El zar Saltan (Tsare Saltane) es un poema de hadas del escritor ruso Alexander Pushkin, escrito en 1824 y publicado en 1832, se encuentra escrito en modo de relato corto.
Tsare Saltane, Alexander Pushkin (1799-1837)
Érase una vez… Tres muchachas hilaban sentadas junto a la ventana.
—Si yo fuera zarina —dijo una de ellas— prepararía sola un festín para el mundo entero.
—Si fuera yo zarina —dijo su hermana— hilaría tanta tela de lino que a nadie le faltara.
—Si yo fuera zarina —dijo la tercera hermana— pariría un héroe para nuestro zar…
Apenas lo dijo cuando la puerta se abrió crujiendo y compareció en la estancia el zar, dueño y señor de aquel país. Había escuchado la conversación escondido detrás del tabique y le agradaron mucho las palabras de la última muchacha.
—¡Te saludo, hermosa mía! Sé, pues, zarina, y regálame un héroe para fines de septiembre. Y vosotras, hermanas y palomitas, preparaos ahora mismo a acompañar a vuestra hermana. Una de vosotras será hilandera, y cocinera la otra.
Entró luego el zar en su palacio, seguido de las doncellas, y sin pérdida de tiempo se casó el mismo día, sentándose junto a la mesa del festín junto a su joven zarina. Concluida la fiesta los convidados condujéronlos al dormitorio y los dejaron solos en la cama de marfil. En la cocina gruñía la cocinera, y lloraba la hilandera junto a su rueca, envidiosas ambas de su hermana la zarina. Mientras tanto ésta, fiel a su palabra, quedó encinta desde aquella misma noche. Por aquel tiempo hubo guerra: el zar Saltán se despidió de su esposa y, montando a caballo, le suplicó, por su amor, que se cuidara cuanto pudiera. Mientras se hallaba lejos de allí, combatiendo con gran denuedo y por muy largo tiempo, llegó la hora del parto y Dios les dio un hijo grande como un archín. Y he aquí que la zarina estaba cuidando a su hijito como una águila a su aguilucho, y envió a un mensajero con una carta para comunicar al padre la buena nueva.
Y he aquí también que la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, intentaron perder a la zarina. Ordenaron detener al mensajero y lo sustituyeron por otro, al que entregaron una carta que decía así:
“La zarina ha parido esta noche algo que no es hijo ni hija, ni rana ni ratón, sino un bicho desconocido.”
Al recibir tal noticia, el zar Saltán se puso tan furioso que quiso ahorcar al mensajero, pero, ablandándose luego, le ordenó aguardar su decisión hasta después de su regreso. El mensajero se puso en camino y llegó por fin al palacio. Pero la cocinera y la hilandera, en unión con la comadre Babarija, lo emborracharon, y metieron en su bolsa una carta redactada en manera tal que pareciera una orden del zar:
“Ordeno a mis boyardos echar al agua sin pérdida de tiempo a la zarina con lo que ha parido.”
No quedaba más remedio que cumplir la orden. Los boyardos, aunque compadecidos de ella y del joven zarévich, entraron en su dormitorio y le notificaron la voluntad del zar leyendo el mensaje. Acto seguido los metieron en un gran tonel y lo cubrieron de alquitrán y lo hicieron rodar hasta el océano, según la orden del zar Saltán. Flotaba el tonel sobre las olas, bajo la luz de las estrellas. La zarina lloraba y su hijo crecía, no por días sino por horas. Mientras ella vertía lágrimas, su hijo se dirigió a las olas:
—¡Ah, ola mía, libre siempre y que en todo momento deseas pasear! ¡Tú que vas a donde quieres, quebrando las rocas y llevando las naves en tus ondas! ¡Ten piedad de nosotros y vuelve a dejarnos en tierra!...
Y la ola, obedeciéndolo, depositó seguidamente el tonel en la orilla y se alejó plácidamente. Madre e hijo se alegraron. Pero ¿quién podría sacarlos del tonel? En esto el hijo se levantó y, enderezándose, empujó con la cabeza un extremo de su prisión.
—A ver si logro abrir una ventana por este lado.
Y dicho y hecho. Salieron ambos y se vieron libres. Ya fuera del tonel, vieron que por un lado se extendía el mar azul, y por el otro un vasto campo, con una colina en cuya cima crecía un verde roble.
—Todo esto está muy bien —pensó el zarévich—, pero tampoco estaría mal que pudiéramos almorzar…
Rompió una rama, y, como llevaba sobre el pecho una cruz sujeta con una cinta de seda, ajustó ésta a la rama, doblándola, y con ello consiguió un buen arco. Preparóse luego una afilada flecha y se encaminó a la orilla a ver si cazaría algo. Apenas había dado unos pasos cuando oyó un débil gemido, y comprendió al instante que algo extraordinario sucedía. Miró y vio que sobre las olas se debatía un cisne atacado por un azor. El pobre cisne golpeaba desesperadamente el agua con sus alas, mientras el azor preparaba ya sus garras y su pico… Pero silbó la flecha, y fue a clavarse en el cuello del carnívoro, atravesándolo, y el rapaz azor cayó ensangrentado al mar… El zarévich dejó reposar su arco. Chilló el azor con voz que no semejaba de ave, mientras el cisne lo atacaba ahora a su vez, procurando golpearlo con sus alas y clavarle su pico. Pero lo que resultó más extraño aún fue que luego se dirigió el cisne al zarévich y le dijo en ruso:
—¡Zarévich, eres mi salvador! No te apenes si por mi culpa no comes durante tres días, ni por haber perdido tu flecha… Puedes creer que el mal no es grave, pues te recompensaré con creces. Debes saber que has salvado no a un cisne, sino a una doncella; y a quien has matado no es a un azor, sino a un terrible hechicero. Jamás lo olvidaré. Allí donde estés me encontrarás a tu lado. Pero ahora vuelve y reposa.
El cisne voló, y la zarina y su hijo se acostaron para dormir sin haber comido nada en todo el día.
Y he aquí que durante la noche el zarévich se despertó, sacudiéndose el sueño, miró, y, lleno de asombro, descubrió no lejos de allí una gran ciudad, detrás de cuyos blancos muros con almenas centelleaban las cúpulas de santas iglesias y monasterios. El zarévich se apresuró a despertar a su madre. Ésta dejó escapar una exclamación de sorpresa.
—Pues no dudo de que veremos aún mayores maravillas —contestó el zarévich—. Estoy seguro de que es obra de mi cisne.
Los dos se dirigieron a la ciudad. Pero apenas habían entrado cuando fueron recibidos por una inmensa multitud al repique de todas las campanas y al son de las voces de un coro que entonaba una oración. Luego los hicieron instalarse en un magnífico carruaje, que los llevó a la coronación. Y así fue cómo el mismo día subió el zarévich al trono para reinar en su capital, y, con el consentimiento de su madre, tomó el nombre de príncipe Gvidón.
Paseaba el viento por el mar y empujaba a una nave que corría con todas las velas desplegadas. Los de a bordo estaban reunidos en la cubierta y se extrañaron al ver que en una isla tan conocida por ellos y siempre desierta, apareciera ahora aquella espléndida ciudad con sus cúpulas doradas y su magnífico puerto, del que llegaban salvas, ordenándoles entrar. Obedeciendo, amarraron en el puerto y acto seguido fueron conducidos a palacio, en donde los recibió el príncipe Gvidón. Invitólos a su mesa y les hizo preguntas:
—¿Qué clase de mercancía lleváis, caballeros, y hacia dónde os dirigís ahora?
—Navegamos por el mundo entero y vendemos pieles de cibellina y de zorro; pero ahora vamos a Oriente, pasando por la isla de Buyana, al reino del zar Saltán.
—Os deseo, pues, una feliz travesía, y os ruego saludéis de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se hicieron a la mar seguidos por la mirada del príncipe, que se quedó muy triste.
Pero vio de pronto al blanco cisne que se acercaba por las olas.
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste?
Y el príncipe contestó:
—Estoy triste por no haber visto desde hace tanto tiempo a mi padre.
—Pues me es fácil complacerte: te transformaré en seguida en mosquito, y así, volando, podrás seguir al navío.
El cisne batió las aguas con sus alas, mojó al príncipe de pies a cabeza y éste se transformó en mosquito. Silbando y zumbando emprendió el vuelo. Pronto alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y el barco navegaba alegremente. Rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que no tardó en descubrirse en la lejanía. Amarraron allí y seguidamente fueron llamados a palacio. Tras ellos voló nuestro mosquito. Al entrar vio en el trono al zar Saltán, vestido todo de oro, llevando puesta su corona; pero con semblante triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que no apartaban los ojos de él. El zar Saltán invitó a los huéspedes a su mesa y los interrogó:
—Señores y caballeros: ¿cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de sorprendente en vuestros viajes?
Los navegantes le contestaron:
—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y por lo que toca a lo extraño y milagroso te diremos lo siguiente: conocíamos una isla inhospitalaria y desierta. En ella sólo se veía un roble en la cima de una colina. Y ahora hemos encontrado allí una gran ciudad, con un espléndido palacio, multitud de iglesias y magníficas quintas rodeadas de jardines. En el trono hemos visto al príncipe Gvidón, que te saluda con respeto.
El zar Saltán encontró aquello milagroso de verdad y dijo:
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera con la cocinera, en unión de la comadre Babarija, quisieron disuadirlo de su propósito:
—¡Vaya una cosa milagrosa! —dijo la hilandera guiñando el ojo a las otras—. Lo que voy a decirte sí que es milagroso de verdad. Conozco un bosque en el que crece un pino. Debajo de él hay una ardilla que canta y come nueces. Y aquellas nueces tienen corteza de oro, y el fruto es una esmeralda pura. ¡De esto sí que puede decirse que es una maravilla!
El zar Saltán quedóse sorprendido y admirado; pero el mosquito se puso furioso y picó de pronto a su tía en el ojo derecho. La hilandera palideció, desvanecióse y perdió su ojo. Entonces su hermana, la servidumbre y los demás presentes comenzaron a perseguir al mosquito, chillando:
—¡Te cazaremos, maldito!
Pero el mosquito se escapó por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y volvió a su isla. Y nuevamente se entristeció el príncipe al contemplar las olas. Y volvió a presentarse el cisne.
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás triste?
Y el príncipe le contestó:
—Estoy triste porque deseo ver una cosa no vista jamás. Sé que en alguna parte del mundo existe un bosque. En aquel bosque crece un pino, debajo del cual hay una ardilla que canta y come nueces. Las nueces tienen cáscara de oro y el fruto es una esmeralda pura… Pero tal vez mienta la gente y no exista semejante cosa…
Mas el cisne le contestó:
—No, príncipe, no miente: existen tal bosque y tal ardilla. No te preocupes, pues me gusta poder complacerte.
Contento, volvió el príncipe a su palacio. Pero, apenas entraba en el cercado, vio un pino bajo el cual una ardilla se comía una nuez de oro. Dejaba a un lado la corteza, amontonaba las esmeraldas y mientras tanto cantaba “Una vez en un jardín…”, y todos la escuchaban. Asombróse mucho el príncipe Gvidón y dijo:
—¡Qué maravilloso cisne! ¡Que Dios lo haga venturoso, y a mí también!
Ordenó construir para la ardilla un kiosco de cristal, puso centinelas en sus puertas y designó a un funcionario para llevar la cuenta exacta de las nueces. ¡Gloria a la ardilla! Y ¡vaya ganga para un príncipe!
Soplaba el viento sobre el mar y una nave se deslizaba por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Oyéronse salvas que ordenaban a la nave entrar en el puerto. Amarró la embarcación y los navegantes fueron llamados a palacio. El príncipe Gvidón los invitó a su mesa para beber y comer, y les preguntó:
—¿A dónde os dirigís ahora y qué clase de mercancía lleváis a bordo?
—Hemos viajado por el mundo entero y vendemos caballos del Don. Nos dirigimos ahora al reino de Saltán, pasando por la isla de Buyana.
—Os deseo, pues, feliz travesía, y os ruego saludar de parte mía al buen zar Saltán.
Los navegantes se despidieron del príncipe e hiciéronse a la mar. Al seguirlos éste con la mirada, vio que se acercaba el cisne.
—¡Ay! —lamentóse el príncipe—. ¡No puedo resistir más! ¡Quiero ver a mi padre!
El cisne batió las aguas, mojó al joven de pies a cabeza y lo transformó en moscardón. El moscardón voló entre mar y cielo, alcanzó la nave y se escondió en una rendija. El viento seguía soplando y la embarcación navegaba alegremente. Pasó por la isla de Buyana y se aproximó al reino de Saltán. Saltaron a tierra los navegantes y en seguida fueron llamados a palacio; y allí los siguió nuestro moscardón. Al introducirse en el palacio vio al zar Saltán, vestido todo de oro y llevando puesta la corona, pero sumamente triste… A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, las que miraban al zar con ojos de sapo. El zar Saltán invitó a los navegantes a su mesa y los interrogó:
—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de maravilloso en los países lejanos?
—Hemos navegado por el mundo entero. No se vive mal allí. Y hemos visto una cosa en verdad milagrosa: una gran ciudad en una isla, magníficos palacios, y quintas rodeadas de jardines. Ante el palacio del rey crece un enorme pino, bajo el cual se levanta un kiosco de cristal. En este kiosco vive una ardilla amaestrada que, mientras canta, va rompiendo nueces. Pero las nueces no son como las otras: su cáscara es de oro puro y su fruto es una esmeralda. La maravillosa ardilla está rodeada de servidores y un funcionario lleva la cuenta exacta de las nueces. El ejército rinde honores a la ardilla; con las cáscaras se acuñan monedas que circulan por el mundo entero y las muchachas recogen las esmeraldas y las ocultan en sus cofres. Todos son ricos en aquella isla. Allí no hay chozas, sino palacios. Y reina en aquel dichoso país el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.
El zar Saltán se maravilló.
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar a su príncipe Gvidón.
Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, intentaron disuadirlo de la idea.
—¡Vaya un milagro! ¿Qué tiene de particular que una ardilla rompa nueces de oro y amontone esmeraldas? Sé de una cosa mucho más sorprendente. En cierto lugar, cuando el mar se agita cubriendo la orilla de blanca espuma, salen de las olas treinta y tres héroes gigantes, a cuál más hermoso, capitaneados por un tal Chernomor. Todos son iguales y todos tienen escamas de oro, que brillan como el fuego. De esto sí que puede decirse que es una maravilla.
Nadie se atrevió a contradecirla. El zar Saltán se quedó con la boca abierta, mientras se enfurecía el moscardón. Silbó y zumbó y de pronto picó a su tía en el ojo izquierdo.
—¡A cazarlo, a cazarlo! —gritaron todos—. ¡Te cazaremos, maldito!
Pero era tarde ya. El moscardón se escapó por la ventana. Tranquilamente atravesó el mar y regresó a su isla. Y de nuevo se paseó de nuevo el príncipe contemplando el mar. Y volvió a presentarse el cisne:
—¡Te saludo, buen príncipe! ¿Qué te ocurre? ¿Por qué estás tan triste y preocupado?
—¡Ah! ¡Si pudiera yo conseguir para mi isla una cosa en verdad maravillosa!...
—Habla, pues; a ver si puedo complacerte…
—No sé en dónde… pero sé que hay un cierto lugar en el cual, cuando se enfurece el océano y las olas invaden la tierra, salen de ellas treinta y tres héroes gigantes, todos iguales, todos jóvenes y hermosos, capitaneados por un tal Chernomor. Todos tienen escamas de oro que brillan como el fuego…
—¡Bueno, príncipe! Pues no te preocupes. Si no es más que esto, es fácil arreglarlo. Conozco a estos jóvenes héroes: son mis hermanos, y haré que se presenten aquí.
El príncipe se fue, olvidando su preocupación; subió a una torre y desde allí empezó a contemplar el mar. Y no había transcurrido mucho rato cuando se levantaron las olas y salieron de ellas treinta y tres héroes —todos hermosos jóvenes, con escamas de oro que brillaban como el fuego—. Los precedía el viejo y canoso Chernomor, que los condujo a la ciudad. El príncipe Gvidón bajó corriendo a su encuentro. De todos los lugares acudieron gentes a verlos. Chernomor se acercó, saludó al príncipe y le dijo:
—Nos manda aquí el cisne para que guardemos tu hermosa ciudad. Cada día saldremos al mar para hacer la ronda en torno a los muros. Así es que pronto nos volveremos a ver. Y ahora, adiós, pues nos molesta el aire de la tierra.
Y dicho esto se alejaron. El viento seguía soplando y la nave proseguía su camino… Se deslizó por las olas con todas sus velas desplegadas. Se acercó a la isla. Los cañones lanzaron sus salvas, ordenándole que entrara y amarrara. Y como de costumbre el príncipe Gvidón invitó a los navegantes a su mesa y les rogó que contestaran a sus preguntas:
—¿A dónde os dirigís y qué clase de mercancía lleváis a bordo?
—Navegamos por el mundo —contestaron los del barco—. Vendemos armas, plata y oro, y nos dirigimos ahora, pasando por la isla de Buyana, hacia el reino de Saltán.
Los navegantes se despidieron y se hicieron a la mar. El príncipe se encaminó también a la orilla, en donde lo aguardaba ya el cisne.
—¡Ah, cisne mío! ¡Cuánto me gustaría ver a mi padre!...
De nuevo batió el cisne las aguas con sus alas y mojó al príncipe. Pero esta vez lo transformó en zángano. El zángano voló, alcanzó la nave y se escondió en una rendija de popa.
Silbaba el viento y corría la nave. Rebasó la isla de Buyana y se acercó al anhelado reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. Pronto amarraron en el puerto, bajaron a tierra y, llamados por el zar, se dirigieron a palacio. Nuestro zángano los siguió y se introdujo en los aposentos del monarca. El zar Saltán estaba en su trono, vestido todo de oro y con la corona puesta. Como siempre, se mostraba triste. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y las tres mujeres lo miraban con sus cuatro ojos. El zar Saltán hizo sentarse a los navegantes a su mesa y les preguntó:
—¿Cuánto tiempo lleváis navegando? ¿Cómo se vive al otro lado del mar y qué habéis visto de milagroso en los países lejanos?
—Hemos recorrido todo el mundo. No se vive mal allí. Y, por lo que a lo maravilloso se refiere, te diremos que hemos visto una isla en la que se levanta una ciudad en verdad prodigiosa. Cada día el mar se enfurece, cubre la tierra de blanca espuma y las olas, al retirarse, dejan en la orilla a treinta y tres valientes héroes, gigantes, hermosos jóvenes, con escamas de oro, y precedidos por el viejo Chernomor. Los pone en doble fila y todos hacen la ronda en torno a los muros de la ciudad. Y no hay guardianes mejores ni más seguros en el mundo entero. Reina allí el príncipe Gvidón, que te manda sus saludos.
—Si viviera un poco más, me gustaría ver la isla y visitar al príncipe Gvidón.
Esta vez la hilandera y la cocinera no chistaron. Pero la comadre Babarija dijo sonriendo con malicia:
—Nadie podrá asombrarnos con semejante cosa. No sé si es verdad o mentira, pero nada de sorprendente veo en ello. ¡Vaya una maravilla! ¿Qué tiene de particular que unos mancebos salgan del mar para vigilar una ciudad? Conozco una cosa… ¡pero ésa sí que es en verdad maravillosa! Dicen que al otro lado del mar existe una princesa de belleza tal que todo el que la ve no puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Tiene un andar de pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo. ¡De eso sí que puede decirse que es una maravilla!
El zar Saltán se quedó con la boca abierta. Pero el príncipe se indignó, aunque tuvo lástima de la vieja Babarija. Se puso a zumbar en torno a ella y la picó en la nariz, produciéndole una enorme hinchazón. Y volvieron a gritar todos:
—¡A él! ¡a él! ¡Esta vez te cazaremos, maldito!
Pero el zángano voló por la ventana, atravesó tranquilamente el mar y regresó a su isla.
El príncipe se paseaba a orillas del mar y se le acercó el blanco cisne nadando por las aguas cristalinas.
—¡Te saludo, hermoso príncipe! ¿Por qué estás tan triste?
—Pues dime: ¿cómo puedo estar alegre? La gente se casa y sólo yo permanezco soltero.
—¿Y a nadie tienes que pueda ser tu novia?
—Sí y no. Dicen que existe una princesa tan hermosa que aquel que la ha visto una vez no puede ya apartar de ella la mirada. Deslumbra hasta a la luz del día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. Es majestuosa como un pavo real y su voz es más dulce que el murmullo de un arroyuelo… Pero no sé si lo que dicen es verdad o mentira…
El cisne permaneció un instante callado y dijo luego:
—Sí. Existe tal princesa. Pero casarse no es cosa tan sencilla como ponerse un guante. Luego ya no te lo podrás quitar. Así es que voy a darte un consejo para que lo medites bien antes de decidirte.
Pero el príncipe empezó a jurar que se había propuesto casarse y que había pensado y meditado suficientemente en ello. Y que, de ser preciso, estaba dispuesto a ir a buscar a la princesa hasta el fin del mundo. Al oír estas palabras, el cisne suspiró profundamente y le dijo:
—No hace falta ir tan lejos. Debes saber que tu destino está muy cerca de ti: ¡la princesa de que hablan soy yo!
Y al decir esto se levantó, voló por encima de las olas y se escondió detrás de unos arbustos, transformándose allí en una hermosa princesa. En sus cabellos brillaba la luna y en la frente llevaba una estrella. Se acercó caminando como un pavo real y al empezar a hablar parecía que murmuraba un arroyuelo. Al verla, el príncipe corrió a su encuentro, la estrechó contra su pecho y se apresuró a presentársela su madre, a la que suplicó:
—¡Ah, madre mía querida! He encontrado una prometida que deberá ser mi esposa y que siempre y en todo te obedecerá. Así, pues, te suplicamos que bendigas a tus hijos, pues lo somos, para que podamos vivir en paz y amor.
Entonces la madre levantó un icono y, aunque llorando, los bendijo:
—¡Que Dios os haga felices, queridos hijos míos!
El príncipe no quiso retrasar ni un día el casamiento. Se celebró la boda y empezaron a esperar hijos.
Soplaba el viento; una nave se deslizaba sobre el mar con todas las velas desplegadas, dirigiéndose al puerto de una gran ciudad. Oyéronse salvas. La nave amarró. El príncipe Gvidón aguardaba ya a sus huéspedes los navegantes, a los que invitó a beber y a comer.
—¿A dónde vais ahora? Y ¿qué lleváis a bordo para vender?
—Hemos navegado por el mundo entero vendiendo lo que no se debería vender… Pero ahora nos dirigimos a la tierra del zar Saltán, pasando por la isla de Buyana.
—Pues os deseo una feliz travesía. Y os ruego que recordéis al zar Saltán su intención de visitarme. ¡Hace mucho tiempo que lo espero! ¡Saludadlo de parte mía!
Los navegantes se hicieron a la mar, pero esta vez el príncipe se quedó en casa, pues no quiso abandonar a su joven esposa.
Silbaba el viento. La nave rebasó la isla de Buyana y se dirigió al reino de Saltán, que ya se vislumbraba en la lejanía. El zar Saltán aguardaba a los huéspedes en su palacio, reposando en su trono, vestido todo de oro y llevando puesta la corona. A su lado estaban sentadas la hilandera y la cocinera en unión de la comadre Babarija, que miraban, las tres, con sus cuatro ojos. El zar Saltán rogó a los navegantes que se sentaran a su mesa y les preguntó:
—¿Qué habéis visto viajando por el mundo? ¿Cómo se vive al otro lado del mar?
—Hemos viajado por el mundo entero. No se vive mal allí. Pero lo que hemos visto esta vez es en verdad maravilloso. Existe una isla; en ella hay una magnífica ciudad, llena de iglesias con cúpulas doradas, de quintas rodeadas de jardines y de multitud de palacios. Ante el del príncipe crece un pino, y bajo el pino se levanta un kiosco de cristal. En el kiosco vive una ardilla amaestrada que canta siempre y rompe las nueces con sus dientes. La cáscara de esas nueces es de oro puro, y el fruto es una esmeralda. Todos se ocupan de ella y la vigilan… Además, hay allí una cosa más maravillosa aún: cuando el mar se enfurece, cubriendo la tierra con su espuma, y se retiran las olas quedan en la orilla treinta y tres héroes, jóvenes, hermosos, iguales, con escamas de oro que brillan como el fuego. Los capitanea Chernomor. Y no hay en el mundo guardia más segura que aquella… Además, el príncipe tiene por esposa a una hermosa princesa. Nadie que la haya visto una vez puede apartar de ella la mirada. Deslumbra al día y todo lo ilumina por la noche. En sus cabellos lleva la luna y en su frente brilla una estrella. En el trono se sienta el príncipe Gvidón, que se lamenta de que no lo hayas visitado todavía.
Al oír esto, Saltán mandó preparar una escuadra. Pero la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija, no quisieron permitirle realizar el viaje para ver la isla milagrosa. Mas el zar Saltán no les hizo caso:
—¿Soy un rey o soy un niño? —les dijo irritado—. ¡Pues me marcho hoy mismo!
Y diciendo esto salió dando un portazo.
El príncipe Gvidón estaba sentado frente a la ventana y contemplaba el mar tristemente. El mar estaba en calma y no se veía ola alguna… Pero en el horizonte aparecieron naves… Era la flota de Saltán, que se deslizaba sobre el océano. Al adivinarlo, el príncipe Gvidón dio un salto y gritó:
-¡Eh! ¡Madre mía, esposa querida: mirad allí… Viene mi padre!
Se aproximó la escuadra. Gvidón miró con un anteojo. En la cubierta pudo ver al zar Saltán, que también los miraba con un anteojo. A su lado estaban la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Los tres quedaron maravillados ante la isla desconocida. Y he aquí que tronaron todos los cañones y fueron lanzadas al vuelo todas las campanas. El príncipe Gvidón descendió a la orilla para recibir al zar, y al propio tiempo a la hilandera y la cocinera, en unión de la comadre Babarija. Y sin explicación alguna los llevó a palacio. Entraron todos. En las puertas montaban guardia los treinta y tres héroes gigantes, todos hermosos jóvenes con escamas de oro puro, y al frente de ellos Chernomor. El zar entró en el cercado y vio cómo debajo de un pino la ardilla cantaba una canción, rompiendo una nuez de oro, sacando la esmeralda y colocándola en un saquito. Y todo el cercado estaba repleto de cáscaras de oro. Los recién llegados entraron en los aposentos. Allí los recibió la princesa, que era en verdad maravillosa: en sus cabellos llevaba la luna y en su frente brillaba una estrella. Su andar era el de un pavo real. A su lado estaba su suegra. Miróla el zar y la reconoció…
—¿Qué veo? ¿Qué es esto? —exclamó. Y empezó a sollozar… Abrazó luego a la zarina, a su hijo y a su joven esposa.
Acto seguido todos se sentaron a la mesa y dio comienzo un alegre festín. Mientras tanto la hilandera y la cocinera, como también la comadre Babarija, se escondieron en sendos rincones. Las encontraron, pero ellas se arrepintieron e imploraron gracia. El zar Saltán, vista la felicidad común, las perdonó, y las mandó a casa. Al declinar el día, Saltán se emborrachó de tal manera que tuvieron que llevarlo a la cama. Y yo estuve allí: me ofrecieron cerveza, vino y miel, que me pasaron muy cerca de la boca y sólo me mojaron el bigote.
Alexander Pushkin (1799-1837)
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