Edgar Allan Poe
   Te traeré el fuego.          
(Eurípides, Andrómaca)
(Eurípides, Andrómaca)
Eiros.-¿Por qué me llamas Eiros?
   Charmion.-Así   te llamarás desde ahora y para siempre. A tu vez, debes olvidar mi nombre    terreno y llamarme Charmion.
   Eiros.-¡Esto    no es un sueño!
   Charmion.-Ya   no hay sueños entre nosotros; pero dejemos para después estos misterios.    Me alegro de verte dueño de tu razón, y tal como si estuvieras vivo. El velo    de la sombra se ha apartado ya de tus ojos. Ten ánimo y nada temas. Los días    de sopor que te estaban asignados se han cumplido, y mañana te introduciré yo    mismo en las alegrías y las maravillas de tu nueva existencia.
   Eiros.-Es    verdad, el sopor ha pasado. El extraño vértigo y la terrible oscuridad me han    abandonado, y ya no oigo ese sonido enloquecedor, turbulento, horrible,    semejante a «la voz de muchas aguas». Y sin embargo, Charmion, mis sentidos    están perturbados por esta penetrante percepción de lo nuevo.
   Charmion.-Eso   cesará en pocos días, pero comprendo muy bien lo que sientes. Hace ya diez    años terrestres que pasé por lo que pasas tú y, sin embargo, su recuerdo no me    abandona. Empero ya has sufrido todo el dolor que sufrirás en Aidenn[8].
   Eiros.-¿En   Aidenn?
   Charmion.-En    Aidenn.
   Eiros.-¡Oh,   Dios! ¡Charmion, apiádate de mí! Me siento agobiado por la majestad de    todas las cosas... de lo desconocido de pronto revelado... del Futuro, una    conjetura fundida en el augusto y cierto Presente.
   Charmion.-No   te empeñes por ahora en pensar de esa manera. Mañana hablaremos de ello.    Tu mente vacila, y encontrará alivio a su agitación en el ejercicio de los    simples recuerdos. No mires alrededor, ni hacia adelante; mira hacia atrás.    Ardo de ansiedad por conocer los detalles del prodigioso acontecer que te ha    traído entre nosotros. Cuéntame. Hablemos de cosas familiares, en el viejo    lenguaje familiar del mundo que tan espantosamente ha perecido.
   Eiros.-¡Oh,    sí, espantosamente! ¡Esto no es un sueño!
   Charmion.-No   hay más sueños. Eiros mío, ¿fui muy llorada?
   Eiros.-¿Llorada,    Charmion? ¡Oh, cuan llorada! Hasta aquella última hora cernióse sobre tu casa    una nube de profunda pena y devota tristeza.
   Charmion.-Y   esa última hora... háblame de ella. Recuerda que, fuera del hecho en sí de    la catástrofe, nada sé. Cuando abandoné la humanidad, entrando en la Noche a    través de la Tumba, en ese período, si recuerdo bien, la calamidad que os    abrumó era por completo insospechada. Cierto es que poco conocía yo la    filosofía especulativa de entonces.
   Eiros.-Como    has dicho, aquella calamidad era enteramente insospechada, pero desgracias    análogas habían dado a los astrónomos motivo de discusión. Apenas necesito    decirte, amiga mía, que ya cuando nos dejaste los hombres coincidían en    interpretar los pasajes de las muy santas escrituras que hablan de la    destrucción final de todas las cosas por el fuego, como referidos solamente al    globo terráqueo. Las especulaciones, empero, sobre la causa inmediata del fin,    no llegaban a ninguna conclusión desde la época en que la ciencia astronómica    había despojado a los cometas del terrible carácter incendiario que antes se    les atribuía. Bien establecida se hallaba la escasa densidad de aquellos    cuerpos celestes. Se los había observado pasar entre los satélites de Júpiter,    sin que produjeran ninguna alteración sensible en las masas o las órbitas de    aquellos planetas secundarios. Hacía mucho que considerábamos a esos    errabundos como creaciones vaporosas de inconcebible tenuidad, incapaces de    dañar nuestro macizo globo aun en el caso de un choque directo. No sentíamos    temor alguno de un contacto, pues los elementos de todos los cometas eran    perfectamente conocidos. Hacía muchos años que se consideraba inadmisible    buscar entre ellos al agente de la destrucción por el fuego. Pero en    aquellos días finales las conjeturas y las extravagantes fantasías abundaban    singularmente entre los hombres, y aunque el temor sólo asaltaba a unos pocos    ignorantes, el anuncio de un nuevo cometa formulado por los astrónomos    fue recibido con no sé qué agitación y desconfianza generales.
   Los elementos del extraño astro    fueron inmediatamente calculados, y todos los observadores coincidieron en que    su paso, en el perihelio, lo aproximaría mucho a la tierra. Dos o tres    astrónomos de renombre secundario sostuvieron resueltamente que el choque era    inevitable. Imposible expresar el efecto de esta noticia en las gentes.    Durante unos pocos días no quisieron creer en una afirmación que su    inteligencia, tanto tiempo aplicada a consideraciones mundanas, no podía    aprehender de ninguna manera. Pero la verdad de un hecho de importancia vital    se abre paso en el entendimiento del más estólido. Los hombres comprendieron    finalmente que los astrónomos no mentían, y esperaron el cometa. Al principio    su acercamiento no parecía muy rápido, y nada de insólito había en su aspecto.    Era de un rojo oscuro, con una cola apenas perceptible. Durante siete u ocho    días no advertimos ningún aumento en su diámetro aparente, y su color cambió    muy poco. Entretanto los negocios ordinarios de la humanidad habían sido    suspendidos y todos los intereses se concentraban en las discusiones    científicas referentes a la naturaleza del cometa. Aun los más ignorantes    forzaban sus indolentes inteligencias para entenderlas. Y los sabios    consagraron entonces su intelecto, su alma, no ya a aliviar los temores    o a sostener sus amadas teorías, sino a buscar la verdad, a buscarla    desesperadamente. Gemían en procura del conocimiento perfecto. La verdad   se alzó en toda la pureza de su fuerza y de su excelsa majestad, y los    sensatos se inclinaron y adoraron.
   La opinión según la cual nuestro    globo o sus habitantes sufrirían daños materiales de resultas del temible    contacto, perdía diariamente fuerza entre los sabios, y a éstos les era dado    ahora gobernar la razón y la fantasía de la multitud. Se demostró que la    densidad del núcleo del cometa era mucho menor que la de nuestro gas más raro;    el inofensivo pasaje de un visitante similar entre los satélites de Júpiter    era argüido como un ejemplo convincente, capaz de calmar los temores. Los    teólogos, con un celo inflamado por el miedo, insistían en la profecía    bíblica, explicándola al pueblo con una precisión y una simplicidad que jamás    se había visto antes. La destrucción final de la tierra se operaría por    intervención del fuego; así lo enseñaban con un brío que imponía convicción    por doquier; y el que los cometas no fueran de naturaleza ígnea (como todos    sabían ahora) constituía una verdad que liberaba en gran medida de las    aprensiones sobre la gran calamidad predicha. Es de hacer notar que los    prejuicios populares y los errores del vulgo concernientes a las pestes y a    las guerras -errores que antes prevalecían a cada aparición de un cometa- eran    ahora completamente desconocidos.
   Como naciendo de un súbito    movimiento convulsivo, la razón había destronado de golpe a la superstición.    La más débil de las inteligencias extraía vigor del exceso de interés.
   Los daños menores que pudieran    resultar del contacto con el cometa eran tema de minuciosas discusiones. Los    entendidos hablaban de ligeras perturbaciones geológicas, de probables    alteraciones del clima y, por consiguiente, de la vegetación, aludiendo    también a posibles influencias magnéticas y eléctricas. Muchos sostenían que    los efectos no serían visibles ni apreciables. Y mientras las discusiones    proseguían, su objeto se aproximaba gradualmente, aumentaba su diámetro y más    brillante se volvía su color. La humanidad palidecía al verlo acercarse. Todas    las actividades humanas estaban suspendidas.
   La evolución de los sentimientos    generales llegó a su culminación cuando el cometa hubo alcanzado por fin un    tamaño que sobrepasaba toda aparición anterior. Desechando las últimas    esperanzas de que los astrónomos se hubieran equivocado, los hombres sintieron    la certidumbre del mal. Todo lo quimérico de sus terrores había desaparecido.    El corazón de los más valientes de nuestra raza latía precipitadamente en su    pecho. Y sin embargo bastaron pocos días para que aun esos sentimientos se    fundieran en otros todavía más insoportables. Ya no podíamos aplicar a aquel    extraño astro ninguna idea ordinaria. Sus atributos históricos    habían desaparecido. Nos oprimía con una emoción espantosamente nueva.    No lo veíamos como un fenómeno astronómico de los cielos, sino como un íncubo    sobre nuestros corazones y una sombra sobre nuestros cerebros. Con    inconcebible rapidez había tomado la apariencia de un gigantesco manto de    llamas muy tenues extendido de un horizonte al otro.
   Pasó otro día, y los hombres    respiraron con mayor libertad. No cabía duda de que nos hallábamos bajo la    influencia del cometa, y sin embargo vivíamos. Hasta sentimos una insólita    agilidad corporal y mental. La extraordinaria tenuidad del objeto de nuestro    terror era ya aparente, pues todos los cuerpos celestes se percibían a través    de él. Entretanto nuestra vegetación se había alterado sensiblemente y, como    ello nos había sido pronosticado, cobramos aún más fe en la previsión de los    sabios. Un follaje lujurioso, completamente desconocido hasta entonces, se    desató en todos los vegetales.
   Pasó otro día más... y la calamidad    no nos había dominado todavía. Era evidente que el núcleo del cometa chocaría    con la tierra. Un espantoso cambio se había operado en los hombres, y la    primera sensación de dolor fue la terrible señal para las lamentaciones    y el espanto. Aquella primera sensación de dolor consistía en una rigurosa    constricción del pecho y los pulmones, y una insoportable sequedad de la piel.    Imposible negar que nuestra atmósfera estaba radicalmente afectada; su    composición y las posibles modificaciones a que podía verse sujeta constituían    ahora el tema de discusión. El resultado del examen produjo un estremecimiento    eléctrico de terror en el corazón universal del hombre.
   Se sabía desde hacía mucho que el    aire que nos circundaba era un compuesto de oxígeno y nitrógeno, en proporción    respectiva de veintiuno y setenta y nueve por ciento. El oxígeno, principio de    la combustión y vehículo del calor, era absolutamente necesario para la vida    animal, y constituía el agente más poderoso y enérgico en la naturaleza. El    nitrógeno, por el contrario, era incapaz de mantener la vida animal y la    combustión. Un exceso anómalo de oxígeno produciría, según estaba probado, una    exaltación de los espíritus animales, tal como la habíamos sentido en esos    días. Lo que provocaba el espanto era la extensión de esta idea hasta su    límite. ¿Cuál sería el resultado de una extracción total del nitrógeno?    Una combustión irresistible, devoradora, todopoderosa, inmediata: el    cumplimiento total, en sus minuciosos y terribles detalles, de las llameantes    y aterradoras anunciaciones de las profecías del Santo Libro.
   ¿Necesito pintarte, Charmion, el    desencadenado frenesí de la humanidad? Aquella tenuidad del cometa que nos    había inspirado previamente una esperanza era ahora la fuente de la más amarga    desesperación. En su impalpable, gaseosa naturaleza percibíamos claramente la    consumación del Destino. Y entretanto pasó otro día, llevándose con él la    última sombra de la Esperanza. Jadeábamos en aquel aire rápidamente    modificado. La sangre arterial batía tumultuosamente en sus estrechos canales.    Un delirio furioso se había posesionado de todos los hombres y, con los brazos    rígidamente tendidos hacia los cielos amenazantes, temblaban y clamaban. Pero    el núcleo del destructor llegaba ya a nosotros; aun aquí, en el Aidenn, me    estremezco al hablar. Déjame ser breve... breve como la destrucción que nos    asoló. Durante un momento vimos una terrible, cárdena luz que penetraba en    todas las cosas. Entonces... ¡inclinémonos Charmion, ante la sublime majestad    de Dios el grande!, entonces se alzó un clamoroso y penetrante sonido, tal    como si brotara de Su boca, y toda la masa de éter, dentro de la cual    existíamos, reventó instantáneamente en algo como una intensa llama roja, cuya    insuperable brillantez y abrasante calor no tienen nombre, ni siquiera entre    los ángeles del alto cielo del conocimiento puro. Así acabó todo.
         Edgar Allan Poe
 
 
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