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Tierra de Hadas

Fairyland, Edgar Allan Poe.

Oscuros valles y tenebrosos pantanos,
sombríos bosques,
cuyas formas no podemos adivinar,
al impedirlo las lágrimas que caen por todas partes.
Enormes lunas que surgen y desaparecen
una vez, y otra, y otra,
a cada momento en la noche
-siempre cambiamdo de lugar-
oscureciendo los rayos del lucero
con el aliento de sus pálidos rostros.
Alrededor de las doce por el reloj lunar
una más nebulosa que las demás
(en un juicio,
decidieron que era la mejor)
desciende -abajo, más abajo-
con su centro sobre la corona
de la cumbre de una montaña,
mientras que su amplia circunferencia
de flotantes vestiduras cae
sobre aldeas, sobre pórticos,
dondequiera que estén
-sobre los lejanos bosques, sobre el mar-
sobre los espíritus alados,
sobre las cosas adormecidas,
y las envuelve completamente
en un laberinto de luz,
y entonces, ¡qué profunda! ¡oh, profunda!
es la pasión de su sueño.

Edgar Allan Poe.

La Mujer Blanca.

The White Woman, Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907).

¿Dónde se detiene la adorable,
La salvaje mujer blanca, mortal para el hombre?
Nunca han cedido sus cuellos bajo el yugo,
Ellas habitaban solas cuando surgió la mañana
Y el tiempo comenzó.

Son más altas que el hombre, cálidas,
Y sus mejillas siempre fueron pálidas.
Los tigres en sus guaridas acechaban,
El halcón colgando del cielo azul
Anhelaba con destrozarlas.

El mortal abismo ha soltado su mano nerviosa,
Más fuerte que toda nuestra voluntad,
Mano de forma ciclópea, beata, tallada en hierro;
Y cuando lucha, las salvajes mujeres blancas lloran
El tormentoso lamento de la guerra.

Sus palabras no son como las nuestras,
Si el hombre pudiese pasearse entre las olas
Del océano cuando rompen, y oírlas,
Escuchar el lenguaje perdido de la nieve
Cayendo en lúgubres torrentes,
Entonces conocerían la lengua olvidada.

Como la luz más pura, así son ellas;
Jamás han pecado,
Pero cuando los rayos del fuego eterno
Queman el horizonte, sus trenzas son desatadas,
Y en alas del viento occidental danzan sus ropas,
Barridas por el Deseo.

Mira, de doncellas nacen damas,
Y fuertes niños de las damas y la brisa,
Los sueños no son (en la gloria del día,
Vista a través de las puertas de marfil)
Más justos que estos.

Nadie encontrará sus hogares nobles,
Pues a la sombra primaveral del roble,
En la penumbra del oscuro bosque se ocultan.
Una de nuestra raza, perdida en el claro,
Vió con ojos humanos a la Dama Blanca,
Y mirando, murió.

Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)

Las Hespérides.

Hesperides: or the works both human and divine.
Robert Herrick (1591-1674)

Prólogo.

Yo canto a los arroyos, los capullos,
Los pájaros y las glorietas;
Las flores de Abril, de Mayo, de Junio y Julio.
Canto las romerías, las verbenas y las orgías;
Los novios y las novias, y sus pasteles de boda.
Escribo sobre la juventud y el amor,
Y así rozo la delicada picardía.
Canto los rocíos, las lluvias y los bálsamos,
Ungüentos, especias y ámbar gris.
Canto el tiempo efímero,
Y digo cómo se volvieron rojas las rosas,
Blancos los lirios.
Hablo de arboledas y crepúsculos;
De la corte de Mab y del rey de las hadas.
Hablo del infierno; canto
(Y nunca cesaré de cantarlo)
El Paraíso; y algún día espero ganarlo.

Robert Herrick (1591-1674)

Las Hadas.

The fairies, William Allingham (1824-1889)

Arriba en la aireada montaña,
Abajo en la sombría cañada,
Nos desafiamos a la caza
Por temor a la pequeña gente,
Diminuta gente, buena gente,
Marchando unidos, diligentes,
¡Chaquetas verdes, gorros rojos
Y blancas plumas relucientes!

Abajo en la orilla rocosa
Algunos hacen su hogar,
Viven en crujientes chozas,
Junto al arroyo o el mar;
Otros en las tenebrosas cañas
Del lago negro en la montaña,
Con sapos como guardianes,
Perros de una vigilia interminable.

Arriba en la sierra
El viejo rey se sienta;
Es tan viejo y maliciento
Que casi a perdido el ingenio.
Con un puente de niebla rosa
Sobre el Columbkill siempre cruza,
En su majestuosa jornada
Por Slieveleague y Rosses;
O persiguiendo la música
De las frías noches estrelladas,
Buscando incesante a su Reina
Bajo la alegre aurora boreal.

La pequeña Bridget allí se ha perdido
Por siete largos años,
Cuando ella volvió del rebaño
Todos sus amigos se habían ido.
Ellos tomaron su ligera espalda
Entre el crepúsculo y la mañana,
Pensaron que dormía con rubor,
Pero yacía muerta de dolor.
Ellos la tienen desde entonces
En las profundidades del lago,
Sobre un lecho de olas veloces,
Velando hasta que descanse.

Junto a la ladera del monte altivo,
A través del musgo desnudo,
Han plantado árboles y espinos,
Y allí danzan esos pies duros.
Si algún hombre atrevido
Se acerca con orgullo y sigilo,
Habrá de caer entre los espinos,
Y encontrará un oscuro destino.

Arriba en la aireada montaña,
Abajo en la sombría cañada,
Nos desafiamos a la caza
Por temor a la pequeña gente,
Diminuta gente, buena gente,
Marchando unidos, diligentes,
¡Chaquetas verdes, gorros rojos
Y blancas plumas relucientes!

William Allingham (1824-1889)

Hada Morgana.

Fata Morgana; Christina Georgina Rossetti (1830-1894)

Un fantasma de ojos azules se ríe
en la distancia, saltando hacia el poniente:
por un camino que persigo eternamente,
Tomo aliento y hacia allí voy.

La luz del sol se quiebra gota a gota:
va cantando y saltando alto
entre las flores con un sonido de ensueño,
en una canción de sueños.

Me río, es tan rápido y alegre;
tan distante que llora mi fantasía:
Espero que pueda yacer algún día,
yacer por siempre y soñar.

Christina Georgina Rossetti (1830-1894)

El Hombre que soñó con el País de las Hadas.

 William Butler Yeats (1865-1939).

Estuvo entre una multitud en Dromahair;
su corazón colgaba sobre un hábito de seda,
y al final había conocido alguna ternura,
antes de que fuera abrazado por la tierra;
pero cuando un hombre en un montón de peces apila,
parece que alzan sus pequeñas cabezas plateadas,
y cantan lo que la dorada mañana y la tarde derraman
sobre el mundo entretejido de una isla olvidada,
donde la gente ama a orillas del mar;
que el Tiempo las promesas del amante no podrá malograr,
bajo ese tejido cielo inmóvil de ramas;
el canto le sacó de su débil reposar.

Por las arenas de Lissadel ha meditado;
su mente corre por los miedos, dinero y cuidados,
y él, al final, había conocido algunos prudentes años,
antes de que se apilaran bajo la colina su tumba;
pero mientras recorría los sitios de rompiente espuma,
un gusano, con su gris y terrosa boca
canta que en algún lugar del norte, oeste o sur
habita una alegre, exultante, afable raza,
bajo los dorados o plateados cielos;
y si allí un huraño bailarín sus pies pusiera,
parecería que el sol y la luna en el frutal estuvieran:
y con aquel canto nunca más sería sabio.

Ante el gozo de Scanavin reflexionó,
reflexionó sobre sus mofadores; sin falta
fue un cuento campesino su repentina venganza,
cuando la noche pétrea se había bebido su cuerpo;
pero una nudosa hierba de la laguna
(con voz innecesariamente cruel) cantaba
donde el anciano silencio ordena regocijarce ante su elegida raza,
no importa que tempestuosas aguas suban y caigan
o que la plateada tormenta corroa su oro al día,
y la medianoche los arrope como en lana
y el amante con el amante descance en paz.
El cuento retiró su sutil enojo de su faz.

Durmió bajo la colina de Lugnagall;
y podría haber conocido el sueño real
bajo ese vaporoso y frío turbante empinado,
ahora que al hombre y todo, la tierra se ha llevado:
los gusanos que ensartan sus huesos no proclamaron
con ese incauto, agudo grito
que Dios en el cielo sus dedos ha puesto,
que por esos dedos corre el brillante verano
sobre el bailarín de la ignota ola.
¿Porqué deberían aquellos danzantes sin fracaso
soñar, hasta que Dios calcine la naturaleza con un beso?
El hombre alivio en la tumba no ha encontrado.

 William Butler Yeats (1865-1939).

El Hada.

William Blake (1757-1827).

Acudid, gorriones míos,
flechas mías.
Si una lágrima o una sonrisa
al hombre seducen;
si una amorosa dilatoria
cubre el día soleado;
si el golpe de un paso
conmueve de raíz al corazón,
he aquí el anillo de bodas,
transforma en rey a cualquier hada.

Así cantó un hada.
De las ramas salté
y ella me eludió,
intentando huir.
Pero, atrapada en mi sombrero,
no tardará en aprender
que puede reír, que puede llorar,
porque es mi mariposa:
he quitado el veneno
del anillo de bodas.

William Blake (1757-1827).

La Copa de las Hadas.

La copa de las hadas, Rubén Darío (1867 - 1916)

¿Fue en las islas de las rosas,
en el país de los sueños,
en donde hay niños risueños
y enjambre de mariposas?
Quizá.

En sus grutas doradas,
con sus diademas de oro,
allí estaban, como un coro
de reinas, todas las hadas.

Las que tienen prisioneros
a los silfos de la luz,
las que andan con un capuz
salpicado de luceros.

Las que mantos de escarlata
lucen con regio donaire,
y las que hienden el aire
con su varita de plata.
¿Era día o noche?

El astro
de la niebla sobre el tul,
florecía en campo azul
como un lirio de alabastro.

Su peplo de oro la incierta
alba ya había tendido.
Era la hora en que en su nido
toda alondra se despierta.

Temblaba el limpio cristal
del rocío de la noche,
y estaba entreabierto el broche
de la flor primaveral.

Y en aquella región que era
de la luz y la fortuna,
cantaban un himno, a una,
ave, aurora y primavera.

Las hadas -aquella tropa
brillante-, Delia, que he dicho,
por un extraño capricho
fabricaron una copa.

Rara, bella, sin igual,
y tan pura como bella,
pues aún no ha bebido en ella
ninguna boca mortal.

De una azucena gentil
hicieron el cáliz leve,
que era de polvo de nieve
y palidez de marfil.

Y la base fue formada
con un trémulo suspiro,
de reflejos de zafiro
y de luz cristalizada.

La copa hecha se pensó
en qué se pondría en ella
(que es el todo, niña bella,
de lo que te cuento yo).

Una dijo: La ilusión;
otra dijo: La belleza;
otra dijo: La riqueza;
y otra más: El corazón.

La Reina Mab, que es discreta,
dijo a la espléndida tropa:
"Que se ponga en esa copa
la felicidad completa".

Y cuando habló Reina tal,
produjo aplausos y asombros.
Llevaba sobre sus hombros
su soberbio manto real.

Dejó caer la divina
Reina de acento sonoro,
algo como gotas de oro
de una flauta cristalina.

Ya la Reina Mab habló;
cesó su olímpico gesto,
y las hadas tanto han puesto
que la copa se llenó.

Amor, delicia, verdad,
dicha, esplendor y riqueza,
fe, poderío, belleza...
¡Toda la felicidad!...

Y esta copa se guardó
pura, sola, inmaculada.
¿Dónde?

En una isla ignorada.

¿De dónde?

¡Se me olvidó!...
¿Fue en las islas de las rosas,
en el país de los sueños,
en donde hay niños risueños
y enjambres de mariposas?

Esto nada importa aquí,
pues por decirte escribía
que esta copa, niña mía,
la deseo para ti.


Rubén Darío (1867 - 1916)

La belle dame sans merci.

La bella dama sin piedad; John Keats (1795-1821)

¡Oh! ¿Qué pena te acosa, caballero en armas, vagabundo pálido y solitario? Las flores del lago están marchitas; y los pájaros callan.

¡Oh! ¿Por qué sufres, caballero en armas, tan maliciento y dolorido? La ardilla ha llenado su granero y la mies ya fue guardada.

Un lirio veo en tu frente, bañada por la angustia y la lluvia de la fiebre, y en tus mejillas una rosa sufriente, también mustia antes de su tiempo.

Una dama encontré en la pradera, de belleza consumada, bella como una hija de las hadas; largos eran sus cabellos, su pie ligero, sus ojos hechiceros.

Tejí una corona para su cabeza, y brazaletes y un cinturón perfumado. Ella me miró como si me amase, y dejó oír un dulce plañido.

Yo la subí a mi dócil corcel, y nada fuera de ella vieron mis ojos aquel día; pues sentada en la silla cantaba una melodía de hadas.

Ella me reveló raíces de delicados sabores, y miel silvestre y rocío celestial, y sin duda en su lengua extraña me decía: Te amo.

Me llevó a su gruta encantada, y allí lloró y suspiró tristemente; allí cerré yo sus ojos hechiceros con mis labios.

Ella me hizo dormir con sus caricias y allí soñé (¡Ah, pobre de mí!) el último sueño que he soñado sobre la falda helada de la montaña.

Ví pálidos reyes, y también princesas, y blancos guerreros, blancos como la muerte; y todos ellos exclamaban: ¡La belle dame sans merci te ha hecho su esclavo!

Y ví en la sombra sus labios fríos abrirse en terrible anticipación; y he aquí que desperté, y me encontré en la falda helada de la montaña.

Esa es la causa por la que vago, errabundo, pálido y solitario; aunque las flores del lago estén marchitas, y los pájaros callen.

John Keats (1795-1821)