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Más allá de los Eones de H.P. Lovecraft y Hazel Heald



Más allá de los Eones (Out of the Aeons) traducido al español como: Reliquia de un mundo olvidado- es un relato de terror del escritor norteamericano Howard Phillips Lovecraft, escrito en colaboración con Hazel Heald. El cuento fue publicado en la edición de abril de 1933 de la revista Weird Tales.





Out of the Aeons, H.P. Lovecraft y Hazel Heald

(Manuscrito hallado entre los papeles del fallecido Richard H. Johnson,
doctor en Filosofía, miembro del Cabot Museum de Arqueología de Boston, Mass.)


I.
No es probable que nadie de Boston -ni los lectores asiduos de cualquier otro lugar- olvide el extraño caso del Cabot Museum. La publicidad que dieron los periódicos a esa momia infernal, las antiguas y terribles leyendas vagamente relacionadas con ella, la morbosa oleada de interés, y los cultos que nacieron en torno suyo durante el año 1932, junto con el espantoso final de los dos intrusos, ocurrido el día primero de diciembre de aquel año, fueron circunstancias que dieron lugar a uno de esos misterios clásicos que se perpetúan a través de las generaciones como tema de tradición popular, y llegan a convertirse en el núcleo de auténticos ciclos mitológicos de terror.
Todo el mundo parece darse cuenta, además, de que se ha suprimido algo muy vital, algo espantoso, de las informaciones ofrecidas al público sobre su horrible desenlace. Las alusiones que se hicieron en un principio acerca del estado de uno de los dos cuerpos, fueron soslayadas y pasadas por alto con demasiada precipitación; tampoco se dio publicidad a las extraordinarias modificaciones experimentadas por la momia. Y otra cosa que sorprendió al público fue el hecho singular de que nunca más se restituyera la momia a la vitrina donde estuvo expuesta. En estos tiempos en que la taxidermia ha progresado tanto, el pretexto de que su estado de desintegración hacía imposible exhibirla, parece particularmente endeble.

Como miembro del gabinete de conservación del Museo estoy en condiciones de revelar todos los hechos omitidos, aunque no lo haré en tanto me encuentre con vida. Hay cosas en el mundo y en el universo que deben permanecer ignoradas de la mayoría, y mantengo la idea de que todos nosotros -el personal del Museo, los periodistas y la policía- hemos contribuido a crear este clima de horror. Con todo, no me parece correcto que un asunto de importancia científica e histórica tan abrumadora permanezca enteramente en silencio: de ahí la relación que he redactado para beneficio de los investigadores serios. La colocaré entre los diversos documentos que se deberán examinar después de mi muerte, dejando se le dé el destino que mis albaceas consideren conveniente. Ciertas amenazas y hechos extraordinarios, acontecidos durante las pasadas semanas, me han llevado a pensar que mi vida -así como la de otros miembros del Museo- está en peligro por insidias de ciertas sociedades secretas de orden místico, de procedencia asiática y polinesia en particular. De ahí la posibilidad de que mis albaceas tengan que intervenir pronto. (Nota de los albaceas: El Doctor Johnson murió de modo repentino en una crisis cardíaca, pero bajo circunstancias un tanto misteriosas, el 22 de abril de 1933. Wentworth Moore, taxidermista del museo, desapareció a mediados del mes anterior. El 18 de febrero del mismo año, el Doctor William Minot, que dirigió la autopsia relacionada con el caso, fue apuñalado por la espalda, falleciendo al día siguiente.)

Creo que los hechos debieron comenzar allá por el año 1879, mucho antes de dimitir yo de mi cargo, a raíz del momento en que el museo adquirió aquella misteriosa momia a la Orient Shipping Company. Su descubrimiento constituyó, en sí, un suceso ominoso, ya que provenía de una cripta de origen desconocido y de fabulosa antigüedad, hallada en un islote que emergió repentinamente del fondo del Pacífico.

El 11 de mayo de 1878, el capitán Charles Weatherbee del carguero Eridanus, que había Zarpado de Wellington, Nueva Zelanda, con rumbo a Valparaíso, Chile, avistó una isla de evidente origen volcánico, no consignada en las cartas de navegación. Emergía de la mar en forma de cono truncado. El capitán Weatherbee bajó a tierra al mando de una expedición. Las abruptas laderas por las que ascendieron mostraban claras huellas de una prolongada inmersión, en tanto que en la cima descubrieron señales recientes de destrucción, tal vez producidas por un temblor de tierra. Entre las rocas dispersas había sólidas piedras de forma manifiestamente artificial. Tras una breve inspección se dieron cuenta de que se hallaban ante una de esas obras de sillería que se encuentran en ciertas islas del Pacífico y que constituyen un perpetuo enigma arqueológico. Finalmente, los marineros entraron en una sólida cripta de piedra -que al parecer había formado parte de un edificio mucho más grande, construido originalmente bajo tierra-, y allí, acurrucada en un rincón, hallaron la momia espantosa. Después de unos instantes de perplejidad, ante la visión de los relieves que adornaban los muros, los hombres se decidieron a llevarse la momia al barco, no sin gran repugnancia y miedo de tocarla. Junto al cuerpo, como si hubiera estado una vez entre sus ropajes, había un cilindro de metal desconocido que contenía un rollo de membrana blanquiazul, de naturaleza igualmente desconocida, escrita con raros caracteres de color grisáceo. En el centro del gran piso de piedra había algo así como una losa movible, pero la expedición carecía de los medios adecuados para abrirla.

El Cabot Museum, recientemente establecido en aquel entonces, tuvo noticia del descubrimiento e inmediatamente hizo las gestiones para adquirir la momia y el cilindro. Pickman, miembro también del museo, realizó un viaje a Valparaíso y equipó una goleta para hacer un reconocimiento de la cripta donde habían descubierto el ejemplar. Pero se llevó un chasco. En la marcación registrada de la isla no se veía más que la ininterrumpida superficie de la mar. Los exploradores dedujeron que las mismas fuerzas sísmicas que la habían hecho aparecer repentinamente, la sumergieron de nuevo en las profundidades del agua, donde ya había permanecido cobijada durante incontables miles de años. El secreto de aquella trampa inamovible no se resolvería jamás. No obstante, quedaban la momia y el cilindro. Y a primeros de noviembre de 1879 colocamos aquélla en la sala de las momias para su exhibición. El Cabot Museum de Arqueología, especializado en restos de civilizaciones antiguas y desconocidas que no caen dentro del dominio del arte, es una institución pequeña y de escaso renombre, aunque muy bien considerada en los círculos científicos. Se encuentra en el distrito de Beacon Hill, verdadero corazón de Boston -en Mt. Vernon Street, cerca de Joy-, alojado en una antigua mansión particular, a la que se había agregado un ala en la parte trasera, y que constituía el orgullo de su austero vecindario, hasta que los terribles acontecimientos le acarrearon recientemente una popularidad nada deseable. La sala de las momias, que ocupa el lado oeste de la segunda planta del edificio primitivo (proyectado por Bullfinch y erigido en 1819), está considerada por historiadores y antrop6logos como la mejor de América en su género. En ella pueden encontrarse muestras características de las técnicas egipcias de momificación, desde los primitivos ejemplares de Sakkarah hasta los últimos intentos coptos de la decimoctava dinastía; también hay momias de otras culturas, incluso ejemplares hallados recientemente en las islas Aleutinas, figuras agonizantes pompeyanas, sacadas en escayola de los trágicos vaciados que se encontraron entre las cenizas que inundaron la ciudad, cuerpos momificados por causas naturales, hallados en minas y otras excavaciones, procedentes de todas partes, algunos sorprendidos en posturas grotescas, ocasionadas por la angustia de la muerte... En una palabra, hay de todo lo que cabe esperar de una colección de este género. En 1879, naturalmente, la colección era mucho más amplia que hoy. No obstante, aun entonces era ya considerable. Pero aquel cuerpo horrible hallado en la cripta ciclópea de una isla efímera fue siempre la principal atracción y estuvo rodeado del misterio más impenetrable.

La momia correspondía a un hombre de estatura mediana, de raza desconocida, colocado en cuclillas, aunque de una forma bastante extraña. El rostro, protegido a medias por unas manos casi en forma de garras, tenía la mandíbula inferior extraordinariamente pronunciada, en tanto que las arrugadas facciones mostraban una expresión de pavor tan espantosa, que pocos espectadores podían contemplarla con indiferencia. Sus ojos estaban cerrados, con los párpados apretados fuertemente sobre unos ojos abultados y saltones. Conservaba algunos mechones de cabello y de barba, del mismo color ceniciento que el resto. La contextura del cuerpo aquel era mitad piel y mitad piedra, lo que planteaba un problema insoluble a los expertos que trataban de averiguar cómo había sido embalsamado. En ciertos sitios se veían pequeñas roturas, agujeros producidos por el tiempo y el deterioro. Aún conservaba pegados a la piel algunos jirones de un tejido peculiar, con rastros de dibujos desconocidos. Sería muy difícil decir por que exactamente resultaba tan horrible. En primer lugar, se sentía ante ella una impresión vaga e indefinible de ilimitada antigüedad, de algo absolutamente ajeno a nosotros, como si se asomara uno al borde de un abismo de insondable tiniebla... Pero, fundamentalmente, era la expresión de pánico cerval que se leía en aquel rostro arrugado, prognático, medio escudado por las manos. Semejante símbolo de terror infinito, cósmico diría yo, no podía menos de comunicar ese sentimiento al espectador, entre brumas de misterio y vana conjetura.

Algunos de los que solían frecuentar el Cabot Museum para visitar esta reliquia de un mundo anterior y olvidado, no tardaron en adquirir fama de impíos. Pero la institución en sí, gracias a su reserva y discreción, no se vio envuelta en el sensacionalismo popular. En el pasado siglo esta clase de prensa no había invadido el campo del saber hasta el extremo que ha llegado hoy. Como es natural los sabios procuraron hacer todo lo posible por clasificar aquel objeto espantoso, aunque sin éxito alguno. Las teorías de una civilización desaparecida en el Pacífico, de la que quizá fuesen vestigios probables las esculturas de la isla de Pascua y las construcciones megalíticas de Ponapé y Nan-Matal, era bastante común entre los eruditos. Las revistas especializadas suscitaban variadas y frecuentes polémicas en torno a un posible continente primordial cuyas cimas más elevadas sobrevivían en las miríadas de islas de Melanesia y Polinesia. La diversidad de fechas que se asignaron a la hipotética y desaparecida cultura -o continente- era a la vez sobrecogedora y divertida. No obstante, se hallaron alusiones tan sorprendentes como importantes en determinados mitos de Tahití y otras islas vecinas. Entretanto, el extraño cilindro y el indescifrable rollo de desconocidos jeroglíficos, cuidadosamente guardados en la biblioteca del museo, recibía también su parte de atención pública. Nadie ponía en duda su relación con la momia; todo el mundo estaba convencido de que, al desentrañar el misterio de los jeroglíficos, el enigma de aquel horror arrugado y encogido se resolvería también. El cilindro, de unos diez centímetros de diámetro, era de un metal iridiscente que desafiaba cualquier análisis químico, ya que por lo visto era resistente a todo reactivo. Tenía una tapa del mismo metal que encajaba muy ajustadamente, e iba adornado con figuras de indudable valor decorativo y de naturaleza posiblemente simbólica. Se trataba de unos dibujos convencionales que parecían obedecer a un sistema de geometría singularmente extraño, paradójico y de difícil descripción.

No menos misterioso era el rollo que contenía. Se trataba de un pergamino delgado, blancoazulado, imposible de analizar, enrollado alrededor de una fina varilla del mismo metal que el cilindro. Desenrollado dicho pergamino tendría una longitud de algo más de medio metro, y estaba cubierto de grandes y firmes jeroglíficos que se extendían en estrecha columna por el centro del rollo. Estaban dibujados o pintados con una sustancia gris desconocida para los paleógrafos, y no pudieron ser descifrados pese a haber sido enviadas fotocopias a todos los expertos en esta materia. Es cierto que unos cuantos eruditos, sorprendentemente versados en literatura ocultista y mágica, encontraron vagas semejanzas entre algunos de los jeroglíficos y ciertos símbolos primarios descritos o citados en dos o tres textos esotéricos muy antiguos, como el Libro de Eibon, procedente según se cree de la olvidada Hyperborea, los Fragmentos Pnakóticos, conceptuados como prehumanos y el monstruoso y prohibido Necronomicon, obra del loco Abdul Alhazred. Sin embargo, ninguna de estas semejanzas estaba totalmente clara, y a causa de la mala reputación que gozan las ciencias ocultas, no se hizo ningún esfuerzo por facilitar copias de los jeroglíficos a los iniciados en tales literaturas místicas. De habérseles proporcionado estas copias al principio, tal vez hubiera sido muy diferente el desarrollo posterior de los acontecimientos. La verdad es que habría bastado con que un lector familiarizado con los Cultos sin Nombre de von Junzt hubiera echado una mirada a los jeroglíficos para advertir una relación de significado inequívoco. En este periodo, empero, los lectores de este texto blasfemo eran muy escasos, toda vez que los ejemplares de la obra habían desaparecido casi por completo durante el periodo comprendido entre la prohibición de su edición original (Dusseldorf, 1839) y de la traducción de Bridewell (1845), y la nueva impresión censurada que llevó a cabo la Golden Goblin Press en 1909. Prácticamente ningún ocultista, ningún estudioso de las ciencias esotéricas del pasado primordial, había orientado su atención hacia el extraño rollo, hasta el estallido de sensacionalismo periodístico que precipitó el horrible desenlace.

II.
Así, pues, el tiempo transcurrió en forma relativamente apacible durante los cincuenta años siguientes a la instalación de la espantosa momia en el museo. Aquella criatura horrible adquirió cierta celebridad local entre la gente cultivada de Boston, pero nada más. Por lo que se refiere al cilindro y al rollo, después de infructuosos estudios, el asunto cayó materialmente en el olvido. Tan sosegado y conservador era el Cabot Museum que a ningún periodista ni escritor se le ocurrió nunca invadir sus pacíficos recintos en busca de asuntos que asombrasen al público. La invasión periodística comenzó en la primavera de 1931, cuando una compra de naturaleza un tanto espectacular -la de ciertos objetos extraños y unos cuerpos inexplicablemente bien conservados, que fueron descubiertos en unas criptas bajo las ruinas infames del Château de Faussesflammes, en Averoigne, Francia- puso al museo en las primeras columnas de la prensa. Fiel a su norma de «embarullar» las cosas, el Boston Pillar envió a un articulista de la edición dominical con la misión de ocuparse del acontecimiento y de hinchar la información que proporcionase el propio museo. Y este joven, llamado Stuart Reynolds, encontró en la momia innominada un poderoso aliciente, que sobrepasaba con mucho a las recientes adquisiciones que eran el principal motivo de su visita. Reynolds poseía un conocimiento superficial de la teosofía y era aficionado a especulaciones del tipo de las del coronel Churchward y Lewis Spence sobre continentes perdidos y civilizaciones olvidadas, lo que le hacía particularmente sensible a cualquier reliquia remotísima, como la susodicha momia de desconocido origen.

En el museo, el periodista se hizo insoportable con sus constantes y no siempre inteligentes preguntas, y con sus interminables ruegos para que se corriesen los objetos expuestos con el fin de permitir a los fotógrafos que trabajasen desde ángulos poco corrientes. En la sala de la biblioteca escudriñó incansablemente el extraño cilindro de metal y el rollo de pergamino; los fotografió de todas las maneras y tomó las placas de cada fragmento de aquel texto fantástico. Asimismo, solicitó consultar todos los libros que hiciesen cualquier referencia a culturas primitivas y continentes sumergidos... Se estuvo más de tres horas tomando notas hasta que, por último, cerró su cuaderno y salió directamente para Cambridge con el fin de echar una mirada (caso de conseguir el permiso correspondiente) al prohibido Necronomicon, de la Biblioteca Widener. El cinco de abril apareció su artículo en la edición dominical del Pillar, literalmente ahogado entre fotografías de la momia, del cilindro y de los jeroglíficos del rollo; el texto estaba redactado en ese estilo característico, simple y pueril, que adopta el Pillar para beneficio de su enorme y mentalmente inmadura clientela. Plagado de inexactitudes, de exageraciones y de sensacionalismo, resultó ser exactamente la clase de noticia que excita a los insensatos y atrae la atención de las multitudes. La consecuencia fue que el museo, de sosegada vida hasta entonces, comenzó a llenarse de una muchedumbre parlanchina y fisgona que nunca habían conocido sus majestuosos corredores. A pesar de la puerilidad del artículo, tuvimos también visitantes de alto nivel intelectual, ya que las fotos hablaban por sí mismas, y vinieron personas de vasta cultura que sin duda habían leído la noticia por pura casualidad. Recuerdo a este propósito que, en el mes de noviembre, se presentó por allí un personaje extrañísimo. Era un hombre moreno y con turbante, de rostro inexpresivo, barba poblada y manos toscas enfundadas en unos absurdos mitones blancos. Su voz sonaba hueca y artificial. Dio su lacónica dirección en West End y dijo llamarse Swami Chandraputra. Este individuo estaba asombrosamente versado en ciencias ocultas y parecía hondamente impresionado por las semejanzas que aseguraba haber descubierto entre los jeroglíficos del rollo y ciertos signos y símbolos de un mundo anterior, acerca del cual poseía él un extenso conocimiento.

Por el mes de junio, la fama de la momia y del rollo se extendió mucho más allá de Boston, y el personal del museo tuvo que soportar interrogatorios y solicitudes de permiso para tomar fotografías, por parte de un enjambre de ocultistas y amantes del misterio venidos del mundo entero. Todo esto no resultaba precisamente agradable a nuestro personal, ya que nos teníamos por una institución científica, sin simpatía alguna por soñadores ni fantasiosos. No obstante, contestábamos a todas las preguntas con la mayor cortesía. Una consecuencia de estas entrevistas fue otro artículo que apareció en The Occult Review, esta vez firmado por el famoso místico de Nueva Orleans, Etienne-Laurent de Marigny, en el cual afirmaba la completa identidad existente entre algunos de los jeroglíficos del rollo y ciertos ideogramas de horrible significado (copiados de monolitos primordiales o de rituales secretos de sociedades de fanáticos e iniciados esotéricos), que figuraban en el infernal Libro Negro o Cultos sin Nombre de von Junzt.
De Marigny recordaba la muerte espantosa de von Junzt, ocurrida en 1840, un año después de la publicación de su terrible libro en Dusseldorf, y comentaba las terroríficas y en cierto modo sospechosas fuentes de su saber. Sobre todo subrayaba el enorme interés que tenían, para el caso, ciertos relatos de von Junzt relativos a los tremendos ideogramas que él reproducía en su libro. No podía negarse que estos relatos, en los que se citaban expresamente un cilindro y un rollo, sugerían cuando menos cierta afinidad con los objetos del museo. Aun así, eran de una extravagancia tal -puesto que suponían periodos enormes de tiempo y fantásticas anomalías de un mundo anterior-, que se sentía uno mucho más inclinado a admirarlos que a creerlos. Admirarlos, ciertamente, el público los admiraba, puesto que el espíritu de imitación, en la prensa, es universal. En todas partes surgieron artículos ilustrados en los que se hablaba de los relatos del Libro Negro, se los relacionaba con el horror de la momia, se comparaban los dibujos del cilindro y los jeroglíficos del rollo con las figuras reproducidas por von Junzt, y en todos ellos se aventuraban las teorías más disparatadas y chocantes. La concurrencia del museo se triplicó, y este creciente interés lo veíamos confirmado a diario por la abundante correspondencia -superflua, insustancial en la mayoría de los casos- que sobre este tema se recibía en el museo. Evidentemente la momia y su origen -para el público imaginativo- constituyeron el tema más apasionante de los años 1931 y 1932. Por lo que respecta a mí mismo el efecto principal de este furor fue el de hacerme leer el monstruoso libro de von Junzt en la edición de Golden Goblin... Su lectura atenta me dejó confuso y asqueado, y aun me sentí dichoso de no haber manejado el texto íntegro, en su edición original.

III.
Las antiquísimas historias que se relataban en el Libro Negro sobre los dibujos y símbolos, que tan íntimamente parecían relacionarse con los del cilindro y el rollo, eran de tal naturaleza que le mantenían a uno subyugado y sobrecogido. Salvando un abismo incalculable de tiempo -muchísimo antes de la aparición de todas las civilizaciones, razas y continentes conocidos por nosotros-, aquellas historias giraban en torno a una nación y un continente perdidos en la nebulosa Era primordial. Aquel país era conocido legendariamente con el nombre de Mu, y según ciertas tablillas escritas en la primigenia lengua naacal, floreció hacia 200.000 años, cuando la desaparecida Hyperborea rendía un culto sin nombre al dios amorfo Tsathoggua. Se hacía referencia a un reino o provincia, llamado K'naa, situado en una tierra muy antigua, cuyos primeros pobladores humanos hallaron ruinas monstruosas, abandonadas por sus remotos moradores: seres extraños venidos de las estrellas en oscuras oleadas, que vivieron durante miles y miles de siglos en un mundo ignorado y naciente. K'naa era un lugar sagrado, puesto que en su centro de frío basalto se elevaba orgulloso el Monte de Yaddith-Gho coronado por una fortaleza gigantesca de piedras enormes, infinitamente más vieja que el género humano, y edificada por razas de Yuggoth que habían venido a colonizar nuestro planeta antes del primer brote de vida terrestre. La raza de Yuggoth se había extinguido varias evos antes, pero había dejado tras ella algo monstruoso y terrible que no desaparecería jamás: su dios infernal o demonio protector, Ghatanothoa, que había descendido a las criptas subterráneas del Yaddith-Gho para iniciar allí una vida latente y eterna. Ningún ser humano había subido jamás por las laderas del Yaddith-Gho, ni había visto aquella fortaleza infame sino como una silueta lejana y exótica que se recortaba contra el cielo. Sin embargo, muchos autores estaban de acuerdo en afirmar que Ghatanothoa estaba allí todavía, oculto, enclaustrado en los insospechados abismos que se hundían bajo los muros megalíticos. En todo tiempo, hubo siempre partidarios de hacer sacrificios a Ghatanothoa, a fin de que no abandonase sus tenebrosas moradas y emergiera en el mundo de los hombres, como había sucedido en los remotísimos tiempos de la raza Yuggoth.

Se decía que si no se le ofrecía ninguna víctima, Ghatanothoa se arrastraría hacia la luz como una exudación de las tinieblas, y se derramaría por las laderas de basalto del Yaddith-Gho, arrasando y destruyendo todo aquello que encontrara a su paso. Ningún ser vivo podía contemplar a Ghatanothoa, ni siquiera una imagen suya por pequeña que fuese, sin sufrir algo peor que la muerte. La visión del dios o de su imagen, como aseguraban las leyendas de Yuggoth, significaba una parálisis y petrificación de lo más sorprendente y extraño: la víctima se convertía en piedra y cuero por fuera, en tanto que, en su interior, el cerebro permanecía perpetuamente vivo... fijo y preso a través de los siglos, enloquecedoramente consciente del paso interminable de los años, en una irremediable pasividad, hasta que el azar o el tiempo consumasen la destrucción de la corteza pétrea que lo aprisionaba, exponiéndose a la muerte. La mayoría de esos cerebros, naturalmente, enloquecían muchísimo antes de que les llegara su último descanso, diferido a tantos evos después. Ningún ojo humano, se decía, había visto jamás a Ghatanothoa, aunque el peligro, en la actualidad, era tan grande como lo había sido en tiempos de la raza de Yuggoth. Y así, había un culto en K'naa en el que se adoraba a Ghatanothoa, y cada año se sacrificaban doce guerreros y doce doncellas. Estas víctimas eran ofrecidas en los altares del templo de mármol, al pie de la montaña, ya que nadie se atrevía a subir la ladera de basalto del Yaddith-Gho y acercarse a la fortaleza ciclópea de su cresta. Inmenso era el poder de los sacerdotes de Ghatanothoa, porque de ellos dependía la protección de K'naa y de toda la tierra de Mu, contra la aparición petrificadora de la terrible divinidad.

Había en el territorio un centenar de sacerdotes del Dios Oscuro, que se hallaban bajo las órdenes de Imash-Mo, el Sumo Sacerdote, que incluso caminaba delante del Rey Thabou en las fiestas de Nath, y permanecía orgullosamente de pie, mientras el rey se arrodillaba ante el santuario. Cada sacerdote poseía una casa de mármol, un cofre de oro, doscientos esclavos y cien concubinas, a lo que se sumaba una completa inmunidad respecto a la ley civil y un poder absoluto sobre la vida y la muerte de todos los habitantes de K'naa, excepto los sacerdotes del rey. No obstante, a pesar de tales protectores, existía en esta tierra el temor de que Ghatanothoa surgiera de las profundidades y descendiese de la montaña para traer el horror y la petrificación del género humano. En los últimos años, los sacerdotes prohibieron a los hombres aun pensar o imaginar el espantoso aspecto que el dios pudiera tener. Fue el Año de la Luna Roja (von Junzt lo estima entre el siglo 173 y 148 a. de J), cuando un ser humano se atrevió por vez primera a desafiar a Ghatanothoa y la tremenda amenaza que representaba. Este hereje temerario fue T'yog, Sumo Sacerdote de Shub-Niggurath y guardián del templo de cobre de la Cabra de los Mil Hijos. T'yog había meditado mucho sobre los poderes de los diferentes dioses, y había tenido extraños sueños y revelaciones sobre la vida de este mundo y de los mundos anteriores. Al final, convencido de que los dioses favorables al hombre podrían ser llamados a aliarse contra los dioses hostiles, creyó que Shub-Niggurath, Nug y Yeb, así como Yig, el Dios-Serpiente, estarían dispuestos a formar una coalición con el hombre y luchar contra la tiranía de Ghatanothoa. Inspirado por la Diosa Madre, T'yog escribió una fórmula extraña en los caracteres hieráticos de la lengua naacal, con la que creía inmunizar al que la poseyera contra el poder petrificador del Dios Oscuro. Con esta protección -pensó- le sería posible a un hombre intrépido emprender la ascensión de la temible pendiente de basalto y penetrar, por primera vez en los anales de la historia, en la ciclópea fortaleza bajo la cual Ghatanothoa vivía en la muerte. Enfrentándose con el dios, y bajo la protección de Shub-Niggurath y de sus hijos, T'yog creía que podría vencerlo, salvando así al género humano de su latente amenaza. Una vez liberada la humanidad gracias a él, podría exigir honores sin límite. Todos los privilegios de los sacerdotes de Ghatanothoa le serían transferidos forzosamente a él, y aun la dignidad de rey o la del dios estarían al alcance de su mano.

T'yog escribió su fórmula protectora sobre una tira de membrana de pthagon (según von Junzt, epitelio interno del extinguido saurio Yakith), y la guardó en un cilindro hueco de metal lagh, desconocido hoy en toda la tierra, que habían traído los Dioses Arquetípicos desde Yuggoth. Este talismán, oculto entre sus vestiduras, sería una garantía contra Ghatanothoa. Pero, además, tendría la virtud de devolverles la vida a las víctimas petrificadas del Dios Oscuro, caso de que ese ser monstruoso surgiese y comenzase su obra devastadora. De este modo, se propuso subir a la montaña, irrumpir en la ciudadela y desafiarle en su propia madriguera. Era imposible saber lo que pasaría después, pero la esperanza de ser el salvador de la humanidad daba una fuerza irrefrenable a su voluntad. Pero T'yog no había contado con la envidia y el interés de los sacerdotes de Ghatanothoa. No bien acabaron de oír el plan que se proponía, y viendo amenazados el prestigio y los privilegios de que gozaban si era destronado el Dios-Demonio, elevaron clamorosas protestas contra lo que calificaron de sacrilegio, y gritaron que ningún hombre podía vencer a Ghatanothoa, y que cualquier intento de ir en busca suya serviría únicamente para despertar su ira contra toda la humanidad, cosa que ninguna fórmula ni rito podría impedir. Con aquellas voces esperaban predisponer a las turbas contra T'yog. Sin embargo, era tal el anhelo del pueblo por liberarse de Ghatanothoa, y tal su confianza en la habilidad y celo de T'yog, que todas las protestas fueron inútiles. Incluso el rey, que generalmente era un títere de los sacerdotes, se negó a prohibir la atrevida aventura. Fue entonces cuando los sacerdotes de Ghatanothoa hicieron en secreto lo que no habrían podido hacer abiertamente. Una noche, Imash-Mo, el sumo sacerdote, se introdujo clandestinamente en la cámara de T'yog y le sustrajo el cilindro de metal mientras dormía. Sacó en silencio el texto poderoso y colocó en su lugar otro muy parecido, pero totalmente ineficaz contra dioses ni demonios. Una vez restituido el cilindro, Imash-Mo se sintió satisfecho. No era probable que T'yog revisara el manuscrito. Al creerse protegido por el verdadero rollo, el hereje marcharía hacia la montaña prohibida, hasta la Presencia Maligna... Y Ghatanothoa, sin freno de magia alguna, haría lo demás.

Ya no era necesario predicar contra esa aventura. Que siguiese T'yog su camino, que él encontraría su perdición. En secreto, los sacerdotes guardarían siempre el rollo robado -el auténtico, el verdadero talismán- el cual pasaría de un sumo sacerdote a otro, pero si en el futuro se hiciera necesario alguna vez contravenir la voluntad del Dios-Demonio. Y así, Imash-Mo durmió el resto de la noche en una gran paz, con la fórmula auténtica bajo su poder. Al amanecer del Día de las Llamas-Celestes (denominación convencional de von Junzt), T'yog, entre oraciones y cánticos del pueblo, y con la bendición del rey Thabou sobre su frente, comenzó la ascensión de la terrible montaña. Llevaba un bastón de vara de tlath en la mano derecha, y el estuche sepultado entre sus ropajes... No había descubierto la impostura. Ni tampoco descubrió la ironía que ocultaban las oraciones de Imash-Mo y los demás sacerdotes de Ghatanothoa, salmodiadas en pro de su protección y éxito. Aquella mañana el pueblo contempló la diminuta silueta de T'yog, que se esforzaba en ascender por la lejana ladera de basalto. Y aún siguieron mirando después de haberle visto desaparecer tras un reborde peligroso de las rocas. Por la noche, los más imaginativos creyeron percibir un débil temblor convulsivo en la cumbre, aunque nadie quiso tomar en serio esta afirmación. Al día siguiente las muchedumbres no hicieron sino rezar y vigilar la montaña, preguntándose cuánto tardaría T'yog en regresar. Y lo mismo hicieron al otro día, y al otro. Durante varias semanas mantuvieron la esperanza y aguardaron. Después comenzaron a llorarle. Nadie volvió a ver a T'yog, el único que pudo haber salvado a la humanidad de sus terrores. Después de eso, los hombres se estremecían al recordar la presunción de T'yog, y procuraban no pensar en el castigo que había encontrado su impiedad. Y los sacerdotes de Ghatanothoa sonreían ante los que se sentían contrariados por la voluntad del dios o discutían su derecho a los sacrificios. Años más tarde, la astuta jugada de Imash-Mo llegó a conocimiento del pueblo, pero la noticia no hizo cambiar la general convicción de que a Ghatanothoa era mejor dejarle en paz. Nunca más se atrevieron a desafiarle. Y así transcurrieron los siglos: un rey sucedió a otro rey, y un sumo sacerdote sucedió a otro; y surgieron naciones poderosas que se desmoronaron después, y emergieron de las aguas continentes que luego volvieron a sumergirse. Y con el transcurso de milenios sobrevino la decadencia de K'naa. Hasta que un día se desencadenó una tormenta terrible, los cielos se rasgaron, crecieron las olas, montañosas y enormes, y toda la tierra de Mu se sumergió para siempre.

No obstante, miles de años después, comenzaron a surgir algunos focos de secretas creencias inmemoriales. En lejanas tierras se reunieron los supervivientes de rostro gris que habían logrado escapar a la ira de los espíritus acuáticos, y extraños cielos acogieron el humo de los altares levantados en honor de dioses y demonios desaparecidos. Aunque nadie sabía en qué abismo se sumergiera la fortaleza sagrada, aún había quienes ofrecían abominables sacrificios para evitar que el dios emergiera del océano, entre burbujas, y derramara su ser en la tierra, propagando el horror y la petrificación. Alrededor de los dispersos sacerdotes, fue desarrollándose el germen de un culto oscuro y secreto -secreto porque las gentes de las nuevas tierras tenían otros dioses y demonios, y sólo veían perversidad en los anteriores-, y dentro de ese culto se ejecutaban acciones espantosas, y se guardaban objetos extraños. Se decía que determinada línea secreta de sacerdotes conservaba aún el verdadero talismán contra Ghatanothoa, el que Imash-Mo había robado a T'yog mientras dormía, aunque no quedaba nadie que pudiera leer o entender las palabras secretas. Asimismo nadie sabía en qué parte del mundo estuvo situada la perdida tierra de K'naa, cuyo centro fue el terrible pico de Yaddith-Gho, coronado por la fortaleza titánica del Dios-Demonio. Aunque había florecido principalmente en el Pacífico, en alguna región de la tierra de Mu, se decía que ese culto secreto y horrendo de Ghatanothoa había existido igualmente en la Atlántida y en la detestable meseta de Leng. Von Junzt afirmaba que se había practicado, además, en el fabuloso reino subterráneo de K'nyan, y que había penetrado en Egipto, Caldea, Persia, China, en los olvidados imperios semitas de Africa, y en Méjico y Perú, en el Nuevo Mundo. Aportaba una serie de pruebas sobre la íntima relación existente entre dicho culto y el movimiento de brujería que se dio en Europa, contra el cual los papas habían lanzado inútilmente sus anatemas. Con todo, el Occidente nunca fue propicio para su desarrollo. La indignación pública -que se encrespaba ante sus ritos espantosos y sus incalificables sacrificios- había ido podando muchas de sus ramificaciones. Finalmente. se convirtió en un culto clandestino, y nunca pudieron extirparlo por completo. Sobrevivió siempre de una manera o de otra. principalmente en el Lejano Oriente y en las islas del Pacífico, donde sus principios se fundían con la ciencia oculta de los Areoi polinesios.

Von Junzt daba a entender de manera inquietante que había mantenido contacto real con ese culto, de suerte que, al leerlo, me estremecí pensando en lo que se decía de su muerte. Hablaba de la propagación de ciertas ideas relacionadas con la aparición del Dios-Demonio -al que ningún hombre (excepto el malogrado T'yog, que no volvió jamás de su aventura) ha visto-. y ponía de relieve la diferencia entre esa afición a especular y el tabú que vedaba en el antiguo Mu todo intento de imaginar siquiera aquel horror. Aquellos relatos de fascinación y pavor estaban preñados de una curiosidad morbosa por conocer la índole del ser con que T'yog fue a enfrentarse en el edificio prehumano que coronaba la temida montaña, ahora sumergida bajo las aguas. Después, todo había. terminado (¿realmente?). Las insidiosas alusiones del erudito alemán me llenaban de un extraño desasosiego. Las hipótesis que el mismo von Junzt formulaba sobre el paradero del rollo robado, del auténtico, y sobre el empleo que finalmente le habían dado, me producían casi la misma ansiedad. Pese a mi convicción de que todo aquel asunto era puramente imaginario, no podía evitar un estremecimiento al pensar si un día llegara a aparecer el dios monstruoso, y al imaginar el cuadro de una humanidad transformada repentinamente en una raza de estatuas deformes, cada una con su cerebro vivo, condenada a la conciencia inerte e irremediable por un número incalculable de milenios. El viejo sabio de Dusseldorf tenía una ponzoñosa manera de sugerir más de lo que afirmaba expresamente, cosa que me hizo comprender por qué habían perseguido su libro en tantos países, tachándolo de blasfemo, peligroso e impuro. Ciertamente el texto aquel me producía malestar, aunque al mismo tiempo ejercía sobre mí una diabólica fascinación, de suerte que no pude dejarlo hasta haberlo terminado. Las reproducciones de dibujos y de ideogramas de Mu eran maravillosamente parecidas a los trazos del extraño cilindro y a los caracteres del rollo, y todo el libro estaba lleno de detalles que sugerían vagas, alarmantes sospechas de afinidad con muchas cuestiones relativas a la momia: el cilindro y el rollo... su hallazgo en el Pacífico... el testimonio insoslayable del viejo capitán Weatherbee, según el cual, la cripta ciclópea donde fue descubierta la momia había estado enclavada en los cimientos de un inmenso edificio... En cierto modo, me alegraba de que hubiera desaparecido aquella isla volcánica antes de que alguien consiguiera abrir la enorme trampa de su cripta.

IV.
La lectura del Libro Negro vino a ser una preparación fatalmente idónea para lo que comenzó a sucederme después, en la primavera de 1932. No recuerdo cuándo empezaron a llamarme la atención las noticias cada vez más frecuentes sobre la intervención de la policía en la represión de ciertos cultos orientales. Lo cierto es que, por mayo o junio, me di cuenta de que en todo el mundo se registraba un desusado recrudecimiento de las actividades de determinadas asociaciones místicas de carácter clandestino y hermético, que habitualmente llevaban un vida tranquila. Probablemente jamás habría llegado yo a relacionar esas noticias con el texto de von Junzt, o con el frenético entusiasmo del público por la momia y el cilindro del museo, de no ser por ciertas expresiones y analogías -la prensa se encargaba de subrayarlas continuamente- con los ritos y las declaraciones de sus dirigentes. Por decirlo así, no pude menos de advertir con inquietud la frecuencia con. que se repetía un nombre -en distintas formas de corrupción- que parecía constituir el núcleo central del mito y que era invariablemente pronunciado con una mezcla de respeto y terror. Algunas fórmulas textuales lo citaban como G'tanta, Tanotah, Than-Tha, Gatan y Ktan-Tan... Las sugerencias de los numerosos aficionados al ocultismo que me escribían eran innecesarias para hacerme ver en estas variantes un tremendo parentesco con el monstruoso nombre consignado por von Junzt: Ghatanothoa. Había otros aspectos inquietantes, además. Una y otra vez los diarios hacían vagas alusiones a un «rollo auténtico», en torno al cual parecían girar tremendas consecuencias. Se decía que estaba custodiado por un tal «Nagob». Asimismo había una insistente repetición de un nombre que sonaba algo así como Tog, Tiok, Yog, Zob o Yob, que yo, cada vez más excitado, relacionaba involuntariamente con el nombre del desdichado hereje T'yog, como se le llamaba en el Libro Negro. Este nombre solía asociarse a frases enigmáticas tales como «No puede ser más que él», «Contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar». «Ha prolongado la memoria a través de los evos», «El verdadero pergamino lo liberará», «El puede decir dónde se encuentra».

Algo muy raro había, indudablemente, en el ambiente, y no me extrañó que los ocultistas que me escribían y los periódicos sensacionalistas de los domingos comenzaran a relacionar las nuevas y sorprendentes revueltas religiosas con las leyendas de Mu, por una parte, y con la reciente explotación periodística de la momia, por otra. Los extensos artículos de los primeros momentos, sus insistentes comentarios sobre la momia, el cilindro y el rollo, su relación con el Libro Negro y sus fantásticas especulaciones sobre el asunto entero, muy bien podían haber despertado el fanatismo latente de aquellos centenares de grupos clandestinos, que tanto abundan en nuestro complejo mundo. La prensa, por su parte, no cesaba de echar leña al fuego.. Los relatos sobre las revueltas eran aún más atroces que las historias que yo había leído sobre el asunto. Al acercarse el verano los vigilantes del museo observaron un curioso cambio en el público que -después de la calma que sucedió al primer impacto publicitario- comenzaba de nuevo a frecuentar el museo, en una segunda oleada de entusiasmo. Cada vez había más personas de aspecto exótico -asiáticos de piel morena, tipos indescriptibles de pelo largo, individuos de barba negra que parecían no estar acostumbrados a vestir a la europea- que preguntaban invariablemente por la sala de las momias y que, a continuación, eran vistos contemplando el ejemplar del Pacífico con verdadero arrobamiento. Había algo siniestro y latente en esa riada de estrafalarios extranjeros, que tenía a los guardianes impresionados. Yo mismo estaba muy lejos de sentirme tranquilo. No paraba de pensar que las revueltas religiosas se debían precisamente a tipos como aquellos... y que quizá había una relación entre dichas agitaciones y aquellas historias referentes a la momia y el manuscrito. A veces casi me sentía tentado a retirar la momia de la sala, sobre todo cuando me dijo un vigilante que, a una hora en que los grupos de visitantes eran menos numerosos, había visto a varios extranjeros haciendo extrañas reverencias ante ella y susurrando una salmodia que parecía algo así como un canto ritual. Uno de los guardianes empezó a imaginar cosas raras sobre aquel horror petrificado y solitario en su vitrina. Afirmaba que venía observando, de día en día, ciertos cambios sutiles, casi imperceptibles, en la frenética flexión de las manos agarrotadas y en la expresión aterrada del rostro correoso. No podía apartar de sí la idea espeluznante de que aquellos ojos abultados se iban a abrir de repente.

A primeros de septiembre disminuyó la masa de gentes extrañas, y la sala de momias se llegó a encontrar vacía algunas veces. Hubo entonces un intento de apoderarse de la momia cortando el cristal de su vitrina. El delincuente, un atezado polinesio, fue sorprendido a tiempo por un guardián, y detenido antes de que pudiera causar ningún desperfecto. Realizadas las investigaciones pertinentes, el individuo resultó ser un hawaiano, conocido por su participación en determinados cultos secretos, y del cual poseía la policía abundantes antecedentes relacionados con ritos y sacrificios inhumanos. Algunos de los papeles encontrados en su habitación eran de lo más desconcertante, en particular un montón de cuartillas con jeroglíficos asombrosamente parecidos a los del rollo del museo y a las reproducciones del Libro Negro de von Junzt. Pero no se le pudo hacer hablar sobre este asunto. Escasamente una semana después del incidente hubo otro intento de llegar hasta la momia, seguido de un segundo arresto. Esta vez el transgresor había intentado forzar la cerradura de la vitrina. Se trataba de un cingalés que tenía un historial tan largo como el del hawaiano y que, como él, se negó a hacer declaraciones a la policía. Lo curioso de este caso era que poco antes un guardián había sorprendido a nuestro hombre dirigiendo a la momia un canto muy singular, en el que repetía claramente la palabra «T'yog». En vista de todos estos desagradables incidentes redoblé la vigilancia en la sala de las momias, y ordené que, en adelante, no perdieran de vista el famoso ejemplar ni un solo momento. Como es de comprender la prensa sacó partido del asunto. Volvió a repetir sus anteriores comentarios sobre la fabulosa tierra de Mu, y proclamó con osadía que la momia no era sino el temerario hereje T'yog, petrificado por la visión que había sufrido en la antiquísima ciudadela, conservándose en este estado durante 175.000 años de la turbulenta historia de nuestro planeta. Y puso de relieve y repitió hasta la saciedad que los extraños visitantes practicaban los ritos de Mu, y que acudían a venerar la momia... o quizá a intentar devolverla a la vida mediante hechizos y encantamientos.

Los periodistas referían continuamente la vieja leyenda según la cual el cerebro de las víctimas de Ghatanothoa permanecía consciente e intacto. Este tema servía de base para una serie de especulaciones inverosímiles y disparatadas. El asunto del «rollo auténtico» recibió también la debida atención. Según la opinión más generalizada, la fórmula que le fue robada a T'yog se hallaba en alguna parte, y los miembros de la secta que la conservaba estaban tratando de ponerse en contacto con el mismo T'yog, aunque no se sabía con qué fin. Consecuencia de este planteamiento del problema fue la tercera oleada de visitantes que nuevamente empezó a invadir el museo para admirar la momia infernal que servía de eje a todo este extraño e inquietante asunto. Entre las personas que venían al museo -muchas de ellas hacían repetidas visitas- se comentaba cada vez más el cambio levísimo que había experimentado la momia. Me figuro -pese a la poco tranquilizadora observación que nuestro nervioso vigilante había hecho unos meses antes- que el personal del museo estaba excesivamente acostumbrado a ver formas extrañas, para prestar una estrecha atención a los detalles. En cualquier caso, los excitados comentarios de los visitantes hicieron que los vigilantes acabaran por advertir el cambio que, por lo visto, se iba produciendo. Casi al mismo tiempo la prensa volvió a coger el tema... con los escandalosos resultados que eran de esperar. Naturalmente presté al caso una mayor atención, y, a mediados de octubre, me di cuenta de que se había iniciado en la momia un proceso de desintegración. Debido a algún factor químico o físico del ambiente, las fibras, mitad piedra y mitad cuero, parecían relajarse gradualmente, originando una modificación en la postura de los miembros y la expresión facial de terror. Después de cincuenta años de perfecta conservación este proceso resultaba extraordinariamente desconcertante, y varias veces le pedí al doctor Moore, taxidermista del museo, que pasase a ver el ejemplar aquel. Moore comprobó que sufría una relajación y un reblandecimiento generales, y le administró un baño astringente por medio de pulverizaciones, sin atreverse a intentar nada más por miedo a que sobreviniese una precipitada descomposición.

El efecto que produjo todo esto en las multitudes fue asombroso. Hasta entonces cada noticia publicada por prensa había atraído una marca de visitantes que venían a mirar y a murmurar en voz baja. Ahora, en cambio, aunque los periódicos hablaban sin cesar de los cambios sufridos por la momia, el público acusaba una sensación de temor que refrenaba su morbosa curiosidad. La gente parecía notar el aura que se cernía sobre el museo. En una palabra, el número de visitantes decreció notablemente, lo que puso de manifiesto que la afluencia de estrafalarios extranjeros seguía siendo la misma. El dieciocho de noviembre, un peruano de sangre india sufrió un extraño ataque de histerismo delante de la momia. Más tarde, gritaba en el hospital: «¡Ha intentado abrir los ojos! ... ¡T'yog ha tratado de abrir los ojos para mirarme!» Por ese tiempo estaba yo decidido a ordenar que retirasen de la sala el siniestro ejemplar, pero quería esperar hasta la próxima reunión de nuestros directores. Me daba cuenta de que el museo comenzaba a gozar de una lamentable reputación en el tranquilo vecindario. Después de este último incidente di instrucciones para que no se le permitiera a nadie detenerse más de unos pocos minutos ante la monstruosa reliquia del Pacífico. El veinticuatro de noviembre, después de cerrarse el museo, uno de los vigilantes observó una pequeñísima ranura abierta en los ojos de la momia. El fenómeno era muy ligero. Tan sólo se había hecho visible una finísima línea de córnea en cada ojo. Con todo, el fenómeno era de suma importancia. El doctor Moore, mandado llamar inmediatamente, estaba a punto de examinar la parte visible del globo del ojo con una lente de aumento, cuando al tocar los párpados de la momia se cerraron fuertemente otra vez. Todos los intentos de abrirlos -sin forzarlos demasiado- fueron en vano. El taxidermista no se atrevió a aplicar otros procedimientos. Me llamó por teléfono inmediatamente después. Cuando me lo contó sentí que me invadía un terror difícil de definir. Por un momento pude compartir la impresión popular de que algo perverso, sin forma, brotaba de insondables profundidades de tiempo y espacio y se cernía sobre el museo como una amenaza. Dos noches más tarde un filipino mal encarado intentó esconderse en el museo a la hora de cerrar. Detenido y llevado a la comisaría, se negó a dar su nombre, quedando arrestado como persona sospechosa. Entretanto la estrecha vigilancia a la que era sometida la momia pareció disuadir a estos singulares extranjeros de proseguir su continuo acecho. Al menos disminuyó sensiblemente el número de aquellas gentes, cuando pusimos en vigor la orden de no detenerse ante ella.

Durante las primeras horas de la madrugada del jueves, 1 de diciembre, sobrevino el desenlace. A eso de la una se oyeron unos espantosos alaridos de terror y de agonía que salían del museo. Las frenéticas llamadas telefónicas de los vecinos hicieron que se presentara rápidamente una patrulla de policía en el lugar, al mismo tiempo que varios funcionarios del museo, incluido yo mismo. Algunos agentes rodearon el edificio, en tanto que los demás, junto con el personal del museo, entramos cautelosamente. En el corredor principal encontramos al vigilante nocturno estrangulado -tenía aún la cuerda de cáñamo anudada en la garganta- y comprobamos que, a pesar de todas las precauciones, alguno de aquellos criminales había logrado entrar en el edificio. Un silencio sepulcral lo envolvía todo. Casi teníamos miedo de subir a la sala fatal, donde sabíamos que íbamos a descubrir la explicación de aquella tragedia. Encendimos las luces del edificio desde las llaves centrales del corredor y nos sentimos algo más tranquilos. Finalmente subimos con cautela por la escalera circular y cruzamos el suntuoso umbral de la sala de las momias.

V.
A partir de ese momento, las noticias que se publicaron sobre este caso han sido sometidas a censura. Todos coincidimos en que no era aconsejable dar a conocer al público la amenaza que implican para la Tierra estos hechos. He dicho ya que encendimos las luces de todo el edificio antes de subir. Bajo los focos que iluminaban las vitrinas con sus tremendos contenidos presenciamos un horror cuyos pormenores sugerían acontecimientos absolutamente ajenos a nuestra capacidad de comprensión. Había dos intrusos -después habíamos de comprobar que se ocultaron en el edificio antes de la hora de cerrar-, dos intrusos que no serían castigados jamás por el asesinato del vigilante, porque habían pagado ya su crimen. Uno era birmano, y el otro, un nativo de las islas Fidji. Ambos eran conocidos de la policía por sus repugnantes actividades en relación con determinado culto. Estaban muertos los dos, y cuanto más los examinábamos, más horrible nos parecía aquella forma de morir. En los dos rostros se veía pintada la más frenética e inhumana expresión de horror. Con todo, entre el estado de ambos cuerpos había dIferencias significativas. El birmano se había desplomado muy cerca de la vitrina de la momia, en cuyo cristal había cortado limpiamente un rectángulo. En su mano derecha sostenía un rollo de pergamino azulado, lleno de jeroglíficos grisáceos: era casi un duplicado del rollo que se guardaba abajo en la biblioteca. Más tarde, después de un examen detenido, llegué a descubrir ligeras diferencias entre los dos textos. No había señales de violencia en el cuerpo, de modo que, a juzgar por la expresión agónica, desesperada, de su rostro contraído, sacamos en conclusión que aquel hombre había muerto a consecuencia de una impresión irresistible de terror.

Pero fue el cuerpo del nativo de Fidji, que estaba allí cerca, lo que más nos impresionó. Uno de los policías fue el primero en verlo, y profirió un grito que debió de alarmar a la vecindad una vez más en aquella noche de espanto. Al ver las facciones contraídas y grisáceas de la víctima -cuyo rostro había sido negro- y la mano que apretaba todavía la linterna, podíamos habernos figurado que había sucedido algo horrible. Pero lo que descubrió el oficial nos cogió desprevenidos. Incluso ahora lo recuerdo con una repugnancia sin límites. En suma, el desdichado, que poco antes habría podido considerarse como un fornido tipo melanesio, era ahora una figura rígida, de color gris ceniza, petrificada... una mezcla de roca y tejido fibroso, idéntica en todos los aspectos a aquella cosa abominable, acurrucada, antiquísima, que se guardaba en la vitrina que acababan de violar.
Y no era eso lo peor. Superando los demás horrores, y acaparando nuestra atención antes de volvernos hacia los cuerpos tendidos en el suelo, vimos el estado de la espantosa momia. Ya no podía decirse que sus cambios fueran imperceptibles. De manera clara y evidente había variado de postura. Se había doblado y hundido a consecuencia de una extraña pérdida de rigidez. Sus manos agarrotadas habían descendido de suerte que ni siquiera tapaban parcialmente el contraído rostro, y - ¡que Dios nos asista! - sus infernales ojos abultados se habían abierto por completo y parecían mirar directamente a los dos intrusos que habían muerto de espanto tal vez.
Aquella mirada lívida, de pez muerto, era terriblemente fascinadora. Me pareció como si nos vigilara durante todo el tiempo que estuvimos examinando los cuerpos de los intrusos. El efecto que producía en nuestros nervios era verdaderamente asombroso porque, en cierto modo, nos hacía experimentar la curiosa sensación de que nos invadía una rigidez interior que hacía más penosa la ejecución del más simple movimiento, rigidez que más tarde desapareció sorprendentemente al pasarnos de uno a otro el rollo de los jeroglíficos para inspeccionarlo. A cada momento me sentía irresistiblemente inclinado a mirar aquellos ojos saltones. Cuando volví a examinarlos, después de haber reconocido los cuerpos, me pareció percibir algo muy singular sobre la superficie vidriosa de aquellas negras pupilas, maravillosamente conservadas. Cuanto más las miraba, más fascinado me sentía. Por último, bajé a la oficina -pese al extraño acartonamiento de mis miembros-, subí un amplificador muy potente y me puse a examinar con detenimiento aquellas pupilas de pez, mientras los demás se agrupaban a mi alrededor, esperando el resultado.

Yo siempre he sido escéptico respecto a la teoría de que pueden quedar grabados en la retina escenas y objetos, en caso de muerte o de coma. Sin embargo, tan pronto como me asomé al aparato, percibí como la imagen de una habitación, distinta por completo a aquella en que estábamos, reflejada en esos ojos vidriosos y remotos. En efecto, en el fondo de la retina había una escena oscuramente perfilada, que indudablemente era reflejo de lo último que aquellos ojos habían visto en vida... hacía millones de años quizá. Los contornos de la imagen parecían haberse desdibujado, de modo que empecé a manipular el amplificador con el fin de añadirle otra lente. El caso es que dicha imagen tenía que haber sido muy clara, aun en su infinita pequeñez, cuando -por efecto de algún diabólico sortilegio o manipulación ejecutada por los visitantes- éstos la contemplaron antes de morir. Con la lente adicional conseguí descubrir muchos detalles invisibles al principio. El atemorizado grupo que me rodeaba estaba pendiente del aluvión de palabras con que intentaba yo referir lo que veía. Porque lo cierto es que, en este año de 1932, yo, un ciudadano de Boston, estaba contemplando una escena perteneciente a un mundo desconocido y absolutamente extraño, a un mundo desaparecido de la vida y de la memoria de los tiempos. Vi un enorme recinto -una cámara de ciclópea sillería- como si se hallase en una de sus esquinas. En los muros había unos relieves tan horribles que, aun en esta imagen imperfecta, me produjeron náuseas por su bestialidad y perversión. Era imposible que fuesen seres humanos los que habían esculpido aquello: imposible, también, que conocieran las formas humanas cuando labraron aquellos motivos espantosos que subyugaban al que los contemplaba. En el centro de la cámara había una descomunal trampa de piedra, levantada para dejar paso a algo que surgía de las profundidades. Aquel ser que brotaba del mundo inferior debió de haber sido claramente visible antes. En realidad, tuvo que serlo cuando los ojos de la momia se abrieron por vez primera ante los intrusos sorprendidos por el terror. Pero bajo mis lentes sólo se distinguía una mancha monstruosa.

Así, pues, estaba examinando el ojo derecho, cuando introduje en el aparato una lente de mayor aumento. Después habría preferido que mi exploración hubiera terminado allí. Pero a la sazón me dominaba el ardor del descubrimiento, de modo que trasladé las lentes al ojo izquierdo de la momia con la esperanza de hallar menos borrosa la imagen de esa retina. Mis manos, temblando de excitación, acartonadas por algún influjo misterioso, manejaban con lentitud el amplificador. Un momento después pude comprobar que, efectivamente, la imagen era menos borrosa que en el otro ojo. Y entonces vi con relativa claridad la insoportable pesadilla que brotaba por la trampa de la cripta ciclópea, en aquel mundo primordial y olvidado... y caí al suelo profiriendo alaridos inarticulados. Cuando me recobré no se veía ya ninguna imagen clara en ninguno de los dos ojos de la momia. Fue el sargento Keefe, el que miró con mis cristales; yo no me sentía con ánimo para acercarme otra vez al rostro de aquella cosa abominable. Daba gracias a todos los poderes del cosmos por no haber mirado antes. Me hizo falta todo el valor -y que me lo pidieran con insistencia- para decidirme a contar lo que había visto en aquellos momentos de espantosa revelación. En verdad, no pude hablar hasta que nos trasladamos al despacho, lejos de aquella monstruosidad que no debía existir. Por entonces ya había empezado yo a concebir los más terribles presentimientos sobre la momia y sus ojos abultados: me daba la impresión de que la momia tenía una especie de conciencia infernal, mediante la que percibía todo lo que ocurría ante ella, y que trataba en vano de comunicar algún espantoso mensaje desde los abismos del tiempo. Aquello era la locura... Consideré que, al menos, sería mejor estar lejos, si tenía que contar lo que había vislumbrado.

Después de todo, no era mucho lo que tenía que decir. Emergiendo, manando viscosamente de la trampa abierta de aquella cripta gigantesca, había visto una masa monstruosa, increíble, elefantina, del poder fulminador de cuya mirada no se me ocurría dudar. No me siento capaz de describirlo con palabras. Podría decir que era gigantesco, que estaba provisto de tentáculos, de probóscide, que se asemejaba a un pulpo, que era casi amorfo, y deforme, mitad cubierto de escamas y mitad rugoso... Ni de manera aproximada podría reflejar el nauseabundo, el abominable horror extragaláctico y la odiosa e indecible perversidad de aquel ser híbrido de caos y tiniebla. Mientras escribo estas palabras la asociación de ideas me hace volver a sentir debilidad y náuseas. Mientras les contaba en el despacho lo que había visto tuve que esforzarme por no volver a desmayarme. No estaban menos impresionados los que me escuchaban. Cuando terminé, nadie se atrevió a decir una palabra durante más de un cuarto de hora... Luego hubo comentarios de voz baja, alusiones furtivas a la ciencia espantosa del Libro Negro, a las recientes agitaciones de orden religioso y a los siniestros acontecimientos del museo. Se habló de Ghatanothoa, cuya imagen, por pequeña que fuese, podía petrificar ; de T'yog, del falso pergamino, del héroe que nunca había regresado, del verdadero rollo que podía anular total o parcialmente la petrificación... ¿Había sobrevivido hasta nuestros días?.. Se recordaron los cultos horribles y las frases captadas al azar: «No puede ser nadie más que él», «contempló su rostro», «lo sabe todo, y no puede ver ni tocar», «ha prolongado la memoria a través de los evos», «el verdadero pergamino lo liberará», «él puede decir dónde se encuentra».

Solamente cuando apuntaba la primera luz del alba recobramos nuestro sentido común. Un sentido común que dio por asunto concluido lo que yo había vislumbrado... No había que volver más sobre esta cuestión. Dimos a la prensa algunos datos parciales, y más adelante cooperamos con ella para censurar aun estos relatos incompletos. Por ejemplo, cuando la autopsia descubrió que tanto el cerebro como los demás órganos internos del individuo de las islas Fidji, petrificado, se conservaban en todo su frescor orgánico, aunque herméticamente cerrados por la petrificación de los tejidos exteriores -anomalía en torno a la cual los médicos siguen discutiendo aún-, lo mantuvimos en secreto por temor a provocar una nueva oleada pública de terror. Sabíamos demasiado bien -porque de las víctimas de Ghatanothoa se decía que conservaban intacto el cerebro y la conciencia- el partido que los periódicos sensacionalistas sabrían sacar de este incidente.

Tan sólo se dijo al público que el hombre que había llevado el rollo de los jeroglíficos -el que lo había intentado depositar sobre la momia por la abertura practicada en la vitrina- no estaba petrificado, en tanto que el que no lo había llevado, sí. Se nos pidió que realizásemos determinados experimentos -aplicar los dos pergaminos al cuerpo petrificado del de Fidji y a la misma momia-, pero nosotros nos negamos rotundamente a apoyar semejantes teorías supersticiosas. Como es natural, la momia fue retirada de la sala y trasladada al laboratorio del museo, en espera de un examen realmente científico, en presencia de alguna autoridad médica competente. Recordando los acontecimientos anteriores, mantuvimos una estrecha vigilancia. A pesar de eso hubo otro intento de entrar en el museo: el cinco de diciembre, a las dos veinticinco de la madrugada. El aparato de alarma funcionó inmediatamente, y el intento quedó frustrado, aunque por desgracia, el criminal (o los criminales) logró escapar.

Me siento profundamente agradecido de que no haya llegado hasta el público ninguna otra alusión al caso. También desearía fervientemente que no hubiese nada más que decir. Algo trascenderá, sin embargo. Es natural. Y si me ocurriese algo, no sé que es lo que mis albaceas harán con este manuscrito. En todo caso, si llegara a publicarse, el asunto ya no estará dolorosamente reciente en la memoria de todos. Me cabe la esperanza, además, de que nadie crea en los hechos si son finalmente revelados. Eso es lo curioso del público. Cuando la prensa sensacionalista lanza algún infundio, está dispuesto a tragarse lo que sea, pero cuando se lleva a cabo una revelación sorprendente y fuera de lo común, la apartan con una sonrisa, como si fuese pura invención. Para bien de la salud mental de las personas, tal vez sea mejor así.

He dicho que habíamos proyectado un examen científico de la momia. Esto sucedió el ocho de diciembre, exactamente una semana después de la horrible culminación de los acontecimientos, y fue dirigida por el eminente doctor William Minot, en colaboración con Wentworth Moore, doctor en Ciencias Naturales y taxidermista del museo. El doctor Minot había presenciado la autopsia del petrificado nativo de Fidji, la semana antes. También estuvieron presentes los señores Lawrence Cabot y Dudley Saltonstall, administradores del museo, los doctores Mason, Wells y Carver, del servicio técnico del museo, dos representantes de la prensa y yo. Durante el transcurso de la semana, el estado del horrible ejemplar no había cambiado visiblemente, aparte cierta relajación de las fibras que daban a la posición de los ojos abiertos una ligera variación de cuando en cuando. A todos nos causaba temor mirarla de frente, pues la impresión de que vigilaba consciente y en silencio se había hecho intolerable. Por mi parte, tuve que hacer un gran esfuerzo para asistir a la autopsia.

El doctor Minot llegó poco después de la una de la tarde, y a los pocos minutos comenzó su reconocimiento de la momia. Al manipular en ella comenzó a desintegrarse rápidamente, en vista de lo cual -y teniendo en cuenta lo que se le había dicho sobre el gradual reblandecimiento de los tejidos a partir del primero de octubre-, decidió que debía hacerse una disección completa antes de que fuera tarde. Preparado, pues, el instrumental necesario que teníamos en el equipo de laboratorio, se empezó inmediatamente la autopsia. La singularidad de aquel tejido grisáceo y momificado le dejó perplejo. Pero su sorpresa fue mucho mayor cuando hizo la primera incisión profunda. Del corte aquel comenzó a gotear lentamente un líquido espeso y rojo, cuya naturaleza -pese al incalculable número de siglos que separaban a aquella momia de nuestro presente- era absolutamente inequívoca. Unos pocos cortes más, ejecutados con habilidad, dejaron al descubierto diversos órganos en un grado asombroso de conservación... En efecto, todo estaba intacto, excepto en algunos puntos donde la petrificación había penetrado, originando daños o deformaciones. El estado de la momia era tan semejante al del cuerpo del isleño de Fidji, que el eminente médico se quedó estupefacto. La perfección de aquellos ojos terribles y saltones era pavorosa, y su grado de petrificación, muy difícil de determinar.

A las tres y treinta de la tarde abrieron el cráneo... y diez minutos más tarde, nuestro grupo, horrorizado, juraba mantener en secreto el resultado de la autopsia, que sólo documentos custodiados, como este manuscrito, pueden llegar a revelar un día. Incluso los dos periodistas prometieron guardar idéntico silencio. Porque la trepanación acababa de dejar al descubierto un cerebro vivo y palpitante.



H.P. Lovecraft y Hazel Heald 

Horror en el museo de H.P. Lovecraft y Hazel Heald

Horror en el museo (The horror in the museum) es un relato de terror del escritor norteamericano H.P. Lovecraft, escrito en colaboración con Hazel Heald en octubre de 1932 y publicado en la revista Weird Tales en la edicion de julio de 1933.

Horror en el Museo reúne doce relatos de Lovecraft y sus colaboradores más inmediatos. Relatos dominados siempre por un ambiente sofisticadamente macabro y una atmósfera malsana que es la marca de fábrica del escritor. Es la culminación de una línea magisterial dentro de la fantasía alucinante y de la plasmación del sentimiento del horror.


The horror in the museum, H.P. Lovecraft y Hazel Heald.

Fue una desganada curiosidad lo que llevó en un principio a Stephen Jones al Museo de Rogers. Alguien le había comentado algo acerca del extraño establecimiento subterráneo de la calle Southwark, cruzando el río, donde había estatuas de cera mucho más horribles que las peores efigies expuestas en el museo de Madame Tussaud, y se había acercado allí uh día de abril para ver cuánta decepción podía causarle. Extrañamente, no fue así. Había algo diferente y peculiar allí, después de todo. Por supuesto, no faltaban los truculentos tópicos: Landrú, el doctor Crippen, Madame Demers, Rizzio, Lady jane Grey, interminables víctimas mutiladas de la guerra y la revolución, y monstruos del tipo de Gilles de Rais y el Marqués de Sade; pero también había otros seres que aceleraron su respiración y le hicieron quedarse hasta que sonó la campanilla de cierre. El hombre que había diseñado tal colección no podía ser un vulgar saltimbanqui. Había imaginación, incluso genio enfermizo, en algunos de sus trabajos. Más tarde, había indagado acerca de George Rogers. El hombre había estado en el equipo del Tussaud, pero algún problema había hecho que lo abandonara. Se comentaban maledicencias acerca de su estado mental y chismes sobre su enloquecida forma de trabajar en secreto, aunque, posteriormente, la prosperidad de su propio museo subterráneo había embotado el filo de algunas críticas, al tiempo que afilado las insidiosas puntas de otras. La teratología e iconografía de pesadilla eran sus pasiones, e incluso él había tenido el tacto de emplazar algunas de sus peores efigies en una sala especial reservada a los adultos. Ésa era la estancia que tanto fascinara a Jones. Había bastardas entidades híbridas que sólo la fantasía podía incubar, modeladas con diabólica pericia y coloreadas con una horrible semejanza de vida.

Algunas eran las figuras de los mitos habituales: gorgonas, quimeras, dragones, cíclopes y todos sus tenebrosos congéneres. Otras estaban extraídas de ciclos de soterradas leyendas más oscuras y que se mencionaban en un tono más furtivo; el negro e informe Tsathoggua, el multitentaculado Cthulhu, el proboscídeo Chaugnar Faugn y otras blasfemias insinuadas en prohibidos libros, tales como el Necronomicón, el Libro de Eibon, o los Unaussprechlicben Kulten de Von Junzt. Pero lo peor de todo eran aquellos seres: completamente nuevos para Rogers, y mostrando figuras que ningún relato de la antigüedad osó jamás siquiera insinuar. Algunas eran odiosas parodias de formas de vida orgánicas conocidas mientras que otras parecían extraídas de febriles sueños sobre otros planetas o galaxias. Las extrañas pinturas de Clark Asthon Smith podrían sugerir algo de eso... pero nada podía insinuar el efecto de punzante, espantoso terror provocado por el gran tamaño y el trabajo diabólicamente hábil, así como las infernales e ingeniosas condiciones de luz bajo las que se exhibían. Stephen Jones, como ocioso degustador de la extravagancia en el arte, había visitado al propio Rogers en su sombría oficina o taller, más allá de la estancia abovedada del museo... una cripta que causaba espanto a la vista, alumbrada débilmente por polvorientas ventanas emplazadas cómo troneras horizontales en la pared de ladrillo, al nivel de los antiguos adoquines de un patio interior. Era allí donde se restauraban las imágenes... allí, también, era donde se elaboraban. Brazos, piernas, cabezas y torsos de cera yacían en grotesca mescolanza sobre varios bancos de trabajo, mientras que en altas estanterías se entremezclaban indiscriminadarnente pelucas enmarañadas, dientes de aspecto hambriento y ojos de cristal de mirada fija. Vestidos de todas clases pendían de ganchos y, en una estancia, había grandes pilas de cera color carne, así como estantes colmados con botes de pintura y pinceles de todos tipos. En el centro de la habitación había un gran horno usado para preparar la cera para su moldeado, con el hogar cubierto por un inmenso recipiente de hierro con bisagras, con un caño que permitía verter la cera fundida mediante el simple toque de un dedo.

Otras cosas en la deprimente cripta eran menos descriptibles: solitarias partes de problemáticas entidades cuyas formas completas eran los fantasmas del delirio. En otro extremo había una puerta de pesadas planchas de madera asegurada con un candado insólitamente grande y un símbolo muy curioso pintado en su superficie. Jones, que había tenido acceso, en cierta ocasión, al temible Necronomicón, se estremeció involuntariamente al reconocerlo. Este empresario, reflexionó, debía ser sin duda una persona de erudición desconcertantemente amplia en campos oscuros y dudosos. Tampoco le defraudó la conversación de Rogers. El hombre era alto, delgado y bastante desaliñado, con grandes ojos negros que relumbraban en un semblante pálido y habitualmente cubierto por una barba de varios días. No le molestó la intrusión de Jones, antes al contrario, pareció dar la bienvenida a la oportunidad de desahogarse con alguien interesado. Su voz era singularmente profunda y resonante, y albergaba una especie de refrenada intensidad que bordeaba lo febril. Jones no se asombró de que muchos le consideraran un demente. Mediante sucesivas preguntas — y las que en semanas sucesivas se convertirían en algo parecido a un hábito-, Jones había encontrado a Rogers progresivamente comunicativo y abierto. Desde el principio, hubo indicios de extrañas creencias y prácticas por parte del empresario, y, más tarde, tales insinuaciones se convirtieron en relatos abiertos cuya extravagancia —a pesar de una pocas fotografías de prueba— era casi cómica; Fue un día de junio, una noche que Jones había llevado una botella de buen whisky, cuando replicó a su anfitrión algo libremente que los relatos resultaban verdaderamente demenciales. Previamente, hubo salvajes narraciones sobre misteriosos viajes al Tíbet, al interior de África, al desierto de Arabia, al valle del Amazonas, Alaska y algunas islas poco conocidas del Pacífico Sur, además de jactancias de haber leído algunos libros monstruosos y casi míticos, tales como los prehistóricos fragmentos Pnakóticos y los cánticos del Dhol, atribuidos a la maligna e inhumana Leng; pero nada de todo esto había sido tan inconfundiblemente demencial como lo que había salido a relucir aquella tarde de junio bajo el influjo del whisky. Para ser sinceros, Rogers comenzó haciendo vagos alardes de haber descubierto ciertos seres en la naturaleza que nadie encontrara antes y haber vuelto con pruebas tangibles de tales descubrimientos. Según su perorata etílica, había llegado más lejos que nadie en la interpretación de los oscuros y primordiales libros que estudiara, siendo encaminado por ellos a algunos remotos lugares donde se ocultaban extraños supervivientes... supervivientes de eones y ciclos vitales anteriores a la humanidad, en algunos casos conectados con otras dimensiones y mundos; una comunicación que era frecuente en los olvidados días prehumanos. Jones se maravilló de las fantasías que tales ideas podían conjurar y se preguntó también cuál sería el historial mental de Rogers. Habría sido su trabajo entre los enfermizos espantajos del Madame Tussaud el inicio de tales vuelos de la imaginación o, por el contrario, era una tendencia innata, y la elección de su trabajo era simplemente una de sus manifestaciones? De cualquier forma, el trabajo del hombre estaba estrechamente ligado a sus ideas. Hasta entonces, no había confundido la tendencia? de sus sombrías insinuaciones con las monstruosidades de pesadilla de la velada sala de sólo adultos. Descuidando el ridículo, intentaba insinuar que no todo en aquellas anormalidades demoníacas era artificial.

Fue el abierto excepticismo y diversión de Jones ante tales pretensiones irresponsables lo que cortaron la creciente cordialidad. Rogers, evidentemente, se tornaba todo aquello muy en serio; de ahí en adelante, se tomó parco de palabras y resentido, tolerando a Jones sólo gracias a una tenaz ansiedad de romper su muro de educada y complaciente incredulidad. Continuaron los cuentos estrafalarios y las sugerencias sobre ritos y sacrificios a los indescriptibles dioses primordiales, y, a cada momento, Rogers podía guiar a su invitado a una de las odiosas blasfemias de la sala vedada y mostrar las facciones difíciles de compaginar con incluso la más delicada artesanía. Jones continuaba sus visitas impelido por una fascinación, aunque era consciente de haber perdido la estima de su anfitrión. A veces intentaba congeniar con Rogers mediante fingidos asentimientos a sus locas insinuaciones o afirmaciones, pero el enjuto empresario rara vez resultaba engañado por tales tácticas. La tensión culminó en septiembre. Jones se había dejado caer casualmente en el museo una tarde y deambulaba por los penumbrosos corredores, cuyos horrores le eran ahora tan familiares, cuando escucho un sonido muy curioso proveniente de la dirección del taller de Rogers. Otros lo escucharon también y se sobresaltaron nerviosamente mientras los ecos retumbaban por el gran sótano abovedado. Los tres empleados cambiaron extrañas miradas, y uno de ellos, un oscuro y taciturno sujeto de aspecto extranjero que siempre oficiaba como encargado de Rogers, sonrió de una forma que pareció confundir a sus colegas y que hirió violentamente la sensibilidad de Jones. Era el aullido o el grito de un perro, y era un sonido lanzado bajo un espanto supremo entremezclado con agonía. Su frenesí desnudo y angustiado era espantoso de escuchar y, en aquel establecimiento de grotesca anormalidad, resultaba doblemente odioso. Jones recordó que no se admitían perros en el museo. Estaba a punto de ir hasta la puerta que llevaba al taller; cuando el oscuro empleado le detuvo con palabras y gestos. Mr. Rogers, dijo el hombre, con una suave y ligeramente acentuada voz, al tiempo apologética y vagamente sardónica, estaba fuera y había órdenes tajantes de no admitir a nadie en el taller en su ausencia. Respecto a aquel aullido, sin duda procedía del patio adjunto al museo. La vecindad estaba llena de chuchos extraviados, y sus peleas a veces eran impresionantemente ruidosas. No había perros en ningún lugar del museo. Pero si Mr. Jones deseaba ver a Mr. Rogers, podría encontrarle justo antes del cierre.

Tras aquello, Jones subió los viejos peldaños de piedra hacia la calle y examinó el mísero vecindario con curiosidad. Los pobres y decrépitos edificios — antiguamente moradas y ahora, en su mayoría, tiendas y almacenes- eran realmente vetustos. Algunos de ellos tenían techos a dos aguas que parecían devolver a los tiempos de los Tudor, y un débil hedor miasmático pendía sobre toda la zona. Junto a la sucia construcción cuyos sótanos albergaban el museo, había un bajo soportal que daba paso a un oscuro callejón empedrado, y Jones sintió un vago deseo de encontrar el patio tras el taller y tranquilizar a su mente respecto del asunto del perro. El patio estaba en penumbra bajo la tardía luz del ocaso, cercado por paredes traseras, aún más feas e intangiblemente amenazadoras que las destartaladas fachadas de las malignas y antiguas casas: No había ningún perro a la vista, y Jones se preguntó cómo podrían las consecuencias de aquel frenético alboroto desvanecerse tan rápido. A pesar de la afirmación del encargado sobre que no había ningún perro en el museo, Jones escrutó nerviosamente los tres ventanucos del taller del sótano: angostos rectángulos horizontales; cercanos al pavimento lleno de hierbas, con hoscos cristales que parecían tan repulsivos e indiferentes como los ojos de un pez muerto. A su izquierda, un gastado tramo de escalones guiaban a una gruesa y pesadamente aherrojada puerta. Algún impulso le llevó a agacharse sobre los húmedos adoquines resquebrajados y escudriñar, esperando que las gruesas cortinas verde, movidas mediante largas cuerdas que pendían de un nivel asequible, estuvieran bajadas. La superficie exterior estaba enturbiada por la suciedad, pero mientras las frotaba con su pañuelo vio que no había cortinas entorpeciendo la visión.

Tan oscuro estaba el interior del sótano que no había mucho que ver, pero el grotesco instrumental de trabajo amenazaba espectralmente a cada momento a Jones, según iba probando cada ventana. Al principio parecía evidente que no había nadie en el interior, pero cuando observó por la ventana de la derecha -la más cercana al corredor de entrada—, vio un resplandor en el extremo más alejado de la estancia que le hizo detenerse perplejo. No había ninguna razón para la presencia de esa luz. Era una zona interior de la estancia y no podía recordar luces de gas o eléctricas en ese lugar. Otra mirada delimitó el resplandor a un amplió rectángulo vertical, y un pensamiento brotó en su cabeza. En esa dirección, siempre se había percatado de la pesada puerta de planchas con el candado anormalmente grande; la puerta que nunca estaba abierta y sobre la que estaba crudamente trazado el odioso y críptico símbolo proveniente de los fragmentarios anales de prohibidas magias primordiales. Debía estar abierta en aquel instante, y había una luz en su interior. Todas sus primeras especulaciones acerca de dónde guiaría aquella puerta, y lo que habría tras ella, se renovaron entonces con multiplicada e inquietante fuerza. Jones deambuló sin objetivo alrededor del deprimente vecindario hasta el cierre, a las seis en punto, momento en que volvió al museo para interrogar a Rogers. Apenas podía decirse por qué deseaba tan fervientemente ver en aquél momento al hombre, pero debía tener algunos recelos inconscientes sobre aquel terrible y no ubicado grito canino de la tarde, así como sobre el resplandor en aquel inquietante, y habitualmente cerrado, portón de pesado candado. Los empleados se habían ido cuando llegó, y pensó que Orabona —el cetrino encargado de aspecto extranjero— le había mirado con algo parecido a una diversión astuta y soterrada. No le gustaba aquella mirada, aun cuando le había visto dirigírsela a su patrón multitud de veces. La abovedada sala de exhibición resultaba fantasmal al estar desierta, pero él la cruzó rápidamente y golpeó en la puerta de la oficina y taller. La respuesta se demoró, aunque hubo pasos en el interior. Finalmente, respondiendo a una segunda llamada, el cerrojo chasqueó, y la antigua puerta de seis paneles crujió abriéndose renuentemente, revelando la figura desganada y de ojos febriles de George Rogers. Desde el principio, resultó evidente que el empresario estaba de un insólito humor. Una peculiar mezcla de reluctancia y a la vez alegría al recibirle, y, en un instante, su charla sé desvió hacia extravagancias de la clase más espantosa e increíble.

Supervivientes dioses primordiales... sacrificios indescriptibles... la pretensión de realidad sobre algunos de los horrores de la sala... todos los alardes habituales, aunque completados con unas peculiares confidencias en aumento. Obviamente, reflexionó Jones, la locura del pobre diablo se estaba imponiendo. A veces, Rogers lanzaba miradas furtivas a la pesada puerta interior cerrada con candado, del extremo de la habitación, o hacia una pieza de tosca arpillera depositada en el suelo; no lejos de - él, bajo la que parecía yacer algún objeto. Jones fue poniéndose más nervioso según transcurría el tiempo, y comenzó a tener dudas sobre la conveniencia de mencionar los extraños sucesos de la tarde, tal como primeramente había querido ansiosamente hacer. La voz de bajo, sepulcralmente resonante, de Rogers casi se rompió bajo la excitación de su febril farfullo.

—¿Recuerdas —espetó— lo que te dije sobre esa ciudad en minas de Indochina donde vivían los Tcho-Tcho? Tuviste que admitir que había estado cuando viste las fotografías, aun pensando que yo hice de cera a aquel nadador ovalado de la oscuridad. Si los hubieras Visto contorsionarse en las piscinas subterráneas como yo... Bueno, esto es aún mayor. Nunca te hablé de ello, porque quería rematarla antes de hacer ninguna pretensión. Cuando veas la instantánea, sabrás que la geografía no puede haber sido falsificada, e imagino que tengo otra forma de probar que Eso no es ninguno de mis productos de cera. Nunca la has visto porque los experimentos no me permitían ponerla en exhibición.

El empresario miró de forma extraña hacia la puerta cerrada con el candado.
—Todo procede de ese gran ritual del octavo fragmento Pnakótico. Existieron seres en el norte; antes de la tierra de Lomar —previos a la existencia de la humanidad-, y esto es uno de ellos. Tuvimos que ir a Alaska y remontar el Noatak desde Fort Morton, pero la cosa estaba allí donde yo sabía que estaría. Grandes ruinas ciclópeas, hectáreas de ellas. Quedaba menos de lo que creíamos, ¿pero qué se puede esperar después de tres millones de años? ¿Y no apuntan las leyendas de los esquimales en esa misma dirección? No pudimos llevar uno de esos infelices con nosotros, y tuvimos que conducir el trineo todo el camino de vuelta a Nome en busca de americanos. A Orabona no le sentaba bien aquel clima, se volvió hosco e irritable. Más tarde te contaré cómo lo encontramos. Cuando volarnos el hielo de los pilares de la ruina central, la escalera estaba donde sabíamos que debía estar. Quedaban algunas tallas, y no hubo ningún problema para impedir que los yanquis nos siguieran al interior. Orabona temblaba como una hoja... nunca pensarías eso por la forma en que se pavonea ese maldito insolente. Sabía lo bastante de la Tradición Primigenia para estar apropiadamente temeroso. La luz eterna desapareció, pero nuestras antorchas alumbraban lo bastante. Vimos los huesos de otros que habían llegado antes que nosotros... eones atrás, cuando el clima era cálido. Algunos de esos huesos pertenecían a seres como jamás has imaginado. En el tercer nivel subterráneo encontrarnos el trono de marfil sobre el que tanto hablan los fragmentos... y puedo decirte con conocimiento de causa que no estaba vacío. El ser del trono no se movía... y supimos que Eso necesitaba un sacrificio. Pero no deseábamos despertarlo. Era mejor llevarlo primero a Londres. Orabona y yo volvimos a la superficie en busca de -una gran caja, pero cuándo lo hubimos metido no pudimos subirla los tres tramos de escalones. Aquellos peldaños estaban hechos para seres humanos, y su tamaño nos estorbaba. De cualquier forma, era diabólicamente pesado. Tuvimos que traer a los americanos abajo para sacar a Eso. No estaban ansiosos de entrar en el sitio, pero, por supuesto, lo peor estaba a salvo dentro de la caja. Les dijimos que era un lote de tallas de marfil.. muestras arqueológicas, y, tras ver el trono tallado, probablemente nos creyeron. Es un prodigio que no se imaginaran la existencia de un tesoro oculto y pidieran una parte. Habrán contado extraños cuentos en Nome más tarde, aunque dudo de que volvieran a esas ruinas, incluso -bajo el señuelo del trono de marfil.

Rogers hizo una pausa, revolvió en su escritorio y exhibió un sobre con fotografías de gran tamaño. Sacando una y colocándola ante sí boca abajo, tendió el resto a Jones. El escenario era verdaderamente extraño; colinas cubiertas de hielo, trineos de perros, hombres envueltos en pieles e inmensas ruinas derrumbadas contra un telón de nieve.., ruinas cuyos contornos extravagantes e inmensos bloques de piedra a duras penas podían ser descritos. Una, realizada con flash, mostraba una increíble estancia interior con extrañas tallas y un curioso trono cuyas proporciones implicaban que no había sido diseñado para ocupantes humanos. Las tallas de la gigantesca construcción —elevados muros y techos peculiarmente abovedados— eran totalmente simbólicas e incluían diseños completamente desconocidos y algunos jeroglíficos oscuramente citados en obscenas leyendas. Sobre el trono destacaba el mismo símbolo espantoso que ahora estaba pintado en el taller sobre la puerta de hierro cerrada con candado. Jones lanzó una nerviosa mirada al portal cerrado. Sin duda, Rogers había estado en extraños lugares y visto extraños seres. Aún así, aquellas demenciales fotografías de interior podían ser fácilmente un fraude, tomadas en un escenario inteligentemente diseñado. Uno no debía ser demasiado crédulo. Pero Rogers estaba prosiguiendo.
-Bueno, embarcamos la caja en Nome y fuimos a Londres sin ningún problema. Era la primera vez que volvíamos trayendo algo que tuviera un resto de vida. No lo exhibimos: había cosas mas importantes que hacer con Eso. Necesitaba el alimento de un sacrificio, ya que Eso era un dios. Desde luego, yo no podía suministrarle la clase de sacrificio que solían brindarle en sus días, ya que tales cosas no existen ahora. Pero había otros seres que podían servir. La sangre es vida, ya sabes. Aún los lemures y los elementales que son más viejos que la tierra reaparecen cuando la sangre de hombres o bestias se les ofrece en las condiciones adecuadas.

La expresión del rostro del narrador estaba volviéndote progresivamente alarmante y repulsiva, por lo que Jones se removió involuntariamente en su silla. Rogers pareció percatarse del nerviosismo de su invitado y prosiguió con una peculiar sonrisa maligna.

—Traje Eso el año pasado, y desde entonces he estado probando ritos y sacrificios. Orabona no ha sido de mucha ayuda, ya que siempre estuvo en contra de la idea de despertarlo. Odia a Eso... probablemente porque tiene miedo de lo que Eso pueda llegar a significar. Lleva encima una pistola, en todo momento, -para protegerse.. imbécil, ¡como si hubiera alguna protección humana contra ese Ser! Si lo veo alguna vez usar esa pistola, lo estrangulo. Quiere que lo mate y haga una efigie con Eso. Pero estoy empecinado en mis propios planes y los llevaré a cabo, ¡a pesar de todos los cobardes como Orabona y todos los malditos escépticos sardónicos como tú, Jones! He entonado los ritos, realizado ciertos sacrificios y la última semana hubo un cambio. El sacrificio fue.... ¡aceptado y agradecido!

En ese momento, Rogers se relamió los -labios, mientras Jones permanecía incómodamente rígido. El empresario se detuvo y se alzó, cruzando la sala hacia la pieza de arpillera que tan a menudo ojeara. Inclinándose, asió una de las esquinas mientras volvía a hablar.

—Ya te has reído bastante de mi trabajo... es el momento de que conozcas ciertos hechos. Orabona me dijo que escuchaste el aullido de un perro por aquí esta tarde. ¿Sabes lo que eso significa?
-Jones se sobresaltó. A pesar de toda su curiosidad, se hubiera contentado con salir sin arrojar más luz sobre el asunto que tanto le desconcertaba. Pero Rogers fue inexorable y comenzó a alzar la pieza de arpillera. Bajo ella yacía una exprimida, casi informe masa que Jones tardó en clasificar. ¿Qué fue aquel ser viviente que algo había aplastado; exprimiendo su sangre y perforándolo en un millar de sitios, retorciéndolo en una destrozada y grotesca masa de huesos rotos? Tras un momento, Jones comprendió lo que debía ser. Era lo que quedaba de un perro; un perro, quizás, de considerable tamaño y color blanquecino. Su raza era imposible de reconocer, ya que la torsión le había convertido en una indescriptible y odiosa forma. La mayor parte del pelaje estaba quemado como por efecto de un fuerte ácido, y la desnuda piel sin sangre estaba plagada de innumerables heridas o incisiones circulares. El método de tortura necesario para causar tal resultado estaba más allá de la imaginación.

Jones, con una neta aversión que se impuso a su ascendente desazón, saltó en pie con un grito.

-¡Tú, maldito sádico... demente... haces una cosa así y te llamas un hombre decente!
Rogers dejó caer la arpillera con una maligna sonrisa despectiva y encaró a su huésped, que se aproximaba.. Sus palabras transmitían una calma antinatural.
— ¿Por qué, imbécil, crees que Yo hice esto? Admitamos que el resultado es desagradable para nuestros limitados criterios humanos. ¿Y qué? Ni es humano ni pretende serlo. El sacrificio simplemente se le ofrece. Entregué este perro a Eso. Lo sucedido es obra suya, no mía. Necesita alimentarse de lo ofrecido y lo hace a su propia manera. Pero déjame que te enseñe cómo es.

Mientras Jones aguardaba dudoso, el orador volvió a su escritorio y cogió la fotografía que antes dejara boca abajo sin mostrar. Ahora se la tendió con una curiosa mirada. Jones la tomó y la miró, de forma mecánica. Tras un instante, la mirada del visitante se volvió más atenta y absorta, ya que la fuerza completamente satánica del ser retratado tenía un efecto casi hipnótico. Verdaderamente, Rogers se había sobrepasado al modelar la espantosa pesadilla captada por la cámara. El ser era una obra de genio puro e infernal, y Jones se preguntó cómo reaccionaría el público cuando fuera puesto en exhibición. Un ser tan odioso no tenía derecho a la existencia... probablemente, la simple visión de eso, tras ser hecho, había completado el desequilibrio de la mente de su autor, llevándole a adorarlo con brutales sacrificios. Sólo una fuerte cordura podía resistir la insidiosa sugerencia de que -la blasfemia era -o había sido— alguna exótica enfermiza forma de vida. El ser del retrato se sentaba o estaba sujeto, sobre una hábil reproducción del monstruosamente tallado trono de las curiosas fotografías anteriores. Describirlo con un vocabulario ordinario sería imposible, ya que no existía nada, ni siquiera aproximadamente similar, que se correspondiera con lo que siempre ha llenado la imaginación de la humanidad cuerda. Representaba algo quizás lejanamente conectado con los vertebrados de este planeta... aunque no se podía estar muy seguro de eso. Sus dimensiones eran ciclópeas, ya que, incluso sentado, se alzaba a casi el doble de altura que Orabona, que estaba retratado al lado. Mirando con atención, se podían seguir sus similitudes con las formas corporales de los vertebrados superiores. Tenía un torso casi globular con seis largos y sinuosos miembros rematados en pinzas de cangrejo. En su extremo superior, un globo secundario surgía hacia delante como una burbuja; el triángulo de tres ojos fijos de pescado, sus grandes patas y la evidentemente flexible trompa, así como un distendido sistema lateral análogo a las branquias, sugería que era una cabeza. La mayor parte del cuerpo estaba cubierto con lo que a primera vista parecía ser piel, pero a la que un examen más detenido mostraba como una densa mata de oscuros y delgados tentáculos o filamentos de succión, cada uno provisto de una boca que recordaba a la cabeza de un áspid. En la cabeza, tras la trompa, los tentáculos tendían a ser más largos y gruesos, marcados con listas espirales... sugiriendo el tradicio¬nal cabello de serpiente de Medusa. Decir que tal ser tenía una expresión parecía paradójico, aunque Jones sintió que el triángulo de saltones ojos de pez y que esa oblicuamente suspendida trompa desprendían una mezcla de odio, glotonería y completa crueldad incomprensibles para un ser humano, ya se hallaban entremezcladas con otras emociones ajenas al mundo o incluso al sistema solar. En esta bestial anormalidad, reflexionó, Rogers debía haber vertido toda su demencia maligna y todo su extraordinario genio de escultor. El ser era increíble.., aun cuando la fotografía probara su existencia.

Rogers interrumpió sus ensueños.
—Bueno... ¿Qué piensas de Eso? ¿No preguntas ahora qué es lo que ha aplastado al perro y lo ha exprimido con un millón de bocas? Necesitaba alimentarse... y volverá a necesitarlo. Es un dios, y yo soy el primer sacerdote de su postrer culto. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Crías!
Jones bajó la foto con disgusto y piedad.
— Mira, Rogers, esto no puede ser. Todo tiene sus limites, tú lo sabes. Es una gran obra y todo eso, pero no es tu dios. Mej6r sería que no la vieras nunca más... deja que Orabona se deshaga de ella y trata de olvidarla. Y déjame romper esta foto bestial, también.
Con un graznido, Rogers le arrancó la foto y la devolvió al escritorio.
—Imbécil... tú... ¡tú todavía crees que todo es un fraude! ¡Todavía piensas que hice Eso y que mis figuras no son otra cosa que cera inerte! ¡Maldito seas, eres aún más patán que una imagen de cera de ti mismo! ¡Pero te daré pruebas y sabrás! No ahora mismo, ya que Eso descansa tras el sacrificio, más tarde. Oh, si... no te quedarán dudas entonces acerca de su poder.
Mientras Rogers observaba hacia la puerta interior del candado, Jones tomó sombrero y bastón de un banco cercano.
—Muy bien, Rogers, lo dejaremos para más tarde.
Ahora tengo que irme, pero volveré mañana por la tarde.
Ten en cuenta mi advertencia y mira si no suena sensata.
Pregunta también a Orabona lo que piensa.
Rogers enseñó sus dientes como una bestia salvaje.
— Tienes que irte, ¿eh? ¡Así que tienes miedo! ¡Miedo a pesar de toda esa palabrería! Dices que las efigies son sólo cera, pero sales corriendo cuando comienzo a probar que no lo son. Eres como los tipos que apuestan que son capaces de pasar una noche en el museo... vienen envalentonados, pero después de una hora ¡están gritando y aporreando para que les dejen salir! Quieres que pregunte a Orabona, ¿eh? Vosotros dos... ¡Siempre contra mi! ¡Queréis impedir el próximo reinado terrenal de Eso!
Jones conservó la calma.
-No, Rogers... nadie está en contra tuya. Tampoco tengo miedo de tus figuras; de hecho, admiro tu trabajo. Estamos un poco nerviosos esta noche, pero supongo que algo de descanso nos hará sentir mejor.
De nuevo, Rogers refrenó la partida de su invitado.
—No tienes miedo, ¿eh?... Entonces, ¿por qué estás tan ansioso de marcharte?... ¿Te atreves o no a quedarte a solas aquí, en la oscuridad? ¿A qué tanta prisa si no crees en Eso?
Alguna nueva idea parecía haberse despertado en Rogers, yJones le observó atentamente.
— Bueno, no tengo especial prisa... ¿pero qué ganaría quedándome aquí a solas en la oscuridad? ¿Qué proba¬ría? Mi única pega es que es poco confortable para dormir. ¿Qué mejor podemos hacer?
En ese momento, fue Jones quien tuvo una idea. Continuó en tono conciliador.
— Mira Rogers... te acabo de preguntar qué probaría quedándome aquí, cuando ambos lo sabemos. Probaría que tus efigies son sólo eso, y que no debes dejar que tu imaginación te lleve por donde te ha llevado últimamente. Supón que me quedo. Si aguanto hasta el amanecer, ¿aceptarás tomarte de otra forma las cosas... marcharte tres meses de vacaciones o así y dejar que Orabona destruya esa nueva creación? Bueno... ¿Qué te parece?

El rostro del empresario resultaba difícil de interpretar. Era patente que estaba pensando rápidamente y que, de las diversas emociones en conflicto, el triunfo maligno llevaba las de ganar. Su voz tuvo una cualidad estremecedora al responder.

—¡Hecho! Si aguantas, seguiré tus indicaciones. Pero tienes que aguantar. Iremos a cenar y volveremos. Te encerraré en la sala de exhibiciones y me iré a casa. Por la mañana, volveré antes que Orabona él viene media hora antes que los demás— para ver cómo estás. Pero no digas nada hasta estar totalmente seguro de tu excepticismo. Otros se han echado atrás... tienes esa opción. Y supongo que aporrear en la puerta exterior llamará la atención de algún policía. Puede que no te guste tanto después de un rato... estarás en el mismo edificio, aun¬que no en la misma habitación, que Eso.
Mientras dejaban la puerta trasera en el sucio patio interior, Rogers llevó consigo la pieza de arpillera... lastrada con su horrible carga. Cerca del centro del patio había un agujero de alcantarilla cuya tapa quitó silenciosamente el empresario, dando una estremecedora impre¬sión de familiaridad con aquella tarea. Con arpillera y todo, el lastre cayó al olvido del laberinto de las cloacas. Jones se estremeció y casi se encogió ante la enjuta figura que iba a su lado cuando salieron a la calle. De tácito acuerdo, no cenaron juntos, pero quedaron en reunirse frente al museo a las once. Jones tomó un coche y respiró más tranquilo al cruzar el puente de Waterloo y aproxirnarse al brillantemente iluminado Strand. Cenó en un café tranquilo y, posterior¬mente, volvió a su casa de Portland Place para bañarse y coger unas pocas cosas. Ociosamente, se preguntó qué estaría haciendo Rogers. Había oído decir que el hombre tenía una amplia y sombría casa en Walworth Road, llena de libros oscuros y prohibidos, útiles ocultistas e imágenes de cera que no se atrevía a poner en exhibición. Orabona, según se decía, vivía en otra ala de la misma casa. A las once, Jones encontró a Rogers esperando en la puerta del sótano en Southwark Street. Cruzaron pocas palabras, pero ambos parecían sentir con la amenazadora tensión. Convinieron en que la sala de exhibición abovedada sería el lugar de la prueba y Rogers no insistió en que el observador se quedara en la estancia, especial para adultos, de los supremos horrores. El empresario, habiendo apagado todas las luces con interruptores manejados desde el taller, cerró la puerta de la cripta con una de la llaves de su atestado llavero. Sin estrecharle la mano, salió a la calle, cerró la puerta tras de sí y ascendió los gastados peldaños hacia la calleja exterior. Cuando dejaron de oírse las pisadas, Jones comprendió que la larga y tediosa vigilia había comenzado.

II.
Más tarde, en la completa oscuridad de aquel sótano de grandes arcos, Jones maldijo la ingenuidad infantil que le había llevado allí. Durante la primera media hora había encendido su linterna a intervalos. Pero ahora, estar sentado en uno de los bancos para visitantes se había convertido en algo que crispaba los nervios. Cada cierto tiempo, la luz surgía iluminando algún objeto grotesco y enfermizo: una guillotina, un indescriptible monstruo híbrido, un rostro de barba pastosa pletórico de maldad, un cuerpo con torrentes rojos fluyendo de la garganta cercenada. Jones sabía que no había ninguna realidad siniestra tras tales seres; pero, tras la primera media hora, prefería no mirarlos. Por qué se había molestado seguir la corriente a aquel demente apenas podía imaginarlo. Hubiera sido mucho más sencillo dejarlo simplemente solo, o haber llamado a un especialista en perturbaciones mentales. Probablemente, reflexionaba, era la camaradería de un artista hacia otro. Había tanto genio en Rogers, que probaba cada forma factible de ayudarle a superar su creciente manía. Un hombre capaz de imaginar y construir aquellos increíbles seres con apariencia de vida, tal y como él había hecho, no estaba, seguramente, alejado de la total grandeza. Tenía la fantasía de un Sime o un Doré unida a la minuciosa y científica habilidad de un Blatschkas. De hecho, había realizado con el mundo de pesadilla lo que Blatschkas, mediante las réplicas maravillosamente exactas de plantas realizadas en fino hierro forjado y cristal coloreado, había hecho con el mundo de la botánica.

A medianoche, los toques de un distante reloj se filtraron en la oscuridad, y Jones se sintió arropado por el mensaje de un mundo exterior que aún existía. La abovedada sala del museo era como una tumba... espantosa en su total soledad. Aun un ratón sería una bienvenida compañía; pero Rogers se había jactado de que —por «cierta razón», según decía— ni ratones ni insectos se acercaban jamás al establecimiento. Era muy curioso, pero parecía ser cierto. La quietud mortal y el silencio eran virtualmente completos. ¡Si tan sólo hubiera un sonido! Tosió, pero hubo algo burlón en el coro de reververaciones. Se juró no comenzar a hablar consigo mismo. Eso significaría la desintegración nerviosa. El tiempo parecía discurrir anormal y desconcertantemente lento. Hubiera jurado que habían pasado horas desde que enfocara por última vez la luz sobre su reloj, pero sólo era el toque de la medianoche. Deseó que sus sentidos no estuvieran tan preternaturalmente agudos. Algo en la oscuridad y quietud parecía agudizarlos, como en respuesta a débiles impulsos que no eran tan fuertes como para llamarlos impresiones. Sus oídos parecían a veces captar un débil y elusivo susurro que no podía ser totalmente identificado con el zumbido nocturno de las míseras calles del exterior, y pensó en algo tan vago e irrelevante como la música de las esferas y la desconocida e inaccesible vida de otras dimensiones presionando contra la nuestra. Rogers especulaba bastante sobre tales cosas.

Las motas de luz que flotaban ante sus ojos sumidos en la oscuridad parecían crear curiosas simetrías de perfiles y movimientos. A menudo se había preguntado sobre esos extraños rayos del abismo insondable que centellean ante nosotros en ausencia de iluminación terrenal, pero nunca había sabido que se comportara así. Les faltaba el tranquilo sin sentido de las motas de luz ordinarias.., insinuando alguna voluntad o propósito distante de cualquier concepción terrestre. Luego vino la sugerencia de extraños movimientos. No había nada abierto, pero, a pesar de la total falta de corrientes de aire, Jones sintió que el aire no estaba totalmente en calma. Había intangibles variaciones de presión... aunque no lo bastante como para sugerir el espantoso movimiento de invisibles elementales. Era anormalmente frió, además. No le gustaba nada de eso. El aire tenía un regusto salado, como si estuviera mezclado con la salmuera de oscuras aguas subterráneas y hubiera un descarnado indicio de algún aroma de inefable humedad. Durante el día nunca se había percatado de que las figuras de cera tuvieran olor. Aun entonces sentía a medias que no eran las figuras de cera las que debían oler así. Era más bien como el débil olor de especimenes en los museos de historia natural. Curioso, dadas las pretensiones de Rogers acerca de que sus figuras no eran completamente artificiales... de hecho, era probable que tal pretensión fuera lo qúe hacia a su imaginación conjurar tales sospechas olfativas. Debía guardarse contra los excesos de la imaginación... ¿No habían enloquecido tales cosas a Rogers?

Pero la completa soledad de aquel sitio era espantosa. Incluso las distantes campanadas parecían llegar atravesando abismos cósmicos. Esto hizo a Jones pensar en la demente fotografía que le mostrara Rogers... la estrafalariamente tallada habitación del críptico trono, que aquel sujeto pretendía que era parte de unas ruinas con tres millones de años de antigüedad, emplazadas en las rehuidas e inaccesibles soledades del Ártico. Quizás Roger había estado en Alaska, pero la fotografía no era más que un montaje. No podía ser de otra manera, con todas aquellas tallas y terribles símbolos. Y la monstruosa figura supuestamente encontrada en aquel trono... ¡Que explosión de fantasía enfermiza! Jones se preguntaba cuán lejos estaría de la demente obra maestra de cera... quizás estaba tras aquella pesada puerta de planchas de madera, cerrada con candado, que llevaba más allá del taller. Pero no debía dejarse obsesionar por una imagen de cera. ¿No estaba aquella estancia repleta de tales seres, algunos de los cuales eran apenas menos horribles que el espantoso «Ello»? Y, más allá de una gruesa lona a la izquierda, estaba la estancia de Sólo adultos, con sus indescriptibles espejismos del delirio.

La proximidad de las innumerables formas de cera comenzó a crispar progresivamente los nervios de Jones mientras pasaba el cuarto de hora. Conocía tan bien el museo que podía ubicar sus habituales imágenes incluso en la total oscuridad. De hecho, las tinieblas tenían el efecto de prestar a las recordadas imágenes algún elemento imaginario sumamente perturbador. La guillotina parecía crujir y el barbudo semblante de Landrú —que mató a sus quince esposas— se contorsionaba con expresión de monstruosa amenaza. De la cercenada garganta de Madame Demers parecía brotar un gorgoteante sonido, mientras que la descabezada y desmembrada víctima de un asesino del baúl intentaba aproximarle más y más sus ensangrentados muñones. Jones comenzó a entornar sus ojos para ver si podía difuminar las imágenes, sin el menor resultado. De hecho, al entornar los ojos, el extraño e intencional trasfondo de granos de luz se hacía más perturbadoramente pronunciado. Luego, repentinamente, comenzó a intentar distinguir las odiosas imágenes que primitivamente había tratado de hacer desvanecerse. Lo hizo porque estaban dando paso a entidades aún más odiosas. A pesar de sí mismo, su memoria comenzó a reconstruir las blasfemias totalmente inhumanas que acechaban las oscuras esquinas, y aquellos grumosos híbridos brotaban rezumando y serpenteando hacia él, como tratando de encerrarle en un círculo. El negro Tsathoggua se modeló a sí mismo, desde una gárgola de aspecto de rana, en una larga y sinuosa línea con centenares de rudimentarios pies, y un blando y enjuto ser nocturno extendió sus alas como para avanzar y sofocar al observador. Jones se forzó a sí mismo para no gritar. Sabía que estaba volviendo a los tradicionales terrores de su infancia y decidió utilizar su razón de adulto para mantener a raya los fantasmas. Esto -le ayudó un poco, según descubrió, al encender de nuevo la luz. Espantosas como eran las imágenes reveladas, no lo eran tanto como las que había conjurado su fantasía en la total oscuridad.

Pero había un inconveniente. Aun a la luz de la linterna, no pudo dejar de sospechar un leve y furtivo temblor en una parte de la lona que mantenía oculta la terrible sala de «Sólo adultos». Conocía lo que había detrás y se estremeció. Su imaginación conjuró las impresionantes formas del fabuloso Yog-Sothoth... tan sólo una aglomera¬ción de globos iridiscentes, pero inmenso en su sugerencia de maldad. ¿Qué era esa maldita masa flotando lentamente hacia él y sacudiendo la partición que estorbaba su camino? Una ligera protuberancia en la lona y a la derecha insinuaba el afilado cuerno del Gnoph-keh, el peludo ser mítico del hielo groenlandés, que caminaba a veces sobre dos piernas, otras sobre cuatro y en ocasiones sobre seis. Para apartar esto de su cabeza, Jones caminó audazmente hacia la infernal sala con la linterna luciendo constantemente. Por supuesto, ninguno de sus temores era real. Aunque, ¿no ondulaban lenta e insidiosamente los largos tentáculos faciales del gran Cthulhu? Sabía que eran flexibles, pero no comprendía que el movimiento de aire causado por su avance bastase para agitarlos. Volviendo a su asiento en el exterior de la sala, entrecerró los ojos y dejó que los simétricos puntos de luz jugaran. El distante reloj lanzó un solitario toque. ¿Seda tan sólo la una? Enfocó la linterna sobre su reloj y vio que así era. Seda, en efecto, duro aguardar hasta el alba. Roger volvería sobre las ocho, antes incluso que Orabona. Habría luz en el exterior en el sótano principal mucho antes de eso, pero nada de ésta entraría allí. Todas las ventanas de este sótano habían sido tapiadas, excepto los tres ventanucos que daban al patio. Sería una espera muy larga, en resumen. Sus oídos estaban sufriendo también alucinaciones ahora... ya que podía jurar que oía pisadas sigilosas y pesadas en el taller del otro lado de la puerta cerrada y asegurada. No tenía sentido pensar en el no exhibido horror que Rogers llamaba «Eso». El ser era una contaminación... había vuelto loco a su creador, e incluso su retrato evocaba terrores de la imaginación. No podía estar en el taller... estaba, obviamente, más allá de la puerta de pesadas planchas y candado. Aquellos pasos eran en verdad pura imaginación.

Luego creyó escuchar girar la llave de la puerta del taller. Encendiendo su linterna, no vio nada excepto el antiguo portón de seis paneles en su posición correcta. De nuevo probó la oscuridad y cerró los ojos, pero siguió una angustiosa ilusión de crujido; esta vez no fue la guillotina, sino la lenta y furtiva apertura de la puerta del taller. No quería gritar. Si gritaba, estaría perdido. Había ahora una especie de reptar o arrastrar audible y avanzaba lentamente hacia él. Debía retener el control sobre si mismo. ¿No lo había hecho cuando las indescriptibles formas del cerebro trataron de acercársele? El arrastrar resonó más cerca y su resolución desfalleció. No gritó, simplemente barbotó un desafío.

—¿Quién está ahí? ¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
No hubo respuesta, pero el arrastrar siguió. Jones no sabía qué era lo que más temía... encender la linterna o permanecer en la oscuridad mientras el ser reptaba hacia él. Este ser era diferente, lo sabía con certeza, a los otros terrores de la tarde. Sus dedos y garganta se agita¬ban espasmódicamente. El silencio era imposible, y la espera en la total negrura comenzaba a ser la más intolerable de todas las condiciones. De nuevo gritó histéricamente.
—¡Alto! ¿Quién está ahí? -Encendió los reveladores rayos de su linterna. Luego, paralizado por lo que vio, dejó caer la linterna y gritó.., no una, sino muchas veces.

El ser que se arrastraba hacia él en la oscuridad era la gigantesca y blasfema forma de una negra entidad que no era totalmente mono ni completamente insecto. Su piel colgaba flojamente de su estructura, y su rugosa cabeza de ojos muertos se balanceaba constantemente de un lado a otro. Sus patas superiores estaban extendidas con las garras abiertas, y todo el cuerpo se tensaba con malignidad homicida, a pesar de la completa ausencia de expresión facial. Tras los gritos y la llegada de la oscuridad, brincó y, en un instante, tenía a Jones sujeto contra el sueló. No hubo lucha, ya que el observador se había desmayado. El desvanecimiento de Jones no pudo durar más de un instante, ya que el indescriptible ser estaba arrastrándole simiescamente por la oscuridad cuando recobró la consciencia. Lo que le despertó plenamente eran los sonidos que profería el ser... o mejor dicho, la voz con la que los profería. Aquella voz era humana, y además familiar. Sólo un ser viviente podía tener los roncos y febriles acentos con los que entonaba cánticos a un horror desconocido.

—¡Iä! ¡Iä! — aullaba—. Ya voy, oh, Rhan-Tegoth, voy con tu alimento. Largo tiempo has esperado y malcomido, pero ahora tendrás lo prometido. Esto y más, ya que en vez de Orabona será uno de los que más han dudado de ti. Lo aplastarás y secarás, con todas sus dudas, y así -te harás más fuerte. E incluso entre los hombres será mostrado como un monumento a tu gloria. Rhan-Tegoth, infinito e invencible, soy tu esclavo y sumo sacerdote. Tienes hambre, yo la aplaco. He leído el signo y te lo he llevado derecho. Te alimentaré con sangre y tú me alimentarás con poder. ¡Iä! ¡Shub-Niggurath! ¡La Cabra con un Millar de Retoños!

En un instante todos los terrores de la noche abandonaron a Jones como un manto que cae. De nuevo era dueño de si mismo, ya que sabia que era un peligro totalmente terrenal y material al que tenía que enfrentarse. No era ningún monstruo de fábula, sino un peligroso demente. Era Rogers, vestido con algún disfraz de pesadilla de su propio y enloquecido diseño, dispuesto a realizar un espantoso sacrificio al dios-demonio que había creado en cera. Evidentemente, debía haber entrado al taller por el patio trasero, se había disfrazado y había avanzado para apresar a su víctima finamente encerrada y presa del pánico. Su fuerza era prodigiosa, y si debía ser frustrado habría de actuar rápido. Continuaría alimentando la creencia del loco en su inconsciencia, mientras la presa fuera relativamente débil. La sensación de pasar un umbral le dijo que estaba entrando en el taller negro como la tinta. Con la fuerza que da el miedo mortal, Jones dio un brusco salto desde la medio yacente postura en la que estaba siendo arrastrado. Durante un instante se liberó de las manos del atónito maniaco, y, en otro instante, una embestida afortunada puso sus manos alrededor de la garganta extravagantemente disfrazada de su captor. Simultáneamente, Rogers le aferró a él y, sin mayores preliminares, ambos se trabaron en una lucha a vida o muerte. El entrenamiento atlético de Jones, sin duda, fue su única salvación, ya que su enloquecido atacante, abandonando cualquier exhibición de juego limpio, decencia o incluso autopreservación, era una máquina de salvaje destrucción tan formidable como un lobo o una pantera. Gritos guturales salpicaban ocasionalmente la terrible lucha en la oscuridad. Saltó la sangre, las ropas se rasgaron, y al fin Jones sintió la garganta del maniaco, libre ya de su máscara espectral. No dijo una palabra, sino que puso cada gramo de energía en defender su vida. Rogers pateó, buscó los ojos de su enemigo, dio cabezazos, mordió, rasgó y escupió... y aún encontró fuerzas para vociferar ocasionales frases. La mayor parte de su palabrería era una jerga ritual llena de referencias a «Eso» o «Rhan-Tegoth» y, para los crispados nervios de Jones, era como silos gritos tuvieran respuesta de bufidos y aullidos demoníacos, provenientes de una infinita distancia. Hacia el final, ambos rodaron por el suelo, volcando bancos o golpeándose contra los muros y los basamentos de ladrillo del horno de mezcla del centro. Hasta el fin, Jones no pudo estar seguro de salvarse, pero el último lance se inclinó a su favor. Un rodillazo contra el pecho de Rogers produjo una total relajación y, un instante después, supo que había ganado.

A pesar de lo duro que le resultaba sostenerse, Jones se levantó y tanteó los muros buscando el interruptor de la luz, ya que había perdido su linterna, junto con la mayor parte de sus ropas. Mientras palpaba, arrastraba a su desvanecido contrario, temiendo un repentino ataque cuando el demente volviera en si. Encontrando la caja, probó hasta hallar el interruptor correcto. Luego, mientras el taller, salvajemente desordenado, aparecía bajo la repentina luz, volvió para atar a Rogers con cuantas cuer¬das y cinturones pudo encontrar a mano. El disfraz del sujeto — o lo que quedaba de él— parecía estar realizado con alguna desconcertante clase de cuero. Por diversas razones, a Jones se le puso la carne de gallina al tocarlo, y parecía haber un extraño y oxidado olor en él. En las ropas de calle de debajo, estaba el llavero de Rogers, y la exhausta víctima lo aferró como su pasaporte final a la libertad. Las pantallas de las pequeñas ventanas parecidas a troneras estaban bajadas y aseguradas, y así las dejó. Enjugando la sangre de la lucha en un recipiente apropiado, Jones buscó las ropas más ordinarias y menos extravagantes que pudo encontrar en los percheros. Probando la puerta del patio, descubrió que estaba asegurada con un cerrojo de resorte que no necesitaba llave desde el interior. Guardó el llavero, no obstante, para entrar, cuando volviera, con ayuda... ya que, claramente, lo que había que hacer era llamar a un psiquiatra. No había teléfono en el museo, pero no sería difícil de encontrar en un restaurante nocturno o en una farmacia de guardia. Casi había abierto la puerta para salir cuando un torrente de odiosas injurias del otro lado de la habita¬ción le indicó que Rogers —cuyas heridas visibles se limitaban a un largo y profundo rasguño en la mejilla izquierda—. había recobrado la consciencia.

¡Idiota! ¡Desove de Noth-Yidik y efluvio de K’thun! ¡Hijo de los perros que aúllan en el torbellino de Azat¬hoth! Podrías haber sido sagrado e inmortal, y ahora traicionas a Eso y a su sacerdote! ¡Cuidado... porque está hambriento! Debiera haber sido Orabona... ese maldito perro traicionero listo para revolverse contra Eso y contra mí... pero terminé concediéndote el primer honor. Ahora, ambos debéis temer, ya que Eso no es agradable sin su sacerdote. ¡Iä!¡Iä! ¡La venganza se acerca! ¿Sabes que podrías haber sido inmortal? ¡Mira al horno! El fuego está listo y hay cera en la olla. hubiera hecho contigo lo que hice con las otras formas vivientes. ¡Ey! Tú que has jurado que todas mis efigies eran de cera, ¡te habrías convertido en una de ellas! Cuando Eso se hubiera saciado, y fueras como aquel perro que te mostré, ¡hubiera inmortalizado tus pedazos aplastados y lacerados! La cera lo hubiera hecho. ¿No decías que soy un gran artista? Cera en cada poro... cera en cada centímetro cuadrado tuyo... ¡Iä! ¡Iä! Y después el mundo hubiera podido contemplar tu mutilada carcasa ¡y preguntarse cómo podría yo haber imaginado tal cosa! ¡Ey! Y Orabona hubiera sido el siguiente, y otros tras de él... ¡y todos hubieran acrecentado mi familia de cera! Perro... ¿Aún crees que be fabricado todas mis efigies? ¿No sería mejor decir preservado? Ya sabes los extraños lugares que he visitado y los extraños seres que he traído. Cobarde... nunca osarías encarar al destructor cósmico cuyo disfraz me coloqué para darte un susto... su simple presencia viva, o incluso el hecho de concebirlo, ¡te hubieran matado instantáneamente de miedo! ¡Iä! ¡Iä! ¡Eso aguarda hambriento la sangre que es vida!

Rogers, sosteniéndose contra la pared, tironeó de sus ataduras.
—Mira esto, Jones... ¿y si me sueltas y yo te dejo mar¬char? Hay que ser respetuosos con el sumo sacerdote de Eso. Orabona bastará para mantenerlo vivo, y, cuando termine, inmortalizaré sus pedazos en cera para que el mundo los vea. Debieras haber sido tú, pero has rehusado tal honor. No te molestaré más. Suéltame y repartiré contigo el poder que Eso me dará. ¡Iä! ¡Iä! ¡Grande es Rhan-Tegoth! ¡Suéltame! Está hambriento al otro lado de la puerta y, si muere, los Primordiales nunca volverán. ¡Ey! ¡Ey! ¡Suéltame!

Jones simplemente agitó la cabeza, a pesar de que la repugnancia hacia los delirios del empresario le asqueaban. Rogers, ahora mirando salvajemente hacia la puerta de hierro con el candado, golpeó su cabeza una y otra vez contra el muro de ladrillo y comenzó a dar puntapiés con sus tobillos fuertemente atados. Jones comenzó a temer que se lesionaría y avanzó para atarlo más firmemente a algún objeto fijo. Contorsionándose, Rogers se apartó de él y comenzó a lanzar una serie de frenéticos aullidos cuya total y monstruosa inhumanidad resultaba espantosa y cuyo volumen era casi increíble. Parecía imposible que cualquier garganta humana pudiera producir ruidos tan estrepitosos y penetrantes, y Jones pensó que, de continuar, no necesitaría teléfono para pedir ayuda. En poco tiempo, algún policía llegaría a investigar, aun admitiendo que no hubiera vecinos que pudieran escuchar en aquel desierto distrito de almacenes.

—¡Wza-y’ei! ¡Wza-y’ei! — aullaba el demente— Y’kaa haa bho... ii, Rhan-Tegotb... Ctbulhujhtagn... ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi! ¡Fi!... ¡RhanJegoth, Rban-Tegoth, Rhan-Tegoth!

La estrechamente atada criatura, que había comenzado a serpentear por el sucio suelo, alcanzó la puerta de planchas con el candado y comenzó a golpear atronadoramente su cabeza contra ella. Jones temió tener que vol¬ver a sujetarle y deseó no estar tan agotado por la lucha previa. El violento resultado estaba crispando de forma espantosa sus nervios y comenzó a sentir un rebrote de los indescriptibles temores que le asaltaran en la oscuridad. ¡Todo lo concerniente Rogers y su museo era tan infernalmente enfermizo y sugerente de negros panoramas al otro lado de la vida! Era odioso el pensar en la obra maestra de cera, fruto del anormal genio, que en aquel momento debía agazaparse cerca en la oscuridad, más allá de la pesada puerta del candado.
Luego sucedió algo que envió un frío adicional por la columna de Jones e hizo que cada pelo -hasta los del dorso de su mano— se erizaran con un vago espanto más allá de cualquier clasificación. Rogers había parado bruscamente de gritar y golpear su cabeza contra la sólida puerta de hierro, y estaba buscando colocarse en una postura sentada. Tenía la cabeza torcida y escuchaba intensamente algo. Y entonces una sonrisa de diabólico triunfo iluminó su rostro y comenzó a hablar de forma inteligible nuevamente.., esta vez en un ronco murmullo que contrastaba extrañamente con su previo aullar estentóreo.

-¡Escucha, idiota! ¡Escucha atentamente! Eso me ha escuchado y acude. ¿No puedes oírlo chapotear mientras sale de su tanque al final del túnel? Lo alojé en las pro¬fundidades porque nada es demasiado bueno para Ello. Es anfibio, ya lo sabes... viste las branquias en la foto. Llegó a la tierra procedente del plomizo Yuggoth, donde las ciudades están bajo los cálidos y profundos mares. Eso no puede erguirse aquí... demasiado alto... tiene que sentarse o agazaparse. Dame mis llaves, debemos dejarle salir y arrodillamos ante su presencia. Luego saldremos y encontraremos un perro o un gato... quizás un borracho... para darle el alimento que necesita.

No era lo que el loco decía, sino la forma de decirlo, lo que alteró seriamente a Jones. La total y demente confianza, y la sinceridad del enloquecido susurro, era condenadamente contagiosa. La imaginación, con tales estímulos, podía -descubrir una amenaza activa en la diabólica figura de cera que se agazapaba invisible al otro lado de la pesada plancha. Mirando a la puerta con atroz fascinación, Jones descubrió que se producían varios y distintos crujidos, aunque no aparecieron marcas de violencias en la superficie. Se preguntó cuán grande sería la habitación o armario del otro lado, y cómo estaría colocada la figura de cera. Aquella idea del loco sobre un tanque y un túnel era tan delirante como sus otras fantasías. Después, en un terrible instante, Jones perdió por completo la respiración. El cinturón de cuero, con el que había pensado sujetar aún más a Rogers, cayó de sus manos inertes y un espasmo de terror le sacudió de pies a cabeza. Debiera haber sabido que el lugar le volvería loco, tal como había sucedido con Rogers; y ya estaba loco. Estaba loco, ya que sufría alucinaciones más salvajes que las que le habían asaltado anteriormente en la noche. El loco le decía que escuchara el chapoteo de un monstruo mítico en un tanque del otro lado de la puerta... y entonces, Dios le ayudara, ¡Lo escuchó!

Rogers observó el espasmo de horror cubrir el rostro de Jones y convertirlo en una rígida máscara de miedo. Cacareó.

—¡Por fin, loco, crees! ¡Por fin sabes! Lo escuchas y Eso viene! ¡Dame mis llaves, idiota... debemos reverenciarle y servirle!

Pero Jones no prestaba ninguna atención a una voz humana, loca o cuerda. Una parálisis fóbica le inmovilizó sumiéndole en el estupor, con salvajes imágenes recorriendo su imaginación desamparada. Hubo un chapoteo. Hubo un arrastrar o pisar, como de grandes patas húmedas sobre una superficie sólida. Algo se acercaba. Su olfato fue asaltado por un hediondo olor animal que brotaba desde las grietas en aquella puerta de pesadilla, parecido y a la vez diferente al de las jaulas de mamíferos de Regents Park. No sabía si Rogers estaba hablando o no. La realidad se había desvanecido y era una estatua acosada por sueños y alucinaciones tan antinaturales que se convertían casi en objetivas y distantes para él. Creyó oir un husmeo o bufido proveniente de los desconocidos golfos al otro lado de la puerta y, cuando un repentino ruido aullante y trompeteante golpeó sus tímpanos, no pudo estar seguro de que procediera del estrechamente atado maniaco cuya imagen rielaba en su enturbiada visión. La fotografia de aquel maldito e invisible ser de cera insistía en revolotear por su mente. Tal ser no tenía derecho a existir. ¿Acaso no le había vuelto loco? Mientras reflexionaba, una nueva evidencia de locura le asaltó. Algo, pensó, estaba palpando el pestillo de la puerta cerrada con candado. Estaba pateando, arañando y empujando la plancha. Hubo un trueno y la recia madera que se debilitó más y más. El hedor era espantoso. Y entonces el asalto contra la puerta desde el interior se convirtió en una maligna y decidida embestida, como los redobles de un ariete. Hubo un ominoso crujido... un astillarse... un hedor cloacal... una plancha cayendo.. -una pata negra rematada en una pinza como la de un cangrejo.

— jSocorro! ¡Socorro! ¡Dios, ayúdame!.. ¡Aaaaaaah!

Con intenso esfuerzo, Jones es capaz, hoy en día, de recordar la súbita ruptura de su parálisis de temor, descargándose en una frenética huida automática. Aquello debió ser curiosamente similar a las salvajes y desesperadas huidas de las enloquecedoras pesadillas,. ya que parecía haber saltado por la desordenada cripta en casi un latido de corazón, franqueado la puerta exterior y haberla cerrado y atrancado tras de si de golpe, saltado sobre los gastados peldaños de tres en tres y volado, frenéticamente y sin rumbo, por el húmedo patio empedrado y a través de las míseras calles del Southwark. Aquí se detiene su memoria. Jones no sabe cómo llegó a su casa, y no existe evidencia de que cogiera un coche. Probablemente hizo todo el camino por ciego ins¬tinto: por el puente de Waterloo, a lo largo del Strand y Charing Cross y subiendo Haymarket y Regent Street hacia su vecindad. Todavía vestía la extraña mezcolanza de ropas del museo cuando recobró la consciencia lo suficiente como para llamar al médico. Una semana más tarde, el psiquiatra le permitió abandonar la cama y salir al aire libre. Pero no había contado todo a los especialistas. Sobre toda la experiencia colgaba un manto de locura y pesadilla, y sintió que el silencio era el único camino. Cuando estuvo recuperado, estudió exhaustivamente los periódicos que había coleccionado desde aquella espantosa noche , sin encontrar referencias a nada extraño en el museo. ¿Cuánto, después de todo, había sido realidad? ¿Dónde terminaba la realidad y comenzaba el delirio enfermizo? ¿Había cedido su mente en aquella oscura sala de exposición y todo, hasta la lucha con Rogers, era un fantasma de la fiebre? Le ayudada a recobrarse el aclarar aquellos puntos enloquecedores. Debía ver la maldita fotografía de la imagen de cera apodada.

Jones se sobresaltó violentamente, pero Orabona no dio muestras de notarlo.
—El informe y colosal dios es una réplica de ciertas oscuras leyendas estudiadas por Mr. Rogers. Se supone que llegó del espacio exterior y vivió en el Ártico hace tres millones de años. Realizaba sus sacrificios de una forma bastante peculiar y horrible, como podrá ver. Mr. Rogers lo ha dotado de un diabólico aspecto de vida... aun en el rostro de la víctima.

Temblando ahora violentamente, Jones se asió al pasamanos de latón frente al velado nicho. Casi estuvo por detener a Orabona cuando vio que la cortina comenzaba a abrirse, pero algún impulso contrapuesto le coñtuvo. El extranjero sonrió triunfalmente.
—¡Vea!
Jones se tambaleó a pesar de estar agarrado al pasa¬manos.
-¡Dios!... ¡Dios mío!

Con sus buenos dos metros y medio, y a pesar de su actitud confusa y agazapada que expresaba una malignidad infinitamente cósmica, se mostraba a un increíble horror plantado frente a un ciclópeo trono de marfil cubierto de grotescas tallas. En el par central de sus seis patas llevaba un arrugado, aplastado, distorsionado ser sin sangre, perforado por un millón de punciones y, en ciertos lugares, quemado por la acción de un activo ácido. Sólo la mutilada cabeza de la víctima, pendiendo a un lado, revelaba que representaba a algo que fuera humano. El propio monstruo no necesitaba presentación para alguien que hubiera visto cierta fotografía infernal. La maldita instantánea había sido demasiado fiel, aunque no podía mostrar el pleno horror que subyacía en la gigantesca entidad. El torso globular.., la burbujeante sugerencia de cabeza... los tres ojos de pescado... la larga trompa... las agallas protuberantes... el monstruoso pelaje de ventosas como áspides... los seis sinuosos miembros con sus patas negras y pinzas de cangrejo... ¡Dios!, ¡la familiaridad de la pata negra rematada en una pinza de cangrejo!...

La sonrisa de Orabona era completamente condenable. Jones se atragantó y observó fijamente la odiosa exhibición con creciente fascinación que le aturdía y le perturbaba. ¿Qué entrevisto horror le sumía y le obligaba a mirar más y buscar detalles. Eso había vueko loco a Rogers... Rogers, supremo artista... decía que no eran artificiales. Luego vio lo que le perturbaba. Era la aplastada y caída cabeza de cera de la víctima, y lo que insinuaba. Su rostro no estaba totalmente destruido y era familiar. Era como el enloquecido semblante del pobre Rogers. Jones observó más de cerca, sin saber del todo qué le impulsaba. ¿No era natural en un enloquecido ególatra moldear sus sus propias facciones en su obra maestra? ¿Había algo más que la subconsciente visión había sumido y suprimido bajo el efecto del puro terror?

La cera del rostro mutilado había sido moldeada con destreza increíble. Aquella incisiones... ¡cuán perfectamente reproducían la minada de heridas que algo infligiera a aquel pobre perro! Pero había algo más. En la mejilla derecha podía distinguirse una irregularidad que desentonaba con el aspecto general... como si el autor hubiera tratado de cubrir un defecto de su primer modelo. Cuanto más lo miraba Jones, más misterioso y horrible le parecía... luego, bruscamente, recordó algo que le llenó de horror. Aquella espantosa noche... la lucha... el demente atado... y el largo y profundo arañazo en la mejilla izquierda del verdadero Rogers...

Jones, soltando la desesperada presa del pasamanos, cayó en un profundo desvanecimiento.

Orabona seguía sonriendo...





H.P. Lovecraft y Hazel Heald.