¡Ahogada! ¡Ahogada!
Hamlet.
Hamlet.
¡Una infortunada más, cansada ya de respirar, temeraria e impaciente que se fue a la muerte!
¡Tomadla con ternura, levantadla con cuidado: tan frágil, tan joven, tan bonita!
Mirad su vestido, pegado al cuerpo como un sudario, mientras el agua gotea sin cesar de sus ropas. ¡Levantadla en seguida, con amor, sin repugnancia!
No la consideréis despectivamente, pensad con dolor en ella, dulce y humanamente, no en sus máculas: todo cuanto queda de ella es ya pura mujer.
No escudriñéis muy hondo su rebelión irreflexiva y culpable; más allá del deshonor, la muerte ha dejado en ella sólo lo hermoso.
A pesar de sus errores, es de la raza de Eva, limpiad el cieno viscoso que mancha sus labios; recoged sus cabellos gruesos y rizados, sus hermosos cabellos castaños, mientras os preguntáis perplejos dónde estaría su hogar.
¿Quién sería su padre? ¿Quién su madre? ¿Tendría una hermana? ¿Tendría un hermano? ¿O habría alguno todavía más querido, alguien más cercano que todos los demás?
¡Ay, que extraña es la caridad cristiana en este mundo! ¡En una ciudad rebosante de gentes, ni un hogar que llamar propio!
Hermanas, hermanos, padre, madre: ¡Qué cambiados sus sentimientos hacia todos! El amor, toscamente derribado ante sus ojos, y hasta la providencia de Dios, ausente ya y ajena.
A la luz de los faroles que allí parpadean en lo hondo del río, con tantas ventanas iluminadas desde el desván hasta el sótano, sólo ella, trémula y confusa en medio de la noche, carecía de albergue.
El tórrido viento de marzo la hacía estremecer y tiritar; no, no era el gran arco oscuro del puente, ni el tenebroso río que corría debajo: enloquecida por la historia de la vida, jubilosa ante el misterio de la muerte, pronta a lanzarse en ella... ¡A cualquier parte, a cualquier sitio fuera del mundo!
Se arrojó temerariamente. ¡Qué importaba que el agua estuviese tan fría!... ¡Piensa en esa agua, hombre disoluto: imagínala, sumérgete en ella, lávate en ella, bébela, si es que puedes!
¡Tomadla con ternura, levantadla con cuidado; tan frágil, tan joven, tan bonita!
Antes de que sus helados miembros se pongan demasiado rígidos, dulcemente, bondadosamente, disponedlos con decoro y cerrad esos ojos abiertos que observan tan fijos.
Que miran tan terriblemente a través del légamo impuro, igual que cuando miraban con la última vista inexorable de la desesperación fija en el futuro.
Muerte sombría, a ella empujada por la glacial y tenaz indiferencia humana, por la frenética demencia de los hombres: cruzad modestamente sus manos sobre su seno, como si orasen en silencio; reconoced sus flaquezas, su mal conducta, y dejad humildemente sus pecados a su Salvador.
El Puente de los Suspiros de Thomas Hood (1799 – 1845).
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