No hacía siquiera una hora que me encontraba en el castillo del conde Drencula y el aspecto siniestro del lugar ya provocaba los más sombríos presentimientos en mi corazón.
La morada del conde se elevaba sobre una de las regiones más salvajes de los grandes bosques de Transilvania, que proyectan al asalto de los primeros contrafuertes de los Cárpatos sus hordas negras de grandes pinos de Austria y de alerces de frente desdeñosa; el castillo, en lo más alto de un promontorio de roca, dominaba un profundo barranco a cuyos pies gruñía un torrente espumoso.
El conde había rogado al bufete de abogados que me empleaba en Londres que le enviase uno de sus representantes con el fin –había escrito- de poner en orden ciertos papeles importantes; yo llevaba en mi cartera la copia de la respuesta que me acreditaba ante el conde, y aquella pequeña hoja blanca era lo único que podía disipar un poco mi angustia del momento.
Pues, en efecto, desde la hora que había franqueado el umbral del austero edificio de piedra gris, ni un alma se había ofrecido a mi mirada. Tan sólo algunos murciélagos se arremolinaban extrañamente en el aire, poblando con sus agrios gritos el silencio opresivo, y no era preciso más que el recuerdo de mi gran despacho artesonado de Londres para devolverme el aplomo.
Al recorrer, una tras otra, las salas desiertas, terminé sin embargo por descubrir, encajada tras una torreta cuadrada que se alzaba al norte, una cámara en la que rugía un fuego de leña. Una tarjeta, colocada en una mesa junto a un copioso almuerzo, me informaba de que el propietario, de caza desde hacía dos días, se excusaba por recibirme de forma tan desconsiderada, rogándome que me acomodase lo mejor que pudiera mientras esperaba su regreso. Cosa extraña: el lado misterioso del asunto, lejos de aumentar mi alarma, la disipó, y sin preocupaciones ingerí una cena de lo más conveniente.
Después, tras desvestirme completamente, pues el calor era asfixiante, me tendí frente al fuego sobre una inmensa piel de oso negro que aún conservaba un ligero perfume de fiera, y esto debido sin duda a los métodos rudimentarios empleados en su conservación por los montañeros del lugar.
II.
Me sacó de mi aturdimiento una sensación de ahogo y otro tipo de sensación, ésta perfectamente desconocida para mí. Mi pasado de soltero formal no me había preparado, desde luego, para semejante experiencia; pues, al mismo tiempo que un peso que se me antojo considerable se apoyaba en mi pecho, tuve la impresión de que mi sexo entero se encontraba sumergido en una caverna caliente y singularmente móvil, y que recibía de esta excitación novedosa para él un aumento de fuerza y de volumen perfectamente anormal. Recuperando poco a poco la consciencia, me apercibí de que mi nariz y mi boca se hallaban apresadas en un plumón elástico; un olor particular, algo aturdidor, llenaba mis narinas y, al alzar las manos, me encontré con dos globos lisos y sedosos que se estremecieron al contacto y se irguieron un poco; fue en ese instante cuando, percibiendo una cierta humedad sobre mi labio superior, comencé a lamer y mi lengua penetró en una hendidura carnosa y ardiente que al momento emprendió una larga serie de contracciones. Aspiraba el jugo suculento que ahora me corría por la boca cuando me di cuenta de que alguien se había tendido a lo largo sobre mi cuerpo y, pies contra cabeza, me roía el miembro en tanto yo, del otro lado, le devolvía el cumplido; yo, David Benson, pacía en el órgano de otra criatura y obtenía con ello un placer extremo.
Tal constatación me golpeó en el mismo instante en el que, violentamente transportado, dejaba escapar una gran cantidad de esperma, engullida tan pronto como era emitida. Al mismo tiempo, los muslos que me apresaban la cabeza se tensaron; por mi parte, me emplee lo mejor que fui capaz, sumergiendo y sacando la lengua tan rápido como podía, mientras absorbía todo lo que podía extraer de aquel cáliz exasperado que danzaba contra mi boca. Tampoco mis manos se mantenían inactivas, pues recorrían de arriba abajo la raya perfumada en la que mi nariz venteaba un aroma afrodisíaco; mis dedos penetraban por momentos en una fosa diferente y de más difícil acceso.
- Estoy perdido –pensé-. El conde es un vampiro y esta persona está a su servicio. Y hete aquí cómo me convertiré en vampiro…
En ese instante, la criatura empujó su culo un poco más contra mi nariz y noté que venía al asalto de mi mentón un grosor velludo y duro. Palpando el objeto, reconocí que se prolongaba en un miembro rígido y turgente que forcejeaba por introducirse en mi boca.
- Sueño –pensé-. Los dos sexos no pueden reunirse en una misma persona.
Y como hay que aprovechar los sueños para acrecentar la experiencia, chupé aquel miembro tan bien como pude, llevando la lengua hasta el paladar para que recorriese el surco que divide en dos el glande, pues quería llevar hasta su conclusión mis indagaciones topográficas. La actividad del vampiro continuaba alrededor de mi vientre y, sin saber cómo, ayudado sin duda por un repliegue que yo había debido efectuar sin darme cuenta, me lamía los bordes del trasero con una lengua puntiaguda y móvil como una cabeza de serpiente. Mi ablandada verga recuperó vigor con su contacto. Una última elongación del tallo que yo lamía ávidamente me advirtió de un cambio repentino y pronto tuve la boca llena de cinco o seis ráfagas de un sabroso esperma cuyo gusto a lejía dejó enseguida lugar para un discreto aroma de trufas. Antes de que tuviese tiempo de tragarlo todo, el vampiro hizo un rápido giro y su boca se pegó contra la mía, hurgando en mis encías y en mi gaznate con el fin de recuperar los pocos filamentos que allí todavía quedaban. Al tiempo, mi sexo invadía una bocana tórrida y dulce, mientras una mano ligera, desplazada hasta las inmediaciones de mi ano, hacía penetrar en él un falo todavía tímido pero que fue afirmándose de sacudida en sacudida, trastornándome con los más vivos e inesperados arrebatos.
Esforzándome por recobrar la consciencia, tuve tiempo de pensar que tenía que tratarse forzosamente de un sueño, puesto que la vagina que, en el minuto precedente, se abría entre el ano y los testículos, se encontraba ahora por encima de la verga, y yo seguía disfrutando de ella. La bestia me recorría el rostro con lametones rápidos y fugaces en torno a los ojos, las orejas y las sienes, lugares que yo jamás hubiese imaginado tan sensibles. Tenía ganas de ver a aquella criatura, pero los fulgores moribundos del fuego apenas me permitían distinguir una parte de su sombra, que se recortaba a contraluz sobre el rubor apagado del hogar. Mas tales pensamientos se vieron interrumpidos por la nueva oleada de goce que me embargaba y arrojé un río de licor al fondo de la presa que me oprimía el miembro, en tanto yo sentía el de mi súcubo derramarse en mis entrañas. Crispando mis manos sobre sus senos agudos y duros al punto de que notaba cómo sus pezones perforaban mi carne, perdí el conocimiento, agotado por tan terribles y tan fuertes impresiones...
El diario de David Benson se detiene aquí. Estas pocas cuartillas fueron descubiertas junto a su cuerpo, en los alrededores del castillo habitado por Radzaganyi, en Hungria. David Benson había sido devorado en parte por las bestias feroces, que, cosa curiosa, se habían cebado en su bajo vientre, completamente roído, y cubierto su rostro de excrementos y orina.
Boris Vian (1920-1959)
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