¿Dónde se detiene la adorable,
La salvaje mujer blanca, mortal para el hombre?
Nunca han cedido sus cuellos bajo el yugo,
Ellas habitaban solas cuando surgió la mañana
Y el tiempo comenzó.
Son más altas que el hombre, cálidas,
Y sus mejillas siempre fueron pálidas.
Los tigres en sus guaridas acechaban,
El halcón colgando del cielo azul
Anhelaba con destrozarlas.
El mortal abismo ha soltado su mano nerviosa,
Más fuerte que toda nuestra voluntad,
Mano de forma ciclópea, beata, tallada en hierro;
Y cuando lucha, las salvajes mujeres blancas lloran
El tormentoso lamento de la guerra.
Sus palabras no son como las nuestras,
Si el hombre pudiese pasearse entre las olas
Del océano cuando rompen, y oírlas,
Escuchar el lenguaje perdido de la nieve
Cayendo en lúgubres torrentes,
Entonces conocerían la lengua olvidada.
Como la luz más pura, así son ellas;
Jamás han pecado,
Pero cuando los rayos del fuego eterno
Queman el horizonte, sus trenzas son desatadas,
Y en alas del viento occidental danzan sus ropas,
Barridas por el Deseo.
Mira, de doncellas nacen damas,
Y fuertes niños de las damas y la brisa,
Los sueños no son (en la gloria del día,
Vista a través de las puertas de marfil)
Más justos que estos.
Nadie encontrará sus hogares nobles,
Pues a la sombra primaveral del roble,
En la penumbra del oscuro bosque se ocultan.
Una de nuestra raza, perdida en el claro,
Vió con ojos humanos a la Dama Blanca,
Y mirando, murió.
Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)
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