Cita en Averoigne

A rendezvous in Averoigne, Clark Ashton Smith (1893-1961)

Mientras se dirigía a Vyones por el sendero cubierto de hojas que atravesaba los bosques de Averoigne, Gerard de l'Automne meditaba sobre las rimas de una nueva balada que estaba componiendo en honor de Fleurette. Pero más que en la balada, sus verdaderos progresos radicaban en él mismo, sobre todo desde que se había puesto en marcha para encontrarse con Fleurette, a quien había prometido una cita entre robles y hayas, como se promete a cualquier muchacha campesina que se precie. Su amor estaba en esa fase en que, incluso para un trovador profesional, anda más cautivo de la ensoñación que de la inspiración. Así, continuamente pensaba en situaciones que iban más allá del intercambio de palabras amorosas. Los árboles y los prados habían adquirido el fresco esplendor de las primaveras medievales; la hierba estaba salpicada de diminutas poblaciones de flores azules, blancas y amarillas, como bordadas artísticamente; junto al camino discurría un arroyuelo cristalino cuyo murmullo remitía al delicioso parloteo de ondinas bajo las aguas. El aire, acunado por los rayos del sol, llegaba como en bocanadas de juventud y aventura; y los deseos que emanaban del corazón de Gerard semejaban mezclarse de modo místico con la balsamina silvestre.

Gerard era un trovero cuya juventud y numerosas peripecias le habían reportado fama considerable. Siguiendo la costumbre de su oficio, vagaba de corte en corte, de castillo en castillo. En aquellos días era el invitado del conde de la Frenaie, cuya elevada fortaleza dominaba más de la mitad de los bosques circundantes. Un día, cuando visitaba Vyones, singular ciudad catedralicia muy próxima al bosque de Averoigne, el trovador vio a Fleurette, hija de un adinerado mercero que se llamaba Guillaume Cochin; y aunque parezca extraño, se enamoró sinceramente de la joven, más de lo que suele ser común entre personas de su talante y oficio. Se las arregló para revelarle sus sentimientos. Y así, tras un mes a base de cartas de amor, baladas y entrevistas furtivas mediadas por una alcahueta, ella concertó una cita silvestre aprovechando que su padre debía ausentarse. Escoltada por una dama de compañía y un sirviente, a primera hora de la tarde debía salir de Vyones y encontrarse con Gerard bajo un haya enorme y muy vieja. Una vez allí, los sirvientes debían retirarse discretamente para que los amantes pudieran estar solos. Era poco probable que alguien los viera o importunase: el tupido e inmemorial bosque tenía muy mala fama entre los campesinos. En algún lugar yacían las ruinas del derruido y encantado castillo de Faussesflammes. Asimismo, había una doble tumba sin consagrar en la que el señor Hugh du Malinbois y su castellana, célebre por sus prácticas brujescas, estaban enterrados desde hacía más de doscientos años. Circulaban leyendas espeluznantes en torno a sus figuras y espectros, había historias de hombres lobo y duendes, de hadas, demonios y vampiros que infestaban Averoigne. Gerard había prestado poca atención a aquellos rumores y consideraba improbable que tales engendros osaran aparecérsele a plena luz del día. La alocada Fleurette también era del mismo parecer; ahora bien, para que los criados la acompañasen había sido necesario prometerles una sustanciosa recompensa, ya que ellos sí creían plenamente en las supersticiones de la comarca.

Gerard se había olvidado por completo de las siniestras leyendas de Averoigne; aceleró su marcha por el sendero moteado por los rayos del sol que se filtraban por las enramadas. Estaba a sólo un recodo del punto de encuentro; el corazón le latía con desenfreno y emoción al preguntarse si Fleurette ya lo estaría esperando. Desistió de seguir componiendo la balada; en las tres millas recorridas desde La Frenaie, se había quedado a mitad de esbozar la primera estancia. Aquellos pensamientos propios de un joven enamorado e impaciente fueron interrumpidos por un horrísono grito, nacido de la repulsa y el terror más intensos, que parecía proceder de la verde calma de los pinos que se alzaban junto al sendero. Sorprendido, escrutó las gruesas ramas. Y cuando se restableció el silencio, percibió el son de pasos amortiguados y apresurados y el correteo de varios cuerpos. Volvió a oír el grito, inconfundiblemente proferido por una mujer que se encontraba en peligro. Aflojó las correas de la daga envainada y, empuñando con decisión un largo garrote de carpe para protegerse de las víboras que, se decía, acechaban en los bosques de Averoigne, se internó sin demora ni indecisión entre los troncos de denso follaje. En un pequeño claro abierto más allá de los árboles, descubrió a una mujer que pugnaba por zafarse de tres rufianes excepcionalmente brutales y malvados. A pesar de las circunstancias, Gerard se dio cuenta de que jamás los había visto en su vida. La mujer, ataviada con una toga esmeralda como el verde de sus ojos, manifestaba en el rostro la palidez de las cosas muertas, una belleza sobrenatural, y sus labios lucían el carmesí intenso de la sangre joven. Por su parte, los hombres eran oscuros como sarracenos, sus ojos ardientes brasas bajo las cejas, tupidas y gruesas como las cerdas de una bestia. Sus pies guardaban una forma muy peculiar; sin embargo, Gerard no reparó en aquel hecho hasta mucho después, cuando recordó que, aunque se movían con agilidad pasmosa, exhibían una extraña deformidad. Por algún inexplicable motivo, nunca fue capaz de rememorar cómo iban vestidos.

La mujer le dirigió una mirada suplicante nada más reparar en él. Los agresores, en cambio, parecieron no prestarle atención. Sin embargo, la peluda mano de uno de ellos aprisionó las de la mujer, que en vano intentaba ir junto al hombre que venía a salvarla. Enarbolando el garrote, Gerard se precipitó contra los villanos. Asestó tal golpe sobre la cabeza del que estaba más cerca que debería haberlo tumbado. Sin embargo, el palo sólo hendió el aire y Gerard hizo grandes esfuerzos para mantener el equilibrio. Desconcertado y sin entender nada, se dio cuenta de que el barullo de las figuras se había desvanecido por completo. Los tres hombres habían desaparecido pero, en medio de las ramas de un alto pino alejado del claro, las pálidas facciones de la mujer, antes de fundirse en la espesura, por un instante le sonrieron con tenue, casi imperceptible malicia. Se hizo la luz en Gerard; y mientras se persignaba, un fuerte estremecimiento le recorrió el cuerpo. Unos fantasmas o demonios lo habían engañado, sin duda con maléficos propósitos; había sido objeto de algún extraño encantamiento. Todo aquello tenía que ver con las sombrías leyendas de los bosques de Averoigne. Retrocedió sus pasos hasta el sendero. Sin embargo, cuando pensó que estaba de nuevo en el punto donde había oído los gritos, el sendero ya no existía; tampoco reconoció ni vio nada que le recordase un solo rasgo del bosque. El follaje ya no era de un verde intenso, sino lúgubre. Los árboles presentaban las trazas propias de los cipreses, o eran presa del decaimiento otoñal o de su muerte definitiva. En lugar de aguas cantarinas había una laguna de aguas oscuras y espesas como sangre coagulada, sin que en ellas se reflejasen las oscuras juncias otoñales que la flanqueaban como la cabellera de un suicida y los troncos de las mimbreras que se retorcían en las márgenes.

Gerard tenía la plena convicción de padecer un malvado encantamiento. El precio de atender a la llamada de auxilio había sido cazado por el hechizo, haber sido atraído hacia el centro de su influjo. Ignoraba qué clase de poderes brujescos o demoniacos lo habían elegido como víctima; no obstante, estaba seguro de que acechaban fuerzas sobrenaturales. Asió con más fuerza el garrote de carpe y, mientras intentaba descubrir indicios tangibles de una maligna presencia, se encomendó a todos los santos que conocía. Imperaba la más absoluta desolación; el entorno era lugar propicio para una reunión entre cadáveres y demonios. Nada se movía, ni una sola hoja caída, ni un solo murmullo de ramas movidas por el viento, ni un solo trino de pájaro ni zumbido de abejas, ni un solo borboteo de agua. Parecía como si el sol jamás se hubiese alzado sobre aquellos cielos mortecinos; la luz diurna brillaba débilmente, sin matices ni variaciones, sin claros ni oscuros. Gerard escrutó aquel entorno con suma atención: cuanto más se fijaba más aumentaba su intranquilidad, a cada mirada descubría algo inquietante. En el bosque se movían unas luces que, si las observaba con atención, huían como espejismos; sobre la laguna se dibujaban rostros que aparecían y desaparecían cual burbujas con vida propia antes de poder discernir sus rasgos. Y al escudriñar todo el lago, se preguntó por qué hasta entonces no había visto aquel castillo con tantas torretas de piedra vetusta cuyas murallas se asentaban cerca de las aguas estancadas. Tan gris y desgastado lo vio, que semejaba haber permanecido de aquella guisa durante incontables eras entre aguas putrefactas y cielos gangrenados. Era más antiguo que el mundo, anterior a la luz, coetáneo del miedo y la oscuridad. En él habitaba y se extendía un terror inmaterial que se intuía en sus bastiones.

No se apreciaban indicios de que estuviese habitado, ni en las torretas ni en la torre del homenaje ondeaban banderas o estandartes. Pero Gerard tenía la certeza, como si una voz se lo hubiera advertido con total nitidez, de que allí se encontraba el origen de la brujería de la que era víctima. Le envolvió un pánico creciente, creyó notar el batir de unas alas malignas, el murmullo de amenazas y conjuras demoniacas. Se dio la vuelta y, a carrera tendida, se zambulló en la fúnebre maleza. En medio de su azoramiento, en plena carrera, pensó en Fleurette, se preguntó si lo estaría aguardando en el punto de encuentro, o si ella y su séquito también habrían sido atraídos hacia aquel reino de enfermizas fantasías y estarían atrapados en él. Volvió a elevar sus plegarias e imploró a los santos por que velasen tanto por ella como por él mismo. La floresta era un cúmulo de desconciertos y misterios. Carecía de rasgos distintivos ni huellas de animales. Los oscuros cipreses y los moribundos árboles otoñales eran cada vez más espesos, como si una perversa voluntad los aunase para impedirle la huida. Las ramas eran brazos implacables que procuraban por todos los medios cerrarle el paso. Gerard habría jurado que sentía cómo se le enroscaban con el vigor y la suavidad de cosas vivas. Se resistió con todas sus fuerzas, al borde de la locura, y le pareció oír el chasquido de una carcajada mefistofélica que se mofaba de sus denuedos. Por fin, con un respingo de alivio, dio con una especie de camino forestal. Se internó en él y corrió como alma que lleva el diablo. Y al cabo de poco, se topó con las orillas de la laguna y, sobre las impávidas aguas, divisó las altas torres del castillo intemporal. Volvió a dar la vuelta y a fundirse en la espesura. Y de nuevo, tras peripecias parecidas, sus pasos lo condujeron a la laguna.

Abatido, sintiéndose botín de lo inevitable, se resignó y abandonó cualquier tentativa de huida. Tenía totalmente embotado el entendimiento, afligido como por designio de una voluntad superior que le anulaba cualquier atisbo de minúscula oposición. Incapaz de resistirse, una asoladora y aborrecible coacción lo empujó por la orilla de la laguna en dirección al castillo. Cuando estuvo más cerca, vio que lo rodeaba un foso de aguas estancadas como las de la laguna, cubiertas por espumarajos de corrupción. El puente levadizo estaba bajado, la poterna abierta, como si ya estuvieran esperándolo hacía rato. Sin embargo, no parecía habitado, los muros de aquella gris edificación estaban tan silenciosos como los de un sepulcro. Y más fúnebre que todo el conjunto era la mole cuadrada y alta de la impresionante torre del homenaje. Impelido por el mismo poder que lo había guiado desde la laguna, cruzó el puente levadizo y superó la barbacana para acceder hasta un patio vacío. Ventanas con barrotes semejaban contemplarlo con mirada vacua desde las alturas; y en el extremo opuesto del patio, una puerta inexplicablemente abierta revelaba un oscuro vestíbulo. Al aproximarse a la entrada, un hombre estaba plantado bajo el umbral. Hubiera jurado que, justo un momento antes, allí no había nadie. Gerard seguía llevando su garrote; y aunque su entendimiento le decía que resultaría inútil contra cualquier enemigo sobrenatural, una enigmática intuición lo urgió a asirlo con más resolución a medida que se aproximaba a la figura de la puerta.

Era un hombre extraordinariamente alto y de facciones cadavéricas, ataviado con prendas muy anticuadas. Tenía los labios acentuadamente rojos, que contrastaban aún más con su barba azulada y la mortuoria palidez del rostro. Se acordó de los labios carmesíes de la mujer que, junto con sus agresores, se había desvanecido misteriosamente cuando Gerard se había acercado a ellos. Tenía los ojos blancos, la mirada pálida. Gerard se estremeció al mirarlos, al percibir la sonrisa fría e irónica de sus labios escarlatas, madriguera de un universo de secretos demasiado abominables para revelarlos.

-Soy el señor du Malinbois -dijo el individuo con tono empalagoso y huero, lo que incrementó la sensación de repulsa del trovador. Y cuando separó los labios, Gerard entrevió unos dientes artificiosamente pequeños, puntiagudos como los de una bestia feroz-. La Fortuna ha querido que seais mi huésped -prosiguió-. Ruda e insuficiente es la hospitalidad que os puedo dispensar, y no sería de extrañar que encontraseis mi morada más bien lúgubre. Pero mi bienvenida es absolutamente sincera; considerad vuestro cuanto haya en mi casa.
-Os doy las gracias por tan gentil ofrecimiento -contestó Gerard-. Pero debo reunirme con un amigo y, por extraños designios, parece que me he perdido. Os agradecería en grado sumo si pudierais indicarme el camino hacia Vyones. No lejos de aquí debe haber algún sendero; he sido lo suficientemente estúpido como para desviarme de él.

Sus propias palabras le sonaron vacías, desesperadas a medida que las pronunciaba; y aquel nombre, señor du Malinbois, le resonaba en la cabeza como los acordes de una marcha fúnebre, aunque fuese incapaz de recordar las ideas macabras y fantasmagóricas a las que lo asociaba.

-Lamentablemente, desde mi castillo no hay senderos hacia Vyones -replicó el extraño-. Y en cuanto a vuestra cita, la tendréis en otro lugar y de un modo distinto. Así pues, insisto en que aceptéis mi hospitalidad. Entrad, os lo ruego, y dejad vuestro garrote en la puerta. Ya no os hará ninguna falta.

Gerard creyó que sus últimas palabras las había pronunciado con desagrado y aversión, que sus ojos observaban el garrote de carpe con oscura inquietud. El peculiar tono de sus palabras y sus ademanes le despertaron más pensamientos macabros y espectrales, si bien no los pudo expresar del todo hasta mucho después. Algo le aconsejaba no separarse del objeto, pese a la probable ineficacia contra un enemigo etéreo o un ser diabólico. Por ese motivo, dijo:

-Apelo a vuestra magnanimidad para que me permitáis quedarme con el garrote. Hice voto de llevarlo conmigo, empuñarlo en la derecha y no dejarlo más allá del alcance de mi brazo hasta haber matado dos víboras con él.
-Extraño voto el vuestro -observó su anfitrión-. Llevadlo con vos, si os place. Que decidáis cargar con un bastón de madera no es asunto de mi incumbencia.

Se giró abruptamente y le instó a que lo siguiese. Gerard obedeció con renuencia; antes de entrar, miró por última vez el pálido cielo y el patio vacío. Se percató, ya sin maravillarse, de que una repentina y furtiva oscuridad sin luna ni estrellas se hubiese cernido sobre el castillo, como si para hacerlo hubiera estado aguardando a que Gerard penetrase en la morada. Grande como los pliegues de un tapiz desgastado, sin aire fresco, el interior era agobiante como las tinieblas de un sepulcro sellado durante siglos. Nada más cruzar el umbral fue presa de una auténtica opresión, resultaba difícil respirar con normalidad. Unos faroles ardían en la penumbra del vestíbulo, aunque no podía precisar si en realidad iluminaban algo. La luz que irradiaban era singularmente vaga, indefinida, y en el vestíbulo se proyectaban infinitud de sombras que se movían con desasosiego, pese a que las llamas estaban quietas como si ardiesen en el velatorio de una cripta sin ventanas. Al final del corredor, el señor du Malinbois abrió una pesada puerta de madera oscura. Más allá, en lo que parecía el refectorio del castillo, vio a varias personas sentadas a una larga mesa a la luz de faroles no menos débiles e inquietantes que los del vestíbulo. En una atmósfera tan ambigua y extraña, sus rostros inspiraban una tenebrosa desconfianza, como víctimas de una escabrosa distorsión. Le pareció que apenas podía discernir las sombras y las figuras reunidas alrededor de la tabla. Aun así, reconoció a la mujer del vestido verde esmeralda que se había desvanecido tan misteriosamente entre los pinos cuando había corrido a rescatarla. A su lado, tremendamente pálida, triste y aterrorizada, estaba Fleurette Cochin. En el último extremo, reservado a los criados y demás servidumbre, se hallaban la dama y el criado que la habían acompañado a la cita.

El señor du Malinbois se giró hacia el trovador con una sonrisa de sardónica diversión.
-Creo que ya conocéis a los aquí presentes -observó-. Ahora bien, todavía no os he presentado formalmente a Agathe, mi esposa, que preside la mesa. Agathe, permitidme que os presente a Gerard de l'Automne, joven trovador de profusa fama y prestigio.

Sin musitar palabra, la mujer asintió levemente y señaló la silla que estaba enfrente de Fleurette. Gerard se sentó y el señor du Malinbois, a la usanza feudal, ocupó plaza en la cabecera de la mesa al lado de su esposa. Por primera vez, Gerard se percató de que había servidumbre. Varios criados penetraron en la estancia y depositaron sobre la mesa diversas clases de vinos y viandas. Prodigiosamente rápidos y silenciosos, resultaba muy difícil precisar sus facciones o la clase de atavíos que llevaban. Parecían moverse como el presagio de un siniestro y perpetuo crepúsculo. Gerard se turbó al notar que le recordaban a los villanos demoniacos que habían desaparecido en el claro del bosque poco después de su ataque. La comida se celebró entre sensaciones extrañas y fúnebres. Una ineludible pesadumbre, un horror sofocante, una terrible opresión, apabullaron a Gerard. Tenía un alud de preguntas que hacer a Fleurette, así como pedir explicaciones a sus anfitriones y, sin embargo, le resultó imposible construir y articular el más mínimo sonido. Sólo podía mirar a su amada y contemplar reflejado en ella su mismo desconcierto y horrendo cautiverio. El señor du Malinbois y su esposa permanecieron en silencio; durante la comida intercambiaron miradas de complicidad cuyo significado sólo conocían ellos. Obviamente, los criados de Fleurette estaban paralizados por el terror, como el pájaro encadenado por la mirada hipnótica de una serpiente venenosa.

Los alimentos tenían un sabor peculiar pero muy exquisitos; los vinos eran extraordinariamente añejos, semejaban retener en sus posos de topacio o púrpura el fuego perpetuo de siglos olvidados. Ahora bien, Gerard y Fleurette apenas si mojaron los labios, y se dieron cuenta de que el señor du Malinbois y su dama ni bebieron ni probaron la comida. Las tinieblas de la estancia se acentuaron; los movimientos de la servidumbre devinieron más furtivos y espectrales; el aire estancado, portador de un peligro innombrable, estaba poseído por el hechizo de una magia negra y letal. Pese a los penetrantes efluvios de las exóticas viandas y los vinos de solera, se percibía el hedor de criptas ocultas, de putrefacción embalsamada y centenaria, junto con la peculiar fragancia especiada que parecía emanar de la dama. Gerard recordó las numerosas historias de las leyendas de Averoigne y que había menoscabado tras escucharlas. Evocó la historia de un tal señor du Malinbois y de su dama, la última y más depravada de su estirpe, ambos enterrados en algún lugar de aquel bosque desde hacía varios siglos; que la gente evitaba su sepulcro pues, aun después de muertos, seguían atormentando con sus hechizos. Se preguntó qué habría aturdido su memoria de tal modo que, la primera vez que oyó el nombre de su anfitrión, había olvidado quién era -o había sido- en realidad. Le vinieron otras historias a la cabeza, y no hicieron sino confirmar las sospechas que tenía respecto a la naturaleza de aquella gente en cuyas manos había caído. Asimismo, se acordó de una superstición popular que hablaba de cómo usar una estaca de madera y cayó en la cuenta del interés que el señor du Malinbois había manifestado por su garrote de carpe. Lo había dejado en el suelo, junto a su silla; comprobó que seguía allí. Muy lentamente y con disimulo, apoyó el pie sobre él.

Finalizó la comida. El anfitrión y su dama se levantaron.
-Os conduciré a vuestros aposentos -anunció el señor du Malinbois, con una sombría e inextricable mirada que abarcó a todos sus convidados-. Cada cual dispondrá de su propia cámara, si ese es vuestro deseo; o Fleurette Cochin y su dama, Angelique, pueden dormir juntas, y Raoul, el criado, puede compartir habitación con messieur Gerard.

Fleurette y Gerard se inclinaron por la segunda opción. Aborrecían hasta extremos insufribles la mera idea de pasar una noche solos en aquel enigmático castillo. Los cuatro fueron acompañados a sus estancias respectivas, emplazadas una frente a la otra en un pasillo cuya longitud apenas si esbozaban las tenues luces. Fleurette y Gerard se desearon unas desesperadas buenas noches sin querer separarse el uno del otro bajo la coaccionadora presencia de su anfitrión. ¡Cuán poco se parecía la cita con que habían soñado! Ambos estaban trastornados ante la situación sobrenatural, los inciertos horrores e ineluctables embrujos de que eran víctimas. Nada más dejar a Fleurette, Gerard comenzó a maldecirse por cobarde, por no haberse opuesto a separarse de su lado. Se maravilló de los efectos del servilismo que gobernaba sus facultades. Parecía como si no fuese él, que una extraña voluntad se hubiese apoderado de la suya y que lo manejara a su antojo. La habitación del trovador estaba amueblada con un diván y un lecho enorme cuyas cortinas estaban dispuestas y tejidas con tela muy antigua. Ardían velas que recordaban a las de un funeral y el aire hedía a estancado, como si no se hubiera renovado en siglos.

-Que tengáis dulces sueños -deseó el señor du Malinbois. La sonrisa que acompañó a sus palabras era tan turbadora como el tono pringoso y sepulcral con que las pronunció.

Cuando salió y cerró la puerta, un profundo alivio reconfortó a los dos jóvenes. Un alivio que apenas alteró el chasquido de una llave en la cerradura de la puerta. Gerard inspeccionó la estancia y se acercó a su única ventana; a través de ella sólo vio la opresiva oscuridad de una noche muy cerrada, como si todo el lugar estuviera sepultado bajo tierra y asfixiado por el moho. Después, poseído por un acceso de ira a causa de su separación de Fleurette, se precipitó contra la puerta y la golpeó, en vano, con sus puños. Dándose cuenta de la inutilidad de su acción, desistió y se giró hacia el criado.

-Bueno, Raoul -dijo-, ¿qué te parece todo esto?

Antes de contestarle, Raoul se persignó y su rostro devino la encarnación de un terror inmenso.

-Creo, messieur -contestó al fin-, que nos han echado un maléfico hechizo, y que los cuerpos y almas de vos, yo, mademoiselle Fleurette y dama Angelique corren mortal peligro.
-Soy de la misma opinión -repuso Gerard-. Lo mejor será dormir por turnos. El que esté de guardia empuñará el garrote de carpe. Pero antes voy a afilarle el extremo con mi daga. Estoy convencido de que sabrás cómo usarlo si tenemos visita. Pues si tal cosa sucede, no me cabe la menor duda de quiénes serán y cuáles serán sus propósitos. Estamos en un castillo irreal en calidad de invitados de gente que lleva muerta, o presumiblemente muerta, más de doscientos años. Y esos seres, cuando despiertan, practican una serie de hábitos que, supongo, no hace falta que te explique.
-Decís bien, messieur -dijo Raoul sin poder reprimir un estremecimiento, pero mirando con vivo interés cómo Gerard afilaba el bastón.

Dejó el extremo aguzado como una lanza; escondió con cuidado las virutas. Incluso labró en la madera una pequeña cruz en medio del garrote pensando que, de este modo, quizá aumentaría su eficacia o los preservaría de ser molestados. Acto seguido, bastón en mano, se sentó sobre la cama; desde allí dominaba toda la estancia entre las cortinas.

-Duerme tú primero, Raoul -le indicó el diván, que estaba cerca de la puerta.

Durante algunos minutos se cruzaron unos pocos comentarios más. Tras oír el relato de Raoul sobre cómo Fleurette, Angelique y él mismo habían sido atraídos por los gritos de auxilio de una dama entre los pinos y habían sido incapaces de volver al camino, el trovador cambió de tema. Para contrarrestar la torturante preocupación por Fleurette, comenzó a hablar frívolamente sobre asuntos que nada tenían que ver con su actual situación. De repente, notó que Raoul ya no le replicaba: se había dormido. En contra de su voluntad y los temores que lo acechaban, casi inmediatamente se apoderó de él un irresistible cansancio. A través de su imparable somnolencia, percibió un susurro como de alas que batían por los corredores del castillo; captó la pronunciación sibilante de voces ominosas, como las de los allegados que responden a invocaciones de magos, y creyó oír, aun en las bóvedas, torres y estancias más apartadas, pisadas de pies que se apresuraban a cumplir secretos y malignos cometidos. Pero pronto una negra malla de olvido se cernió sobre su cabeza y la sitió implacablemente, hasta ahogar los recelos de sus agitados sentidos.

Cuando al fin despertó, las velas se habían consumido por completo; una artificial claridad diurna se filtraba por la ventana. El garrote seguía en su mano y, aunque continuaba con los sentidos embotados a causa del extraño sueño, fue consciente de que nada malo le había sucedido. Pero al mirar entre las cortinas, descubrió que Raoul yacía sobre el diván mortalmente pálido, exangüe, con apariencia de moribundo agotado. Corrió hacia él. Una pequeña herida escarlata le brillaba en el cuello; el pulso le latía muy despacio, débilmente, como cuando se ha perdido mucha sangre. Tenía un aspecto muy mustio, como si la vida ya no corriese por sus venas. Un penetrante aroma emanó del diván, evocación espectral del perfume de dama Agathe. Tras muchos esfuerzos, Gerard consiguió incorporar al sirviente. Raoul estaba muy débil y somnoliento. No podía recordar nada; le invadió un profundo horror al darse cuenta de lo que le había sucedido.

-La próxima vez será vuestro turno, messieur -gritó-. Los vampiros nos retendrán entre estos muros con sus malas artes hasta haber bebido nuestra última gota de sangre. Sus hechizos son como la mandrágora o los brebajes narcotizantes de Catay, nadie se puede resistir a ellos.

Gerard intentó abrir la puerta y, para su sorpresa, descubrió que no estaba cerrada. Satisfechos sus apetitos, la vampiresa había descuidado las precauciones. Imperaba una gran tranquilidad. Le pareció a Gerard que el inquieto espíritu del mal ahora estaba apaciguado, que las oscuras alas del horror y la maldad se habían marchado para cumplir otras misiones siniestras invocadas por hechiceros, que sus acólitos estaban sumidos en un sueño temporal. Abrió la puerta, miró a ambos lados del desierto corredor y llamó a la puerta de enfrente. Completamente vestida, Fleurette abrió la puerta al instante y se echó en sus brazos sin pronunciar palabra, buscando su mirada con tierna ansiedad. Por encima de ella, vio a Angelique, sentada sobre la cama, inmóvil, con una herida en el cuello similar a la de Raoul. Antes de que Fleurette comenzase a explicarlo, comprendió que la mujer había sufrido un percance nocturno idéntico al del sirviente. Mientras procuraba confortar y tranquilizar a Fleurette, sus pensamientos se obsesionaron con un hecho peculiar: fuera no se veía a nadie, y era más que probable que el señor du Malinbois y su dama estuviesen dormidos, resarciéndose del festín. Gerard se imaginó el lugar y el modo como dormían, y se volvió aún más pensativo al calcular algunas de las posibilidades que se le ocurrieron.

-Animaos, ángel mío -dijo a Fleurette-. Quizá dentro de muy poco podamos huir de esta abominable telaraña de superchería. Pero debo dejaros por un rato y hablar de nuevo con Raoul, pues precisaré de su ayuda.

Regresó a su aposento. El sirviente estaba sentado sobre el diván, persignándose una y otra vez, debilitado, murmurando oraciones con voz hueca, casi a punto de apagarse.

-Raoul -dijo el trovador con cierta brusquedad-, debes reunir todas las fuerzas que te queden y acompañarme. Entre estos muros que nos aprisionan, los pasadizos antiguos y sombríos, las elevadas torres y los pesados bastiones, sólo una cosa existe de veras, el resto no es sino mero espejismo. Debemos encontrar esa realidad a la que me refiero y enfrentarnos a ella con coraje, como auténticos cristianos. Recorramos el castillo antes que sus dueños despierten de su vampírico letargo.

Se desplazó por los tortuosos corredores con una rapidez impensable. En su mente había reconstruido el vetusto montón de almenas y torreones que había visto el día anterior. Y conjeturó que la torre del homenaje, emplazada en el centro de la fortaleza, bien pudiera ser el lugar que buscaba. Con el afilado garrote en mano, y Raoul rezagado como sin fuerzas detrás de él, cruzó las puertas de muchas estancias secretas, miró por las numerosas ventanas que daban a la ceguera de un patio interior. Finalmente, salió a la planta baja de acceso a la torre del homenaje. Era una estancia de grandes proporciones, desprovista de ornamentación, construida totalmente en piedra. Las estrechas saeteras de la parte superior del muro la iluminaban deficientemente; pese a todo, Gerard distinguió la brillante silueta de un objeto que, en un lugar como aquel, forzosamente llamaba la atención: una tumba de mármol. Al aproximarse, descubrió que estaba extrañamente desgastada, maculada por líquenes grises y amarillos que florecían sólo al incidir sobre ellos los rayos fugaces del sol. La losa que la cubría tenía doble espesor y, para levantarla, se precisaba toda la fuerza de dos hombres.

Raoul contemplaba la tumba con expresión embobada.
-¿Y ahora qué hacemos, messieur? -inquirió.
-Estamos a punto de penetrar en el tálamo de nuestros anfitriones, Raoul.

Siguiendo sus indicaciones, el criado asió un extremo de la losa y Gerard tomó el otro. Con un esfuerzo que les hizo forzar al máximo tendones y músculos, intentaron apartarla, pero la losa apenas se movió. Por fortuna, cogiendo los dos el mismo extremo, pudieron inclinarla; se deslizó y cayó sobre el suelo provocando un enorme estruendo. El interior de la tumba contenía dos ataúdes: en uno yacía el señor Hugh du Malinbois; en el otro, su esposa, Agathe. Ambos parecían disfrutar un sueño tan plácido como el de los niños; las facciones de sus rostros llevaban estampada una serena maldad, una perfidia saciada, y el escarlata de los labios refulgía como nunca. Sin pensárselo dos veces, Gerard hendió el pecho del señor du Malinbois con la punta afilada del garrote. El cuerpo se desmenuzó como si estuviese hecho de cenizas amasadas y pintadas hasta darles apariencia humana. Se percibió un ligero hedor de corrupción y antigüedad. A continuación, repitió la maniobra en el pecho de la señora. Y a la par que su disgregación, el suelo y los muros de la torre del homenaje parecieron disolverse en un atormentado vapor, se desmoronaron por cada uno de los lados de la torre como sacudidos por un trueno mudo.

Confundidos, embriagados por una inefable sensación de vértigo, Gerard y Raoul se apercibieron de que todo el castillo se había desvanecido como las almenas y torreones de una tormenta extinguida; que la laguna muerta y sus ominosas orillas ya no agredían con maléficas visiones. Ambos se hallaban en medio de un claro silvestre, bajo la hermosa luz de un sol vespertino. Del castillo sólo quedaba la tumba sucia de líquenes. Fleurette y su dama quedaban a cierta distancia. Gerard corrió hacia la hija del mercero y la tomó en sus brazos. Ella estaba confundida por aquellas experiencias, como quien escapa del laberinto nocturno de una pesadilla para descubrir que todo ha sido un sueño.

-Creo, dueña mía -afirmó Gerard-, que el señor du Malinbois y su dama no interrumpirán nuestra próxima cita.

Fleurette, todavía aturdida, sólo le pudo responder con un beso.

Clark Ashton Smith (1893-1961)

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