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Transición de Algernon Blackwood


Transición (Transition) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood. El cuento fue publicado en 1917 dentro de la antología fantástica Day and Night Stories.







Transition, Algernon Blackwood (1869-1951)

John Mudbury regresaba de sus compras con los brazos llenos de regalos navideños. Eran las siete pasadas y las calles estaban atestadas de gente. Era un hombre corriente, vivía en un piso corriente de las afueras, con una mujer corriente y unos hijos corrientes. Él no los consideraba corrientes, aunque sí los demás. Traía un regalo corriente a cada uno: una agenda barata para su mujer, una pistola de aire comprimido para el chico y así sucesivamente. Tenía más de cincuenta años, era calvo, oficinista, honesto de hábitos y manera de pensar, de opiniones inseguras, ideas políticas inseguras e ideas religiosas inseguras. Sin embargo, se tenía a sí mismo por un caballero firme y decidido, sin percatarse de que la prensa matinal determinaba sus opiniones del día. Y vivía... al día. Físicamente estaba bastante sano, salvo el corazón, que lo tenía débil (cosa que nunca le preocupó); y pasaba las vacaciones de verano jugando mal al golf, mientras sus hijos se bañaban y su mujer leía a Garvice tumbada en la arena. Como la mayoría de los hombres, soñaba, ociosamente con el pasado, se le escapaba embarulladamente el presente, e intuía vagamente -tras alguna que otra lectura imaginativa- el futuro.

-Me gustaría sobreexistir -decía- si la otra vida fuera mejor que ésta -mirando a su mujer y sus hijos, y pensando en el trabajo diario-. ¡Si no...! -y se encogía de hombros como hace todo hombre valeroso.

Acudía a la iglesia con regularidad. Pero nada en la iglesia lo convencía de que iba a subsistir en la otra vida, ni le inclinaba a esperar tal cosa. Por otra parte, nada en la vida lo convencía de que no fuera o no pudiera ser así. «Soy evolucionista», le encantaba decir a sus pensativos amigotes (delante de una copa), ignorando que se hubiera puesto en duda jamás el darwinismo. Así, pues, volvía a casa contento y feliz, con su montón de regalos navideños «para la mujer y los chicos», y recreándose con la idea de la alegría y animación de su familia. La noche anterior había llevado a «su señora» a ver Magia en un selecto teatro de Londres frecuentado por intelectuales... y se había entusiasmado lo indecible. Había ido indeciso, aunque esperando algo fuera de lo corriente. «No es un espectáculo musical -advirtió a su mujer-; ni tampoco una comedia o una farsa, en realidad», y en respuesta a la pregunta de ella sobre qué decían las críticas, se encogió, suspiró y enderezó cuatro veces su chillona corbata en rápida sucesión. Porque no podía esperarse que un «hombre de la calle» con una pizca de dignidad entendiese lo que decían los críticos, aunque entendiese la Obra. Y John había contestado con toda sinceridad: «Bueno, dicen cosas. Pero el teatro está siempre lleno... y eso es lo que cuenta».

Y ahora, al cruzar Piccadilly Circus entre el gentío para coger el autobús, quiso el azar que (al ver un anuncio) le absorbiese el cerebro dicha Obra particular, o más bien el efecto que le causara en su momento. Porque le había cautivado lo indecible: con las maravillosas posibilidades que insinuaba, su tremenda osadía, su belleza alerta y espiritual... El pensamiento de John se lanzó en pos de algo: en pos de esa sugerencia curiosa de un universo más grande, en pos de la sugerencia cuasi divertida de que el hombre no es el único... Y aquí chocó con una frase que la memoria le puso delante de las narices: «La ciencia no agota el Universo», ¡al tiempo chocaba con otra clase de fuerza destructora...! No supo exactamente cómo ocurrió. Vio un Monstruo feroz que lo miraba con ojos de fuego. ¡Era horrible! Se abalanzó sobre él. Lo esquivó... y otro Monstruo salió de una esquina a su encuentro. Corrieron los dos a un tiempo hacia él. Se hizo a un lado otra vez, con un salto que podía haber salvado fácilmente una valla, pero fue demasiado tarde. Le cogieron entre los dos sin piedad, y el corazón se le subió literalmente a la boca. Le crujieron los huesos... Tuvo una sensación dulce, un frío intenso y un calor como de fuego. Oyó un rugir de bocinas y voces. Vio arietes; y un testudo de hierro... Luego surgió una luz cegadora... «¡Siempre de cara al tráfico!», recordó con un grito frenético; y merced a una suerte extraordinaria, ganó milagrosamente la acera opuesta.

No había duda al respecto. Se había librado por los pelos de una muerte desagradable. Primero, comprobó a tientas los regalos: los tenía todos. Luego, en vez de alegrarse y tomar aliento, emprendió apresuradamente el regreso -¡a pie, lo que probaba que se le había descontrolado un poco la cabeza!-, pensando sólo en lo desilusionados que se habrían quedado su mujer y sus hijos si... bueno, si hubiese ocurrido algo. Otra cosa de la que se dio cuenta, extrañamente, fue de que ya no amaba a su mujer en realidad, y que sólo sentía por ella un gran afecto. Sabe Dios por qué se le ocurrió tal cosa; el caso es que lo pensó. Era un hombre honesto, sin fingimientos. La idea le vino como un descubrimiento. Se volvió un instante, vio la multitud arremolinada alrededor del barullo de taxis, cascos de policías centelleando con las luces de los escaparates... y avivó el paso otra vez, con la cabeza llena de pensamientos alegres sobre los regalos que iba a repartir... los niños acudiendo a la carrera... y su mujer -¡un alma bendita!- contemplando embobada los paquetes misteriosos...

Y, aunque no lograba explicarse cómo, al poco rato estaba ante la puerta del edificio carcelario donde tenía su piso, lo que significaba que había hecho a pie las tres millas. Iba tan ocupado y absorto en sus pensamientos que no se había dado cuenta de la larga caminata. «Además -reflexionó, pensando cómo se había salvado por los pelos-, ha sido un susto tremendo. Una mald... experiencia, a decir verdad.» Todavía se notaba algo aturdido y tembloroso. A la vez, no obstante, se sentía contento y eufórico. Contó los regalos... saboreó con antelación la alegría que iban a producir... y abrió rápidamente con la llave. «Llego tarde -comprendió-; pero cuando ella vea los paquetes de papel marrón, se le olvidará decir nada. Dios bendiga a esa alma fiel.» Hizo girar suavemente la llave una segunda vez y entró de puntillas en el piso... Tenía el espíritu henchido del sentimiento dominante de esta tarde: la felicidad que los regalos navideños iban a proporcionar a su mujer y sus hijos.

Oyó ruido. Colgó el sombrero y el abrigo en el diminuto vestíbulo (nunca lo llamaban «recibimiento»), y se dirigió sigilosamente a la puerta del salón con los paquetes escondidos detrás. Sólo pensaba en ellos, no en sí mismo... O sea, en su familia, no en los paquetes. Abrió la puerta a medias y se asomó discretamente. Para estupefacción suya, la habitación estaba llena de gente. Retrocedió con rapidez, preguntándose qué podía significar. ¿Una fiesta? ¿Sin saberlo él? ¡Qué raro...! Experimentó un profundo desencanto. Pero al retroceder, se dio cuenta de que en el vestíbulo había gente también. Estaba enormemente sorprendido; aunque, por otra parte, no lo estaba en absoluto. Lo estaban felicitando. Había una verdadera muchedumbre. Además, los conocía a todos; al menos, sus caras le sonaban más o menos. Y todos lo conocían a él.

-¿No es gracioso? -rió alguien, dándole una palmadita en la espalda-. ¡Ellos no tienen ni la menor idea...!
El que hablaba -el viejo John Palmer, el contable de la oficina, recalcó la palabra «ellos».
-Ni la menor idea -contestó él con una sonrisa, diciendo algo que no entendía, aunque sabía que era cierto.

Su rostro, al parecer, reflejaba la absoluta perplejidad que sentía. El impacto del golpe recibido había sido mayor de lo que él había creído, evidentemente... Su cabeza desvariaba... ¡al parecer! Pero lo raro era que jamás en la vida se había sentido tan despejado. Había mil cosas que de repente se le habían vuelto de lo más sencillas. Pero cómo se apretujaba esta gente, y con cuánta... ¡familiaridad!

-Mis paquetes -dijo, abriéndose paso a empujones, alegremente, entre la multitud-. Son regalos de Navidad que les he comprado -señaló con la cabeza hacia la habitación-. He estado ahorrando durante semanas, sin fumar un cigarro ni acercarme a un billar, y privándome de otras cosas, para comprarlos.
-¡Buen muchacho! -dijo Palmer con una risotada-. El corazón es lo que cuenta.

Mudbury lo miró. Palmer había dicho una verdad como un templo; aunque, probablemente, la gente no lo entendería ni le creería.

-¿Eh? -preguntó, sintiéndose torpe y estúpido, confundido entre dos significados, uno de los cuales era bonito y el otro indeciblemente idiota.
-Por favor, señor Mudbury, pase. Lo están esperando -dijo amable y pomposamente una voz. Y al volverse, se encontró con los ojos benévolos y estúpidos de sir James Epiphany, el director del banco donde trabajaba.
El efecto de la voz fue instantáneo debido al prolongado hábito.
-Desde luego -sonrió de corazón, y avanzó como movido por una costumbre inveterada. ¡Ah, qué feliz y contento se sentía! Su afecto por su mujer era real. El amor, desde luego, se había desvanecido; pero la necesitaba... y ella le necesitaba a él. Y a sus hijos -Milly, Bill y Jean- los quería profundamente. ¡Valía la pena vivir!

En la habitación había bastante gente... pero reinaba un asombroso silencio. John Mudbury miró en torno suyo. Dio unos pasos hacia su mujer, que estaba sentada en la butaca del rincón con Milly sobre sus rodillas. Algunos hablaban y andaban de un lado para otro. El número de personas aumentaba por momentos. Se colocó frente a ellas: frente a Milly y su mujer. Y les dirigió la palabra, tendiéndoles los paquetes. «Es Nochebuena -susurró tímidamente-; y les he... les he traído algo... a cada una. ¡Miren!» Les puso los paquetes delante.

-Por supuesto, por supuesto -dijo una voz detrás él-; pero aunque se pasase usted un siglo entero presentándoselos, daría igual: ¡no los verán jamás!
-Creo... -susurró Milly, mirando a su alrededor.
-¿Qué es lo que crees? -preguntó vivamente su madre-. Siempre estás pensando cosas extrañas.
-Creo -prosiguió la niña, ensoñadora- que Papá ya está aquí -calló; luego añadió con la insoportable convicción de los niños-: estoy segura. Siento su presencia.

Sonó una carcajada extraordinaria. Era sir James Epiphany el que reía. Los demás -toda la multitud- volvieron la cabeza y sonrieron también. Pero la madre, apartando de sí a la criatura, se levantó súbitamente con un gesto violento. Se le había vuelto blanca la cara. Extendió los brazos... al aire que tenía ante ella. Aspiró con dificultad, se estremeció. Había angustia en sus ojos.

-¡Miren! -repitió John-. Les he traído los regalos.

Pero su voz, por lo visto, no produjo el menor sonido. Y con una punzada de frío dolor, recordó que Palmer y sir James habían muerto hacía años.

-Es magia -exclamó-. Pero... yo te quiero, Jinny; te quiero... y... y siempre te he sido fiel; fiel como el acero. Nos necesitarnos el uno al otro... ¿acaso no te das cuenta? Seguiremos juntos, tú y yo, por los siglos de los siglos...
-Piense -lo interrumpió una voz exquisitamente tierna-; ¡no grite! Ellos no pueden oírlo... ahora -y al volverse, John Mudbury se encontró con los ojos de Everard Minturn, su presidente del año anterior. Minturn se había ahogado en el hundimiento del Titanic.

Entonces se le cayeron los paquetes. El corazón le dio un enorme brinco de alegría. Vio que su cara -la de su mujer- miraba a través de él. Pero la niña lo miraba directamente a los ojos. Lo veía.

Lo que su conciencia registró a continuación fue el tintinear de algo... lejos, muy lejos. Sonaba a millas debajo de él... dentro de él... era él mismo quien sonaba -absolutamente desconcertado- como una campanilla. Era una campanilla.

Milly se inclinó y recogió los paquetes. Su cara irradiaba felicidad y alegría...

Pero a continuación entró un hombre, un hombre de cara solemne y ridícula, con un lápiz y un cuaderno. Llevaba un casco azul marino. Detrás de él venía una fila de hombres. Traían algo... algo..., Mudbury no podía ver con claridad qué era. Pero cuando se abrió paso entre la alegre muchedumbre para mirar, distinguió vagamente dos ojos, una nariz, una barbilla, una mancha de color rojo oscuro y un par de manos cruzadas sobre un abrigo. Una figura de mujer cayó entonces sobre ellas, y oyó a sus hijos sollozar extrañamente... luego otros sonidos... como de voces familiares riendo... riendo de alegría.

-Dentro de poco se reunirán con nosotros. El tiempo es como un relámpago.

Y, al volverse rebosante de dicha, vio que era sir James quien había hablado, al tiempo que cogía a Palmer del brazo, como en un gesto natural, aunque inesperado, de afectuosa y amable amistad.

-Vamos -dijo Palmer sonriendo, como el que acepta un don en la comunidad universal-, ayudémoslos. No lo comprenderán... Pero siempre podemos intentarlo.

La multitud entera, riente y gozosa, se elevó. Fue, por fin, un instante de vida auténtica y cordial. La paz y la alegría y el júbilo reinaban en todas partes. Entonces comprendió John Mudbury la verdad: que estaba muerto.

Algernon Blackwood (1869-1951)

Manteniendo una promesa de Algernon Blackwood


Manteniendo una promesa (Keeping his promise) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood, escrito en 1906.






 


Keeping his promise, Algernon Blackwood (1869-1951)

Eran las once en punto de la noche y el joven Marriot estaba encerrado en su cuarto, estudiando tan duramente como podía. Era un “hombre de cuarto año” en la Universidad de Edimburgo y se había preparado para este examen en particular tantas veces, que sus padres habían declarado terminantemente que ya no podían seguir proporcionando los fondos para mantenerlo allí.

Su habitación era barata y deslucida, eran los permisos de lectura los que se llevaban todo el dinero. Así que Marriot reunió coraje final y definitivamente y se comprometió a aprobar o morir en el intento, y ya hacía algunas semanas que estaba leyendo tanto como un mortal puede leer. Quería compensar el tiempo y el dinero perdidos de una manera que mostraba a las claras que no entendía el valor de ninguno de los dos. Porque ningún hombre común y corriente – y Marriot era desde todo punto de vista un hombre común y corriente- puede darse el lujo de esforzar tanto la mente como él lo venía haciendo sin pagar luego las consecuencias.

Entre los estudiantes tenía pocos amigos o conocidos, y estos pocos habían prometido no molestarlo por la noche, sabiendo que era cuando podía leer por fin con total concentración. Fue, por lo tanto, con un sentimiento bastante más fuerte que la mera sorpresa que escuchó sonar la campanilla esta noche en particular y se dio cuenta de que tenía una visita. Algunos hombres simplemente hubieran ignorado la campana y continuado en paz con su trabajo. Pero Marriot no era de esa clase. Era del tipo nervioso. El hecho de no saber quién era el visitante y qué podría querer lo habría preocupado durante toda la noche, punzando su mente. Lo único que cabía hacer, por consiguiente, era dejarlo pasar – y luego salir – con la mayor rapidez posible.

La encargada se iba a la cama puntualmente a las diez, después de esa hora, nada podía inducirla a simular que había oído la campana, así que Marriot salió de sus libros con un quejido que no auguraba nada bueno para el recibimiento de su visitante, y se preparó a hacerlo entrar con sus propias manos.

Las calles de Edimburgo eran muy tranquilas tan tarde a la noche –era muy tarde para Edimburgo- y en el pacífico vecindario de la calle F., donde Marriot vivía en un tercer piso, raramente algún sonido rompía el silencio. Mientras se acercaba a la puerta, la campana sonó una segunda vez, con innecesaria insistencia, y él destrabó la puerta para pasar al pasillo con un enojo considerable, fastidiado por la insolencia de la doble interrupción.

“Ya saben que estoy preparándome para el examen, ¿por qué demonios vienen a molestarme a una hora tan inapropiada?”

Los que habitaban el edificio eran, como él, estudiantes de medicina, estudiantes en general, escritores pobres y algunos otros cuya vocación quizás no era tan obvia. La escalera de piedra, iluminada a medias por un mechero de gas en cada piso, que no alcanzaba demasiada altura, bajaba paulatinamente al nivel de la calle, sin pretensiones de alfombra ni baranda. En algunos tramos estaba más limpia que en otros, dependía de la encargada de cada piso.

Las propiedades acústicas de una escalera de caracol parecen ser peculiares. Marriot, parado junto a la puerta abierta, libro en mano, pensaba a cada momento que el dueño de las pisadas estaba por aparecer a la vista. El sonido de las botas era tan cercano y tan fuerte, que parecía llegar desproporcionadamente antes que aquello que lo causaba. Preguntándose cómo podría ser, él esperaba, con todo tipo de saludos cortantes preparados para el hombre que se atrevía a interrumpir su trabajo. Pero este no aparecía. Los pasos sonaban casi bajo su nariz, pero no había nadie a la vista.

De pronto sintió una extraña sensación de miedo, una debilidad, un temblor en la baja espalda. Este se fue, en todo caso, tan rápido como vino, y él se quedó dudando si debería llamar en voz alta a su visitante invisible o dar un portazo y volver a sus libros, cuando el causante de la molestia giró la esquina lentamente y apareció ante sus ojos.

Era un desconocido. Vio a un joven, corto de estatura y bastante ancho. Su rostro era del color de la tiza y debajo de los ojos, muy brillantes, corrían gruesas líneas. Aunque las mejillas y el mentón estaban sin afeitar y su apariencia en general era descuidada, el hombre era evidentemente un caballero, ya que estaba bien vestido y se conducía con cierta distinción. Pese a ello, lo más extraño de todo, no llevaba sombrero ni lo traía en la mano; y aunque había estado lloviendo firmemente todo el anochecer, tampoco tenía sobretodo ni paraguas.

Mil preguntas asaltaron la mente de Marriot y se amontonaron en sus labios, la principal de ellas era algo como “¿Quién demonios eres?” y “¿Para qué demonios vienes a verme a mí?”. Pero ninguna de ellas encontró tiempo para expresarse en palabras, porque en ese instante el visitante giró un poco la cabeza y la luz del mechero cayó sobre sus rasgos. Inmediatamente Marriot lo reconoció.

-¡Field! ¡Estás vivo! ¿Eres verdaderamente tú? -dijo entrecortadamente.

El hombre de cuarto año no carecía de intuición y percibió en seguida que aquí había un caso para tratar con delicadeza. Adivinó, sin necesidad de pensarlo, que la catástrofe tantas veces predicha había llegado finalmente y que el padre del joven lo había echado de su casa. Habían estado juntos en una escuela privada tiempo atrás, y aunque desde entonces gracias si se habían visto una vez, las noticias no dejaban de llegarle de vez en cuando, con bastante detalle, ya que la familia vivía cerca de la suya y entre las hermanas de ambos había alguna intimidad. El joven Field se había descarriado últimamente, recordaba haber escuchado todo –tragos, una mujer, opio, o algo por el estilo – no podía recordarlo con exactitud.
-Pasa -dijo al momento, olvidando su enojo. -Ha sucedido algo malo, puedo verlo. Pasa y cuéntame al respecto y quizás pueda ayudarte.

Apenas sabía qué decir y esto lo hacía tartamudear más de lo habitual. El lado oscuro de la vida, y sus horrores, pertenecían a un mundo lejano a su pequeña selecta atmósfera de libros e ilusiones. Pero tenía un corazón de hombre después de todo.

Lo condujo a lo largo del pasillo y, cuando cerraba cuidadosamente la puerta de entrada, notó que el otro, aunque parecía sobrio, tenía un temblor en las piernas y estaba evidentemente exhausto. Marriot quizás no fuera capaz de aprobar sus exámenes, pero al menos conocía los síntomas de la inanición –inanición aguda, a no ser que se equivocara – cuando los tenía ante sus ojos.

-Ven - dijo alegremente, y con genuina simpatía en su voz. -Me alegro de verte. Estaba por prepararme algo de comer, llegaste justo para acompañarme.

El otro no dio respuesta audible, arrastraba los pies tan débilmente que Marriot tomó su brazo para servirle de apoyo. Notó por primera vez que las ropas le colgaban con penosa soltura. La aparente anchura era literalmente una apariencia: era delgado como un esqueleto. Pero, al tocarlo, la sensación de desmayo y miedo volvió. Solo duró un momento, y desapareció; él se la atribuyó naturalmente a la sorpresiva angustia de ver a un antiguo amigo en tan lastimoso estado.

-Mejor déjame que te guíe. Está vergonzosamente oscuro… este pasillo. Siempre me estoy quejando -dijo como si nada, reconociendo por el peso en su brazo, que su guía era urgentemente necesitada-, pero la vieja casera no hace más que prometer.

Lo condujo al sofá, preguntándose todo el tiempo de dónde vendría y cómo habría conseguido la dirección. Debía hacer por lo menos siete años desde aquellos días en el colegio privado en que eran tan amigos.

-Ahora, si me disculpas un minuto, –dijo- prepararé la cena, algo sencillo. No te molestes en hablar, solo relájate en el sofá. Veo que estás muerto de cansancio. Puedes contarme todo más tarde y haremos algún plan.

El otro estaba sentado en el borde del sofá y miraba en silencio, mientras Marriot sacaba scones de una bolsa marrón y un gran pote de mermelada que los estudiantes de Edimburgo siempre tenían en sus aparadores. Sus ojos presentaban un brillo que sugería drogas, pensó Marriot, echándole una mirada furtiva desde detrás de la puerta del aparador. No se sentía cómodo aun como para mirarlo directamente a la cara. El muchacho estaba mal, y hubiera sido como una revisación, observar y esperar las explicaciones. Además, estaba evidentemente demasiado exhausto como para hablar. Así que por cuestiones de delicadeza y por otra razón que no podía formularse con exactitud, dejó que su visitante descansara aparentemente inadvertido, mientras se ocupaba de la cena. Encendió la lámpara para preparar chocolate caliente y cuando el agua hirvió, acercó la mesa con las cosas al sofá para que Field no tuviera que realizar siquiera el esfuerzo de moverse a una silla.

-Ahora, comamos y después fumaremos y charlaremos. Estoy leyendo para un examen, sabes, y siempre tomo algo a esta hora. Es agradable tener un compañero.
Levantó la vista y se encontró con los ojos de su invitado clavándose en los suyos. Un escalofrío involuntario lo recorrió de pies a cabeza. La cara que estaba frente a la suya era de una palidez mortecina y tenía una expresión atroz de dolor físico y sufrimiento mental.
-¡Por Dios! - dijo de pronto el estudiante- Casi lo olvido, tengo algo de whisky por algún lado. Qué tonto soy, nunca lo toco cuando estoy con tanto trabajo.
Se acercó al armario y sirvió un vaso, que el otro bebió puro de un trago. Marriot lo miraba mientras bebía y se percató de otra cosa: el abrigo de Field estaba lleno de polvo y en un hombro relucía un pedazo de telaraña. Estaba perfectamente seco: había llegado en una noche lluviosa, sin sombrero, paraguas ni sobretodo y sin embargo estaba perfectamente seco, hasta polvoriento. Por lo tanto, había estado bajo techo. ¿Qué quería decir? ¿Había estado escondiéndose en el edificio…?

Era muy extraño. Aun así, el hombre no intentaba ninguna explicación y Marriot se había decidido a esta altura a no hacer ninguna pregunta hasta que no hubiera comido y dormido. Comida y sueño eran obviamente lo que el pobre diablo más necesitaba y primeramente estaba complacido con sus poderes de rápido diagnóstico, así que no estaría bien presionarlo hasta que no se hubiera recuperado un poco.

Comieron la cena juntos, mientras el anfitrión continuaba su conversación unilateral, mayormente sobre él y sus exámenes y “la gata vieja” de su casera, con lo que el visitante no necesitaba pronunciar palabra a no ser que realmente quisiera –cosa que evidentemente no era así. Pero, mientras él jugaba con su comida, sin deseos de comer, el otro comía con voracidad. Ver a un hombre hambriento devorar scones fríos, tortas de avena rancias y pan negro cargado de mermelada era una revelación para este estudiante inexperto, que nunca había conocido lo que es vivir con menos de tres comidas al día.

Lo observaba aunque no quería, preguntándose cómo no se atragantaba en el proceso.
Pero Field parecía tener tanto sueño como hambre. Más de una vez su cabeza cayó y dejó de masticar la comida en su boca. Marriot tenía que sacudirlo literalmente para que continuara comiendo. Una emoción fuerte se impone sobre aquella más débil, pero esta lucha entre el aguijón del hambre y el opio mágico del sueño era un espectáculo curioso para el estudiante, que miraba con asombro fundido con alarma. Había oído sobre el placer de alimentar a una persona hambrienta y mirarla comer, pero nunca lo había experimentado de hecho y no tenía idea de que fuera así. Field comía como un animal—engullía, se atiborraba, se atracaba. Marriot olvidó sus lecturas y empezó a sentir algo como un nudo en la garganta.

-Lamento que hubiera tan poco para ofrecerte, amigo -logró articular cuando el último scon hubo desaparecido y la rápida cena unilateral llegó a su fin. Field aún no daba respuesta, ya que estaba casi dormido en su asiento. Simplemente miraba hacia arriba, agotado y agradecido.
-Ahora tienes que dormir, sabes –continuó-, o terminarás en pedazos. Yo voy a estar toda la noche leyendo para este bendito examen. Eres más que bienvenido a usar mi cama. Mañana desayunaremos y… y veremos qué se puede hacer… y haremos planes… Soy bastante bueno para hacer planes, sabes. -agregó intentando un tono casual.

Field mantenía su silencio de “muerto de sueño”, pero parecía estar de acuerdo, así que el otro lo condujo al dormitorio, disculpándose con el hambriento hijo de un barón – cuya mansión era casi un palacio- por el tamaño de la habitación. El cansado visitante, en todo caso, no fingió ningún agradecimiento ni cortesía. Simplemente se aferraba al brazo de su amigo mientras avanzaba tambaleando y luego, con la ropa puesta, dejó caer su cuerpo exhausto en la cama. En menos de un minuto tenía toda la apariencia de estar profundamente dormido.

Por algunos minutos Marriot permaneció en la puerta mirándolo; rogando devotamente jamás encontrarse en una situación semejante, y entonces empezó a preguntarse qué haría con su inesperado visitante por la mañana. Pero no se detuvo mucho a pensar, pues la llamada de sus libros era imperativa, y pasara lo que pasara, tenía que aprobar el examen.

Cerró bien la puerta que daba al pasillo, se sentó con sus libros y retomó sus notas sobre materia médica donde las había dejado al sonar la campana. Pero le fue difícil por un tiempo concentrarse en el asunto. Su pensamiento vagaba a la imagen de ese hombre de rostro blanco y ojos extraños, hambriento y sucio, que yacía con las ropas y las botas puestas en su cama. Recordaba sus días escolares juntos, antes de que se distanciaran, y cómo se habían jurado amistad eterna – y todo el resto. ¡Y ahora! En qué horrible aprieto se encontraba. ¿Cómo podía dejar uno que el amor por la vida disipada lo llevara a tal extremo?

Pero Marriot parecía haber olvidado completamente una de las promesas que se habían hecho. En ese momento, en cualquier caso, había quedado demasiado al fondo de su memoria como para que la recordara.

A través de la puerta semiabierta – el dormitorio daba al comedor y no tenía otra puerta-, llegaba el sonido de una respiración profunda y pausada, la respiración regular y continua de un hombre cansado, tan cansado que solo de escucharlo daban ganas de irse a dormir,

“Lo necesitaba”, reflexionó el estudiante, “y quizás llegó justo a tiempo”. Probablemente fuera así, ya que afuera el viento recio aullaba cruelmente y agitaba la lluvia en fríos latigazos contra las ventanas, y sobre las calles desiertas. Mucho antes de que Marriot se sentara de nuevo apropiadamente a leer, escuchó a la distancia, como si fuera entre las oraciones del libro, la pesada y profunda respiración del durmiente en el cuarto de al lado.

Un par de horas después, cuando bostezaba y cambiaba de libro, aun escuchaba la respiración, y se acercó con cautela a la puerta para echar un vistazo.
Primeramente la oscuridad del cuarto debió engañarlo, o bien sus ojos estaban confusos y deslumbrados por el reciente brillo de la lámpara de lectura. Por un minuto o dos no pudo ver nada más que oscuros bultos de muebles en la oscuridad, la masa del armario junto a la pared, y el parche blanco donde estaba la tina en el centro del cuarto.
Entonces empezó a ver la cama y sobre ella el contorno del cuerpo dormido empezó a tomar forma gradualmente ante sus ojos, creciendo extrañamente en la oscuridad, hasta resaltar en marcado relieve—la larga forma oscura contra el blanco cubrecama.
Apenas pudo contener una sonrisa, Field no se había movido una pulgada. Lo contempló unos momentos y volvió a sus libros. La noche estaba llena de las voces cantoras del viento y la lluvia. No había ruido de tráfico, no se escuchaban carruajes repiqueteando en los adoquines y era aun demasiado temprano para los carros de leche. Trabajó firme y concienzudamente, parando solo de vez en cuando para cambiar de libro, o sorber un poco de la bebida venenosa que lo mantenía despierto y hacía su cerebro tan activo, y en estas ocasiones la respiración de Field era perfectamente audible en el cuarto. Afuera, la tormenta continuaba aullando, pero dentro de la casa todo era quietud. La pantalla de la lámpara de lectura dirigía toda la luz a la mesa, dejando el resto del cuarto en comparativa oscuridad. La puerta del dormitorio estaba exactamente opuesta a él. No había nada que perturbara su trabajo, excepto por el ocasional golpe de viento contra las ventanas y un ligero dolor en su brazo.

Este dolor, sin embargo, del que no podía dar cuenta, se hizo muy agudo en un par de ocasiones; le molestaba y trató de recordar cómo o cuándo se había golpeado, pero sin éxito. Lentamente, la página amarilla que estaba frente a él se tornó gris y empezó a llegar de la calle el sonido de ruedas. Ya eran las cuatro de la mañana. Marriot se reclinó en la silla y bostezó prodigiosamente. Entonces se levantó y descorrió las cortinas. La tormenta había amainado y Castle Rock estaba envuelto en la niebla. Con otro bostezo se apartó del sombrío panorama y se preparó para dormir las cuatro horas restantes hasta el desayuno en el sofá. Pero primero fue en puntas de pie a echarle un vistazo a Field, que continuaba respirando pesadamente en el cuarto contiguo. Espiando cuidadosamente a través de la puerta semiabierta, su vista recayó en la cama, ahora plenamente visible a la luz de la madrugada. Miró fijamente. Luego se refregó los ojos. Luego se refregó los ojos otra vez y empujó la cabeza por la abertura de la puerta. Con la mirada clavada, forzó más y más la vista.

Pero no hubo caso. Estaba mirando un cuarto vacío.
Súbitamente retornó la sensación de miedo que había experimentado cuando apareció Field en escena, pero con mayor intensidad. Al mismo tiempo se dio cuenta de que su brazo izquierdo estaba palpitando fuertemente y le causaba gran dolor. Se quedó duro, dudando y observando, intentando ordenar sus pensamientos. Temblaba de pies a cabeza.
Con un gran esfuerzo de voluntad se desprendió del marco y avanzó audazmente hacia el cuarto. Allí, sobre la cama, se notaba la impresión de un cuerpo, donde Field había estado durmiendo. Estaba la marca de la cabeza en la almohada y la leve hendidura de las botas a los pies de la cama. Y allí estaba, más clara que nunca –ya que estaba bien cerca- ¡la respiración!
Marriot trató de sobreponerse, recuperó la voz y con un gran esfuerzo llamó a su amigo.

-¡Field! ¿Eres tú? ¿Dónde estás?

No hubo respuesta; pero la respiración continuó sin interrupción, viniendo directamente de la cama. Su voz había sonado tan extraña que no quiso repetir las preguntas; en cambio, se arrodilló y examinó la cama, abajo y arriba. Finalmente, sacó el colchón y separó las cubiertas una por una. Pero aunque el sonido continuaba, no había ninguna señal visible de Field, ni había ningún espacio en que un ser humano, por pequeño que fuera, se pudiera haber ocultado. Separó la cama de la pared, pero el sonido siguió donde estaba. No se movió con la cama.
Marriot, a quien le resultaba difícil mantener el control, cansado como estaba, empezó una cuidadosa búsqueda por el cuarto. Revisó el armario, la cajonera, el hueco donde colgaba la ropa— todo. Pero no encontró ningún rastro. La pequeña ventana cerca del cielorraso estaba cerrada, y después de todo no era lo suficientemente grande como para dejar pasar a un gato. La puerta del cuarto de estar estaba cerrada por el otro lado, de ninguna manera podría haber salido por allí. Extraños pensamientos empezaron a ocupar la mente de Marriot, trayendo consigo sensaciones indeseables. Comenzó a excitarse más y más; volvió a revisar la cama hasta que pareció el escenario de una guerra de almohadas. Revisó los dos cuartos, sabiendo de antemano que era inútil. Y volvió a revisar. Un sudor frío recorría su cuerpo y el sonido de respiración pesada no dejó en ningún momento de hacerse sentir, desde el lugar en que Field había estado echado.

Entonces trató algo diferente. Volvió a poner la cama exactamente en su posición original y se echó él mismo en el lugar en que había estado recostado su visitante. Pero al mismísimo instante saltó de la cama como si hubiera rebotado. La respiración estaba cerca, a su lado, casi en su mejilla, ¡entre él y la pared! Ni una criatura podría haberse escurrido en ese espacio.
Volvió al cuarto de estar, abrió las ventanas para que entraran toda la luz y el aire posibles y trató de repensar toda la situación tranquila y claramente. Sabía que aquellos que leen mucho y duermen demasiado poco pueden llegar a tener alucinaciones muy vívidas. Revisó una vez más, con calma, los incidentes de la noche anterior, las sensaciones exactas, los detalles que lo habían impresionado, las emociones experimentadas, el horrible festín. Ninguna alucinación podía reunir todos estos aspectos y durar tanto tiempo. Pero con menos satisfacción recordó los desvanecimientos y la sensación de horror que habían sobrevenido una o dos veces por la noche; y los fuertes dolores en el brazo, de los que no recordaba la causa. Más aún, ahora que empezaba a examinar y analizar la cuestión, hubo otro detalle que se le vino súbitamente a la memoria y fue como una revelación: ¡en toda la noche Field no había pronunciado una sola palabra! Y, sin embargo, como una burla a sus reflexiones, seguía viniendo del cuarto el sonido de la respiración profunda, lenta y regular. La cosa era increíble. Era absurda.

Acosado por la idea de una posible fiebre cerebral o ataque de locura, Marriot se puso capa y piloto y salió a la calle. El aire matutino del Asiento de Arturo limpiaría las telarañas de su mente; junto con el aroma de los arbustos y, sobre todo, la vista del mar. Vagó por las mojadas pendientes de Holyrood por un par de horas y no regresó hasta que el ejercicio hubo sacudido un poco el horror de sus huesos, dándole un apetito voraz por añadidura.
Ni bien entró, vio que había otro hombre en el cuarto, parado contra la ventana y dando la espalda a la luz. Reconoció a su compañero Greene, que se estaba preparando para el mismo examen que él.

-Estuve leyendo toda la noche, Marriot –dijo-, y pensé en venir aquí a comparar notas y desayunar. ¿Saliste temprano? –agregó con curiosidad. Marriot contestó que tenía jaqueca y el paseo le había ayudado. Greene asintió y dijo:
-¡Ah! – pero cuando la chica que había entrado a dejar el porridge humeante en la mesa se retiró, continuó con un tono un poco forzado – No sabía que tenías amigos que bebían, Marriot.
Esta era una pregunta obviamente tentativa, así que Marriot contestó secamente que él tampoco lo sabía.
-Pues suena como si alguien estuviera “durmiendo la mona” ahí adentro, ¿no? –insistió el otro, cabeceando en dirección al cuarto y mirando intrigado a su amigo. Los dos hombres se miraron firmemente por unos segundos y luego Marriot dijo francamente:
-¡Entonces, tú lo oyes también, gracias a dios!
-Claro que lo oigo, la puerta está abierta. Perdón, si no tenía que oír.
-Oh, no quiero decir eso –dijo Marriot bajando la voz-, es que estoy terriblemente aliviado. Déjame que te explique; por supuesto, si tú también lo oyes, está bien; pero realmente me asustó más de lo que podría decirte. Pensé que me había dado una fiebre cerebral, o algo así, y ya sabés lo importante que es este examen. Siempre empieza con sonidos o visiones o algún tipo de alucinación fantástica y yo…
-¡Hombre! –exclamó el otro impaciente- ¿De qué estás hablando?
-Ahora, escúchame, Greene –dijo Marriot, tan calmado como podía, siendo que la respiración era aún plenamente audible-, y te diré lo que quiero decir, pero no me interrumpas.

Entonces le relató exacta y detalladamente lo que había sucedido esa noche; le contó todo, hasta lo del dolor en el brazo. Cuando terminó, se levantó de la mesa y cruzó el cuarto.

-Tú escuchas la respiración claramente, ¿no? – dijo y Greene asintió. – Bueno, ven conmigo entonces y revisaremos el cuarto juntos. – El otro, sin embargo, no se movió de su silla.
-Ya estuve ahí –respondió tímidamente-. Escuché el sonido y pensé que eras tú. La puerta estaba entreabierta, así que entré.

Marriot no hizo ningún comentario y abrió la puerta de par en par. Mientras se abría, la respiración se hacía más fuerte.

- Tiene que haber alguien ahí. – dijo Greene en voz baja.
-Hay alguien ahí, pero dónde. – dijo Marriot y de nuevo instó a su amigo a que lo acompañara al cuarto. Pero éste se negó de plano. Dijo que ya había estado una vez allí, había revisado todo y no había encontrada nada. No volvería entrar por ningún motivo.

Cerraron la puerta y se retiraron a la otra habitación para seguir conversando entre pipas. Greene interrogó cuidadosamente a su amigo, pero no logró echar más luz al asunto, ya que las preguntas no pueden alterar los hechos.

-Lo único que debe tener una explicación lógica, apropiada, es el dolor en mi brazo. –dijo Marriot, frotándolo con un intento de sonrisa. – Es un dolor infernal y una picazón que llega hasta el hombro, pero no puedo recordar habérmelo golpeado.
-Deja que te examine –dijo Greene-, soy terriblemente bueno con los huesos, pese a que los profesores opinen lo contrario.
Era agradable ser atendido por un rato, así que Marriot se quitó el abrigo y se arremangó:
-¡Pero, por San Jorge –exclamó-, estoy sangrando! Mira aquí, ¿qué demonios es esto?

En el antebrazo, bastante cerca de la muñeca, había una delgada línea roja. En ella había una gota de sangre, aparentemente fresca. Greene se acercó y miró atentamente por unos minutos. Luego se sentó en la silla y dirigió una mirada llena de curiosidad a su amigo.
-Te rascaste sin darte cuenta – afirmó. – No hay señal de moretón, debió ser otra cosa lo que te causara picazón.

Marriot se sentó y se quedó quieto, mirando silenciosamente su brazo, como si la solución de todo el misterio estuviera de hecho allí, escrita sobre su piel.

-¿Cuál es el problema? No veo nada demasiado raro en un arañazo – dijo Greene con poca convicción-. Debieron ser los gemelos. Anoche, con toda la excitación…

Pero Marriot, blanco hasta los labios, estaba intentando hablar. El sudor permanecía en gruesas gotas sobre su frente. Finalmente se inclino hacia el rostro de su amigo.

-Mira –dijo con una voz baja que temblaba ligeramente- ¿ves esa marca roja, digo, por debajo de lo que llamas un arañazo? - Greene admitió que podía ser que viera algo; Marriot limpió el lugar con su pañuelo y le pidió que se fijará otra vez con más atención.
-Sí, lo veo –respondió levantando la cabeza tras una breve inspección-. Parece una vieja cicatriz.
-¡Es una vieja cicatriz! –murmuró Marriot con labios temblorosos. – Ahora lo recuerdo todo.
-¿Todo qué? –Greene se agitó en la silla. Intentó sonreír, pero sin éxito; su amigo parecía al borde del colapso.
-¡Shhhhhhhh! Estate quieto y… te contaré –dijo-. Field me hizo esa cicatriz.
Por un minuto entero los dos hombres se miraron de lleno las caras sin hablar.
-Field me hizo esa cicatriz – repitió Marriot lentamente, en una voz más audible.
-Field… quieres decir ¿anoche?
-No, anoche no, hace años… en la escuela, con su cuchillo. Y yo le hice una cicatriz a él en su brazo con el mío –Marriot hablaba ahora con rapidez. – Intercambiamos gotas de sangre en los cortes, el puso una gota en el mío y yo en el suyo…
-Por dios, ¿para qué?
-Era un pacto de varones. Hicimos un compromiso sagrado, un convenio. Lo recuerdo perfectamente ahora. Habíamos estado leyendo una historia de terror y nos juramos aparecer el uno al otro, es decir, el que muriera primero se le aparecería al otro. Y sellamos el trato con nuestra propia sangre. Lo recuerdo todo claramente ahora: la tarde calurosa de verano en el patio, hace siete años; uno de los maestros nos descubrió y confiscó los cuchillos… y no había vuelto a pensar en eso hasta este momento…
-Y quieres decir… -tartamudeó Greene. Pero Marriot no contestó; se levantó, cruzó el cuarto y se desplomó agotado en el sofá, escondiendo el rostro entre las manos.

El propio Greene estaba un poco desconcertado. Dejó a su amigo tranquilo unos momentos, repensando todo el asunto. De pronto, pareció asaltarlo una idea. Fue hasta el sofá donde Marriot yacía aún inmóvil y lo despertó. En todo caso, era mejor enfrentar la cuestión, hubiera una explicación lógica o no. Darse por vencido era siempre la salida más tonta.

-Digo, Marriot - empezó, mientras el otro levantaba su cara pálida hacia él-, no sirve de nada ponerse mal por esto, quiero decir… si es un a alucinación, ya sabemos qué hacer. Y si no lo es… bueno, ya sabemos qué creer, ¿no?
-Supongo… pero me asusta horriblemente por alguna razón –respondió su amigo con voz apagada-, y ese pobre diablo…
-Pero, después de todo, si lo peor fuera cierto… y ese tipo mantuvo su promesa… bueno, la mantuvo y eso es todo, ¿verdad? - Marriot asintió. – Sólo hay una cosa que se me ocurre –continuó Greene-, y es… ¿estás seguro de que… de que realmente comía así?, quiero decir, ¿de que de hecho comía? – terminó, diciendo bruscamente lo que pensaba. Marriot lo miró por un momento y luego dijo que tenía toda la certeza. Habló tranquilamente, tras el shock inicial, poco podía perturbarlo un detalle menor.
-Saqué la bandeja yo mismo –dijo-, después de que terminamos. Las cosas están en el armario de la cocina, en el tercer estante, nadie las volvió a tocar. – Señaló el mueble sin levantarse y Greene entendió la indicación y fue a revisar.
-Exactamente –dijo tras un breve examen-, justo lo que había creído. Fue parcialmente una alucinación, en todo caso: las cosas no fueron tocadas. Ven a verlo por ti mismo.

Examinaron el estante juntos. Allí estaba el pan negro, los scones viejos, la torta de avena, todo intacto. Incluso el vaso de whisky que Marriot había servido estaba allí, con todo su contenido.

-Estabas alimentando a nadie… -dijo Greene- Field no comió ni bebió, ¡nunca estuvo ahí!
-Pero… ¿y la respiración?- se apuró el otro en voz baja, mirando con una expresión de desconcierto en la cara.

Greene no contestó. Se dirigió directamente al dormitorio, mientras Marriot lo seguía con los ojos. Abrió la puerta y escuchó. No hubo necesidad de palabras. El sonido profundo y regular de la respiración llegó flotando por el aire. Eso no era ninguna alucinación, en cualquier caso. Marriot la escuchaba claramente aún desde el otro extremo de la habitación. Greene cerró la puerta y volvió.

-Solo hay una cosa por hacer –declaró con firmeza-. Escribe a tu casa, preguntando por él. Mientras tanto, puedes venir a estudiar a mi cuarto, tengo una cama de más.
-Hecho –respondió el hombre de cuarto año- si hay algo que no es una alucinación es ese examen; tengo que pasarlo cueste lo que cueste.

Y así lo hicieron. Una semana después, Marriot recibió noticias por su hermana. Parte de la carta se la leyó en voz alta a Greene y decía así:

“Es curioso que en tu carta hayas preguntado por Field. Parece algo terrible, pero ya sabes que recientemente la paciencia de Sir John se había agotado y lo había echado de la casa, dicen que sin un centavo. Bueno, ¿qué crees? Field se suicidó. O al menos, eso parece. En lugar de abandonar la casa, bajó a la bodega y simplemente se dejó morir de hambre. Están tratando de taparlo todo, por supuesto, pero yo me enteré por la mucama, que habló con el lacayo de Sir John. Encontraron el cadáver el 14 y el médico dijo que debía haber muerto unas 12hs. antes… Estaba espantosamente delgado...”

-Entonces murió el 13 –dijo Greene.
Marriot asintió.
–Es la misma noche en que te vino a ver.
Marriot volvió a asentir.

Algernon Blackwood (1869-1951)

Luces Antiguas de Algernon Blackwood



Luces Antiguas (Ancient Lights) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.







Ancient Lights; Algernon Blackwood (1869-1951)

Desde Southwater, donde se detuvo del tren, el camino corría recto hacia poniente. Eso lo sabía, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos vagabundos impenitentes que odian preguntar. Tenía ese instinto, y habitualmente le funcionaba bastante bien. -Una milla o poco más en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted- Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y nuevamente trató de descifrar la frase borrada. En vano. Había sido tachada con tanta precaución que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.

La tarde era tormentosa, con un viento que aullaba desde el mar, barriendo los bosques de Sussex. Unas nubes espesas, redondas y pesadas, chocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de montes recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando el aire con placer y satisfacción. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple caminante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso, caminaba pesadamente, mientras el viento sacudía la capa contra su rostro y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el pálido revés de sus hojas. Los helechos, la hierba nueva y alta, se inclinaban en una sola dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.

Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse a la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo...

De repente apareció el paso, y se frustró la aventura imaginaria. Volvió a aprisionarle su ropa. Era agrimensor, maduro, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque. Algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un momento en el paso, se puso a observar un bosque de robles y abedules a su derecha. ¡Ajá! -se dijo- así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva. Veamos.- Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. -No soy un intruso –se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.- Saltó dificultosamente por encima del alambre y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.

Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles el viento dejó de aullar y una quietud cayó sobre el mundo. Tan densa era la vegetación que el sol penetraba como manchas aisladas. El aire era pesado. Se secó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar de un golpe. Al inclinarse, se enderezó una rama que había doblado y le dio en el rostro. Había flores en ambos lados del sendero; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el aroma a tierra y follaje. Hacía fresco allí. -Qué bosque más encantador-, pensó, bajando hacia un pequeño claro donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, el sombrero voló con el golpe una rama de roble. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, siguió su camino con la cabeza descubierta, silbando alégremente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.

Hubo un susurro entre los helechos; algo saltó súbitamente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, alzando la cabeza, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán le hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. -El carro del viejo carnicero-, se dijo. Entonces notó que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.

Se introdujo apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor. -Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de distraer los árboles- y de repente descubrió que estaba junto al alambre que había saltado para ingresar. Había caminado en círculos. La sorpresa, aquí, se convirtió en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. -Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo-, calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas, en el linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol, haciendo que el bosque adquiera un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engañarse la mente; porque le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue sólo el rumor de las ramas?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: -No, este bosque no es suyo. Es nuestro- Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: -Prohibido el paso-.

Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: -Este condenado bosque ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta-. Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.

La nube se apartó y la luz del sol salpicó toda clase de lugares insospechados. Seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos. Pero tenía que saltar primero un pequeño portón que había en el camino; y al trepar trabajosamente -dado que no quiso abirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó un pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombre de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, les vio desaparecer en la penumbra verdosa. -Son vagabundos-, se dijo, mortificado, furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.

Examinó el portón, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosque entero se estremeció y comenzó a agitarse.

-¡Válgame Dios, ahora llueve!-, pensó el agrimensor; y al echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió al portón y vio que se había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del ocaso. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó el portón, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.

Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos con sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pasos, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda. El bosque hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba, y corrió todo lo veloz que sus vigorosas piernas le permitieron. Estaba asustado. Ya no le parecía un percance para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la hierba blanda y musgosa.

Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, desapareciendo entre los árboles. Lo que no había logrado el portón, lo había conseguido este complicado claro: introducirle en la espesa muchedumbre de árboles.

Sólo cabía hacer una cosa: regresar, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que le seguía tan de cerca que casi le tocaba y le empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.

¡Dios mio! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero alguno. Se dio la vuelta como un animal acorralado, buscó con los ojos un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado. Pero el follaje le envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Le observó.

Quizá fue este efecto de súbita negrura lo que le impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin detenerse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que le rodeaban y le sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa. Escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintitva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía a las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.

Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante despues, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo le sacudieron enérgicamente, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y le contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: -Prohibido el paso-.

Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echo a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las intrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: -Hay un atajo que cruza el bosque (el que quiero talar), si lo prefiere-. Aunque las tachaduras sobre si lo prefiere hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, si se atreve.

-Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada...

Algernon Blackwood (1869-1951)

La Transferencia de Algernon Blackwood



La Transferencia (The Transfer) es un relato fantástico del escritor inglés Algernon Blackwood, publicado en 1912.








The Transfer, Algernon Blackwood (1869-1951)

El niño empezó a llorar a primera hora de la tarde, a eso de las tres, para ser exacto. Recuerdo la hora porque había estado escuchando con secreto alivio el ruido de la partida del carruaje. Aquellas ruedas perdiéndose en la distancia por el paseo engravillado con mistress Frene y su hija Gladys, de la cual era yo gobernanta, significaban para mí unas horas de bendito descanso, y aquel día de junio hacía un calor opresivo, sofocante. Además, había que contar con aquella excitación que se había apoderado de todo el personal de la casa, allí en el campo, y muy especialmente de mí misma. Dicha excitación, que se propagaba delicadamente detrás de todos los acontecimientos de la mañana, se debía a cierto misterio, y, por supuesto, el tal misterio no se ponía en conocimiento de la gobernanta. Yo me había agotado a fuerza de suposiciones y vigilancia. Porque me dominaba una especie de ansiedad profunda e inexplicable, hasta tal punto que no dejaba de pensar ni un momento en lo que solía decir mi hermana de que yo era excesivamente sensitiva para resultar una buena gobernanta, y que habría dado mucho mejor rendimiento como clarividente profesional.

Para la hora del té, esperábamos la desacostumbrada visita de míster Frene, el mayor, Tío Frank. Eso sí lo sabía. También sabía que la visita tenía algo que ver con la suerte futura del pequeño Jamie, un niño de siete años, hermano de Gladys. Mis noticias no pasaban de aquí, en verdad, y ese eslabón que falta hace que mi relato sea, en cierto modo, incoherente... puesto que falta en él un trozo importante del extraño rompecabezas. Yo sólo colegía que la visita de Tío Frank tenía un carácter condescendiente, que a Jamie se le había recomendado que se portase lo mejor que supiera, a fin de causar buena impresión, y que Jamie, que no había visto nunca a su tío, le temía horriblemente ya de antemano. Luego, arrastrándose, mortecino, por entre el crujir, cada vez más débil, de las ruedas del carruaje sobre la gravilla, escuché el curioso gemidito del llanto del niño, produciendo el efecto, perfectamente inexplicable, de que todos los nervios de mi cuerpo se dispararon como movidos por un resorte eléctrico, poniéndome en pie con un inequívoco cosquilleo de alarma. El agua me caía sobre los ojos, literalmente. Recordaba la blanca aflicción del pequeño aquella mañana cuando le dijeron que Tío Frank vendría en su coche a tomar el té y que él había de ser «amable de veras» con Tío Frank. Aquella pena se me había clavado en el corazón como un cuchillo. Sí, ciertamente, el día entero había tenido ese carácter de pesadilla, de visiones terroríficas.

—¿El hombre de la «cara enorme»? —había preguntado el pequeño con una vocecita de espanto. Y luego había salido, mudo, de la habitación, disolviéndose en un llanto que ningún consuelo lograba calmar. He ahí todo lo que yo había visto; y lo que pudiera significar el niño con aquello de «la cara enorme» sólo me llenaba de un vago presentimiento. Aunque en cierto modo vino como una relajación, como una revelación súbita del misterio y la excitación que latían bajo la quietud de aquel bochornoso día de verano. Yo temía por el pequeño. Porque entre toda la gente vulgar que poblaba la casa, Jamie era mi preferido, aunque profesionalmente no tuviera nada que ver con él. Era un niño muy nervioso, ultrasensible, y a mí se me antojaba que nadie le comprendía, y menos que nadie sus buenos y tiernos padres; de modo que su vocecilla plañidera me sacó de la cama y me llevó junto a la ventana en un momento, lo mismo que una llamada de socorro.

La calígine de junio se extendía sobre el extenso jardín como una manta; las maravillosas flores, que eran el deleite de míster Frene, colgaban inmóviles; los céspedes, tan suaves y espesos, amortiguaban todos los otros sonidos; sólo las limas y las bolas de nieve zumbaban de abejas. A través de aquella atmósfera callada de calor y calígine el sonido del llanto del niño venía, flotando, débilmente hasta mis oídos, como desde una gran distancia. La verdad es que ahora me maravilla que lo oyese siquiera; porque un momento después veía a Jamie abajo, más allá del jardín, con el vestido blanco de marinero, solo, completamente solo, a unos doscientos metros de distancia. Estaba junto al feo espacio en el que no crecía nada: el Rincón Prohibido. Entonces me invadió repentinamente una debilidad, una flaqueza de muerte, al verle allí nada menos, allí precisamente... adonde no se le permitía nunca ir, y adonde, por otra parte, el más profundo terror solía impedirle ir. El verle plantado allí, solitario, en aquel punto singular, y sobre todo el oírle llorar en aquel rincón me despojaron momentáneamente del poder de actuar. Luego, antes de poder recobrar yo suficientemente la compostura para llamarle, míster Frene apareció por la esquina, viniendo de Lower Farm con los perros, y, al ver a su hijo, hizo lo que había pensado hacer yo. Con su voz potente, campechana, cordial, le llamó, y Jamie se volvió y echó a correr como si un determinado embrujo se hubiera roto en el último momento, en el instante preciso... El niño corrió hacia los abiertos brazos de aquel padre bondadoso, pero que no le comprendía, y que lo trajo adentro de la casa subido sobre los hombros, mientras le preguntaba a qué venía todo aquel alboroto. Pisándoles los talones seguían los perros de pastor, rabones, ladrando ruidosamente e interpretando lo que Jamie solía llamar el Baile de la Gravilla, porque con los pies levantaban la redonda, húmeda gravilla del suelo.

Yo me aparté prestamente de la ventana para que no me vieran. Si hubiera presenciado cómo salvaban al niño de un incendio, o de morir ahogado, apenas habría podido experimentar un alivio mayor. Sólo que, estaba segura, míster Frene no sabría decir ni hacer lo que convenía, en modo alguno. Protegería al niño de sus vanas imaginaciones; pero no con la explicación que pudiera remediarle de verdad. Padre e hijo desaparecieron detrás de los rosales, en dirección a la casa. Y no vi nada más hasta después, cuando llegó el otro míster Frene, es decir, el hermano mayor.

Describir como «singular» aquel feo trozo de tierra acaso no se pueda justificar fácilmente; y, sin embargo, ésta es la palabra que toda la familia buscaba, aunque nunca —¡oh, no, nunca!— la utilizaron. Para Jamie y para mí, si bien tampoco lo mencionáramos nunca, aquel paraje sin árboles ni flores era más que singular. Estaba situado en el extremo más distante de la preciosa rosaleda, y era un lugar desnudo, lacerado, donde la negra tierra mostraba su feo rostro en invierno, casi como un trozo de ciénaga peligrosa, y en verano se recocía y agrietaba con fisuras donde los lagartos verdes disparaban su fuego al pasar. En contraste con la esplendorosa lozanía de todo aquel jardín maravilloso, era como un atisbo de la muerte en medio de la vida, un centro de enfermedad que reclamaba que lo sanasen, si no querían que se extendiera. Pero nunca se extendió. Detrás se levantaba la densa espesura de hayas plateadas y, más allá brillaba el prado del vergel, donde jugueteaban los corderos.

Los jardineros explicaban de una manera muy simple su desnudez. Decían que por culpa de las pendientes que formaba el terreno a su alrededor, el agua que caía allí corría y se marchaba inmediatamente, sin que quedara la necesaria para dar vida a la tierra. Yo no sé nada a este respecto. Era Jamie..., Jamie que percibía su hechizo y lo rondaba, que se pasaba horas enteras allí, a pesar de morirse de miedo, y para el cual se calificó finalmente aquel terreno de «estrictamente prohibido» porque estimulaba su ya muy desarrollada imaginación, pero no favorablemente, sino de manera demasiado tenebrosa..., era Jamie quien enterraba ogros allí y oía gritar aquel suelo con voz terrena, y juraba que a veces, mientras lo estaba contemplando, su superficie temblaba, y, en secreto, le daba alimento, bajo la forma de pájaros, o ratones, o conejos que hallaba muertos en sus excursiones. Y era Jamie el que había expresado, con tan extraordinario acierto, la sensación que aquel horrible lugar me causó desde el primer instante que lo vi.

—Es malo, miss Gould —me dijo.
—Pero, Jamie, en la naturaleza nada hay malo..., precisamente malo; sólo distinto de lo demás, a veces.
—Si usted prefiere, miss Gould, entonces está vacio. No está alimentado. Se está muriendo porque no puede procurarse el alimento que necesita.
Y cuando yo clavaba la mirada en aquella carita pálida donde los ojos brillaban tan negros y adorables, buscando en mi interior la réplica apropiada, él añadió con un énfasis y una convicción que me llenaron repentinamente de un frío glacial;
—Miss Gould... —él siempre utilizaba mi nombre de este modo, en todas sus frases—, «eso» tiene hambre. ¿No lo ve? Pero yo sé qué es lo que le satisfaría.

Sólo la convicción de un niño hablando muy en serio habría justificado, acaso, que se prestara oídos por un momento siquiera a una idea tan disparatada; pero para mí, que opinaba que aquello que un niño imaginativo creyera tenía verdadera importancia, vino como un tremendo y desazonador impacto de realidad. Jamie, a su manera exagerada, había cogido el filo de un hecho pasmoso; una insinuación de oscura, no descubierta verdad había saltado dentro de aquella imaginación sensitiva. No sabría decir por qué aquellas palabras estaban preñadas de horror; pero creo que una indicación del poder de las tinieblas cabalgaba a través de la sugerencia de la frase final: «yo sé qué es lo que la satisfaría». Recuerdo que me abstuve, asustada, de pedir una explicación. Pequeños grupos de otras palabras, afortunadamente veladas por el silencio del niño, dieron vida a una posibilidad inexpresable que hasta el momento había permanecido oculta en el fondo de mi propia conciencia. Su manera de cobrar vida demuestra, creo yo, que mi mente seguía albergándola. La sangre huía de mi corazón mientras escuchaba. Recuerdo que me temblaban las rodillas. La idea de Jamie era, y había sido en todo momento, la misma que tenía yo también.

Y ahora, mientras permanecía tendida en la cama y pensaba en todo aquello, comprendía la causa de que la llegada del tío del niño implicase, fuera como fuere, una experiencia que envolvía el corazón del niño en un sudario de terror. Con una sensación de certidumbre de pesadilla que me dejaba demasiado débil para resistir la absurda idea, demasiado trastornada, en verdad, para discutirla o rechazarla a fuerza de razonamientos, esta certidumbre se abría paso con el estallido negro y poderoso de la convicción; y la única manera que tengo de ponerla en palabras, puesto que el horror de las pesadillas no se puede expresar de verdad, parece ser ésta: que realmente en aquel trozo agonizante de jardín faltaba algo; faltaba algo que aquel suelo buscaba eternamente; algo que, una vez hallado y asimilado, lo volvería tan fértil y vivo como el resto; más aún, que existía una persona en el mundo que podía prestarle este servicio. Míster Frene, el mayor, en una palabra «Tío Frank», era la persona que con su abundancia de vida, podía suplir aquella falta... inconscientemente.

Porque esta relación entre el moribundo, estéril trozo de terreno y la persona de aquel hombre vigoroso, sano, rico, triunfador, se había alojado ya en mi subconsciente aun antes de que yo me diera cuenta de ella. Era indudable, había de haber morado allí desde el principio, aunque escondida. Las palabras de Jamie, su repentina palidez, el emocionado vibrar de asustada expectación revelaron la placa; pero había sido su llanto, solo allí, en el Rincón Prohibido, lo que la impresionó. La fotografía brillaba, enmarcada delante de mí, en el aire. Me cubrí los ojos. De no haber temido el enrojecimiento —el hechizo de mi rostro desaparece como por ensalmo si no tengo los ojos despejados—, habría llorado. Las palabras que había pronunciado Jamie aquella mañana sobre la «cara enorme» volvieron a mi mente como un ariete.

Míster Frene el mayor, había constituido tan a menudo el tema de las conversaciones de la familia; desde mi llegada, había oído hablar de él tantísimas veces y, por añadidura, había leído tantas cosas sobre su persona en los periódicos —su energía, su filantropía, los triunfos conseguidos en todo aquello que emprendió—, que me había formado un cuadro completo de aquel hombre. Le conocía tal como era interiormente; o, cómo habría dicho mi hermana, por clarividencia. Y la única vez que le vi, cuando llevé a Gladys a una reunión que presidía él, y más tarde percibí su atmósfera y su presencia mientras él hablaba, en tono protector, con la niña, justificó el retrato que me había trazado. Lo demás, acaso digan ustedes, era fruto de la imaginación desbocada de una mujer; pero yo más bien creo que se trataba de esa especie de intuición divina que las mujeres comparten con los niños. Si se pudiera hacer visibles las almas, apostaría la vida en favor de la realidad y la fidelidad del retrato que me había trazado.

Porque el tal míster Frene era un hombre que cuando estaba solo se quedaba alicaído, y adquiría vitalidad estando en medio de la gente... porque utilizaba la vitalidad de los demás. Era un artista supremo, si bien inconsciente, en la ciencia de apoderarse del fruto del trabajo y la vida de los otros... en provecho propio. Actuaba como un vampiro —sin saberlo él mismo, no cabe duda— sobre todos aquellos con quienes entraba en contacto; los dejaba exhaustos, cansados, inermes. Se alimentaba de lo de los demás; de manera que mientras en un salón lleno a rebosar brillaba y resplandecía, a solas, sin vida que absorber, languidecía y declinaba. Si uno se hallaba en la vecindad inmediata de aquel hombre sentía cómo su presencia se le llevaba todo lo que tuviera dentro: él se apoderaba de tus ideas, de tus energías, de tus mismas palabras, y luego las utilizaba para beneficio y engrandecimiento propios. No con maldad, por supuesto; era un hombre bueno de veras; pero uno sentía que resultaba peligroso a causa de lo fácilmente que absorbía toda la vitalidad suelta que encontrase a su entorno. Su voz, sus ojos, su presencia le desvitalizaban a uno. Parecía como si la vida no estuviera suficientemente bien organizada para resistir y hubiera de evitar la proximidad excesiva de aquel hombre, y tuviera que esconderse por miedo a que él se la apropiara, es decir, por miedo a... morir.

Sin saberlo, Jamie había dado la última pincelada al retrato que yo había trazado, inconscientemente. El hombre poseía, y ponía en juego, cierta callada, irresistible facultad de despojarte de todas tus reservas, para luego, rápidamente, asimilárselas él. Al principio te dabas cuenta de una tensa resistencia; poco a poco esta resistencia se teñía de cansancio; la voluntad se volvía flaccida; y luego, o te marchabas, o cedías... aceptando todo lo que él dijera con una sensación de debilidad presionando hasta los mismos bordes del colapso. Con un antagonista masculino acaso fuera diferente, pero aun en este caso el esfuerzo de resistencia generaba una fuerza que absorbía él y no el otro. El nunca cedía. Una especie de instinto le enseñaba a protegerse contra toda rendición. Quiero decir que nunca cedía ante seres humanos. Esta vez se trataba de una cuestión muy diferente. No tenía más posibilidad que una mosca ante los engranajes de un enorme motor de «atracción de feria», como solía decir Jamie.

Así era como le veía yo, como una gran esponja humana, atiborrada y empapada de vida, o de los frutos de la vida absorbidos de otros..., robados. Mi idea de un vampiro humano quedaba confirmada. Aquel hombre andaba por el mundo transportando aquellas acumulaciones de vida de los demás. En este sentido, su «vida» no le pertenecía realmente. Por cierta razón, me figuro, no la tenía tan plenamente bajo su dominio como se figuraba.

Y dentro de una hora ese hombre estaría aquí. Me fui a la ventana. La vista se me extravió hacia el trecho vacío, negro mate, que se extendía en medio de la estupenda lozanía de las flores del jardín. Se me antojaba un borroso pedazo de vacío que bostezaba pidiendo ser llenado y alimentado. La idea de que Jamie jugase en torno de sus desnudas orillas se me hacía aborrecible. Yo contemplaba las grandes nubes de verano, arriba en el cielo, la quietud de la tarde, la calígine. Por el jardín se extendía un silencio recalentado, opresivo. No recordaba otro día tan sofocante, tan inmóvil. Un día tendido allí, aguardando. También el personal de la casa aguardaba; esperaba que míster Frene llegase de Londres, con su gran automóvil.

Y jamás olvidaré !a sensación de encogimiento y pena glaciales con que escuché el roncar del coche. Tío Frank había llegado. Habían servido el té en el césped, bajo las limas, y mistress Frene y Gladys, de regreso de la excursión, se habían sentado en sillones de mimbre. Míster Frene, el menor, esperaba en el vestíbulo para dar la bienvenida a su hermano; pero Jamie —según supe más tarde— había manifestado una alarma tan histérica y ofrecido una resistencia tan desesperada que se consideró más prudente tenerle en su habitación. Quizá, después de todo, su presencia no fuese necesaria. Se adivinaba perfectamente qué la visita tenía algo que ver con el lado desagradable de la vida: dinero, capitulaciones, o qué sé yo. Nunca me enteré bien; sólo supe que los padres de Jamie estaban ansiosos y que había que ganarse la benevolencia de Tío Frank. No importa. Eso no tiene nada que ver con el asunto. Lo que sí tuvo que ver —de lo contrario no escribiría yo esta narración— es que mistress Frene me hizo llamar, pidiéndome que bajase «luciendo mi bonito vestido blanco, si no me importaba», y que yo estaba aterrorizada, aunque al mismo tiempo halagada, porque aquello significaba que una cara bonita se consideraba una preciada adición al panorama que le ofrecían al visitante. Además, por raro que parezca, yo sentía que mi presencia era, en cierto modo, inevitable; que, fuese por la razón que fuere, estaba dispuesto que yo presenciara lo que presencié. Y en el instante en que llegué al prado... —titubeo antes de ponerlo por escrito, porque parece una cosa tan tonta, tan inconexa— había jurado, mientras mis ojos se encontraban con los de aquel hombre, que se produjo una especie de oscuridad repentina; una oscuridad que robó el esplendor veraniego de todos los seres y todos los objetos, y que la producían unos escuadrones de caballitos negros salidos de su persona, que corrían en derredor nuestro, dispuestos al ataque.

Después de una primera mirada momentánea de aprobación, el hombre no volvió a fijarse en mí. El té y la conversación discurrían apaciblemente; yo ayudaba a pasar platos y tazas, llenando las pausas con comentarios intrascendentes dirigidos a Gladys. A Jamie no se le mencionó siquiera. Exteriormente todo parecía bien; pero interiormente todo era horrible... aquello bordeaba el límite de las cosas inenarrables, y parecía tan cargado de peligro que cuando hablaba yo no lograba dominar el temblor de mi voz.

Contemplaba la cara dura, inexpresiva del visitante; advertía su extraordinaria delgadez y el brillo raro, aceitoso, de sus ojos firmes. No centelleaban; pero le absorbían a uno con una especie de brillo suave, cremoso, como el de los ojos de los orientales. Y todo lo que decía o hacía anunciaba lo que yo osaría llamar la succión de su presencia. Su naturaleza lograba este resultado de una manera automática. Nos dominaba a todos, aunque de una manera tan suave que hasta que había tenido lugar el hecho nadie lo advertía.

No obstante, antes de haber transcurrido cinco minutos, yo me daba cuenta de una sola cosa. Mi mente se enfocaba sobre ella, nada más, y con tal viveza que me maravillaba que los otros no se pusieran a gritar, o a correr, o a tomar alguna medida violenta para impedir aquello. Y aquello era esto: que, separado meramente por menos de una docena de metros, aquel hombre, que vibraba con la vitalidad adquirida de otros, estaba fácilmente al alcance de aquel punto de vacío que bostezaba y esperaba, ansiando que lo llenasen. La tierra olfateaba su presa.

Aquellos dos «centros» activos se hallaban en posición de combate; el hombre tan delgado, tan duro, tan vivaz, aunque en realidad abarcando una gran dimensión con el amplio entorno de vida de los otros que se había apropiado, tan práctico y victorioso; el otro tan paciente, profundo, con la poderosísima atracción de la tierra entera detrás, y... —¡ay!—, tan consciente de que, por fin, se le presentaba la oportunidad.

Lo vi todo tan claramente como si hubiera estado contemplando a dos grandes animales preparándose para la batalla, ambos inconscientemente; aunque en cierta inexplicable manera, aquello yo lo veía, por supuesto, dentro de mí, no fuera. El conflicto sería aborreciblemente desigual. Cada bando había enviado ya sus emisarios, aunque yo no pudiera decir cuánto tiempo hacía, porque la primera prueba que él dio de que algo anormal sucedía en su interior fue cuando, de pronto, la voz se le volvió confusa, se equivocaba de palabras y los labios le temblaron un momento y perdieron tono. Un segundo después su rostro delataba aquel cambio singular y horrible, como si adquiriese una especie de flaccidez alrededor de los pómulos y creciese, creciese, de modo que yo recordé la angustiosa frase de Jamie. En aquel preciso segundo, yo adiviné que los emisarios de los dos reinos, el humano y el vegetal, se habían encontrado ya. Por primera vez en su larga carrera de medrar a costa ajena, míster Frene se veía enfrentado contra un reino más vasto de lo que suponía, y al descubrir esta realidad, se estremecía interiormente en aquella reducida pequeña porción que era su verdadera y auténtica persona. Advertía la llegada del enorme desastre.

—Sí, John —estaba diciendo, con aquella voz pausada, como felicitándose a sí mismo—, sir George me regaló ese coche; me lo dio para obsequiarme. ¿Verdad que fue un gesto encan...? —pero aquí se interrumpió bruscamente, balbució, tomó aliento, se puso en pie y miró, inquieto, a su alrededor. Por un segundo hubo una pausa sorprendida e incómoda. Fue como el chasquido que pone en marcha una enorme maquinaria, ese momento de pausa que precede al verdadero arranque. Luego, en verdad, todo sucedió con la velocidad de una máquina que rueda cuesta abajo y sin control. Yo pensé en una dinamo gigante que girase en silencio, e invisible.
—¿Qué es aquello? —gritó con voz apagada y saturada de alarma—. ¿Qué es aquel horrible lugar? ¡Oh, además, alguien llora allí...! ¿Quién es?
Y señalaba el terreno desnudo. En seguida, antes de que nadie pudiera contestarle, se puso a cruzar el prado en aquella dirección, andando a cada instante con paso más rápido. Antes de que nadie pudiera moverse, había llegado al borde. Se inclinó... y fijó la mirada en el suelo.

Tuve la sensación de que transcurrían varias horas; pero en realidad fueron segundos; porque el tiempo se mide por la cualidad y no la cantidad de las sensaciones que contiene. Lo vi todo con detalle despiadado, fotográfico, grabado vivamente entre la confusión general. Ambos bandos desplegaban una tremenda actividad, aunque sólo uno, el humano, ejercía toda su fuerza... en forma de resistencia. El otro se limitaba a extender, por así decirlo, un solo tentáculo de su vasta enorme fuerza potencial; no se precisaba más. Fue una victoria tranquila, fácil. ¡Ah, resultaba más bien lamentable! No hubo jactancia ni gran esfuerzo, en un bando al menos. Casi pegada a la vera del hombre, presencié la escena; pues parece que fui la única persona que se movió y le siguió. Nadie más dejó su puesto, aunque mistress Frene armaba un tremendo ruido con las tazas, realizando no sé qué impulsivos gestos con las manos, y Gladys, recuerdo, profirió un grito... como un pequeño alarido:

—¡Oh, madre, es el calor!, ¿verdad?
Míster Frene, el padre, estaba pálido como la ceniza, y mudo.
Pero en el mismo instante que yo llegaba al lado de Tío Frank se vio claramente qué era lo que me había llevado allí tan instintivamente. Al otro lado, entre las hayas plateadas estaba el pequeño Jamie. Estaba observando. Yo sentí —por él— uno de estos impulsos que estremecen el corazón; un miedo líquido recorrió todo mi ser, tanto más efectivo cuanto que era realmente ininteligible. Sin embargo, comprendía que si hubiera podido saberlo todo, y qué era lo que quedaba detrás, el miedo habría sido más justificado; comprendía que aquello era espantoso, estaba lleno de terror.

Y entonces sucedió —fue una visión verdaderamente perversa—, como el contemplar un universo en acción, contenido, no obstante, en una reducida superficie de terreno. Creo que el hombre comprendió vagamente que si alguien ocupara su puesto, quizá pudiera salvarse, y que éste fue el motivo de que, discerniendo instintivamente el sustituto que tenía más fácilmente a su alcance, vio al niño y le llamó en voz alta, desde el otro lado del suelo desnudo:
—¡Jamie, hijo mío, ven acá!
Su voz fue como un disparo agudo, pero al mismo tiempo monótono y sin vida, como cuando un rifle falla el tiro; una voz seca pero débil sin «estallido». En realidad era una súplica. Y, con profunda sorpresa, yo escuché mi propia voz, vibrando imperiosa y fuerte, aunque no tuviera consciencia de decir las palabras que estaba pronunciando:
—¡Jamie, no te muevas! ¡Quédate donde estás! —Pero Jamie, el pequeñín, no obedeció a ninguno de los dos. Se acercó todavía más al borde y se quedó plantado allí... ¡riendo! Yo escuchaba aquella risa; pero habría jurado que no procedía de él. Era la tierra, el trecho de suelo desnudo el que producía aquel sonido.

Míster Frene se volvió de costado, levantando los brazos. Vi su cara dura, descolorida, ensanchándose un poco, desparramarse por el aire y caer hacia el suelo. Y vi que, al mismo tiempo le ocurría algo similar a toda su persona, porque se perdió en la atmósfera en un chorro de movimiento. Por un segundo, la cara me hizo pensar en esos juguetes de caucho de los que tiran los niños. Se hizo enorme. Aunque esto era solamente una impresión externa. Lo que sucedía realmente —lo comprendí con toda claridad—, era que toda la vida y la energía que había absorbido de los demás durante años ahora se las quitaban y las transferían... a otra parte.

Por un momento, en el borde, se bamboleó horriblemente; luego, con aquel raro movimiento de costado, rápida pero desmañadamente, penetró en el centro del espacio desnudo y cayó pesadamente de bruces. Sus ojos, mientras caía, se apagaron de manera extraña, y por todo su rostro aparecía escrita, con claridad prístina, una expresión que yo ahora sólo sabría calificar de destrucción. Se le veía completamente destruido. Capté un sonido —¿de Jamie?—, pero esta vez no era una carcajada. Era como una deglución; era un sonido bajo y apagado, profundamente hundido en la tierra. De nuevo pensé en unos escuadrones de caballitos negros alejándose al galope por un pasillo subterráneo, bajo mis pies, hundiéndose en las profundidades y sus pisadas se iban debilitando más y más, enterrándose en la distancia. En mi olfato penetraba un fuerte olor de tierra.

Y luego... todo pasó. Volví en mí. Míster Frene, el menor, levantaba la cabeza de su hermano del prado donde había caído, junto a la mesa del té. En realidad no se había movido de allí. Y Jamie, según supe después, había estado todo el rato durmiendo arriba, en su cama, rendido por el llanto y la inexplicable alarma. Gladys vino corriendo, con agua fría, esponja, toalla, y también brandy..., en fin, multitud de cosas.
—Madre, ha sido el calor, ¿verdad? —Oí el murmullo de la niña; pero no la respuesta de la madre. A juzgar por su cara, habría dicho que, por su parte, mistress Frene estaba al borde del colapso. Luego vino el mayordomo, y entre todos levantaron al caído y le llevaron al interior de la casa. Tío Frank se recobró aun antes de que llegara el médico.
Pero lo que me extrañó mayormente a mí fue la profunda convicción que tenía de que todos los demás habían visto lo mismo que vi yo, sólo que ninguno dijo ni media palabra del suceso; ni la ha dicho nadie hasta el día de hoy. Y esto acaso fuera lo más horrendo de todo.

Desde aquel día hasta el de hoy, apenas oí nombrar jamás a míster Frene, el mayor. Pareció como sí, súbitamente, hubiera desaparecido de este mundo. Los periódicos no le mencionaban. Por lo visto, sus actividades cesaron por completo. Sea como fuere, la vida que llevó luego se distinguió por su inanidad. Realmente, nunca hizo nada digno de la mención pública. Aunque también puede ser que, habiendo dejado de estar a las órdenes de mistress Frene, no tuviera yo ocasión alguna de enterarme de nada. Sin embargo, la vida ulterior de aquel trozo estéril de jardín siguió un rumbo completamente distinto. Que yo sepa, los jardineros no procedieron a ninguna enmienda de su suelo, ni se abrió ningún desagüe, ni se trajo tierra nueva; pero ya antes de que me marcharse yo, al verano siguiente, había cambiado. Permanecía inculto; pero poblado de grandes y lozanas hierbas y enredaderas, fuertes, bien alimentadas, reventando literalmente de vida.

Algernon Blackwood (1869-1951)

El Ocupante de la Habitación de Algernon Blackwood



El ocupante de la habitación (Occupant of the room) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.
El cuento fue publicado en la colección de relatos fantásticos de 1917 Day and Night Stories.












Occupant of the room, Algernon Blackwood (1869-1951)
Llegó en la diligence amarilla bien entrada la noche, entumecido y lleno de calambres tras tres horas de fatigoso e interminable ascenso. El pueblo, una masa compacta de sombras, dormía ya. Tan sólo delante del hotel persistía aún el bullicio, la luz y la animación... aunque sería ya por poco tiempo. Las caballerías, con la cabeza gacha y paso cansino, cruzaron solas la carretera arrastrando sus arneses por el polvo y desaparecieron en las cuadras; mientras la pesada diligencia, que parecía un gran escarabajo amarillo con las patas quebradas, se quedaba a hacer noche en el lugar hasta donde la habían conducido a rastras.

A pesar del cansancio físico, aquel maestro de escuela, que disfrutaba de las primeras horas de unas vacaciones que le habían costado diez guineas, estaba rebosante de felicidad. La paz que se respiraba en aquel alto valle alpino era maravillosa; las estrellas titilaban sobre los quebrados riscos del Dent du Midi, donde los relucientes neveros se destacaban espectrales sobre unas rocas que parecían de ébano, y el aire helado traía un aroma a pinares, a pastos empapados de rocío y a madera recién cortada. Embargado de una sensación en la que se mezclaban el placer y el asombro, pasó varíos minutos tratando de captar todos aquellos detalles, mientras los otros tres pasajeros daban indicaciones sobre su equipaje y se dirigían a sus respectivas habitaciones. Finalmente, se dio la vuelta, cruzó la basta estera de la entrada, y tras resistir a la tentación de detenerse a contemplar el mapa de las montañas que colgaba junto a la puerta, pasó al deslumbrante recibidor.

De pronto, un desagradable contratiempo hizo que bajara de las nubes y volviera a la cruda realidad. En la posada -la única posada que había- no quedaban habitaciones libres. Hasta los sillones de que disponía estaban ocupados...

¡Qué estúpido había sido de no escribir para hacer una reserva! Claro que, ahora que lo pensaba, le había resultado imposible, pues la decisión de venir la había tomado aquella misma mañana en Ginebra de forma repentina, cautivado por el espléndido día que había amanecido tras una semana de lluvias. El portero, que lucía una chaqueta con ribetes dorados, y una vieja de facciones muy duras -le había llamado la atención la dureza de aquel rostro- no paraban de hablar y de gesticular mientras señalaban al pueblo en todas direcciones, haciéndole unas sugerencias que sólo comprendía a medias, pues sus conocimientos de francés eran limitados y el dialecto en que hablaban era algo verdaderamente espantoso.

«¡Allí -a lo mejor encontraba habitación- o sino allá! Pero aquí, hélas, está todo completo... más de lo que nosotros quisiéramos. ¡Mañana, quizá, si tal y cual dejan su habitación!» Al final, tras mucho encogerse de hombros, la anciana se quedó mirando al portero de la chaqueta ribeteada, y éste, a su vez, se quedó mirando con expresión somnolienta al maestro. No obstante, obedeciendo a uno de esos misteriosos mecanismos que regulan la esperanza, que ni él mismo alcanzó a comprender, y siguiendo las indicaciones, completamente ininteligibles, que le había dado la anciana, salió finalmente a la calle y se encaminó hacia un oscuro grupo de casas que ella le había señalado. De lo único que estaba seguro era de que tenía la intención de aporrear una de aquellas puertas hasta que le dieran una habitación. Estaba demasiado cansado para detenerse a planear las cosas con más detalle. El portero había hecho ademán de acompañarle, pero en el último momento se dio la vuelta y se quedó hablando con la anciana. La borrosa silueta de las casas se vislumbraba en medio de la oscuridad. Corría un aire gélido y el valle entero retumbaba con las carreras y el estruendo de los cursos de agua. Pensaba vagamente que no tardaría en amanecer y que quizá tendría que pasar la noche dando vueltas por el bosque, cuando oyó un ruido sordo a sus espaldas y, al darse la vuelta, vio a una figura que se acercaba apresuradamente hacia él. Era el portero... que venía corriendo.

En el pequeño recibidor de la posada se reanudó una confusa conversación a tres bandas, salpicada de vez en cuando por coloquios en voz baja y apartes susurrados en dialecto entre la mujer y el portero, cuyo resultado final fue que «si a Monsieur no le parecía mal... después de todo, sí que había una habitación, en el primer piso... sólo que, en cierto modo, estaba "ocupada". Bueno, en realidad lo que pasaba era que...».

No obstante, el maestro se quedó con la habitación sin meterse en más averiguaciones sobre aquel embrollo, pues al fin y al cabo le había proporcionado de pronto justo lo que él quería. La ética profesional de los hosteleros no era cosa de su incumbencia. Si aquella mujer le ofrecía alojamiento no le correspondía a él ponerse a discutir sobre si estaba legitimada o no para hacerlo.

Mientras acompañaba al huésped a su habitación, el portero, que a todas luces estaba un tanto nervioso, le fue suministrando en una mezcla de francés y de inglés los detalles que la patrona había omitido, y Minturn, pues tal era el nombre de aquel maestro, no tardó en compartir aquel nerviosismo con él y en verse envuelto en la atmósfera de una posible tragedia. Todo aquel que conozca esa emoción tan característica que producen los altos valles de montaña, uno de cuyos principales atractivos consiste en la realización de escaladas con peligro, comprenderá esa ligera sensación de alarma que suele ir asociada a tales paisajes. Cuando se alza la vista para contemplar los picos desolados que se remontan solitarios en las alturas, no se puede evitar pensar en esos hombres cuya diversión consiste en pasarse varios días y noches seguidos escalando las peligrosas cumbres que se elevan sobre un mar de nubes, y en conquistar, centímetro a centímetro, los picos helados que blanden permanentemente el oscuro pabellón del terror en el cielo. La atmósfera de aventura, aderezada con el posible espanto de una de las tragedias más horribles que quepa imaginarse, es inseparable de cualquier contemplación imaginativa de semejante paisaje; y lo que Minturn dedujo de las palabras del alarmado portero, no perdió nada de su miga a pesar de su desconocimiento del idioma. Una inglesa, la legítima ocupante de la habitación, se había empeñado en ir a las montañas sin guía. Había partido hacía dos días justo antes de que amaneciera -el portero la había visto salir- y... ¡no había regresado! La ruta era difícil y peligrosa, pero no imposible para un escalador experto, aunque fuera solo. Y la inglesa era una montañera curtida. Pero también era una persona terca, que desdeñaba los consejos, le aburrían las advertencias y tenía una fe ciega en sí misma. Además era un tanto rara; no se mezclaba con los demás huéspedes y, a veces, se pasaba días enteros encerrada con llave en su habitación sin dejar entrar a nadie; vamos, una «excéntrica» de tomo y lomo.

Todo esto fue lo que Minturn sacó en claro de lo que el portero le fue contando mientras subía su equipaje y ponía un poco de orden en la habitación; pero hubo algo más. Se enteró también de que ya había salido una partida de rescate y que, por supuesto, podían regresar en cualquier momento. En cuyo caso... En fin, por eso, aunque la habitación estuviera desocupada, seguía siendo de ella. «Pero si a Monsieur no le importa correr el riesgo de tener que dejar la habitación en medio de la noche...» Dado que el locuaz portero parecía empeñado en aportar todo tipo de detalles que ponían en cuestión la validez de la transacción que acababa de realizar, Minturn lo despachó tan pronto como pudo y se dispuso a irse a la cama -que el propio portero había arreglado a toda prisa- para tratar de dormir el máximo de horas posible antes de que viniera alguien a decirle que se tenía que marchar.

La verdad es que al principio se sintió incómodo, francamente incómodo. Estaba en la habitación de otra persona. Realmente no tenía ningún derecho a estar allí. Era una intrusión imperdonable; y mientras deshacía el equipaje, giró en varias ocasiones la cabeza para mirar hacia atrás, como si temiera que alguien le estuviera observando desde alguna de las esquinas. Tenía la impresión de que, en cualquier momento, oiría pasos en el pasillo, llamarían a la puerta y, a continuación, ésta se abriría yvería a aquella fornida inglesa mirándole de arriba a abajo con furia. O aún peor: le oiría preguntarle qué hacía en su habitación, en su dormitorio. ¡Es cierto que podía darle una explicación convincente, pero de todos modos...!

Entonces, al darse cuenta de que ya estaba a medio desvestir, su mente captó durante un segundo la vertiente cómica de la situación, y soltó una carcajada... en voz baja. Pero, de inmediato, a la risa le sucedió aquella súbita sensación de tragedia que ya había experimentado antes. Puede que mientras él sonreía, el cuerpo de esa mujer yaciera roto y helado en esas cumbres espantosas, con los cabellos desordenados por la ventisca y los ojos vidriosos lanzando una mirada vacía a las estrellas... Sólo de pensar en ello se estremecía. La percepción que tenía de esa mujer, a la que no había visto nunca y de la que ni tan siquiera sabía el nombre, se volvió extraordinariamente real. Casi llegaba a imaginarse que se hallaba oculta en algún lugar de la habitación, observando todo lo que él hacía.

Abrió la puerta con cuidado para dejar fuera las botas, y cuando la cerró de nuevo, echó la llave. Después, acabó de deshacer el equipaje y distribuyó las pocas cosas que había traído consigo por la habitación. No tardó mucho en hacerlo; sólo tenía un pequeño baúl de viaje y una mochila y, además, el único lugar donde se podían extender las ropas era el sofá. No había cómoda, y el armario, un mueble excepcionalmente sólido y grande, estaba cerrado con llave. Era evidente que habían guardado a toda prisa las ropas de la inglesa en aquel mueble. El único signo que indicaba su presencia reciente en la habitación era un ramo de Alpenrosen marchitas, colocadas en un jarrón de cristal que había sobre el palanganero. Eso, y un vago olor a perfume, era todo lo que quedaba. No obstante, a pesar de la escasez de vestigios, por toda la habitación se respiraba la extraña y desagradable sensación de que ésta seguía estando ocupada. Durante un instante se palpaba en el ambiente una sutil presencia que parecía susurrar un «acabo de salir», que al convertirse de pronto en un tajante «aún sigo aquí», hacía que se diera rápidamente la vuelta para mirar a sus espaldas.

La aversión que sentía hacia esa habitación en su conjunto era muy singular; y es precisamente la fuerza de ese sentimiento, la única excusa que quizá se pueda esgrimir para justificar el hecho de que arrojara aquellas flores marchitas por la ventana y colgara después su gabardina de la puerta del armario, procurando taparlo lo máximo posible. Lo cierto es que la visión de aquel horrible y gigantesco armario, lleno de la ropa de una mujer que en aquel momento quizá ya no necesitara nada con que cubrir su cuerpo (pues así era como insistía en presentársela su imaginación), provocaba en él una sensación de incongruencia que no sólo le llenaba de perplejidad sino que, además, se iba abriendo paso en su mente hasta transformarse en un sentimiento de espanto verdaderamente grotesco. Sea como fuera, la visión de aquel armario le desagradaba y, casi por puro instinto, lo había tapado. Luego, tras apagar la luz, se metió en la cama.

Pero desde el preciso instante en que la habitación quedó a oscuras, se dio cuenta de que aquello era más de lo que él podía soportar; pues nada más hacerse la oscuridad, sintió una especie de corriente de aire helado que no alcanzaba a explicarse. Y lo curioso es que, al encender la vela que había junto a la cama, advirtió también que le temblaban las manos. La verdad es que aquello era ya demasiado. Su imaginación se estaba tomando muchas libertades y había que llamarla al orden. Pero la forma en que lo hizo fue muy significativa, y el propio carácter deliberado de su acción ponía al descubierto un estado mental que ya había dado cabida al miedo. Y una vez que el miedo se ha metido dentro es muy difícil expulsarlo. Se recostó sobre su codo y se puso a enumerar con sumo cuidado todos los objetos que había en la habitación, con la intención, por así decirlo, de hacer un inventario de todo aquello que percibían sus sentidos, para después trazar una línea, sumarlos y exclamar con decisión: « ¡Esto es todo lo que hay en esta habitación! He contado todas y cada una de las cosas. No hay nada más. ¡Ahora ya puedo dormir tranquilo!».

Fue precisamente durante el absurdo proceso de enumerar los muebles de la habitación, cuando se apoderó de él una terrible y angustiosa sensación de lasitud que casi le impidió acabar sus cuentas. Le acometió con una rapidez y una virulencia asombrosas que hicieron que, sin apenas darse cuenta, se viera abrumado por una molicie atroz difícilmente descriptible. Su primer efecto fue hacerle olvidar su miedo. Ya no tenía la energía suficiente para sentirse verdaderamente asustado o nervioso. El frío permanecía, pero la alarma había desaparecido. Por todos los rincones de aquella personalidad, por lo general vigorosa, se fue extendiendo lentamente el insidioso veneno de una fatiga muscular que, al cabo de unos segundos, pareció transformarse en inercia espiritual. Una súbita conciencia de la supina futilidad y del absurdo de la vida, del esfuerzo, de la lucha; de todo lo que hace que vivir merezca la pena, se fue infiltrando en cada fibra de su ser, dejándole en un estado de extrema debilidad. El espíritu de un negro pesimismo, al que le faltaban fuerzas incluso para manifestarse con cierta energía, invadió las cámaras secretas de su corazón... Todas las imágenes que le venían a la mente aparecían envueltas en grises sombras. ¡Esos caballos sudorosos y aburridos, ascendiendo trabajosamente... a ninguna parte! La patrona aquella de las facciones tan duras, tomándose tanto trabajo en conseguir que su afán de lucro se impusiera sobre su sentido moral... ¡por un puñado de francos! ¡El portero del traje ribeteado; tan quisquilloso, tan locuaz, tan agotador... ardiendo en deseos de contarle todos los chismes que sabía! ¿Para qué servía toda esa gente? Y, en cuanto a él, ¿qué sentido tenía el trabajo penoso y monótono en aquella escuela de la que era maestro? ¿A dónde conducía aquello? ¿De qué valía tanto incierto afán, cuando los secretos últimos de la vida permanecen ocultos y nadie sabe cuál es el sentido final de las cosas? ¡Qué absurdos eran el esfuerzo, la disciplina, el trabajo! ¡Qué vano el placer! ¡Qué triviales hasta las cosas más nobles de la vida!

Dando un salto que casi derribó la vela, Minturn trató de hacer frente a aquel estado de decaimiento. Ese tipo de ideas eran tan ajenas a su carácter habitual, que aquella invasión repentina y cobarde produjo una reacción inmediata. Pero sólo duró un momento. Al instante, la depresión volvió a abatirse sobre él como una ola. Su trabajo -que a fin de cuentas como mucho le permitiría aspirar al tedioso cargo de director de colegio- le parecía tan vano y tan absurdo como aquellas vacaciones en los Alpes. Qué idiota, qué rematadamente idiota había sido de venir aquí, con su mochila a cuestas, para no hacer otra cosa que matarse de cansancio por aquellas montañas en un ascenso agotador que no conducía a ninguna parte, que nada le podía reportar. El estado de ánimo que le poseía era tan lóbrego como una tumba.¡La vida no era más que un repugnante fraude! ¡La religión, un camelo pueril! Todas las cosas no eran más que una trampa; una trampa tendida por la muerte: ¡un juguete de vivos colores que la Naturaleza utiliza como señuelo! ¿Pero, un señuelo, para qué? ¡Para nada! Nada tenía sentido. Lo único real era... LA MUERTE. Y la gente más feliz eran aquellos que antes la encontraban.

Entonces, ¿por qué esperar a que llegue? Absolutamente aterrorizado, saltó de la cama como impulsado por un resorte. ¿Cómo era posible que la mera fatiga pudiera alumbrar un universo tan negro, una actitud tan depresiva, una cobardía que hacía que se tambalearan las raíces mismas de la vida, asestándoles semejante golpe de desesperanza? Por lo general él era una persona fuerte y alegre, rebosante de salud y de vida; pero aquella lasitud atroz arrasaba las bases mismas de su personalidad, conduciéndole a la nada y al deseo de morir. Era como si hubiera desarrollado una Segunda Personalidad. Cierto que había leído que algunas personas, tras sufrir una fuerte impresión, podían llegar a desarrollar como consecuencia de ello unos rasgos de carácter distintos, otros recuerdos, otros gustos y demás cosas por el estilo. Aquella posibilidad siempre le había asustado. Sabía que algunos científicos respaldaban la autenticidad de tales historias, pero a él no le parecía que fueran muy creíbles. Y, no obstante, algo similar a eso era lo que le estaba ocurriendo ahora a su propia conciencia. Estaba, de eso no le cabía ninguna duda, experimentando todas las fluctuaciones mentales... ¡de otra persona! Era algo inmoral. Algo espantoso. Era... bueno, la verdad es que también era algo enormemente interesante.

Y aquel interés que comenzaba a sentir fue el primer signo de que su yo normal estaba regresando. Pues quien siente interés por algo, está vivo, y ama la vida. De un salto, se plantó en medio de la habitación y encendió la luz. Lo primero que captó su atención fue... aquel enorme armario.

-¡Vaya! ¡Ahí está... esa monstruosidad de armario!-exclamó para sí sin querer, aunque en voz alta. Dentro estarían colgadas sus faldas, sus abrigos, sus blusas de verano; todas las ropas de la mujer muerta. Porque ahora sabía que -de uno u otro modo- aquella mujer tenía que estar muerta.

En ese momento, a través de las ventanas abiertas, irrumpió el sonido del agua que caía, y con él llegó también una vívida imagen mental de la desolación de las cumbres barridas por la ventisca. Entonces vio a la mujer -¡sí, verdaderamente la vio!- en el lugar donde había caído; las mejillas cubiertas de escarcha, la nieve en polvo arremolinándose en torno a sus cabellos y a sus ojos, sus extremidades rotas aprisionadas entre bloques de hielo. Por un momento, aquella sensación de lasitud, de vacío vital, se desvaneció ante aquella imagen de un esfuerzo inútil, de la pequeña fuerza de un ser humano peleando con coraje, aunque en vano, contra las potencias impersonales y despiadadas de la naturaleza inerte; y, de nuevo, recuperó su yo habitual. Sin embargo, un instante después, regresó otra vez el terrible frío, la nada, el vacío...

Se descubrió a sí mismo de pie frente al gran armario que guardaba las ropas de aquella mujer. De repente quería ver esas ropas; las cosas que ella había usado y llevado. Estaba muy cerca, casi podía tocarlo. Y un segundo después ya lo había tocado. Estaba golpeando con los nudillos en la madera. Es difícil saber por qué lo hizo. Probablemente se trató de un movimiento reflejo. Algo desde lo más profundo de su ser se lo había dictado... se lo había ordenado; y él, había golpeado la puerta. El sonido sordo de la madera en medio de la quietud de aquella habitación... le horrorizó. El porqué de aquel sentimiento era algo que le resultaba tan inexplicable como la razón por la que se había sentido impulsado a llamar a aquella puerta. El hecho es que, cuando oyó una leve reverberación en el interior del armario, tuvo una conciencia tan vívida de la presencia de la mujer que se quedó de pie temblando con una terrorífica sensación de que algo iba a ocurrir; casi esperaba oír que desde el interior le respondían con un golpe -quizá sólo el frufrú de las faldas colgadas- o, aún peor, que veía como aquella puerta cerrada con llave se abría lentamente hacia afuera.

A partir de ese momento asegura que, de un modo u otro, debió perder parcialmente el control sobre sí mismo, o al menos, una parte importante de su sentido común; pues se vio poseído por un deseo tan irresistible de abrir como fuera aquel armario y de ver las ropas que había dentro, que probó todas las llaves que había en la habitación en un vano intento de abrirlo, hasta que, finalmente, antes de que tuviera tiempo de darse cuenta de lo que hacía... ¡llamó al timbre!

Pero, tras haber llamado al timbre a las dos de la madrugada, sin que hubiera ninguna razón sensata u obvia para hacerlo, y mientras esperaba de pie en medio de la habitación a que viniera algún empleado, se dio cuenta por primera vez que algo ajeno a su ser normal le había impulsado a hacer aquello. Era como si una voz interna le dictara lo que tenía que hacer. Por eso, cuando finalmente se oyeron pasos que se acercaban por el pasillo, y tuvo frente a frente a una doncella adormilada, enojada y muy sorprendida de que la hubieran llamado a esas horas, no tuvo ninguna dificultad en encontrar palabras con las que expresar sus deseos. Aquel mismo poder que le había apremiado a que abriera la puerta del armario también le impelía a pronunciar unas palabras sobre las que, aparentemente, no tenía control alguno.

-¡No es a usted a quien he llamado! -dijo con decisión e impaciencia-. Necesito a un hombre. Despierte al portero y envíemelo inmediatamente. ¡Dése prisa! ¿Es que no me ha oído? ¡Dése prisa!

Cuando la chica se hubo marchado, Minturn, asustado de su propia severidad, se dio cuenta de que aquellas palabras le habían sorprendido a él tanto o más que a la propia doncella. Hasta que no salieron de sus labios no supo exactamente qué era lo que iba a decir. No obstante, comprendía que alguna fuerza ajena a su personalidad estaba utilizando su mente y los órganos de su cuerpo. Aquella negra depresión que le había poseído hacía poco también formaba parte de ello. De algún modo, el poderoso estado de ánimo de la mujer desaparecida se había apoderado de él momentáneamente; con toda seguridad debido a la atmósfera que creaba en la habitación la presencia de cosas que le habían pertenecido. Pero ni siquiera cuando el portero -sin chaqueta ni cuello duro- se hallaba ya junto a él en la habitación, consiguió comprender por qué insistía, hecho una verdadera furia y sin admitir un no por respuesta, en que buscara la llave del armario y abriera inmediatamente la puerta. La escena resultaba bastante curiosa. Tras realizar un intercambio de susurros de asombro con la doncella al fondo del pasillo, el portero se las arregló para encontrar y traer la llave en cuestión. Ni él ni la chica sabían a ciencia cierta qué era lo que pretendía aquel inglés tan nervioso, o por qué ponía tanto empeño en que se abriera un armario a las dos de la madrugada. Le observaban con el aire de quien no puede dejar de preguntarse qué será lo que va a ocurrir a continuación. Sin embargo, algo de la extraña seriedad y del miedo que ahora apreciaban en aquel hombre se les contagió, de modo que cuando la llave chirrió al introducirse en la cerradura, los dos pegaron un respingo.

Contuvieron el aliento mientras la puerta se abría lentamente con un crujido. Todos oyeron el ruido de otra llave al caer contra el suelo de madera del armario... por dentro. Había sido cerrado desde el interior. Pero fue la aterrorizada doncella, desde su posición en el pasillo, quien lo vio primero; y lanzando un grito desgarrador se desplomó contra el pasamanos de la escalera. El portero no hizo intento alguno de rescatarla. Tanto él como el maestro salieron corriendo hacia la puerta, que ahora se hallaba completamente abierta. También ellos lo habían visto.

Colgadas de las perchas no había ropas, ni faldas, ni blusas; lo que vieron fue el cuerpo de la mujer inglesa suspendido en el aire con la cabeza caída hacia delante. Sacudida por el movimiento que se había producido al abrir la puerta, el cuerpo había ido girando lentamente hasta darles la cara... Clavado en la parte de atrás de la puerta había un sobre del hotel con las siguientes palabras escritas con letra temblorosa:

«Cansada... infeliz... desesperada... deprimida... No puedo seguir haciendo frente a la vida... Todo es negro. Tengo que poner fin a esto... Quería hacerlo en las montañas pero tuve miedo. Volví a mi habitación cuando no vi a nadie. Así es más fácil, y mejor...»

Algernon Blackwood (1869-1951)