enemigos a la vista, los soldados se tomaron un merecido descanso. Se quitaron los bacinetes y las cofias, y echaron hacia atrás la malla que les cubría la cabeza y el cuello. Hicieron algunas bromas groseras mientras comían con apetito y bebían grandes jarras de cerveza. En las laderas de las montañas, los nómadas también descansaban y reponían fuerzas con sus provisiones de dátiles y aceitunas. Amalric se adelantó hasta una gran piedra grisácea sobre la que se había sentado el cimmerio, y dijo:
-Conan, ¿has oído lo que dicen los nómadas acerca de Natohk? Dicen... Por Mitra, me parece una locura hasta el hecho de repetirlo. ¿Tú que piensas?
-Las semillas a veces duermen en la tierra durante siglos sin echar raíces -respondió Conan-.Pero Natohk es un hombre, sin duda alguna.
-No estoy seguro de ello -dijo Amalric-. Y hablando de otra cosa, veo que has dispuesto las tropas como lo hubiera hecho un general veterano. Si los demonios de Natohk caen sobre nosotros, no nos cogerán desprevenidos. ¡Por Mitra, qué niebla endiablada!
-Al principio pensé que eran nubes -dijo Conan-. ¡Mira cómo avanza!
Lo que parecían nubes era en realidad una densa niebla que se dirigía hacia el norte como una marea, ocultando rápidamente el desierto. En seguida estuvo sobre las ruinas estigias y siguió adelante. Los hombres miraban aquello llenos de asombro. Era algo inaudito..., algo antinatural e inexplicable.
-No podemos enviar una partida de exploradores -dijo Amaine, disgustado-, pues no podrán ver nada. Pronto estará cubierta toda la zona.
Conan, que había observado con creciente inquietud la niebla que avanzaba, se inclinó de pronto y apoyó una oreja en el suelo. Inmediatamente dio un salto y profirió una maldición.
-¡Son caballos y carros de combate! -exclamó-. ¡Son miles y miles y hacen vibrar el suelo a su paso!
A continuación levantó la voz, que resonó estruendosamente por todo el valle, poniendo a las
tropas en pie:
-¡Eh, mis hombres! ¡Alzad las picas y alabardas! ¡Formad filas!
Ante estas órdenes, los soldados se alinearon, después de ponerse apresuradamente los cascos y armaduras. En ese momento, la niebla se disipó como si ya no resultara necesaria. No desapareció lentamente, como suele ocurrir, sino que se esfumó como una llama que se extingue. El desierto, oculto un momento antes por el espeso manto blanco, brillaba ahora bajo un cielo soleado y sin nubes. Pero ya no estaba vacío, sino atestado por el aparato viviente de la máquina bélica. Un grito de asombro sacudió las montañas. A primera vista, los atónitos observadores parecían estar contemplando un fulgurante mar de bronce y oro, sobre el que las puntas de las lanzas titilaban como miríadas de estrellas. Al desaparecer la niebla, los invasores se habían detenido, súbitamente, en líneas apretadas cuyas armas brillaban bajo los rayos del sol. En primera línea se hallaban los pesados carros de combate, arrastrados por grandes y fieros caballos de Estigia adornados con plumas, que relinchaban inquietos mientras los semidesnudos aurigas se echaban atrás apoyados en sus robustas piernas para tirar con fuerza de las riendas. Los hombres que iban en carros eran guerreros de gran estatura, con rostros e halcón bajo los cascos de bronce y una cimera en forma de media luna sobre una esfera dorada. Empuñaban pesados arcos y se advertía que no eran arqueros comunes; se trataba de nobles del sur, criados para la guerra y la caza, y acostumbrados a abatir leones con sus flechas. Tras ellos aparecía un abigarrado conjunto de hombres de aspecto salvaje, con caballos no menos fieros. Eran los guerreros de Kush, el primero de los grandes reinos negros situados al sur de Estigia. Parecían hechos de ébano pulido y cabalgaban completamente desnudos, sin utilizar sillas de montar bajo su cuerpo ágil y flexible.
Detrás de ellos había unas hordas que parecían reunir a todos los habitantes del desierto. Eran miles y miles de belicosos hijos de Shem, jinetes con armaduras de escamas de metal y cascos cilíndricos. Eran los asshuri de Nippr, Shumir, Eruk y ciudades vecinas; hordas salvajes vestidas de blanco e integradas por diversos clanes nómadas. En ese momento las tropas comenzaron a agitarse en un remolino desordenado. Los carros de combate se apartaron a un lado, en tanto que el grueso de las huestes avanzaba como un tropel desorganizado. En el extremo del valle, los caballeros de Khoraja habían montado en sus corceles y el conde Thespides galopó laderas arriba hacia donde se encontraba Conan. Ni siquiera se dignó desmontar, sino que habló con tono brusco desde su caballo.
-¡La desaparición de la niebla los ha desconcertado! -dijo Thespides-. ¡Ahora es el momento de atacar! Los kushitas no tienen arcos y entorpecen su vanguardia. Una carga de mis caballeros los aniquilará hasta las mismas filas de los shemitas, destrozando su formación. ¡Seguidme! ¡Seguidme! ¡Ganaremos esta batalla con un solo golpe!
Conan movió negativamente la cabeza y dijo:
-Si estuviéramos luchando con un enemigo corriente, estaría de acuerdo. Pero la confusión que demuestran me parece más fingida que real. Me temo que sea una trampa.
-Entonces, ¿te niegas a avanzar? -increpó Thespides indignado.
-Sé razonable -repuso Conan-. Tenemos la ventaja de nuestra posición...
Tras lanzar un furioso juramento, el conde Thespides giró en redondo con su caballo y volvió galopando al valle, donde sus caballeros esperaban impacientes. Amalric movió la cabeza con gesto de desaliento y dijo:
-No debiste dejarlo volver, Conan. Me parece que... ¡Mira allí!
Conan se levantó de un salto y profirió una maldición. Thespides se había puesto a la cabeza de sus hombres y podía escucharse su voz exaltada a lo lejos. Aunque no se percibieran sus palabras, el gesto que hizo señalando la horda enemiga era significativo. Un segundo después, quinientas lanzas apuntaron al frente y toda la compañía de caballeros armados descendía con un ruido atronador por el último tramo del valle. Un joven paje llegó corriendo desde la tienda de Yasmela y le dijo a Conan con voz chillona y apremiante:
-Mi señor, la princesa pregunta por qué no sigues y apoyas al conde Thespides.
-Porque no soy tan necio como él -repuso el cimmerio con un gruñido y, tras volver a sentarse en la roca, comenzó a devorar una enorme pata de carnero.
-El mando te ha vuelto sensato -dijo Amalric-. Esa clase de locuras fueron siempre tu debilidad.
-Sí; cuando sólo jugaba con mi propia vida. Pero ahora... ¡Eh, por todos los infiernos...!
Las hordas enemigas se habían detenido. Del ala más alejada avanzó un carro de guerra cuyo desnudo auriga azotaba a los caballos como un poseso. El otro ocupante del carro era un hombre alto cuya túnica flotaba al viento dándole un aire fantasmagórico. Sostenía en sus brazos una gran vasija de oro de la que dejaba caer un fino polvillo que resplandecía bajo la luz del sol. El carro cruzó por delante de la horda. Detrás de sus imponentes ruedas quedaba, como la estela de un barco, una larga línea luminosa que brillaba sobre la arena como la huella fosforescente de una serpiente.
-¡Ése es Natohk! -exclamó Amalric, profiriendo un juramento-. ¿Qué semilla infernal está sembrando?
Los caballeros de Khoraja no habían disminuido la velocidad de su ataque. Cincuenta pasos más y embestirían a las filas irregulares de los kushitas, que permanecían quietas, con las lanzas levantadas. Ahora, los caballeros que iban en vanguardia llegaban a la delgada línea que brillaba sobre la arena, y cuando los cascos de los caballos la pisaron fue como el acero cuando choca contra el pedernal, pero con resultados mucho más terribles. Una explosión aterradora conmovió el desierto, que pareció desgarrarse entre llamas blanquecinas a lo largo de la línea. La primera fila de caballeros quedó envuelta en llamas, y tanto los caballeros como los jinetes de pesadas armaduras comenzaron a retorcerse como insectos al caer a una hoguera. Un instante después, el grueso de la tropa se abalanzaba sobre los cuerpos carbonizados de sus compañeros. Incapaces de detenerse, se precipitaron fila tras fila sobre el creciente e informe montón de cadáveres. Con increíble rapidez, el ataque de los poderosos jinetes se había convertido en un caos en el que los caballeros morían uno tras otro entre los relinchos de los animales agonizantes. Entonces, la aparente confusión que reinaba en las filas kushitas se esfumó. Las filas más cercanas se organizaron con toda precisión y atacaron a los jinetes caídos, destrozándolos sin piedad y rematando a otros con mazas y piedras. Todo ocurrió con tal rapidez que los observadores que estaban en las montañas quedaron atónitos. Las hordas seguían avanzando, tratando de evitar el montón de cuerpos carbonizados. Desde las montañas se alzó una exclamación:
-¡No luchamos contra hombres, sino contra demonios!
Los que estaban allí apostados vacilaron. Uno de ellos echó a correr hacia atrás, en dirección a la planicie, con el rostro bañado en sangre y con espuma en la boca.
-¡Huid, huid! -farfullaba babeando-. ¿Quién puede luchar contra la magia de Natohk?
El cimmerio lanzó un gruñido, se levantó de un salto y con el enorme hueso de carnero le asestó un golpe en la cabeza al asustado fugitivo, que cayó al suelo mientras la sangre manaba en abundancia de su nariz y de su boca. Conan desenvainó la espada con los ojos convertidos en esferas de fuego azul y gritó con voz atronadora:
-¡Volved a vuestros puestos! ¡Si cualquiera de vosotros da un solo paso atrás, le separo la cabeza del cuerpo! ¡Luchad como hombres, maldición!
La desbandada se detuvo tan rápidamente como había comenzado. La fiera personalidad de Conan fue como un cubo de agua fría en la hoguera de terror de sus hombres.
-¡Regresad a vuestros puestos y resistid! -ordenó-. ¡Ni los hombres ni los demonios cruzarán el desfiladero de Shamla!
Allí donde la meseta se interrumpía y comenzaba el valle descendente, los mercenarios se ajustaron los cinturones y empuñaron las alabardas. Detrás de ellos, los jinetes montaron en sus caballos, mientras que en uno de los flancos quedaban los lanceros de Khoraja como tropas de reserva. A Yasmela, que estaba pálida y silenciosa mucho más atrás, ante la puerta de su tienda de campaña, sus huestes le parecían un lamentable puñado de hombres, en comparación con las densas hordas del desierto. Conan se quedó entre los lanceros. Sabía que los invasores no efectuarían un ataque por el desfiladero para no ponerse al alcance de las flechas de los arqueros, pero lanzó un gruñido de sorpresa al ver que los jinetes enemigos desmontaban. Aquellos salvajes no tenían fuerzas de aprovisionamiento. Las cantimploras y las bolsas de alimentos colgaban de sus sillas de montar. Bebieron la poca agua que les quedaba y luego arrojaron a un lado las cantimploras.
-Esto no me gusta nada -musitó el cimmerio-. Hubiera preferido un ataque de caballería por
parte de ellos; los animales heridos entorpecen el avance.
Las hordas habían formado una enorme cuña cuya punta eran los estigios y el cuerpo los asshuri; los flancos estaban ocupados por los nómadas. Avanzaron lentamente, en cerrada formación y con los escudos levantados, mientras detrás de ellos una sombría figura alzaba los brazos cubiertos por los pliegues de la túnica, en una terrible invocación. Cuando la horda de atacantes entró en el amplio valle, los montañeses lanzaron sus flechas. A pesar de la fuerte formación defensiva, los hombres del desierto cayeron por docenas. Los estigios habían desechado sus arcos. Con las cabezas inclinadas hacia adelante y los ojos oscuros mirando fieramente por encima del borde de sus escudos, se adelantaron como una marea implacable, pisando a sus compañeros caídos. Los shemitas devolvieron el ataque, y nubes de flechas oscurecieron el cielo. Conan lanzó una mirada por encima de las olas de flechas y se preguntó qué nuevo horror estaría invocando el hechicero. Intuía que Natohk, como todos los de sus especie, era más temible en la defensa que en el ataque. Tomar la ofensiva contra él suponía un desastre inevitable. Seguramente era alguna magia lo que hacía avanzar a las hordas hacia las fauces de la muerte. Conan contuvo el aliento ante la destrucción causada por sus arqueros entre las filas atacantes. Los bordes de la cuña parecían fundirse y el valle estaba sembrado de muerte. Pero los sobrevivientes seguían adelante como locos, inconscientes del desastre. Algo más atrás, los arqueros volvieron a empuñar sus armas y nuevas nubes de flechas se remontaron hacia las posiciones superiores, obligando a los montañeses a ponerse a cubierto. El pánico se apoderó de éstos ante aquel avance irresistible y miraron hacia abajo como lobos atrapados. Cuando la horda estigia cruzó la parte más estrecha del desfiladero, una lluvia de rocas rodó por el talud, aplastando a cientos deinvasores. A pesar de ello, el ataque no se detuvo. Los mercenarios de Conan se prepararon para el choque inevitable. Su cerrada formación y sus mejores armaduras impidieron que las flechas enemigas los aniquilaran. El cimmerio temía el impacto del ataque cuando la enorme cuña embistiera contra sus filas. En ese momento comprendió que no había forma de evitar la masacre. Aferró entonces por el hombro a un zaheemi que se hallaba cerca de él y le preguntó:
-¿Hay algún modo de que unos jinetes puedan llegar hasta el valle que hay del otro lado de esa cordillera que se ve allí?
-Sí -contestó el otro-. Es un camino escarpado y peligroso,pero...
Conan llevó al hombre hasta donde estaba Amalric, sentado sobre su enorme caballo de batalla.
-¡Amalric! -exclamó-. ¡Sigue a este hombre! Él os guiará a ti y a tus tropas hasta el valle exterior. Debes descender y, después de rodear aquella montaña, atacar a las hordas por la retaguardia. ¡No hables y haz lo que te digo! Sé que es una locura, pero de todas formas estamos condenados. Haremos todo el daño que podamos antes de sucumbir. ¡Vamos, poneos en marcha deprisa!
El bigote de Amalric se curvó en una fiera sonrisa. Poco después, los lanceros seguían a su jefe por la maraña de desfiladeros que conducían hasta la planicie. Conan corrió espada en mano hasta donde se hallaban las tropas armadas de picas. El cimmerio llegaba a tiempo. A cada lado del valle, los montañeses de Shupras, enloquecidos por la certeza de la derrota, dejaban caer sus armas con desesperación. Los hombres morían como moscas, tanto en el valle como por las laderas. Con un estruendo ensordecedor, los estigios embistieron al fin contra el resto de las tropas mercenarias. Las líneas fueron sacudidas por un huracán de acero. Los nobles del desierto, criados para la guerra, se enfrentaban a duros soldados profesionales. Los escudos chocaban entre sí, mientras las lanzas sembraban la muerte. Conan distinguió la poderosa figura del príncipe Kutamún a través del mar de espadas, pero la presión de los atacantes lo mantenía pecho contra pecho ante oscuros combatientes que jadeaban y asestaban mandobles a diestra y siniestra. Y es que detrás de los estigios, los asshuri llegaban a manadas, al tiempo que lanzaban sus gritos tribales. Los nómadas del ejército enemigo treparon por los riscos que había a ambos lados del valle y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo con los montañeses. El combate feroz se generalizó por toda la cordillera. Con uñas y dientes, enloquecidos por el fanatismo de antiguas querellas, los nómadas y los montañeses mataban y morían. Con la melena al viento, los desnudos kushitas se mezclaron en la refriega profiriendo aullidos.
Conan tuvo la sensación de que sus ojos, velados por el sudor, contemplaban un océano de acero que ondulaba, avanzaba y retrocedía, llenando el valle de lado a lado. La batalla estaba en su punto culminante y más sangriento. Los montañeses se mantenían en las cimas y los mercenarios, aferrando sus ensangrentadas picas, resistían en el centro del desfiladero. La superioridad de la posición y la calidad de las armaduras defensivas compensaban la abrumadora superioridad numérica de los enemigos. Pero aquello no podía durar demasiado: oleada tras oleada, los rostros feroces y las lanzas resplandecientes seguían ascendiendo por las laderas. Los asshuri llenaban los huecos que dejaban los estigios caídos. El cimmerio miró hacia la cordillera occidental para ver si aparecían las lanzas de Amalric, pero no vio nada. Los lanceros comenzaban a retroceder ante la embestida de las gentes del desierto. Conan abandonó entonces toda esperanza de victoria e incluso de supervivencia. Al tiempo que daba una orden a sus capitanes, se abrió paso entre los combatientes y corrió por la meseta en dirección a las tropas de infantería que se mantenían más atrás con reserva, temblando de ansiedad. Ni siquiera miró hacia la tienda de Yasmela. Había olvidado totalmente a la princesa. Su único pensamiento era el instinto salvaje de matar antes de morir.
-¡Hoy os convertís en caballeros! -dijo el cimmerio con una risa salvaje mientras señalaba con su espada los caballos de los montañeses, que estaban agrupados cerca de allí-. ¡Montad en los corceles y acompañadme al infierno!
Conan seguía riendo con expresión sombría al tiempo que guiaba hacia una ramificación de la planicie a quinientos infantes -patricios empobrecidos, segundones, ovejas descarriadas de buenas familias- montados en caballos shemitas semisalvajes. Atacaban a un ejército en un terreno inclinado donde ninguna caballería hubiese osado hacerlo. Atravesaron la garganta del desfiladero con un ruido atronador, pisando los cuerpos caídos que cubrían el suelo. El terreno todavía era bastante escarpado, y una veintena de caballos resbalaron y cayeron rodando con sus jinetes. Más abajo, los hombres proferían maldiciones y arrojaban sus armas. El impacto del ataque era como una avalancha que se abre camino por entre un bosque de árboles jóvenes. Los improvisados caballeros fueron dejando tras de sí una alfombra de cuerpos caídos. Y entonces, cuando la horda se revolvía y se replegaba sobre sí misma, los lanceros de Amalric, después de abrirse paso a través de una columna de jinetes que habían encontrado en el valle exterior, irrumpieron por el recodo de la cordillera occidental y atacaron a las huestes del desierto con la fiereza que da la desesperación. Su ataque llevaba consigo la sorpresa que desmoraliza al enemigo. Creyéndose rodeados por unas fuerzas muy superiores y temerosos de quedar aislados del desierto que era su morada, muchos nómadas dieron media vuelta e iniciaron una huida tumultuosa, causando estragos entre las filas de las tropas más ordenadas que tenían detrás. En las laderas de las montañas, los hombres del desierto veían el cariz que tomaban la batalla en terreno llano, y los montañeros que estaban a la defensiva, por su parte, cayeron sobre sus enemigos con renovada furia y los rechazaron hacia el valle.
Desconcertados, los guerreros del desierto rompieron filas sin ver, en su precipitación, que sólo los atacaba un puñado de hombres. Y cuando una tropa heterogénea y numerosa se desorganiza en la lucha, ni un mago es capaz de volver a agruparla. A través del mar de cabezas y lanzas, los hombres de Conan vieron que los jinetes de Amalric avanzaban imparables entre los anárquicos combatientes del desierto. Un júbilo victorioso se apoderó de ellos. Con el corazón lleno de una fuerza indómita, sus brazos parecían aún más diestros en el manejo de las lanzas. Por su parte, los alabarderos que se encontraban en el desfiladero afirmaron los pies en el suelo resbaladizo, enrojecido por la sangre, e iniciaron el avance, chocando brutalmente contra las filas que tenían enfrente. Los estigios resistieron, pero, más atrás, los asshuri comenzaron a ceder. Los mercenarios embistieron entonces contra los nobles del desierto, que sucumbieron en sus puestos hasta el último hombre. Arriba, entre los riscos, el viejo Shupras yacía con una flecha clavada en el corazón. A Amaine lo habían derribado del caballo y maldecía como un pirata mientras se apretaba una herida que tenía en una pierna. De la infantería montada de Conan apenas quedaban ciento cincuenta hombres sobre sus caballos. Pero la horda estaba destrozada. Nómadas y arqueros huían hacia los campamentos, donde estaban sus caballos, mientras los montañeses descendían por las laderas atacando a los fugitivos por la espalda con los sables y cortando las cabezas a los heridos. En aquel caos de sangre surgió de repente una terrible aparición delante del caballo de Conan. Era el príncipe Kutamún, tan sólo cubierto con un taparrabo, pues había sido despojado de su armadura en el fragor de la batalla. Su cuerpo estaba cubierto de sangre y de magullones. El príncipe lanzó un grito terrible y arrojó la empuñadura rota de su espada contra el rostro de Conan; luego dio un salto y asió por las riendas el corcel del cimmerio. Conan se revolvió en su silla, desconcertado. Mientras tanto, poniendo en juego una fuerza increíble, el gigante de piel oscura empujó el caballo hacia arriba y atrás hasta que, perdido el equilibrio, el animal cayó al suelo, encima de los cuerpos que se retorcían.
Conan saltó en el preciso momento en que su caballo se desplomaba. Kutamún se abalanzó sobre él rugiendo. Debido al furor de la batalla, el bárbaro no pudo recordar luego exactamente cómo había dado muerte a su enemigo. Sólo sabía que una piedra que tenía el estigio en la mano le golpeó varias veces en el casco, impidiéndole ver. Luego Conan extrajo su daga y la hundió una y otra vez en el cuerpo del príncipe, sin que ello pareciera afectar a su terrible vitalidad. El mundo ya daba vueltas ante los ojos del cimmerio, cuando el adversario se estremeció convulsivamente y cayó hacia un lado. Conan se incorporó con el rostro empapado de sangre bajo el abollado casco y observó mareado el panorama de destrucción que se ofrecía a sus ojos. Los cadáveres yacían por todas partes, como una alfombra roja que cubriera el valle. Y abajo, en el desierto, continuaba la masacre. Los sobrevivientes habían llegado hasta sus caballos y se desparramaban por la planicie, perseguidos por los vencedores. Conan quedó espantado al ver el menguado grupo a que éstos habían quedado reducidos. Entonces se oyó un alarido espantoso que cortó el clamor de la batalla. Por el desfiladero ascendía un carro de guerra a una velocidad tremenda, sin que parecieran molestarle los cadáveres amontonados en el suelo. El carro no iba tirado por caballos, sino por un enorme animal negro, parecido a un camello. Sobre el carruaje se veía a Natohk, con la túnica flotando al viento. Delante, sosteniendo las riendas y dando latigazos como un loco, iba un ser antropomórfico oscuro y deforme, con vaga apariencia humana, que parecía un monstruoso simio.
El carro de guerra ascendió el último tramo del valle y llegó a la meseta, dirigiéndose hacia la tienda de campaña en la que se encontraba sola Yasmela, pues hasta la guardia se había unido a los combatientes. Conan oyó el grito de terror de la princesa cuando el largo brazo del hechicero Natohk se tendió hacia ella y la subió al carruaje. Luego, el monstruoso animal que tiraba del carro giró rápidamente y regresó valle abajo, sin que ninguno de los hombres de Yasmela se atreviese a arrojar una lanza o una flecha por temor a herir a la princesa, que se debatía aterrada en los brazos de Natohk. Conan lanzó un grito inhumano y, tras recoger la espada del suelo, saltó hacia el sitio por donde debía pasar el carruaje infernal. Pero cuando alzaba su espada, las patas delanteras de la negra bestia golpearon al cimmerio en el pecho y lo enviaron a varios metros de distancia, dejándolo aturdido y herido. El grito de Yasmela llegó hasta los oídos de Conan en el momento en que el carruaje pasaba ante él. El cimmerio reaccionó al instante y, asiendo las riendas de un caballo que corría sin jinete, tomó impulso y saltó sobre la montura sin que el animal detuviese siquiera su carrera. Corrió con loco frenesí en pos del carruaje de Natohk y cruzó como un torbellino el campamento shemita. Luego se dirigió al desierto pasando al lado de sus propios jinetes, que perseguían a los del hechicero. El carro de guerra siguió delante y Conan no abandonó la persecución, a pesar de que el jadeo de su caballo se hacía cada vez más intenso. El desierto los rodeaba por todas partes, con sus arenales bañados por el esplendor del sol poniente. Delante de ellos se alzaban las antiguas ruinas del tiempo. Un nuevo alarido heló la sangre en las venas de Conan. El cimmerio levantó la vista y vio que el monstruoso auriga de Natohk arrojaba a éste y a la muchacha del carro. Ambos rodaron sobre la arena y entonces, ante el asombro de Conan, el carruaje sufrió una extraordinaria transformación. La negra bestia desplegó unas enormes alas y remontó el vuelo hacia el cielo, dejando atrás una llama cegadora sobre la cual un humanoide negro se reía con carcajadas triunfales. Pasó tan rápido como el monstruo de una pesadilla inconcebible.
Natohk se puso en pie de un salto y lanzó una mirada a su amenazante perseguidor, que llegaba a todo galope, con la espada dispuesta a asestar un golpe mortal. El brujo recogió a Yasmela, que se había desmayado, y corrió con ella en brazos hasta las ruinas. Conan saltó de su caballo y se lanzó a la carrera tras el hechicero, que entraba ya en lo que había sido el antiguo templo. El cimmerio también entró en una habitación iluminada con un fulgor ultraterreno, aún cuando en el exterior caía la tarde. Sobre un altar de jade negro yacía la princesa; su cuerpo desnudo resplandecía como si fuera de marfil. Sus ropas estaban desparramadas por el suelo, como si hubieran sido arrancadas en un apresuramiento brutal. Natohk se enfrentó al cimmerio. Una brillante túnica de seda verde cubría el inhumano cuerpo, alto y delgado, del hechicero. Apartó el velo que le ataba el rostro y Conan pudo ver las facciones que aparecían en la moneda del zugita.
-¡Sí, perro maldito! -exclamó el brujo con una voz sibilante como la de una gigantesca serpiente-. ¡Soy Thugra Khotan! He yacido mucho tiempo en mi tumba, esperando el día de mi despertar y de mi liberación. Las artes que me salvaron de los bárbaros hace muchos siglos me retuvieron prisionero, pero yo sabía que uno de aquellos mismos bárbaros llegaría, tarde o temprano... ¡Y al fin llegó para que se cumpliera el destino y para que muriera como nadie ha muerto en tres mil años! ¡Necio! ¿Crees que has vencido porque mi gente se ha dispersado y porque me traicionó y me abandonó el demonio al que había logrado esclavizar? ¡No! ¡Soy Thugra Khotan y dominaré el mundo a pesar de vuestros ridículos dioses! Los desiertos están llenos de mis gentes; los demonios hacen mi voluntad y todos los reptiles de la tierra me obedecen. Mi deseo por una mujer debilitó mis poderes mágicos. ¡Ahora esa mujer es mía, y recreándome en su alma seré invencible! ¡Atrás, necio! ¡No has derrotado a Thugra Khotan!
El hechicero arrojó su bastón a los pies de Conan y éste retrocedió profiriendo un grito involuntario, ya que al caer al suelo la vara sufrió una terrible transformación; se derritió, se retorció y ante el horrorizado cimmerio apareció una cobra. La reacción de Conan fue instantánea: alzó su enorme espada y de un solo corte seccionó en dos partes al espantoso reptil. Entonces vio que a sus pies había sólo las dos mitades de un bastón de ébano. Thugra Khotan se echó a reír con carcajadas malignas; luego se agachó y recogió algo que avanzaba por el suelo polvoriento. En su mano extendida, algo se contorsionaba amenazadoramente. No se trataba de trucos de sombras, esta vez. En la palma de la mano de Thugra Khotan se veía un escorpión negro de casi medio metro de largo. Era el animal más mortífero del desierto y su picadura significaba la muerte instantánea. El rostro del hechicero, parecido al de una calavera, se distendió en una espantosa sonrisa de momia. Conan vaciló, pero atacó como una centella. Sorprendido en un gozo infernal, Thugra Khotan ni siquiera pudo hacer un movimiento para eludir la espada de Conan, que atravesó su corazón y le salió por los hombros. El brujo cayó al suelo, estrujando al venenoso escorpión con el puño mientras se desplomaba. El cimmerio se acercó al altar y levantó a Yasmela en sus ensangrentados brazos. La princesa estiró sus manos convulsivamente y se apretó contra él sollozando desesperadamente, aferrándose a su cuello como si no fuera a soltarlo jamás.
-¡Por los demonios de Crom, muchacha! -dijo Conan, con un gruñido-. ¡Suéltame! Hoy han muerto cincuenta mil hombres y todavía hay mucho que hacer...
-¡No! -repuso ella, jadeando y aferrándose a él con todas sus fuerzas-. ¡No te dejaré marchar! ¡Soy tuya, por el fuego, el acero y la sangre! ¡Y tú eres mío! ¡Allí pertenezco a otros..., pero aquí tan sólo a ti! ¡No te irás!
El cimmerio vaciló al notar que su espíritu era ya un volcán de encontradas pasiones. El fulgor sobrenatural aún brillaba en la sombría habitación, alumbrando con una luz espectral el rostro muerto de Thugra Khotan, que parecía sonreírles con una mueca siniestra. Afuera, en el desierto, los hombres morían, aullaban y mataban como locos, y los reinos se tambaleaban sobre sus cimientos. Pero todo aquello pareció borrarse del alma de Conan mientras apretaba con fuerza entre sus brazos de hierro el esbelto cuerpo marfileño que brillaba en la penumbra como una blanca llama embrujada.
Robert E. Howard (1906-1936)
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