¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas, vagabundo pálido y solitario? Las flores del lago están marchitas; y los pájaros callan.
¡Oh! ¿Por qué sufres, caballero en armas, tan maliciento y dolorido? La ardilla ha llenado su granero y la mies ya fue guardada.
Un lirio veo en tu frente, bañada por la angustia y la lluvia de la fiebre, y en tus mejillas una rosa sufriente, también mustia antes de su tiempo.
Una dama encontré en la pradera, de belleza consumada, bella como una hija de las hadas; largos eran sus cabellos, su pie ligero, sus ojos hechiceros.
Tejí una corona para su cabeza, y brazaletes y un cinturón perfumado. Ella me miró como si me amase, y dejó oír un dulce plañido.
Yo la subí a mi dócil corcel, y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día; pues sentada en la silla cantaba una melodía de hadas.
Ella me reveló raíces de delicados sabores, y miel silvestre y rocío celestial, y sin duda en su lengua extraña me decía: Te amo.
Me llevó a su gruta encantada, y allí lloró y suspiró tristemente; allí cerré yo sus ojos hechiceros con mis labios.
Ella me hizo dormir con sus caricias y allí soñé (¡Ah, pobre de mí!) el último sueño que he soñado sobre la falda helada de la montaña.
Ví pálidos reyes, y también princesas, y blancos guerreros, blancos como la muerte; y todos ellos exclamaban: ¡La belle dame sans merci te ha hecho su esclavo!
Y ví en la sombra sus labios fríos abrirse en terrible anticipación; y he aquí que desperté, y me encontré en la falda helada de la montaña.
Esa es la causa por la que vago, errabundo, pálido y solitario; aunque las flores del lago estén marchitas, y los pájaros callen.
John Keats (1795-1821)
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