La estirpe sin nombre (The nameless offspring) es un relato de terror del escritor norteamericano Clark Ashton Smith, publicado en la edición de junio de 1932 de la revista Strange tales.
The nameless offspring. Clark Ashton Smith (1893 – 1961)
Muchos y multiformes son los oscuros horrores que infestan la Tierra desde sus orígenes. Duermen bajo la roca inamovible; crecen con el árbol desde sus raíces; se agitan bajo el mar y en las regiones subterráneas; se esconden en los reductos más profundos; emergen a veces del decrépito sepulcro de orgulloso bronce o de la humilde fosa de tierra. Algunos hay que son conocidos de antiguo por el hombre; otros, que permanecen todavía ignorados, aguardando el terrible día de su revelación. Tal vez los más espantosos y abominables de todos aún no se han manifestado. Pero entre aquellos que ya se han revelado desde hace tiempo, dando a conocer su insoslayable presencia, hay uno que por su suprema atrocidad no puede en lo absoluto ser nombrado: la descendencia que los ocultos moradores de las criptas han engendrado en la humanidad.
- Abdul Alhazred. Necronomicon.En cierto modo, es una suerte el que la historia que ahora debo relatar sea, principalmente, un mero cúmulo de sombras indeterminadas, de borrosas insinuaciones y de vagas deducciones. De otra manera, jamás podría ésta ser escrita por mano humana o leída por ojo mortal. Mi breve participación en el espantoso drama se limitó únicamente a su último acto, y sus primeras escenas fueron siempre para mí tan sólo parte de una remota y sombría leyenda. Y sin embargo, aun así, el quebrado reflejo de sus sobrenaturales horrores ha dispersado en perspectiva los principales sucesos de mi vida cotidiana, los ha hecho parecer no más que frágiles telarañas tejidas en los oscuros bordes de algún vasto abismo azotado por incesantes vientos, o de alguna cripta entreabierta en cuyo profundo interior se ocultan, supurantes, las más negras corrupciones de la Tierra. La leyenda a la que aludo me era conocida desde la infancia como un tema familiar de susurros y de mudos asentimientos de cabeza, pues sir John Tremoth había sido compañero de clase de mi padre. Pero yo jamás había visto a sir John, ni había visitado Tremoth Hall, sino hasta el momento en el que comenzaron los eventos que formarían el acto final de la tragedia. Mi padre me había llevado consigo al emigrar de Inglaterra a Canadá, cuando aún era yo un niño; prosperó como apicultor en Manitoba, y, tras su muerte, las colmenas me tuvieron ocupado durante varios años, impidiéndome llevar a cabo mi anhelado sueño de visitar mi tierra natal y explorar sus comarcas rurales.
Cuando, finalmente, logré efectuar el viaje, no quedaban grandes huellas de dicha historia en mi memoria, y Tremoth Hall no era en modo alguno parte de mi itinerario cuando decidí realizar un recorrido en motocicleta por los típicos condados ingleses. En cualquier caso, jamás me habría sentido atraído a dicha mansión por una curiosidad morbosa tal como la que la espantosa leyenda podría haber suscitado en otros. Mi visita a dicho lugar fue puramente accidental. Había olvidado la ubicación exacta del sitio, y ni siquiera imaginé que podía hallarme en sus aledaños. De haberlo sabido, creo que hubiese preferido desviarme, a pesar de las circunstancias que me impulsaban a buscar refugio, antes que tomar parte en la casi demoníaca miseria de su propietario.
Cuando llegué a Tremoth Hall, un anochecer de inicios de otoño, había andado toda la jornada a través de ondulados parajes surcados por ociosos caminos y serpenteantes carreteras. El día había sido de una gran belleza, con cielos de un pálido azul que brillaban sobre nobles parques teñidos con los primeros ámbares y carmesíes de la época del año. Pero, avanzada la tarde, una niebla proveniente del oculto océano había comenzado a extenderse por las bajas colinas y terminó por envolverme entre sus espectrales anillos, de suerte tal que, en medio de esa engañosa neblina, me las arreglé de algún modo para extraviarme, no viendo la indicación que me habría orientado hacia la ciudad en la que había planeado pernoctar.
Seguí adelante por un tiempo, al azar, imaginando que no tardaría en dar con otra bifurcación. La carretera era poco más que un rústico camino vecinal, y se hallaba singularmente desierta. La niebla se había tornado mucho más densa y oscura, borrando el horizonte en toda su extensión, pero, a juzgar por lo poco que podía vislumbrar, el paisaje de la región estaba formado por matorrales y peñascos, y no mostraba vestigios de cultivo alguno. Subí a lo alto de una zona de montículos, y descendí luego por una larga y monótona cuesta, mientras la neblina continuaba espesándose con el crepúsculo. Suponía que debía de estar avanzando en dirección oeste, pero ante mí, en la incierta oscuridad, no se veía ni el más leve brillo o señal de color que indicase la ahogada puesta del sol. Un húmedo aroma salitroso, similar al olor de marismas, se adelantó a recibirme.
La carretera describió una curva muy cerrada, y me dio la sensación de que por todas partes me rodeaban ahora hondonadas y pantanos. La noche se cerró con una velocidad casi sobrenatural, como si hubiese estado apresurada por atraparme, y comencé a experimentar una especie de vaga inquietud o alarma, sintiendo como si me hubiese extraviado en regiones mucho más dudosas y extrañas que un simple condado inglés. La neblina y el ocaso parecían envolver un silencioso paisaje de mortal, frío, perturbador misterio.
Entonces, un poco por delante de mí, a la izquierda del camino, vi un resplandor que de algún modo me sugirió la idea de un ojo fúnebre y empañado por lágrimas. Brillaba entre negras e inciertas siluetas que parecían ser los árboles de un bosque espectral. Una de las sombras más cercanas, al ir aproximándome, se resolvió en una pequeña edificación, la cual parecía guardar la entrada de una finca. Estaba a oscuras y, aparentemente, desocupada. Deteniéndome a escudriñar, percibí los contornos de una verja de hierro enmarcada en un seto de tejo sin recortar.
Toda la finca guardaba un aspecto de desolación y abandono. Al acercarme a ella, volví a sentir en la médula el frío estremecimiento que me provocara la invisibilidad de las marismas en medio de aquella tenebrosa y retorcida bruma. Pero la luz era promesa de proximidad humana en esos solitarios parajes, y podría significarme la obtención de un albergue para pasar la noche o, cuando menos, el encontrar a alguien que me indicase la dirección al pueblo o posada más cercanos.
Para sorpresa mía, la verja no estaba cerrada. Se abrió hacia dentro con un sonido chirriante y herrumbroso, como si hubiese sido la primera vez que alguien la abría en años. Empujando la moto delante de mí, avancé por un sendero invadido de malezas, en dirección a la luz. No tardó en recortarse ante mis ojos la vaga silueta de una enorme mansión solariega en medio de árboles y arbustos cuyas formas artificiales, como el seto de descuidado tejo, estaban asumiendo una extravagancia mucho más salvaje que la que habían recibido de la mano del jardinero.
La niebla se había convertido en una fría llovizna. Casi a tientas, en la creciente negrura, encontré una oscura puerta emplazada a cierta distancia de la ventana que dejaba escapar la solitaria luz. Golpeé por tres veces y, como respuesta, oí finalmente el apagado sonido de pasos lentos y arrastrados. La puerta se abrió con una lentitud que parecía indicar precaución o renuencia, y ante mí se presentó la visión de un anciano con una vela encendida en la mano. Los dedos le temblaban por parálisis o decrepitud, y monstruosas sombras fluctuaban tras él en un sombrío corredor, tocando sus arrugados rasgos como con la agitación de ominosas alas de murciélago.
–¿Qué desea, señor? –preguntó.
La voz, aunque temblorosa y vacilante, no era para nada ruda, y estaba lejos de sugerir la actitud de suspicacia y absoluta inhospitalidad que ya había comenzado yo a temer. No obstante, percibí en ella una determinada sombra de irresolución o duda, y, mientras el anciano escuchaba mi relato de las circunstancias que me habían empujado a golpear su solitaria puerta, observé que me estaba escrutando con una agudeza que desmentía mi primer impresión de extrema senilidad.
–Sabía que sería usted un extranjero en estos sitios –comentó cuando hube terminado–. Sin embargo, ¿podría inquirir su nombre, señor?
–Me llamo Henry Chaldane.
–¿No será usted hijo del señor Arthur Chaldane?
Algo desconcertado, reconocí la adscripta paternidad.
–Se parece usted mucho a él, señor. El señor Chaldane y sir John Tremoth fueron grandes amigos en otros tiempos, hasta que su padre se marchó a Canadá. ¿Quiere pasar, por favor? Se encuentra usted en Tremoth Hall. Sir John no ha estado en el hábito de recibir visitas desde hace ya mucho tiempo, pero le haré saber que está usted aquí, y puede que desee verlo.
Estremeciéndome, y no del todo agradablemente sorprendido ante el descubrimiento del lugar en el que me hallaba, seguí al anciano hasta un estudio atestado de libros, cuyo mobiliario evidenciaba lujo y abandono. Encendió una antiquísima lámpara de aceite, de pantalla pintada y polvorienta, y me dejó solo entre todos aquellos muebles y volúmenes cubiertos de polvo.
Comencé a sentir un extraño embarazo, como una sensación de opresiva intrusión, mientras aguardaba iluminado por la mortecina luz amarilla de la lámpara. Entonces volvieron a mi mente los espantosos detalles de esa horrible y singular historia, ya casi olvidada, que había oído narrar a mi padre en mi infancia.
Lady Agatha Tremoth, la esposa de sir John, había empezado, durante el primer año de su matrimonio, a ser víctima de ataques catalépticos. El tercer ataque, al parecer, había terminado en muerte, pues ella no revivió pasado el intervalo usual y, además, desarrolló todos los estigmas típicos del rigor mortis. El cuerpo de lady Agatha fue, en consecuencia, llevado al panteón de la familia, que se hallaba excavado en una colina situada detrás de la mansión, y que era casi fabuloso por su gran antigüedad y sus enormes dimensiones. Al día siguiente del entierro, sir John, angustiado por una curiosa e insistente duda sobre lo terminante del dictamen médico, visitó nuevamente el panteón, llegando justo a tiempo para oír surgir un salvaje alarido de sus profundidades; al entrar, encontró a lady Agatha incorporada en su ataúd, que se hallaba abierto. La tapa, que había sido afirmada con clavos, yacía en el suelo de piedra, y parecía imposible que hubiese podido ser arrancada por los esfuerzos de la frágil mujer. No obstante, no había otra explicación plausible, y ni aun la misma lady Agatha era capaz de arrojar mucha más luz sobre las circunstancias de su extraña resurrección.
Medio trastornada y casi delirante, en un estado de inenarrable horror que era fácilmente comprensible, narró un incoherente relato de su experiencia. No parecía poder recordar haber luchado para liberarse de su ataúd, pero se veía, en cambio, enormemente perturbada por recuerdos de un pálido y horrible rostro semihumano que había discernido, al despertar de su prolongado letargo de muerte, en las tinieblas. Según ella, había sido la visión de ese rostro, inclinado sobre ella en el ataúd abierto, lo que la había hecho gritar tan espeluznantemente. El ser había desaparecido justo antes de la aproximación de sir John, huyendo velozmente hacia las criptas interiores, y ella apenas había podido formarse una idea de su aspecto general. Creía, sin embargo, que era muy alto y pálido, y que había corrido en cuatro patas como un animal, aun cuando sus miembros parecían humanos.
Naturalmente, su relato fue interpretado como una suerte de sueño, o bien como el producto de un estado de delirio, provocado por el terrible trauma de la singular experiencia, que había borrado toda huella de la verdadera causa de su horror. Pero, aparentemente, el recuerdo del espantoso rostro, del repulsivo aspecto de la figura, se volvió un motivo de obsesión permanente para ella, y se hizo evidente el que estaba éste cargado de asociaciones de terror que desequilibraban de continuo su sistema nervioso. Nunca se recuperó de su enfermedad; siguió viviendo en un deplorable estado físico y mental, y nueve meses más tarde falleció, tras haber dado a luz un hijo.
Su muerte fue algo misericordioso, pues el niño, al parecer, era uno de esos aterradores monstruos que cada tanto aparecen en el género humano. No se conocía la naturaleza exacta de su anormalidad, aunque corrían rumores tan espantosos como contradictorios, procedentes del doctor, las enfermeras y los sirvientes que lo habían visto. Algunos de estos últimos, incluso, habían abandonado Tremoth Hall, y se habían negado de plano a volver, tras un simple atisbo de la monstruosidad.
Después de la muerte de lady Agatha, sir John se retiró de la vida social, y poco o nada pudo saberse a partir de entonces con respecto a sus actividades o al destino del horrible niño. Se decía, sin embargo, que lo tenía encerrado bajo llave, en un cuarto de ventanas enrejadas al que él era el único que entraba. La tragedia había destrozado su vida, convirtiéndole en un recluso; vivía solo, con uno o dos criados fieles, permitiendo que su propiedad declinara lastimosamente en el más completo abandono. Sin duda, pensé, el anciano que me había recibido debía de ser uno de los criados que habían permanecido junto a él. Aún estaba reflexionando sobre la terrible leyenda, y esforzándome por recordar ciertos detalles que casi había olvidado, cuando oí el sonido de unos pasos que, por su lentitud y debilidad, tomé por los del anciano que retornaba.
Pero me equivocaba, pues la persona que entró resultó ser nada menos que el mismo sir John Tremoth. Su alta figura, ligeramente encorvada, y su rostro, arrugado como por efecto de algún corrosivo, revelaban una dignidad que parecía triunfar sobre la doble catástrofe de la enfermedad y la mortal aflicción. De algún modo, aunque podría haber calculado su verdadera edad, había esperado encontrarme con un anciano, pero sir John era un hombre que apenas pasaba de la madurez. No obstante, su palidez cadavérica y su paso vacilante eran los de una persona afectada por alguna enfermedad fatal. Sus modales, en cuanto se dirigió a mí, demostraron ser impecablemente corteses y hasta afables, pero su voz sonaba como la de alguien para quien las relaciones ordinarias y las actividades de la vida se habían vuelto desde hacía mucho tiempo algo indiferente y carente de significado.
–Me ha dicho Harper que es usted hijo de mi viejo compañero de clase Arthur Chaldane –dijo–. Sea bienvenido a tan pobre hospitalidad como la que estoy en condiciones de ofrecer. Hace ya muchos años que no acostumbro recibir visitas, y me temo que va a encontrar usted el Hall un tanto lúgubre y deslucido, y hasta es posible que me tome por un mal anfitrión. De todos modos, debe quedarse, cuando menos por esta noche. Harper ya se ha puesto a prepararnos la cena.
–Es usted muy amable –contesté–. Sin embargo, no quisiera haber venido a molestar. Si...
–De ningún modo –exclamó con firmeza–. Debe usted quedarse. Hay millas hasta la posada más cercana, y la niebla se está convirtiendo en una lluvia pertinaz. A decir verdad, me alegra tenerle aquí. Espero que pueda contármelo todo acerca de usted y su padre mientras cenamos. Entre tanto, trataré de buscarle una habitación, si me hace el favor de acompañarme.
Me condujo a la planta alta de la mansión, y luego por un largo pasillo de vigas y paneles de antiguo roble. Pasamos por delante de varias puertas, que indudablemente debían de dar a dormitorios. Todas se hallaban cerradas, y una de ellas estaba reforzada con barrotes de hierro, pesados y siniestros como los de un calabozo. No pude evitar imaginar que ésta debía de ser la cámara a la que la monstruosa criatura había sido confinada, y me pregunté si aquella anormalidad aún seguiría viva, tras un lapso de tiempo que debía de rondar ya los treinta años. ¡Cuán abismal, cuán aborrecible tuvo que haber sido su desviación con respecto al tipo humano para que fuera necesario retirarla inmediatamente de la vista de los demás! Y, ¿en virtud de qué características de su desarrollo ulterior pudo haberse vuelto necesaria la aplicación de tan imponentes barrotes a una puerta de roble que, por sí misma, parecía ya lo bastante fuerte como para resistir los embates de cualquier hombre o bestia?
Sin siquiera dirigir la más mínima mirada a la puerta, mi anfitrión siguió adelante, portando una vela que apenas temblaba entre sus débiles dedos. Entonces, las curiosas reflexiones en que me había sumido mientras caminaba tras él se vieron interrumpidas, de un modo desgarradoramente repentino, por un grito que pareció surgir de la habitación clausurada. Fue un aullido prolongado, siempre ascendente, muy bajo al principio, como una apagada voz de demonio brotando del interior de un sepulcro, que de una manera abominablemente gradual fue subiendo de tono hasta alcanzar una aguda e incontenible furia, cual si el demonio hubiese emergido a la superficie tras atravesar una serie de pasadizos subterráneos. No era una voz ni humana ni animal, sino algo totalmente preternatural, infernal, macabro. Todo mi cuerpo tembló, víctima de un terror insoportable que aún persistía cuando la voz del demonio, después de haber alcanzado su grado más elevado, hubo regresado por una escala descendente a un profundo silencio sepulcral.
Sir John no prestó aparente atención al horrible alarido, sino que siguió adelante con su usual paso vacilante. Llegó al final del pasillo y se detuvo frente a la segunda cámara contando a partir de la puerta reforzada.
–Le daré esta habitación –dijo–. Es la siguiente a la que ocupo yo.
No se volvió a mirarme mientras me hablaba, y su voz sonó increíblemente contenida y sin vida. Comprendí, no sin otro estremecimiento, que el cuarto que me había indicado como suyo era adyacente a la cámara de la cual el espantoso aullido había parecido surgir.
Era patente que la habitación a la que me hizo entonces entrar no había sido usada en años. Reinaba en ella un aire frío, estancado, malsano, invadido de un penetrante olor a moho, y sobre el antiguo mobiliario ya se había congregado el inevitable incremento de polvo y telarañas. Sir John comenzó a disculparse de inmediato.
–No tenía idea precisa del estado en el que se hallaba este cuarto –aseguró–. Le diré a Harper que después de cenar suba a quitar el polvo, a hacer un acondicionamiento general y a poner ropa limpia en la cama.
Protesté, algo confusamente, asegurándole que no tenía por qué disculparse. La inhumana soledad y vejez de la decrépita mansión, sus lustros y décadas de abandono, y la desolación de su propietario, me habían impresionado entonces más hondamente que nunca. Y no me atrevía a especular demasiado respecto del abominable secreto de la cámara reforzada y el infernal aullido cuyos ecos aún resonaban en mis sacudidos nervios. Ya me lamentaba por la singular casualidad que me había llevado a ese demoníaco antro de perversas y supurantes sombras. Sentía un imperioso deseo de marcharme, de continuar mi viaje aun de cara a la gélida lluvia otoñal y a la noche azotada por los vientos. Pero no se me ocurría excusa alguna que fuese lo suficientemente plausible y verosímil. Evidentemente, no podía hacer otra cosa más que quedarme.
La cena fue servida, por el anciano al que sir John se había referido con el nombre de Harper, en un salón lúgubre pero señorial. La comida era sencilla, pero sustanciosa y bien preparada; el servicio, impecable. Comencé a sospechar que Harper era el único criado, una combinación de ayuda de cámara, mayordomo, doméstico y cocinero.
A pesar del hambre que tenía, y de las molestias que mi anfitrión se tomaba para hacerme sentir a gusto, la cena fue una ceremonia solemne y casi fúnebre. No podía olvidar ni por un instante aquella historia narrada por mi padre, y mucho menos podía olvidar la puerta reforzada y aquel maligno aullido. Lo que fuera que fuere, la monstruosidad seguía viva, y yo no dejaba de sentir una compleja mezcla de admiración, compasión y horror cada vez que miraba el delgado y gallardo rostro de sir John y reflexionaba sobre el infierno de vida al que había sido condenado, así como sobre la aparente fortaleza con la que había soportado sus inconcebibles pruebas. Tras la cena, una botella de excelente jerez fue servida, lo que alargó por una hora o más la sobremesa. Sir John habló un rato sobre mi padre, de cuya muerte no estaba previamente enterado, y me hizo platicar de mis asuntos con la sutil destreza y el tacto de un educado hombre de mundo. Habló poco de sí mismo, y ni por la más remota alusión hizo referencia a la trágica historia de la que yo apenas me había formado cierta idea general.
Dado que soy más bien abstemio, y no vaciaba mi vaso con mucha frecuencia, la mayor parte de la botella fue bebida por mi anfitrión. Hacia el final de la velada, ese fuerte vino pareció sacar a luz en él una extraña disposición a las confidencias. Comenzó haciendo mención a la falta de salud que tan patente era en su aspecto. Me contó que sufría de esa gravísima enfermedad del corazón conocida como angina de pecho, y que recientemente se había recuperado de un ataque de inusual gravedad.
–El próximo acabará conmigo –aseguró–. Y puede darse en cualquier momento... tal vez hasta esta misma noche.
Hizo el anuncio con toda sencillez, como si hubiese hablado de un tema de lo más corriente o estuviese aventurando una vulgar predicción meteorológica. Luego, tras una breve pausa, con más énfasis y peso en sus palabras, prosiguió:
–Quizás me tome usted por una persona rara, pero tengo una fija aversión al entierro en sepulcro o en
panteón. Quiero que mis restos sean cremados, y he dejado cuidadosas directivas para el cumplimiento de mi voluntad. Harper se encargará de que se realicen al pie de la letra. El fuego es el más puro y el más limpio de los elementos, y acorta todos esos odiosos procesos que median entre la muerte y la desintegración final. No puedo soportar la idea de una tumba mohosa, infestada de gusanos.
Siguió discurriendo sobre el tema durante un largo rato, con una tan singular elaboración, con una tan clara solidez expositiva, que dejaba muy a las claras que debía éste de constituir un tópico familiar de pensamiento para él, si es que no una verdadera obsesión. Parecía ejercer una mórbida fascinación sobre su mente, y no dejé de notar un penoso brillo en sus hundidos y desasosegados ojos, y un toque de histeria rígidamente contenida en su voz, mientras hablaba. Recordé el entierro de lady Agatha y su trágica resurrección, así como aquel incierto y delirante horror de las criptas, que había formado una parte tan inexplicable y vagamente inquietante de la historia. No me resultaba difícil comprender la aversión de sir John a los entierros; sin embargo, me hallaba yo muy lejos todavía de sospechar la totalidad del infernal horror, del demencial espanto en el que su repugnancia había sido fundada.
Harper había desaparecido después de traernos el jerez, y conjeturé que había recibido directivas para el acondicionamiento de mi cuarto. Vaciamos nuestros últimos vasos, y mi anfitrión dio por concluida su extraña disquisición. El acaloramiento, que lo había reanimado ligeramente, pareció pasar, y observé que se veía entonces más macilento y enfermizo que nunca. Confesando una gran fatiga, le expresé mi deseo de retirarme, y él, con su inalterable cortesía, insistió en acompañarme a mi cámara para asegurarse de que todo estuviese dispuesto para mi comodidad antes de irse a acostar.
En el pasillo de arriba nos cruzamos con Harper, que bajaba por un tramo de escaleras que debía de conducir a un ático o segundo piso. Llevaba una pesada cacerola de hierro en la que quedaban unos restos de comida, y percibí un olor de penetrante crudeza, casi de virtual putrefacción, cuando pasó a mi lado. Me pregunté si habría estado alimentando al monstruo desconocido, y si no le daría la comida desde el techo del cuarto, a través de una trampa. La suposición era bastante verosímil; pero el olor de las sobras, por una lejana asociación de ideas un tanto literaria, había comenzado a sugerirme otras conjeturas que iban más allá del reino de la posibilidad y el sano razonamiento. Ciertas sospechas evasivas e incoherentes parecieron integrarse súbitamente en un atroz y aborrecible todo. Con poco éxito, intenté asegurarme que lo que acababa de hipotetizar era científicamente inadmisible, que era una mera creación del satanismo supersticioso. No, no podía ser... aquí, precisamente en Inglaterra... aquel demonio devorador de cadáveres de los relatos y leyendas orientales... el vampiro necrófago...
En contra de mis temores, no se repitió aquel infernal aullido al pasar frente a la cámara secreta. Pero, en cambio, me pareció oír un pausado ronchar, tal como el que habría producido un animal enorme devorando su alimento.
Mi habitación, aunque bastante oscura y lúgubre aún, había quedado limpia de sus acumulados polvo y telarañas. Tras una inspección personal, sir John me deseó las buenas noches y se retiró a su aposento. Quedé sorprendido por su mortal palidez y la visible debilidad con la cual se despidió, y sentí cierta culpabilidad al pensar que tal vez el esfuerzo de recibir y entretener a un huésped podría haber agravado la terrible dolencia que lo aquejaba. Creí detectar verdaderos dolor y tormento bajo su cuidadosa máscara de urbanidad, y me pregunté si ésta no habría sido mantenida a un costo excesivo.
La fatiga de la jornada de viaje, sumada al fuerte vino que había bebido, tendría que haberme hecho dormir rápidamente, pero, a pesar de permanecer con los ojos cerrados en la oscuridad, no conseguía alejar aquellas perversas sombras, aquellas negras y sepulcrales larvas que caían en enjambres sobre mí desde la vieja mansión. Prohibidos seres cuya existencia no puede ser consentida me asediaban con sus inmundas garras, me rozaban en su nauseabundo agitarse, mientras yo me retorcía durante horas eternas y yacía contemplando el gris rectángulo de la ventana oscurecida por la tormenta. El incesante gotear de la lluvia, el agudo lamentarse y gemir del viento, se transformaban en espantosos murmullos de voces semi-articuladas que conspiraban contra mi tranquilidad y susurraban, abominablemente, innombrables secretos en un lenguaje demoníaco.
Finalmente, tras lo que pareció un lapso de tiempo de centurias nocturnas, la tempestad amainó y ya no oí más aquellas equívocas voces. Por la ventana penetraba una claridad que se proyectaba en la negrura de la pared, y los terrores de mi larga noche de insomnio se disiparon un tanto, cosa que sin embargo no trajo consigo el alivio del sueño. Me di cuenta de que reinaba en la mansión el más completo silencio; y entonces, en ese silencio, percibí un sonido extraño, vago, inquietante, cuya causa y procedencia no me fue posible precisar por varios minutos.
El sonido a veces era apagado y lejano; luego parecía aproximarse, como si viniera de la habitación contigua. Comencé a identificarlo como una especie de arañar, similar al que harían las garras de un animal sobre un recio maderaje. Incorporándome en la cama y escuchando atentamente, me di cuenta, con un nuevo estremecimiento de horror, de que la dirección de la cual provenía era sin lugar a dudas la de la cámara enrejada. El ruido asumió entonces una extraña resonancia; luego se volvió casi inaudible; y súbitamente, por un rato, cesó. En ese intervalo oí un gemido, similar al de un hombre en un trance de agonía o de insoportable terror. No podía equivocarme en cuanto a la fuente del gemido, que había surgido del aposento de sir John Tremoth; ni tampoco podía ya seguir dudando con respecto al causante del arañar.
El gemido no se repitió, pero el infernal sonido de garras comenzó de nuevo, y continuó sin interrupción hasta el amanecer. Entonces, como si la criatura que hacía aquello fuese de hábitos únicamente nocturnos, el apagado y vibrante ruido finalizó por completo. En un permanente estado de somnolencia, pesadilla y aprensión, embotado por el cansancio y la necesidad de dormir, yo lo había estado escuchando todo el tiempo, presa de una intolerable tensión nerviosa. Con su finalizar, en el lívido y descolorido amanecer, caí en un profundo sueño, del cual los mortecinos y amorfos espectros de la vieja mansión ya no fueron capaces de alejarme.
Me despertaron unos fuertes golpes en mi puerta, unos golpes en cuya sonoridad, aun en la confusión del sueño, pude reconocer lo imperioso y lo urgente. Debían de ser cerca de las doce del mediodía, y, con cierto sentimiento de culpa por haberme recreado demasiado en la cama, corrí hacia la puerta y la abrí de inmediato. El viejo criado, Harper, estaba allí esperando, y por su trémulo y afligido aspecto comprendí, aun antes de que hablara, que había sucedido algo de terrible importancia.
–Siento tener que decirle, señor Chaldane –tartamudeó–, que sir John ha muerto. No respondía a mi llamado como de costumbre, y me vi obligado a entrar en su cámara. Debe de haber muerto muy temprano en horas de la madrugada.
Inexpresablemente golpeado por su anuncio, recordé el aislado gemido que había oído en el gris albor del día. Tal vez en ese preciso instante mi anfitrión estaba muriendo. Recordé, también, aquel detestable arañar de pesadilla. Inevitablemente, me pregunté si el gemido no habría sido ocasionado tanto por miedo como por dolor físico. ¿Habría sido la tensión y el suspenso de estar oyendo aquel horrible sonido lo que había originado el paroxismo final de la dolencia de sir John? No podía estar seguro de la verdad, pero mi cerebro hervía con abominables y espantosas conjeturas.
Con las fútiles formalidades que suelen emplearse en tales ocasiones, traté de dar el pésame al viejo criado y me ofrecí a prestarle toda la ayuda posible para realizar los arreglos necesarios para la disposición de los restos de su amo. Dado que no había teléfono en la casa, me brindé para salir en busca de un médico que examinara el cadáver y extendiese el certificado de defunción. El anciano pareció experimentar un alivio y una gratitud extraordinarios.
–Gracias, señor –dijo fervientemente; y luego, como en explicación–: No quiero abandonar a sir John; le prometí que mantendría una estrecha vigilancia junto a su cuerpo.
Pasó entonces a hablar del deseo de sir John de ser cremado. Según parecía, el baronet había dejado direcciones explícitas para la construcción de una pira de leña en la colina que se elevaba detrás del Hall, para la incineración de sus restos en dicha pira y para el esparcimiento de las cenizas en los campos de la heredad. Había encargado todo tipo de disposiciones, facultando a su criado para llevarlas a efecto en el menor lapso de tiempo posible tras su muerte. Nadie debía estar presente en la ceremonia, excepto Harper y las personas necesarias para realizar el trabajo; y los parientes más cercanos de sir John –ninguno de los cuales vivía en las cercanías– sólo debían ser informados de su deceso cuando todo hubiese concluido.
Rehusé el ofrecimiento que me hizo Harper de prepararme el desayuno, y le aseguré que comería algo en el pueblo vecino. Había una extraña inquietud en su modo de comportarse, y comprendí, con pensamientos y emociones difíciles de explicar, que se encontraba ansioso por iniciar su prometida vigilancia junto al cadáver de sir John.
Sería tedioso e innecesario hablar detalladamente del fúnebre día que siguió. La espesa niebla marina había vuelto; y, mientras buscaba el pueblo vecino, me dio la sensación de que iba atravesando a tientas un mundo húmedo e irreal. Conseguí primero localizar un médico, y luego contraté varios hombres para levantar la pira y actuar como portadores del féretro. En todas partes se me recibió con una singular taciturnidad, y nadie parecía deseoso de pronunciar palabra alguna sobre la muerte de sir John o de hablar sobre las oscuras leyendas relacionadas con Tremoth Hall.
Una vez todos en la mansión, Harper propuso, para mi sorpresa, que la cremación tuviese lugar de inmediato. Esto, sin embargo, resultó ser imposible. Para cuando todas las formalidades y arreglos hubieron concluido, la neblina se había convertido en una pertinaz e incesante llovizna que impedía el encendido de la pira, por lo cual nos vimos obligados a aplazar la ceremonia para el día siguiente. Yo le había prometido a Harper que permanecería allí hasta que todo estuviese terminado, y así fue como debí pasar una segunda noche bajo ese techo de secretos malditos y abominables.
No tardó en oscurecer. Después de una última visita al pueblo, en la que me procuré algunos sándwiches para cenar con Harper, retorné a la solitaria mansión. Al subir a la cámara mortuoria, encontré a Harper en la escalera. Había una desmedida agitación en su comportamiento, como si hubiese sucedido algo que lo llenara de horror.
–Me preguntaba si no me haría usted compañía esta noche, señor Chaldane –dijo–. Sé que le estoy pidiendo compartir un velatorio ciertamente espantoso, y quizás hasta no exento de peligro, pero sir John se lo agradecería mucho, estoy seguro de ello. Si tiene usted un arma, del tipo que sea, sería bueno que la llevase encima.
Me era imposible negarme a su petición, de modo que asentí inmediatamente. Como no tenía arma alguna, Harper insistió en equiparme con un antiguo revólver, del cual él llevaba el compañero.
–Dígame, Harper –dije entonces bruscamente, mientras caminábamos por el pasillo hacia la cámara de sir John–, ¿de qué tiene miedo?
Se encogió visiblemente de horror ante la pregunta, y pareció poco deseoso de responder. Luego, un momento después, comprendió que era menester hablar con franqueza.
–Se trata de la criatura de la habitación enrejada –explicó–. Tiene que haberla oído, señor. Nos hemos ocupado de ella, sir John y yo, durante todos estos veintiocho años, y siempre hemos vivido con el temor de que pudiese escapar. Nunca nos ocasionó demasiados problemas... al menos, mientras la tuvimos bien alimentada. Pero durante estas tres últimas noches ha estado arañando la gruesa pared de roble que la separa de la habitación de sir John, lo cual es algo que nunca antes había hecho. Sir John pensaba que se debía a que sabía que él se hallaba al borde de la muerte, y a que quería alcanzar su cuerpo, deseosa de un alimento distinto al que siempre le hemos procurado nosotros. Es por eso que debemos vigilar estrechamente su cadáver esta noche, señor Chaldane. Ruego a Dios que el muro resista; pero la criatura sigue arañando y arañando como un demonio, y no me agrada para nada la hueca resonancia que ya produce... Es como si el tabique estuviese a punto de romperse.
Lleno de horror por esta confirmación de mis repugnantes hipótesis, no pude ofrecer respuesta alguna; cualquier comentario habría resultado fútil. Con la abierta confesión de Harper, la sombra de la anormalidad tomaba un aspecto más oscuro e ilimitado, una más enorme y tiránica amenaza. De buena gana habría abandonado el prometido velatorio... pero, naturalmente, me era imposible hacerlo.
El bestial y diabólico arañar, más fuerte y frenético que en la noche anterior, asaltó mis oídos en cuanto nos acercamos a la puerta enrejada. De inmediato comprendí el terror sin nombre que había empujado al anciano a solicitar mi compañía. El sonido era inexpresablemente alarmante y enloquecedor, con su horrenda y macabra insistencia, con su infernal connotación de un ansia demoníaca. Y se tornó aún más claro, adquiriendo una más atroz y desgarradora resonancia, no bien entramos a la cámara mortuoria.
Durante todo el transcurso de ese día funeral me había abstenido de visitar aquel aposento, pues carezco de esa curiosidad morbosa que induce a muchos a la contemplación de la muerte. De modo que veía entonces a mi anfitrión por segunda y última vez. Completamente vestido y preparado para la pira, yacía en la fría blancura de un lecho cuyos pesados y suntuosos cortinajes de raso se hallaban descorridos. El cuarto estaba iluminado por unos altos cirios dispuestos en extraños candelabros herrumbrados por una visible antigüedad que descansaban sobre una pequeña mesa, pero la luz sólo parecía proporcionar un vacilante y doloroso resplandor en medio de esa lúgubre espaciosidad plagada de sombras mortuorias.
Un poco en contra de mi voluntad, miré los rasgos del muerto y aparté los ojos en seguida. Estaba preparado para ver una blancura y una rigidez marmóreas, pero no para la atroz traición que su rostro sin vida hacía de esa horrible repugnancia, de esos inconcebibles miedos y terrores que debían de haber corroído su corazón a través de años y años de infierno, y que, con un control casi sobrehumano, él había ocultado como bajo una máscara, durante toda su vida, ante el observador casual. La revelación fue demasiado lastimosa, y no me sentí capaz de mirarlo nuevamente. En cierto modo, parecía que no estaba muerto; parecía que aún estaba escuchando, con agónica atención, ese espantoso sonido que bien podía haber servido para precipitar el ataque final de su dolencia.
Había en el cuarto varias sillas, que, como el lecho, databan, según pensé, del siglo XVII. Nos sentamos con Harper cerca de la pequeña mesa, entre el lecho mortuorio y la pared revestida de oscura madera de la cual surgía el incesante ruido de garras. Así, en tácito silencio, con los revólveres a mano y amartillados, comenzamos nuestra horrorosa vigilia.
Estando allí sentados, no pude evitar intentar representarme el aspecto de aquella monstruosidad sin nombre. Imágenes amorfas e híbridas de sombrías pesadillas sepulcrales se sucedieron unas a otras caóticamente por los rincones de mi mente. Una tremenda curiosidad, a la que en condiciones más normales yo habría sido ajeno, me urgía a preguntarle sobre aquello a Harper, pero una inhibición no menos poderosa me impedía hacerlo. Por su parte, el anciano no ofrecía voluntariamente información o comentario alguno, sino que se mantenía vigilando la pared con unos brillosos ojos que no parecían temblar a la par de su decrépita cabeza.
Sería imposible transmitir la insoportable tensión, el macabro suspenso y la funesta expectativa de las horas que siguieron. El maderaje era sin lugar a dudas de gran espesor y dureza, tal como el que podría haber desafiado los ataques de cualquier criatura normal equipada sólo con garras y dientes; pero, a pesar de tan obvios argumentos, yo esperaba verlo desmoronarse de un momento a otro. El arañar seguía y seguía eternamente, y para mi imaginación enfebrecida se volvía más fuerte y cercano a cada instante. A intervalos recurrentes, me parecía oír también un bajo y ansioso gemir como de perro, similar al de un animal hambriento acercándose a la meta de su excavar.
Ninguno de los dos habíamos hablado de lo que debíamos hacer en caso de que el monstruo alcanzara su objetivo, pero parecía haber, sin embargo, como un acuerdo silencioso entre ambos. Aun así, yo me preguntaba, con una emoción supersticiosa de la que jamás me habría creído capaz, si la criatura poseería lo suficiente de humanidad en su composición como para ser vulnerable a las balas. ¿Hasta qué punto habría desarrollado las características de su desconocido y fabuloso padre? Intenté convencerme de que el absurdo de tales cuestiones y preguntas era patente, pero retornaba a ellas una y otra vez, absorbido como por la fascinación de un abismo prohibido.
La noche fue transcurriendo como el fluir de un oscuro y lento arroyo. Las altas velas fúnebres se habían ido consumiendo hasta unos pocos centímetros de los corroídos y verdegrises brazos de los candelabros. Ésta era la única circunstancia que me daba una idea real del paso del tiempo, pues creía estar ahogándome en una negra eternidad, inmóvil bajo el reptar y arrastrarse de ciegos horrores. Me había acostumbrado tanto al ruido del arañar en la madera, y éste había continuado por tantas horas, que juzgaba el crecer de su sonoridad y aparente cercanía como una mera alucinación de mis sentidos. Y así fue que el final de nuestra vigilia me sorprendió sin previo aviso.
Súbitamente, mientras observaba el muro y seguía escuchando con helada fijeza, oí un áspero ruido de madera astillándose y vi que una estrecha lámina se soltaba y quedaba colgando del panel. Entonces, antes de que pudiese reponerme o dar crédito a lo que estaba presenciando, una enorme porción semicircular del muro colapsó en innumerables pedazos bajo el impacto de un pesado cuerpo.
Misericordiosamente, quizás, nunca he sido capaz de recordar con cierto grado de nitidez la infernal criatura que surgió del panel. El mismo golpe visual, por el propio exceso de su horror, ha casi borrado todo detalle de mi memoria. Conservo, no obstante, la vaga impresión de un enorme cuerpo blancuzco, semi-cuadrúpedo, lampiño, de colmillos caninos en un rostro apenas humano y garras de hiena en el extremo de miembros que le servían tanto de brazos como de piernas. Un hedor pútrido precedió a la aparición, similar a la vaharada del cubil de algún animal devorador de carroña; y entonces, con un único salto de pesadilla, el ser cayó sobre nosotros.
Oí el repetido disparar del revólver de Harper, cortante y vengativo en el cuarto cerrado, pero mi arma sólo produjo un chasquido herrumbroso. Tal vez el cartucho fuera demasiado viejo; en todo caso, falló. Antes de que hubiese podido apretar el gatillo nuevamente, fui arrojado al suelo con terrible violencia, golpeándome la cabeza contra la sólida base de la pequeña mesa. Un negro velo, salpicado de incontables fuegos, pareció caer sobre mí, borrando el cuarto de mi vista. Entonces todos los fuegos desaparecieron, y sólo hubo oscuridad.
De nuevo, muy lentamente, comencé a tener conciencia de llama y de sombras; pero la llama era brillante y temblorosa, y su resplandor parecía crecer cada vez más. Entonces mis sentidos embotados y vacilantes revivieron agudamente y se clarificaron al percibir un acrimonioso olor a tela quemada. Los objetos y las formas de la cámara volvieron a mi visión, y descubrí que yacía tendido contra la mesa caída, de cara al lecho mortuorio. Todas las velas se habían diseminado por el suelo. Una de ellas había prendido un círculo de fuego que lentamente devoraba la alfombra que tenía junto a mí; otra, algo más allá, había incendiado las cortinas de la cama, y las llamas estaban subiendo rápidamente hacia el gran dosel. Aun mientras seguía inmóvil mirando aquello, unos considerables jirones de paño ardiendo cayeron sobre la cama en una docena de sitios, y el cadáver de sir John Tremoth quedó rodeado por un anillo de pequeñas llamas.
Con cierto trabajo logré ponerme de pie, aún aturdido y mareado por la caída que me había arrojado al olvido. El cuarto estaba desierto, excepto por el viejo criado, que yacía cerca del umbral, quejándose débilmente. La puerta se hallaba abierta, como si alguien, o algo, hubiese salido durante mi período de inconciencia. Me volví otra vez hacia la cama, con una vaga e instintiva intención de extinguir el fuego. Las llamas se estaban extendiendo rápidamente, cada vez más altas, pero no tan velozmente como para velar de mis enfebrecidos ojos las manos y las facciones, si es que se podían seguir llamando así, de lo que había sido sir John Tremoth. De ese último horror que lo había tomado debo evitar hacer mención explícita; y desearía poder evitar también su recuerdo. Demasiado tarde había sido el monstruo espantado por el fuego...
No hay mucho más para decir. Mirando hacia atrás nuevamente mientras salía tambaleándome del cuarto lleno de humo, llevando a Harper conmigo, vi que la cama y su dosel se habían vuelto ya una masa de ascendente llama. El desdichado baronet había encontrado en su propia cámara mortuoria la pira funeral que tanto había deseado.
Estaba casi amaneciendo cuando salimos al fin de la mansión condenada. La lluvia había cesado, dejando un cielo surcado en lo alto por nubes plomizas y amenazantes. El aire frío pareció reanimar al viejo criado, que permaneció débilmente de pie junto a mí, sin pronunciar una palabra, mientras contemplábamos una ascendente columna de fuego que surgía del sombrío tejado de Tremoth Hall y comenzaba a proyectar un triste resplandor sobre el abandonado seto.
A la luz combinada del pálido amanecer y la creciente conflagración del edificio, descubrimos a nuestros pies unas huellas semihumanas, monstruosas, de grandes uñas caninas, reciente y hondamente impresas en el barro. Venían inequívocamente de la mansión, y continuaban en dirección a la colina cubierta de brezos que se elevaba detrás de ella.
Sin decir una palabra, comenzamos a seguirlas. Llevaban, casi sin interrupción, a la entrada del antiguo panteón familiar, hasta el pesado portal de hierro emplazado en la colina al que, por orden de sir John Tremoth, se había mantenido cerrado durante todo una generación. Sin embargo, lo encontramos abierto; observamos que la oxidada cadena y la cerradura habían sido hechas pedazos por una fuerza superior a la de hombre o bestia algunos. Entonces, asomándonos al interior, vimos que las barrosas marcas de las huellas se adentraban sin retorno, descendiendo unos peldaños de piedra, en las inquietantes sombras del mausoleo.
Ambos íbamos desarmados, puesto que nuestros revólveres habían quedado en la cámara mortuoria; aun así, no vacilamos demasiado. Harper llevaba consigo una liberal provisión de cerillas, y, mirando en torno, yo encontré una húmeda y pesada rama que podría servir de garrote. En un implacable silencio, con tácita determinación, y olvidados de todo peligro, realizamos entonces una minuciosa inspección de las casi interminables criptas, gastando una cerilla tras otra mientras avanzábamos a través de la mohosa oscuridad de esas bóvedas.
Las demoníacas huellas se volvían cada vez más borrosas a medida que las seguíamos por los negros pasillos, y finalmente no pudimos encontrar nada, excepto nauseabunda humedad, telarañas seculares y los innumerables ataúdes de los muertos. Aquello que buscábamos se había desvanecido por completo, como si hubiese sido tragado por los negros muros subterráneos.
Por último regresamos a la entrada. Allí, mientras pestañeábamos bajo la plena luz del día, con cansados y ojerosos semblantes, rompió por fin Harper el silencio diciendo, con su trémula y lenta voz:
–Muchos años atrás, poco después de la muerte de lady Agatha, sir John y yo inspeccionamos el panteón de un extremo a otro, pero no pudimos hallar rastro alguno de aquello que esperábamos. Ahora, como entonces, es inútil buscar. Hay misterios que, quiera Dios, jamás serán sondeados por el hombre. Lo único que sabemos es que la estirpe de las criptas ha regresado a las criptas. Que allí permanezca.
Silenciosamente, en mi sacudido corazón, repetí sus últimas palabras y su deseo.
Clark Ashton Smith (1893 – 1961)
0 comentarios:
Publicar un comentario