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La Ciudad sin Nombre de H.P. Lovecraft


La Ciudad sin Nombre (The Nameless City) es un relato de terror del escritor estadounidense H.P. Lovecraft, en este empeso con sus aventuras de los mitos de Cthulhu









The Nameless City; H.P. Lovecraft (1890-1937)

Al acercarme a la ciudad sin nombre supe que estaba maldita. Cruzaba un valle terrible y reseco bajo la luna, y la vi en la distancia emergiendo misteriosamente de las arenas, como brota parcialmente un cadáver de una sepultura deshecha. El miedo balbuceaba desde las piedras erosionadas de esta superviviente del diluvio, de esta abuela de la más antigua pirámide; y un aura imperceptible me repelía y me conminaba a retroceder ante antiguos y siniestros secretos que ningún hombre debía ver, ni nadie se habría atrevido a examinar.

Perdida en el desierto de Arabia se halla la ciudad sin nombre, ruinosa y desmembrada, con sus bajos muros semienterrados en las arenas. Así debía de encontrarse ya, antes de que pusieran las primeras piedras de Menfis, y cuando aun no se habían cocido los ladrillos de Babilonia. No hay leyendas tan antiguas que recojan su nombre; pero se habla de ella temerosamente alrededor de las fogatas, y las abuelas susurran sobre ella también en las tiendas de los jeques, de forma que todas las tribus la evitan sin saber muy bien la razón. Esta fue la ciudad con la que el poeta loco Abdul Alhazred soñó la noche antes de cantar su dístico inexplicable:

No está muerto lo que yace eternamente
y con el paso de los evos, incluso la muerte puede morir.

Yo debía saber que los árabes tenían sus razones para evitar la ciudad sin nombre, la ciudad de la que se habla en relatos extraños, pero que no ha visto ningún hombre vivo; sin embargo, desafiándolos, penetré en el desierto inexplorado con mi camello. Sólo yo la he visto, y por eso no existe en el mundo otro rostro que ostente las espantosas arrugas que el miedo ha marcado en el mío, ni se estremezca de forma tan horrible cuando el viento de la noche hace retemblar las ventanas. Cuando la descubrí, en la espantosa quietud del sueño interminable, me miró estremecida por los rayos de una luna fría en medio del calor del desierto. Y al devolverle yo su mirada, olvidé el júbilo de haberla descubierto, y me detuve con mi camello a esperar que amaneciera.

Cuatro horas esperé, hasta que el oriente se volvió gris, se apagaron las estrellas, y el gris se convirtió en una claridad rosácea orlada de oro. Oí un gemido, y vi que se agitaba una tormenta de arena entre las piedras antiguas, aunque el cielo estaba claro y las vastas extensiones del desierto permanecían en silencio. Y de repente, por el borde lejano del desierto, surgió el canto resplandeciente del sol, a través de una tormenta de arena; y en mi estado febril imaginé que de alguna remota profundidad brotaba un estrépito de música metálica saludando al disco de fuego como Memnon lo saluda desde las orillas del Nilo. Y me resonaban los oídos, y me bullía la imaginación, mientras conducía mi camello lentamente por la arena hasta aquel lugar innominado; lugar que, de todos los hombres vivientes, únicamente yo he llegado a ver.

Y vagué entre los cimientos de las casas y de los edificios, sin encontrar relieves ni inscripciones que hablasen de los hombres -si es que fueron hombres- que habían construido esta ciudad y la habían habitado hacía tantísimo tiempo. La antigüedad del lugar era malsana, por lo que deseé fervientemente descubrir algún signo o clave que probara que había sido hecha efectivamente por los hombres. Había ciertas dimensiones y proporciones en las ruinas que me producían desasosiego. Llevaba conmigo muchas herramientas, y cavé entre los muros de los edificios; pero mis progresos eran lentos. Cuando la noche y la luna volvieron otra vez, el viento frío me trajo un nuevo temor. Y al salir de los antiguos muros para descansar, una tormenta de arena se levantó detrás, soplando entre las piedras grises, a pesar de que brillaba la luna, y casi todo el desierto permanecía inmóvil.

Al amanecer desperté de una cabalgata de horribles pesadillas, y me resonó en los oídos como un golpe metálico. Vi asomar el sol rojizo entre las últimas ráfagas de una pequeña tormenta de arena que flotaba sobre la ciudad sin nombre, haciendo más patente la quietud del paisaje. Una vez más, me interné en las lúgubres ruinas que abultaban bajo las arenas como un ogro bajo su sábana, y de nuevo cavé en vano en busca de reliquias de la olvidada raza. A mediodía descansé, y dediqué la tarde a señalar los muros, las calles olvidadas y los contornos de los casi desaparecidos edificios. Observe que la ciudad había sido efectivamente poderosa, y me pregunté cuáles pudieron ser los orígenes de su grandeza. Me representaba el esplendor de una edad tan remota que Caldea no podría recordarla, y pensé en Sarnath la Predestinada, ya existente en la tierra de Mnar cuando la humanidad era todavía joven, y en Ib, excavada en la piedra gris antes de la aparición de los hombres.

De golpe llegué a un sitio donde la roca del subsuelo emergía de la arena formando un bajo acantilado y vi con alegría lo que parecía prometer nuevos vestigios del pueblo antediluviano. Toscamente talladas en la cara del acantilado, aparecían las inequívocas fachadas de varios edificios pequeños o templos, cuyos interiores conservaban quizá numerosos secretos de edades incalculablemente remotas; aunque las tormentas de arena habían borrado hacía tiempo los relieves que sin duda exhibieron en su exterior.

Las oscuras aberturas eran muy bajas y estaban tapadas por las arenas; pero limpié una de ellas con la pala y me introduje a gatas, llevando una antorcha que me revelase los misterios que hubiese. Una vez en el interior, vi que la caverna era efectivamente un templo, y descubrí claros signos de la raza que había vivido y practicado su religión antes de que el desierto fuese desierto. No faltaban altares primitivos, pilares y nichos, todo singularmente bajo; y aunque no veía esculturas ni frescos, había muchas piedras extrañas, claramente talladas en forma de símbolos por algún medio artificial. Era muy extraña la baja altura de la cámara cincelada, ya que apenas me permitía estar de rodillas; pero el recinto era tan grande que la antorcha revelaba una parte solamente. Algunos de los últimos rincones me producían temor; ya que determinados altares y piedras sugerían olvidados ritos de naturaleza repugnante e inexplicable que hicieron que me preguntase qué clase de hombres podían haber construido y frecuentado semejante templo. Cuando hube visto todo lo que contenía el lugar, salí gateando otra vez, ansioso por averiguar lo que pudieran revelarme los templos.

La noche caía pero las cosas tangibles que había visto hacían que mi curiosidad fuese más fuerte que el miedo, y no huí de las largas sombras lunares que me habían intimidado la primera vez que vi la ciudad sin nombre. En el ocaso, limpié otra abertura; y encendiendo una nueva antorcha me introduje por ella, y descubrí más piedras y símbolos enigmáticos; pero todo era tan vago como en el otro templo. El recinto era igual de bajo, aunque bastante menos amplio, y terminaba en un estrecho pasadizo en el que había oscuras y misteriosas hornacinas. Y me encontraba examinando estas hornacinas cuando el ruido del viento y mi camello turbaron la quietud, y me hicieron salir a ver qué había asustado al animal.

La luna brillaba sobre las ruinas, iluminando una nube de arena que parecía producida por un viento fuerte, aunque decreciente, que soplaba desde algún lugar del acantilado que tenía ante mí. Sabía que era este viento frío y arenoso lo que había inquietado al camello, y estaba a punto de llevarlo a un lugar más protegido, cuando alcé los ojos por casualidad y vi que no soplaba viento alguno en lo alto del acantilado. Esto me dejó asombrado, y me produjo temor otra vez; pero inmediatamente recordé los vientos locales y súbitos que había observado anteriormente durante el amanecer y el crepúsculo, y pensé que era normal. Supuse que provenía de alguna grieta de la roca, y me puse a observar el remolino de arena a fin de localizar su origen; no tardé en descubrir que salía de un orificio negro de un templo bastante más al sur de donde yo estaba, casi fuera de mi vista. Eché a andar contra la nube sofocante de arena, en dirección a dicho templo, y al acercarme descubrí que era más grande que los demás, y que su entrada estaba bastante menos obstruida de arena dura. Habría entrado, de no ser por la terrible fuerza de aquel viento frío que casi apagaba mi antorcha. Brotaba furioso por la oscura puerta suspirando misteriosamente mientras agitaba la arena y la esparcía por entre las espectrales ruinas. Poco después empezó a amainar, y la arena se fue aquietando poco a poco, hasta que finalmente todo quedo inmóvil otra vez; pero una presencia parecía acechar entre las piedras fantasmales de la ciudad, y cuando alcé los ojos hacia la luna, me pareció que temblaba como si se reflejara en la superficie de unas aguas trémulas. Me sentía más asustado de lo que podía explicarme, aunque no lo bastante como para reprimir mi sed de prodigios; así que tan pronto como el viento se calmó, crucé el umbral y me introduje en el oscuro recinto de donde había brotado el viento.

Este templo, como había imaginado desde el exterior, era el más grande de cuantos había visitado hasta el momento; probablemente era una caverna natural, ya que lo recorrían vientos que procedían de alguna región interior. Aquí podía estar completamente de pie; pero vi que las piedras y los altares eran tan bajos como los de los otros templos. En los muros y en el techo observé por primera vez vestigios del arte pictórico de la antigua raza, curiosas rayas onduladas hechas con una pintura que casi se había borrado o descascarillado; y en dos de los altares vi con creciente excitación un laberinto de relieves curvilíneos bastante bien trazados. Al alzar en alto la antorcha, me pareció que la forma del techo era demasiado regular para que fuese natural, y me pregunté qué prehistóricos escultores habrían trabajado en este lugar. Su habilidad técnica debió de ser inmensa.

Luego, una súbita llamarada de la caprichosa antorcha me reveló lo que había estado buscando: el acceso a aquellos abismos más remotos de los que había brotado el inesperado viento; sentí un desvanecimiento al descubrir que se trataba de una puerta pequeña, artificial, cincelada en la sólida roca. Metí la antorcha por ella, y vi un túnel negro de techo bajo y abovedado que se curvaba sobre un tramo descendente de toscos escalones, muy pequeños, numerosos y empinados. Siempre veré esos peldaños en mis sueños, ya que llegué a saber lo que significaban. La cabeza me daba vueltas, agobiada por locos pensamientos, y parecieron llegarme flotando las advertencias de los profetas, a través del desierto, desde las tierras que los hombres conocen a la ciudad sin nombre que no se atreven a conocer. Vacilé un momento, antes de cruzar el umbral y empezar a bajar por el empinado pasadizo.

Sólo en los terribles desvaríos de la droga o del delirio puede un hombre haber efectuado un descenso como el mío. El estrecho pasadizo bajaba interminable como un pozo espantosamente fantasmal, y la antorcha no alcanzaba a iluminar las ignoradas profundidades. Perdí la noción de las horas y olvidé consultar mi reloj, aunque me asusté al pensar en la distancia que debía de estar recorriendo. Había giros y cambios de pendiente; una de las veces llegué a un corredor largo, bajo y horizontal, donde tuve que arrastrarme por el suelo rocoso con los pies por delante, sosteniendo la antorcha cuanto daba de sí la longitud de mi brazo. No había altura suficiente para permanecer de rodillas. Después, me encontré con otra escalera empinada, y seguí bajando interminablemente mientras mi antorcha se iba debilitando poco a poco, hasta que se apagó. Creo que no me di cuenta en ese momento, porque cuando lo noté, aún la sostenía por encima de mí como si me siguiera alumbrando. Me tenía completamente trastornado esa pasión por lo extraño y lo desconocido que me había convertido en un errabundo en la tierra y un frecuentador de lugares remotos, antiguos y prohibidos.

En la oscuridad, me venían al pensamiento súbitos fragmentos de mi amado tesoro de saber demoníaco: frases del árabe loco Alhazred, párrafos de las pesadillas apócrifas de Damascius, y sentencias infames del delirante Image du Monde de Gauthier de Metz. Repetía citas extrañas y murmuraba cosas sobre Afrasiab y los demonios que bajaban flotando con él por el Oxus; más tarde, recité una y otra vez la frase de uno de los relatos de Lord Dunsany: La sorda negrura del abismo. En una ocasión en que el descenso se volvió asombrosamente pronunciado, repetí con voz monótona un pasaje de Tomás Moro, hasta que tuve miedo de recitarlo más:

Un pozo de tinieblas, negro
como un caldero de brujas, lleno
De drogas lunares en eclipse destiladas
Al inclinarme a mirar si podía bajar el pie
Por ese abismo, vi, abajo,
Hasta donde alcanzaba la mirada,
Negras Paredes lisas como el cristal
Recién acabadas de pulir,
Y con esa negra pez que el Trono de la Muerte
Derrama por sus bordes viscosos.

El tiempo había dejado de existir cuando mis pies tocaron nuevamente un suelo horizontal, y llegué a un recinto más alto que los dos templos anteriores. No podía ponerme pararme, pero podía enderezarme arrodillado; y en la oscuridad, me arrastré y gateé de un lado para otro al azar. Noté que me encontraba en un estrecho pasadizo en cuyas paredes se alineaban numerosos estuches de madera con el frente de cristal. El descubrir en semejante lugar paleozoico y abismal objetos de cristal y madera pulimentada me produjo un estremecimiento, dadas sus posibles implicaciones. Al parecer, los estuches estaban ordenados a lo largo del pasadizo a intervalos regulares, y eran oblongos y horizontales, espantosamente parecidos a ataúdes por su forma y tamaño. Cuando traté de mover uno o dos, a fin de examinarlos, descubrí que estaban firmemente sujetos.

Comprobé que el pasadizo era largo y seguí adelante con rapidez, emprendiendo una carrera a cuatro patas que habría parecido horrible de haber habido alguien observándome en la oscuridad; de vez en cuando me desplazaba a un lado y a otro para palpar mis alrededores y cerciorarme de que los muros y las filas de estuches seguían todavía. El hombre está tan acostumbrado a pensar visualmente que casi me olvidé de la oscuridad, representándome el interminable corredor monótonamente cubierto de madera y cristal como si lo viese. Y entonces, en un instante de indescriptible emoción, lo vi.

No sé exactamente cuándo lo imaginado se fundió a la visión real; pero surgió gradualmente un resplandor delante de mí, veía los oscuros contornos del corredor y los estuches a causa de alguna desconocida fosforescencia subterránea. Durante un momento todo fue como lo había imaginado, ya que era muy débil la claridad; pero al avanzar hacia la luz cada vez más fuerte, descubrí que lo que yo había imaginado era demasiado débil. Esta sala no era una reliquia rudimentaria como los templos de arriba, sino un monumento de un arte de lo más magnífico y exótico. Ricos y vívidos y atrevidamente fantásticos dibujos y pinturas componían una decoración mural continua cuyas líneas y colores superarían toda descripción. Los estuches eran de una madera extrañamente dorada, con un frente de exquisito cristal, y contenían los cuerpos momificados de unas criaturas que superarían en grotesca fealdad los sueños más caóticos del hombre.

Es imposible dar una idea de estas monstruosidades. Era de naturaleza reptil con unos rasgos corporales que unas veces recordaban al cocodrilo, otras a la foca, pero más frecuentemente a seres que el naturalista y el paleontólogo no han conocido jamás. Tenían más o menos el tamaño de un hombre bajo, y sus extremidades anteriores estaban dotadas de unas zarpas delicadas claramente parecidas a las manos y los dedos humanos. Pero lo más extraño de todo eran sus cabezas, cuyo contorno transgredía todos los principios biológicos conocidos. No hay nada a lo que aquellas criaturas se pueda comparar con propiedad. Pensé en seres tan diversos como el gato, el perro dogo, el mítico sátiro y el ser humano. Ni el propio Júpiter tuvo una frente tan enorme y protuberante; sin embargo, los cuernos, la carencia de nariz y la mandíbula de caimán, les situaba fuera de toda categoría establecida. Durante un rato dudé de la realidad de las momias, casi inclinándome a suponer que se trataba de ídolos artificiales; pero no tardé en convencerme de que eran efectivamente especies paleógenas que habían existido cuando la ciudad sin nombre estaba viva. Como para rematar el carácter grotesco de sus naturalezas, la mayoría estaban suntuosamente vestidas con tejidos costosos y lujosamente cargadas de adornos de oro, joyas y metales brillantes y desconocidos.

La importancia de estas criaturas debió de ser inmensa, ya que estaban en primer término, entre los extravagantesrepresentada era alegórica, revelando quizá el progreso de la raza que las adoraba. Estas criaturas, me decía, debían de ser para los habitantes de la ciudad sin nombre lo que fue la loba para Roma, o los animales totémicos para una tribu de indios.

Siguiendo esta teoría, pude descifrar una épica asombrosa de la ciudad sin nombre: la crónica de una poderosa metrópoli costera que gobernó el mundo antes de que África surgiera de las olas, y de sus luchas cuando el mar se retiró y el desierto invadió el fértil valle que la mantenía. Vi sus guerras y sus triunfos, sus tribulaciones y derrotas, y después, su terrible lucha contra el desierto, cuando miles de sus habitantes -representados aquí alegóricamente como grotescos reptiles- se vieron empujados a abrirse camino hacia abajo, excavando la roca de alguna forma prodigiosa, en busca del mundo del que les habían hablado sus profetas. Todo era misteriosamente vívido y realista; y su conexión con el impresionante descenso que yo había efectuado era inequívoco. Incluso reconocía los pasadizos.

Al avanzar por el corredor hacia la luz, vi nuevas etapas de la épica: la despedida de la raza que había habitado la ciudad sin nombre y el valle hacía unos diez millones de años; la raza cuyas almas se negaban a abandonar los escenarios que sus cuerpos habían conocido durante tanto tiempo, en los que se habían asentado como nómadas durante la juventud de la tierra, tallando en la roca virgen aquellos santuarios en los que no habían dejado de practicar sus cultos religiosos. Ahora que había más luz, pude examinar las pinturas con más detenimiento; y recordando que los extraños reptiles debían de representar a los hombres desconocidos, pensé en las costumbres imperantes en la ciudad sin nombre. Había muchas cosas inexplicables. La civilización, que incluía un alfabeto escrito, había llegado a alcanzar, al parecer, un grado superior al de aquellas otras inmensamente posteriores de Egipto y de Caldea; aunque noté omisiones singulares. Por ejemplo, no pude descubrir ninguna representación de la muerte o de las costumbres funerarias, salvo en las escenas de guerra, de violencia o de plagas; así que me preguntaba por qué esta reserva respecto de la muerte natural. Era como si hubiesen abrigado un ideal de inmortalidad como una ilusión esperanzadora.

Más cerca del final del pasadizo había escenas de máximo exotismo y extravagancia: vistas de la ciudad sin nombre que ahora contrastaban por su despoblación y su creciente ruina, y de un extraño y nuevo reino paradisíaco hacia el que la raza se había abierto camino con sus cinceles. En estas perspectivas, la ciudad y el valle desierto aparecían siempre a la luz de la luna, con un halo dorado flotando sobre los muros derruidos y revelando la espléndida perfección de los tiempos anteriores, espectralmente insinuada por el artista. Las escenas paradisíacas eran casi demasiado extravagantes para que resultaran creíbles, retratando un mundo oculto de luz eterna, lleno de ciudades gloriosas y de montes y valles etéreos. Al final, me pareció ver signos de un anticlímax artístico. Las pinturas se volvieron menos hábiles y mucho más extrañas, incluso, que las más disparatadas de las primeras. Parecían reflejar una lenta decadencia de la antigua estirpe, a la vez que una creciente ferocidad hacia el mundo exterior del que les había arrojado el desierto. Las formas de las gentes -siempre simbolizadas por los reptiles sagrados- parecían ir consumiéndose gradualmente, aunque su espíritu, al que mostraban flotando por encima de las ruinas bañadas por la luna, aumentaba en proporción. Unos sacerdotes flacos, representados como reptiles con atuendos ornamentales, maldecían el aire de la superficie y a cuantos seres lo respiraban; y en una terrible escena final se veía a un hombre de aspecto primitivo -quizá un pionero de la antigua Irem, la Ciudad de los Pilares-, en el momento de ser despedazado por los miembros de la raza anterior. Recuerdo el temor que la ciudad sin nombre inspiraba a los árabes, y me alegré de que más allá de este lugar, los muros grises y el techo estuviesen desnudos de pinturas.

Mientras contemplaba el cortejo de la historia mural, me fui acercando al final del recinto de techo bajo, hasta que descubrí una entrada de la cual subía la luminosa fosforescencia. Me arrastré hasta ella, y dejé escapar un alarido de asombro; pues en vez de descubrir nuevas cámaras, me asomé a un ilimitado vacío de uniforme resplandor, como supongo que se vería desde la cumbre del monte Everest, al contemplar un mar de bruma iluminada por el sol. Detrás de mí había un pasadizo tan angosto que no podía ponerme de pie; delante, tenía un infinito de subterránea refulgencia.

Del pasadizo al abismo descendía un tramo de escaleras -de peldaños pequeños y numerosos, como los de los oscuros pasadizos que había recorrido-; aunque unos pies más abajo los ocultaban los vapores luminosos. Abatida contra el muro de la izquierda, había abierta una pesada puerta de bronce, increíblemente gruesa y decorada con fantásticos bajorrelieves, capaz de aislar todo el mundo interior de luz, si se cerraba, respecto de las bóvedas y pasadizos de roca. Miré los peldaños, y de momento, me dio miedo descender por ellos. Tiré de la puerta de bronce, pero no pude moverla. Luego me tumbé boca abajo en el suelo de losas, con la mente inflamada en prodigiosas reflexiones que ni siquiera el mortal agotamiento podía disipar.

Mientras estaba tendido, con los ojos cerrados y pensando libremente, me volvieron a la conciencia muchos detalles que había observado de pasada en los frescos con un significado nuevo y terrible; escenas que representaban la ciudad sin nombre en su esplendor, la vegetación del valle que la rodeaba, y las tierras distantes con las que sus mercaderes comerciaban. La alegoría de las criaturas reptantes me desconcertaba por su universal distinción, y me asombraba que se conservase con tanta insistencia en una historia de tal importancia. En los frescos se representaba la ciudad sin nombre guardando la debida proporción con los reptiles. Me preguntaba cuáles serían sus proporciones reales y su magnificencia, y medité un momento sobre determinadas peculiaridades. Me parecía extraña la poca altura de los templos primordiales y del corredor del subsuelo, tallado indudablemente por deferencia a las deidades reptiles que ellos adoraban; aunque, evidentemente, obligaban a los adoradores a reptar. Quizá los mismos ritos comportaban esta imitación de las criaturas adoradas. Sin embargo, ninguna teoría religiosa podía explicar por qué los pasadizos horizontales que se intercalaban en ese espantoso descenso eran tan bajos como los templos... o más, puesto que no era posible permanecer siquiera de rodillas. Al pensar en las criaturas reptiles, cuyos espantosos cuerpos momificados tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo sobresalto de terror. Las asociaciones de la mente son muy extrañas; y me encogí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primordial.

Pero en mi errabunda existencia, el asombro siempre se imponía a mis temores; pues el abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No me cabía duda de que al pie de aquella escalera de peldaños pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los recuerdos humanos que las pinturas del corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta región inferior, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban.

Mis temores se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el horror de mi situación en aquel corredor de reptiles muertos y frescos antediluvianos, millas por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía compararse con el miedo que sentía ante la abismal antigüedad del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos mapas de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre estas vívidas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias habían mantenido una vigilia muda y abandonada.

De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo terror que de cuando en cuando me asaltaba desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la luna; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a mí mismo incorporándome y mirando hacia el corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por la noche. Un momento después, sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas profundidades sepulcrales. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo y no tardó en resonar de forma espantosa. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio, porque instantáneamente recordé las súbitas ráfagas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para amanecer, así que me preparé para resistir el vendaval que regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi miedo disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las elucubraciones sobre lo desconocido.

Cada vez entraba con más violencia el viento de la noche, precipitándose en el abismo. Me dejé caer de nuevo boca abajo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que me iba deslizando hacia el abismo, me asaltaron mil terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vindicativa tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final, creo que grité frenéticamente -casi enloquecido-; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal de espíritus aulladores. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inexorablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:

No está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de los evos, incluso la muerte puede morir.

Sólo los ceñudos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió en realidad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué Abaddón me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o algo peor me reclame. Fue monstruoso, inmenso, antinatural... muy lejos de cuanto el hombre pueda concebir, salvo en las primeras horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.

He dicho que la furia del viento era infernal y que sus voces eran espantosas a causa de una perversidad reprimida durante eternidades de desolación. Luego, estas voces, aunque delante de mí seguían siendo caóticas, imaginó mi cerebro enfebrecido que adoptaban forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables evos, leguas debajo del mundo diurno de los hombres, oí horribles maldiciones y gruñidos de demonios de extrañas lenguas. Al volverme, vi recortarse contra el éter luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda pesadillesca de seres que se precipitaban, de demonios semitransparentes distorsionados por el odio, grotescamente ataviados, y pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir: la de las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre.

Cuando se calmó el viento, me envolvió la negrura más absoluta de las entrañas de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la gran puerta de bronce se cerró de golpe con un estruendo ensordecedor de música metálica cuyos ecos ascendieron hasta el mundo distante para saludar al sol naciente, como lo saluda Memnón desde las orillas del Nilo.

H.P. Lovecraft (1890-1937)

Luces Antiguas de Algernon Blackwood



Luces Antiguas (Ancient Lights) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.







Ancient Lights; Algernon Blackwood (1869-1951)

Desde Southwater, donde se detuvo del tren, el camino corría recto hacia poniente. Eso lo sabía, confiaba en la suerte, ya que era uno de esos vagabundos impenitentes que odian preguntar. Tenía ese instinto, y habitualmente le funcionaba bastante bien. -Una milla o poco más en dirección oeste por el camino arenoso, hasta llegar a un paso de cerca a la derecha; desde ahí cruza a campo traviesa. Verá el edificio rojo justo delante de usted- Echó una mirada, otra vez, a las instrucciones de la postal, y nuevamente trató de descifrar la frase borrada. En vano. Había sido tachada con tanta precaución que no quedaba una sola palabra legible. Las frases tachadas en una carta son siempre fascinantes. Se preguntó qué sería lo que había tenido que borrar con tanto cuidado.

La tarde era tormentosa, con un viento que aullaba desde el mar, barriendo los bosques de Sussex. Unas nubes espesas, redondas y pesadas, chocaban en los espacios abiertos del cielo azul. A lo lejos, la línea de montes recorría el horizonte como una ola inminente. Chanctonbury Ring parecía surcar su cresta como un barco veloz con el casco inclinado por el viento. Se quitó el sombrero y avivó el paso, aspirando el aire con placer y satisfacción. El camino estaba desierto: no se veían bicicletas, automóviles, o caballos; ni siquiera un carro de mercancías o un simple caminante. De todos modos, no habría preguntado el camino. Con la mirada atenta a la aparición del paso, caminaba pesadamente, mientras el viento sacudía la capa contra su rostro y rizaba los charcos azules del camino amarillento. Los árboles mostraban el pálido revés de sus hojas. Los helechos, la hierba nueva y alta, se inclinaban en una sola dirección. El día estaba lleno de vida, y había animación y movimiento en todas partes. Y para un agrimensor de Croydon recién llegado de su oficina, esto era como unas vacaciones en el mar.

Era un día de aventuras, y su corazón se elevaba para unirse a la Naturaleza. Su paraguas con aro de plata debía haber sido una espada; y sus zapatos, botas altas con espuelas en los talones. ¿Dónde se ocultaba el Castillo encantado y la Princesa de cabellos dorados como el sol? Su caballo...

De repente apareció el paso, y se frustró la aventura imaginaria. Volvió a aprisionarle su ropa. Era agrimensor, maduro, con un sueldo de tres libras a la semana, y venía de Croydon a estudiar los cambios que un cliente pensaba hacer en un bosque. Algo que proporcionase una mejor vista desde la ventana de su comedor. Al otro lado del campo, a una milla de distancia quizá, vio centellear al sol el rojo edificio, y mientras descansaba un momento en el paso, se puso a observar un bosque de robles y abedules a su derecha. ¡Ajá! -se dijo- así que ésta debe de ser la arboleda que quiere talar para mejorar la perspectiva. Veamos.- Había una valla, desde luego; pero tenía también un sendero tentador. -No soy un intruso –se dijo-: esto forma parte de mi trabajo.- Saltó dificultosamente por encima del alambre y se internó entre los árboles. Una pequeña vuelta le llevaría al campo otra vez.

Pero en el instante en que cruzó los primeros árboles el viento dejó de aullar y una quietud cayó sobre el mundo. Tan densa era la vegetación que el sol penetraba como manchas aisladas. El aire era pesado. Se secó la frente y se puso su sombrero de fieltro verde; pero una rama baja se lo volvió a quitar de un golpe. Al inclinarse, se enderezó una rama que había doblado y le dio en el rostro. Había flores en ambos lados del sendero; los helechos se curvaban en los rincones húmedos, y era dulce y rico el aroma a tierra y follaje. Hacía fresco allí. -Qué bosque más encantador-, pensó, bajando hacia un pequeño claro donde el sol aleteaba como una multitud de mariposas plateadas. ¡Cómo danzaba y palpitaba y revoloteaba! Se puso una flor azul oscuro en el ojal. Nuevamente, al incorporarse, el sombrero voló con el golpe una rama de roble. Esta vez no se lo volvió a poner. Balanceando el paraguas, siguió su camino con la cabeza descubierta, silbando alégremente. Pero el espesor de los árboles animaba poco a silbar; y parecieron enfriarse algo su alegría y su ánimo. De repente, se dio cuenta de que caminaba con cautela. La quietud del bosque era de lo más singular.

Hubo un susurro entre los helechos; algo saltó súbitamente al sendero, a unas diez yardas de él, se detuvo un instante, alzando la cabeza, y luego se zambulló otra vez en la maleza a la velocidad de una sombra. Se sobresaltó como un niño miedoso, y un segundo después se rió de que un mero faisán le hubiese asustado. Oyó un traqueteo de ruedas a lo lejos, en el camino; y, sin saber por qué, le resultó grato ese ruido. -El carro del viejo carnicero-, se dijo. Entonces notó que iba en dirección equivocada y que, no sabía cómo, había dado media vuelta. Porque el camino debía quedar detrás de él, no delante.

Se introdujo apresuradamente por otro estrecho claro que se perdía en el verdor. -Esta es la dirección, por supuesto -se dijo-; me han debido de distraer los árboles- y de repente descubrió que estaba junto al alambre que había saltado para ingresar. Había caminado en círculos. La sorpresa, aquí, se convirtió en desconcierto: vio a un hombre vestido de verde pardo, apoyado en la valla, dándose pequeños azotes en la pierna con una fusta. -Voy a casa del señor Lumley -explicó el caminante-. Este es su bosque, creo-, calló de repente; porque allí no había hombre alguno, sino que era un mero efecto de luz y sombra en el follaje. Retrocedió para reconstruir la ilusión, pero el viento agitaba demasiado las ramas, en el linde del bosque, y el follaje se negó a repetir la imagen. Las hojas susurraron de un modo extraño. En ese preciso momento se ocultó el sol, haciendo que el bosque adquiera un aspecto diferente. Y entonces se puso de manifiesto con cuánta facilidad puede sufrir engañarse la mente; porque le pareció que el hombre le contestaba, le hablaba -¿o fue sólo el rumor de las ramas?-; y que señalaba con la fusta un letrero clavado en el árbol más cercano. Aún le sonaban en el cerebro sus palabras; aunque, por supuesto, todo eran figuraciones suyas: -No, este bosque no es suyo. Es nuestro- Y además, algún gracioso del pueblo había cambiado el texto de la deteriorada tabla; porque ahora ponía con toda claridad: -Prohibido el paso-.

Y mientras el asombrado agrimensor leía el letrero, y dejaba escapar una risita, se dijo, pensando en la historia que iba a contar más tarde a su mujer y sus hijos: -Este condenado bosque ha intentado echarme. Pero voy a entrar otra vez. En realidad, ocupa un acre como máximo. No tengo más remedio que salir a campo abierto por el lado opuesto si sigo en línea recta-. Recordó su posición en la oficina. Tenía cierta dignidad que conservar.

La nube se apartó y la luz del sol salpicó toda clase de lugares insospechados. Seguía caminando en línea recta. Sentía una especie de turbación: esta forma en que los árboles cambiaban las luces en sombras le confundía evidentemente la vista. Para su alivio, surgió al fin un nuevo claro entre los árboles, revelándole el campo, y divisó el edificio rojo a lo lejos. Pero tenía que saltar primero un pequeño portón que había en el camino; y al trepar trabajosamente -dado que no quiso abirse-, tuvo la asombrosa sensación de que, debido a su peso, se desplazaba lateralmente en dirección al bosque. Era horrible. Hizo un esfuerzo ímprobo para saltar, antes de que le internase en los árboles; pero se le enredó un pie entre los barrotes y el paraguas, con tal fortuna que cayó al otro lado con los brazos abiertos, en medio de la maleza y las ortigas, y los zapatos trabados entre los dos primeros palos. Se quedó un momento en la postura de un crucificado boca abajo, y mientras forcejeaba para desembarazarse -los pies, los barrotes y el paraguas formaban una verdadera maraña-, vio pasar por el bosque, a toda prisa, al hombre de verde pardo. Iba riendo. Cruzó el claro, a unas cincuenta yardas de él; esta vez no estaba solo. A su lado iba un compañero igual que él. El agrimensor, nuevamente de pie, les vio desaparecer en la penumbra verdosa. -Son vagabundos-, se dijo, mortificado, furioso. Pero el corazón le latía terriblemente, y no se atrevió a expresar todo lo que pensaba.

Examinó el portón, convencido de que tenía algún truco; a continuación volvió a encaramarse a ella a toda prisa, sumamente desasosegado al ver que el claro ya no se abría hacia el campo, sino que torcía a la derecha. ¿Qué demonios ocurría? No andaba tan mal de la vista. De nuevo asomó el sol con todo su esplendor, y sembró el suelo del bosque de charcos plateados; y en ese mismo instante cruzó aullando una furiosa ráfaga de viento. Empezaron a caer gotas en todas partes, sobre las hojas, produciendo un golpeteo como de multitud de pisadas. El bosque entero se estremeció y comenzó a agitarse.

-¡Válgame Dios, ahora llueve!-, pensó el agrimensor; y al echar mano del paraguas, descubrió que lo había perdido. Volvió al portón y vio que se había caído al otro lado. Para su asombro, descubrió el campo al otro extremo del claro, y también la casa roja, iluminada por el sol del ocaso. Se echó a reír, entonces; porque, naturalmente, en su forcejeo con los barrotes se había dado la vuelta, había caído hacia atrás y no hacia adelante. Saltó el portón, con toda facilidad esta vez, y desanduvo sus pasos. Descubrió que el paraguas había perdido su aro de plata. Seguramente se le había enganchado en un pie, un clavo o lo que fuera, y lo había arrancado. El agrimensor echó a correr: estaba tremendamente nervioso.

Pero mientras corría, el bosque entero corría con él, en torno a él, de un lado para otro, desplazándose los árboles, plegando y desplegando las hojas, agitando sus troncos adelante y atrás, descubriendo espacios vacíos con sus ramas enormes, y volviéndolos a ocultar antes de que él pudiese verlos con claridad. Había ruido de pasos, y risas, y voces que gritaban, y una multitud de figuras congregadas a su espalda. El bosque hervía de movimiento y de vida. Naturalmente, era el viento, que producía en sus oídos el efecto de voces y risas, en tanto el sol y las nubes, al sumir el bosque alternativamente en sombras y en cegadora luz, generaban figuras. Pero no le gustaba, y corrió todo lo veloz que sus vigorosas piernas le permitieron. Estaba asustado. Ya no le parecía un percance para contarlo a su mujer y sus hijos. Corría como el viento. Sin embargo, sus pies no hacían ruido en la hierba blanda y musgosa.

Entonces, para su horror, vio que el claro se iba estrechando, que lo invadían la maleza y las ortigas, reduciéndolo a un sendero minúsculo, desapareciendo entre los árboles. Lo que no había logrado el portón, lo había conseguido este complicado claro: introducirle en la espesa muchedumbre de árboles.

Sólo cabía hacer una cosa: regresar, correr con todas sus fuerzas hacia la vida que venía a su espalda, que le seguía tan de cerca que casi le tocaba y le empujaba. Y eso fue lo que hizo con atropellada valentía. Parecía una temeridad. Se volvió con una especie de salto violento, la cabeza baja, los hombros sacados y las manos extendidas delante de la cara. Se lanzó: embistió como un ser acosado en dirección opuesta, por lo que ahora el viento le dio de cara.

¡Dios mio! El claro que había dejado atrás se había cerrado también: no había sendero alguno. Se dio la vuelta como un animal acorralado, buscó con los ojos un modo de escapar; buscó frenético, jadeante, aterrado. Pero el follaje le envolvía, las ramas le obstruían el paso; los árboles estaban inmóviles y juntos: no los agitaba el más leve soplo de aire; y el sol, en ese instante, se ocultó tras una gran nube negra. El bosque entero se volvió oscuro y silencioso. Le observó.

Quizá fue este efecto de súbita negrura lo que le impulsó a actuar de manera insensata, como si hubiese perdido el juicio. El caso es que, sin detenerse a pensar, se lanzó otra vez hacia los árboles. Tuvo la impresión de que le rodeaban y le sujetaban de manera asfixiante, y pensó que debía escapar a toda costa. Escapar, huir a la libertad del campo y el aire libre. Fue una reacción instintitva; y al parecer, embistió contra un roble que se había situado deliberadamente en el centro del sendero para detenerlo. Lo había visto desplazarse; siendo como era un profesional de la medición, acostumbrado al uso del teodolito y la cadena, tenía experiencia para saberlo. Cayó, vio las estrellas, y sintió que mil dedos minúsculos tiraban de sus manos y sus tobillos y su cuello. Sin duda se debía a las ortigas. Es lo que pensó más tarde. En ese momento le pareció diabólicamente intencionado.

Pero hubo otra ilusión extraordinaria para la que no encontró tan fácil explicación. Porque un instante despues, el bosque entero desfilaba ante él con un profundo susurro de hojas y risas, de miles de pies y de pequeñas, inquietas figuras; dos hombres vestidos de verde pardo le sacudieron enérgicamente, y abrió los ojos para descubrir que yacía en el prado junto al paso de cerca donde había comenzado su increíble aventura. El bosque estaba en su sitio de siempre, y le contemplaba al sol. Encima de él sonreía burlón el deteriorado letrero: -Prohibido el paso-.

Con la mente y el cuerpo trastornados, y bastante alterada su alma de empleado, el agrimensor echo a andar despacio a campo traviesa. Mientras caminaba, volvió a consultar las intrucciones de la tarjeta postal, y descubrió con estupor que podía leer la frase borrada pese a las tachaduras trazadas sobre ella: -Hay un atajo que cruza el bosque (el que quiero talar), si lo prefiere-. Aunque las tachaduras sobre si lo prefiere hacían que pareciese otra cosa: parecía decir, extrañamente, si se atreve.

-Ese es el bosquecillo que impide la vista de las lomas -explicó después su cliente, señalándolo desde el otro extremo del campo, y consultando el plano que tenía junto a él-. Quiero talarlo, y que se haga un camino así y así -indicó la dirección en el plano, con el dedo-. El Bosque Encantado lo llaman aún; es muchísimo más antiguo que esta casa. Vamos, señor Thomas; si está usted dispuesto, podemos ir a echarle una mirada...

Algernon Blackwood (1869-1951)

Los Sauces de Algernon Blackwood

 



Los Sauces (The Willows) es un relato de terror del escritor inglés Algernon Blackwood.






The Willows; Algernon Blackwood (1869-1951)

Tras dejar Viena, y mucho antes de Budapest, el Danubio entra en una región de soledad y desolación. Sus aguas se dispersan, se torna un pantano de millas y millas, cubierto por un vasto mar de bajos arbustos de sauce. En los grandes mapas, esta zona esta pintada de un azul pálido, que se torna cada vez más desvaído a medida que abandona los bancos; y sobre todo esto puede verse la palabra Sumpfe: marjales.

En época de inundaciones, estos bancos de guijarros e islas tupidas de sauces quedan casi enteramente sumergidos bajo el agua; pero en temporadas normales los arbustos se doblan y crujen al impulso de los vientos, mostrando sus hojas plateadas en una planicie de belleza desconcertante, eternamente agitada. Los sauces nunca alcanzan la dignidad de árboles, no tienen troncos rígidos, permanecen como humildes arbustos, con copas redondeadas y suaves siluetas, oscilando sobre delgados troncos que responden a la mínima presión del viento, flexibles como la hierba, y tan cambiantes que dan la impresión de que la planicie entera está animada y viviente. Porque el viento levanta olas que se alzan y se derraman, olas de hojas en lugar de olas de agua, verdes elevaciones como en el mar, hasta que las ramas se yerguen y se tuercen, y entonces las olas se tornan de un blancas, mostrando el reverso de las hojas bajo la luz del sol.

Alegre por deslizarse de las rígidas riberas, el Danubio vagabundea a su voluntad entre intrincadas redes de canales que se intersectan entre las islas, con amplias avenidas por las que el agua fluye con un sonido de aclamación, haciendo remolinos, vórtices de agua y espumantes rápidos; desgarrando los bancos de arena; arrastrando pedazos de la ribera y masas de sauces; y formando nuevas islas que cambian diariamente de tamaño y forma y que poseen, en el mejor de los casos, una vida precaria.

Esta fascinante porción de la vida del río comienza al abandonar Pressburg; y nosotros, en nuestra canoa canadiense con tienda gitana y utensilios de cocina a bordo, la alcanzamos en la cresta de una incipiente inundación de mediados de julio. Esa misma mañana, cuando la luz del sol se tornaba rojiza antes del amanecer, nos habíamos deslizado a través de Viena, aún durmiente, dejándola atrás un par de horas después como un mero parche de humo contra las colinas azules en el horizonte de Wienerwald; habíamos desayunado cerca de Fischeramend bajo un soto de abedules que rugían en el viento; y entonces habíamos bregado a través de la desgarradora corriente más allá de Orth, Hainburg, Petronell (la antigua Carnuntum romana de Marco Aurelio), y proseguido bajo las ceñudas alturas del Thelsen en una estribación de los Cárpatos donde el March se escabulle silenciosamente por la izquierda y se cruza la frontera entre Austria y Hungría.

El río nos hizo penetrar un buen tramo dentro de Hungría; y las aguas lodosas, signo seguro de inundación, nos hicieron encallar varias veces y atraparon nuestra canoa como si fuera un corcho en múltiples remolinos que aparecían eructando súbitamente, antes de que las torres de Pressburg (Poszony, en húngaro) fueran visibles en el cielo. Entonces, la canoa, saltando como un caballo fogoso, voló bajo las murallas grises, pasó confiadamente por la cadena hundida del ferry Fliegende Bruck, dio una agudo giro hacia la izquierda y se precipitó entre la espuma amarilla, hacia la soledad de islas, bancos de arena y tierras pantanosas que yacía adelante: la tierra de los sauces.

El cambio vino súbitamente. Penetramos vertiginosamente a la tierra de la desolación, y en menos de media hora ya no había botes ni cobertizos de pesca ni tejados rojos, ni señal alguna de civilización. La sensación de alejamiento del mundo humano, el completo aislamiento, la fascinación por ese singular mundo de sauces, vientos y corrientes arrojaron instantáneamente su hechizo sobre ambos. Y comentamos, entre risas, que forzosamente tendríamos que haber presentado alguna especie de pasaporte especial para ser admitidos, y que, de manera un tanto aventurada, habíamos penetrado sin pedir permiso en ese pequeño reino de maravilla y de magia; un reino que estaba reservado para el uso de otros, que a él tenían derecho, lleno de tácitas advertencias contra los intrusos, asequibles para aquellos que tuvieran la imaginación de descubrirlas.

Aunque la tarde se demoraba, los golpes incesantes del viento nos hicieron sentir agotados, y pronto buscamos un buen sitio para acampar durante la noche. Pero el carácter desconcertante de las islas hizo difícil el desembarco; la corriente nos arrastraba hacia la orilla y luego nos barría de nuevo, las ramas de las sauces desgarraban nuestras manos al intentar aferrarnos a ellas para detener la canoa, y arrojamos a la corriente más de un yarda de arena hasta que, al final, fuimos disparados por un potente golpe lateral del viento hacia un remanso del río y logramos encallar la proa en medio de una nube de espuma. Yacimos jadeando y riendo, después de nuestros afanes, sobre la arena templada y amarilla, protegida del viento, bajo el pesado ardor de un sofocante sol; un cielo azul sin nubes sobre nosotros, y una inmensa armada de danzantes y rugientes arbustos de sauce cercándonos por todos lados, brillantes de espuma y aleteando sus millares de pequeñas manos, como si aplaudieran nuestros esfuerzos.

-¡Vaya un río! -dijo mi compañero, pensando en todo el camino que habíamos recorrido desde su fuente en la Selva Negra, y en cómo él había estado obligado a bajar y empujar la canoa a través de los vados a principios de junio.

Yo me recosté a su lado, feliz y tranquilo ante la efusión de los elementos: agua, viento, arena, y la gran llama del sol, pensando en el largo viaje que aguardaba ante nosotros, y en el gran estrecho allá adelante antes de llegar al Mar Negro, y en cuán afortunado era de tener un amigo tan encantador y entrañable viajando a mi lado: el Sueco.

Habíamos realizado muchos viajes similares juntos; pero el Danubio, más que cualquier otro río, nos impresionó desde el inicio con su vivacidad. Desde su pequeña y burbujeante entrada al mundo entre las pinares de Donaueschingen, hasta el momento presente, en que comenzaba a jugar el gran juego fluvial que era ése irse perdiendo a sí mismo entre pantanos abandonados, sin ser visto, sin detenerse, había sido para nosotros como seguir el crecimiento de una criatura viva. Adormilado al principio, pero desarrollando más tarde violentos deseos al tiempo que cobraba consciencia de su alma profunda, el río rodaba; como una especie de gigantesca y fluida entidad, a través de todos los campos que habíamos cruzado, sosteniendo nuestra pequeña embarcación sobre sus poderosos hombros, jugando rudamente con ella algunas veces, y sin embargo siempre amigable y bien intencionado; hasta que al final habíamos llegado inevitablemente a considerarlo como un Gran Personaje.

¿Cómo podría ser de otra manera, dado que nos relataba tanto de su vida secreta? En las noches le oíamos cantar a la luna, murmurando esa extraña nota sibilante que le era peculiar, causada, según decían, por el rápido desgarramiento de los guijarros en su cauce, tan grande era su apresurada carrera. Conocíamos, también, la voz de sus gorgoteantes remolinos, que subían burbujeando súbitamente bajo superficies previamente aquietadas; el rugido de sus vados y su vertiginosos rápidos; sus seguro y constante fragor bajo todos esos sonidos superficiales; y ese desgarramiento incesante de sus aguas heladas sobre la ribera. ¡Cuánto se erguía y aullaba cuando las lluvias caían directamente sobre su superficie! ¡Y cómo rugía, riendo, cuando el viento soplaba a contracorriente tratando de frenar su creciente velocidad! Conocíamos todos sus sonidos y sus voces, sus escollos y su rabia, su innecesario salpicar contra los puentes; ese autoconsciente parloteo cuando había colinas a la vista; la afectada dignidad de su discurso cuando pasaba por los pequeños poblados, demasiado infatuado para reír; y todos esos débiles y dulces murmullos cuando el sol le sorprendía plenamente en alguna curva lenta y se derramaba sobre él hasta que se elevaba el vapor.

En sus inicios, antes de ser visible al mundo, estaba lleno de trampas también. Había lugares en las fuentes superiores entre los bosques, cuando los primeros murmullos de su destino aún no le habían alcanzado, donde optaba por desaparecer entre agujeros sobre el suelo, para aparecer de nuevo al otro lado de las porosas colinas de piedra caliza, e iniciar un nuevo río con un nombre distinto, dejando tan escasa agua sobre su propio cauce que teníamos que escalar y caminar por el agua y empujar la canoa a través de millas de vados. Y uno de sus principales placeres en esos precoces días de su irresponsable juventud era permanecer tranquilo, justo antes de que las pequeñas y turbulentas corrientes tributarias vinieran a unírsele desde los Alpes; y entonces negarse a acogerlas, y correr así por millas, lado a lado, bien marcada la línea divisoria, incluso distinguibles los niveles, el Danubio rehusándose absolutamente reconocer al recién llegado. Después de Passau abandonaba ese truco; porque entonces el Inn llega acompañado de un poder atronador imposible de ignorar, y tanto empuja e incomoda al río principal que difícilmente hay espacio para ambos en la larga y retorcida garganta que sigue, y el Danubio es empujado aquí y allá contra los riscos, y forzado a acelerar su marcha para llegar a tiempo, entre grandes olas y fango que salpican por todas lados. Y durante el combate nuestra canoa se deslizó de sus hombros a su pecho y padeció en medio del combate de las olas. Pero el Inn le enseña al viejo río una lección, y después de Passau ya no aspira a ignorar a los recién llegados.

Esto ocurrió muchos días atrás, y desde entonces hemos llegado a conocer otros aspectos de la gran criatura y, a través de las planicies bávaras cubiertas de avena en Straubing, bajo el llameante sol de junio, erró tan lentamente que sin dificultad podíamos imaginar que, a unas cuántas pulgadas superficiales, el agua agitada encerraba, como en un manto de seda, una armada completa de ondinas, que avanzaban bajo el mar, silenciosas e inadvertidas, muy pausadamente, para no ser descubiertas.

Perdonábamos a esa criatura por su amabilidad hacia las aves y animales que habitaban en la ribera. Cormoranes rayaban las orillas en lugares solitarios, alineados como pequeñas vallas negras; cuervos grises se amontonaban en los lechos de piedras; cigüeñas se erguían pescando en los espacios de aguas superficiales; y águilas, cisnes, y aves de pantano de todo tipo llenaban el aire con el destello de sus alas y su lamento petulante y melodioso. Era imposible sentirse irritado por los caprichos del río después de ver un venado saltar dentro del agua al amanecer y nadar pasando la proa de nuestra canoa; frecuentemente veíamos cervatillos observándonos desde la maleza, o mirábamos directamente los ojos de un ciervo. También zorros, rondando las orillas, deslizándose delicadamente entre los maderos flotantes, desapareciendo tan súbitamente que era imposible ver cómo lo hacían.

Pero ahora, después de dejar Pressburg, todo cambió un poco; y el Danubio se tornó más serio. Cesaron los juegos. Estaba a medio camino del Mar Negro, donde ningún truco sería admitido o comprendido. Se tornaba maduro, y exigía nuestro respeto, e incluso nuestro temor. Se rompía en tres brazos que sólo se volvían a encontrar un centenar de kilómetros más abajo, y para una canoa no había indicación alguna acerca de cuál camino se debía seguir.

-Si toman un canal lateral -dijo el oficial húngaro que conocimos en la tienda de Pressburg mientras comprábamos provisiones- se encontrarían, cuando la inundación baje, a cuarenta millas de cualquier lugar, en seco, y podrían fácilmente morir de hambre. No hay gente, ni granjas, ni pescadores. Les aconsejo que continúen. El río, está aún elevándose, y este viento va a aumentar.

El río creciente no nos alarmaba en lo más mínimo, pero el problema de quedarnos en seco por un súbito descenso de las aguas podría ser algo serio; habíamos, consecuentemente, agregado una provisión extra. En cuanto a lo otro, la profecía del oficial resultó verdadera, y el viento, soplando bajo un cielo perfectamente despejado, se incrementó de manera constante hasta que alcanzó la dignidad de un vendaval del oeste.

Era más temprano de lo usual cuando acampamos. Dejando a mi amigo dormido sobre la arena, deambulé en un vago examen de nuestro hotel. La isla, descubrí, era de menos de un acre de extensión; un simple banco arenoso irguiéndose unos dos o tres pies sobre el nivel del río. El extremo más lejano, apuntando al poniente, estaba cubierto por la espuma que el terrible viento arrojaba como crestas de las rompientes olas. Era triangular en su forma, con la punta a contracorriente.

Permanecí mucho tiempo observando la impetuosa corriente carmesí oprimiendo con su poderoso rugido, arrojándose en oleadas contra la ribera como si quisiera barrerla en peso, y luego girando a cada lado. El suelo parecía temblar ante el choque y el ímpetu mientras el furioso movimiento de los sauces, al derramarse el viento sobre ellos, aumentaba la curiosa ilusión de que la isla misma se estaba moviendo. Más adelante, por una milla o dos, podía ver el gran río descendiendo sobre mí; era como mirar el descenso de un alud en una montaña, blanco de espuma, saltando por todos lados para mostrarse ante el sol.

El resto de la isla era demasiado denso en sauces para permitir un avance placentero; pero, con todo, hice el viaje. Desde el extremo más bajo, la luz, desde luego, cambiaba; y el río lucía oscuro y enfurecido. Sólo el dorso de las elevadas olas era visible, veteadas de espuma, y empujadas con fuerza por las grandes rachas de viento que caían. Por una corta milla, el río era visible, derramándose entre las islas y luego desapareciendo entre los sauces con un impacto enorme, los cuales se agrupaban a su alrededor como una piara de monstruosas criaturas antediluvianas amontonándose para abrevar. Me hacían pensar en gigantescas excrecencias esponjosas que absorbían el río en su interior. Le hacían desaparecer de vista. Ellos se hacinaban ahí, juntos, en número avasallador. Era una escena impresionante, con su absoluta soledad, su extraña sugestión; y mientras contemplaba, larga y morosamente, una singular emoción comenzó a agitarse en algún lugar en profundo. En medio mi delectación ante la belleza salvaje, subió, reptando, de manera intempestiva e inexplicable, una curiosa sensación de inquietud, casi de alarma.

Un río creciente sugiere siempre algo de funesto; muchos de los islotes que veía ante mí probablemente ya habrían sido arrastrados para la hora de la mañana, ese irresistible y atronador torrente tocaba fibras de verdadero temor y reverencia en mí. Y sin embargo, me daba cuenta de que mi inquietud yacía en capas más profundas que las de las simples emociones de temor y admiración. No era eso lo que yo sentía. Tampoco tenía que ver directamente con el poder del viento tempestuoso; ese huracán ensordecedor que podría arrastrar unos cuantos acres de sauces por el aire y esparcirlos como montones de hojarasca en el paisaje. El viento estaba simplemente jugando, porque nada se elevaba en ese llano paisaje que pudiera detenerlo, y yo era consciente de participar de su gran juego con una especie de gozosa excitación. Sin embargo esta nueva emoción no tenía nada que ver con el viento. En verdad, tan vaga era la sensación de angustia que experimentaba, que era imposible rastrear su fuente; aunque de alguna manera me daba cuenta que tenía que ver con la comprensión de nuestra completa insignificancia ante el poder desencadenado de los elementos a mi alrededor. El río desbordante tenía algo que ver también; la vaga y desagradable idea de que habíamos menospreciado estas poderosas fuerzas elementales, en cuyo poder yacíamos indefensos a cada hora del día y de la noche. Porque aquí, verdaderamente, esas fuerzas titánicas actuaban en conjunto, y su vista incitaba la imaginación.

Pero esa emoción, en la medida en que podía entenderla, parecía estar ligada más particularmente a los sauces; a esos acres y acres de sauces, aglomerándose, creciendo ahí de manera tan compacta, agrupándose en enjambres por todo el espacio visible, presionando contra el río como si quisieran sofocarlo, irguiéndose por millas y millas bajo el cielo en una densa profusión; vigilando, esperando, escuchando. De manera completamente independiente de los elementos, los sauces se conectaban sutilmente con mi malestar, atacando la mente de manera insidiosa por razón de su vasto número, y tratando de presentar a la imaginación un nuevo y enorme poder; un poder que era, más bien, no del todo amigable hacia nosotros.

Las grandes revelaciones de la naturaleza, desde luego, nunca fracasan en afectarnos; y yo no era ajeno. Las montañas tienen el poder de anonadar; y los mares aterrorizan; y el misterio de los grandes bosques ejerce un hechizo peculiar. Pero todos estos ejemplos, en algún aspecto, contribuyen establecer un íntima unión entre la vida y la experiencia humanas. Las emociones que ellos agitan son comprensibles, aun cuando son alarmantes. Tienden en última instancia a la exaltación. Con esta multitud de sauces era completamente diferente. Emanaba de ellos una especie de esencia que asediaba al corazón. Despertaban un sentimiento de reverencia, es verdad, pero una reverencia tocada en algún punto por un vago terror. Sus apretadas filas; que se hacían cada vez más oscuras a mi alrededor, moviéndose furiosamente, y sin embrago de una manera suave, en el viento; despertaban en mí la extraña e importuna sugestión de que nosotros habíamos irrumpido aquí traspasando los límites de un mundo ajeno, un mundo en el que éramos intrusos, un mundo en el que no éramos requeridos, ni invitados a permanecer, ¡dónde tal vez corríamos graves riesgos!

De cualquier manera, esa sensación no me perturbaba hasta el punto de volverse una amenaza. Y sin embargo no me dejaba tranquilo, ni siquiera durante la muy práctica tarea de montar la tienda en medio del viento huracanado y prender un fuego para la olla. Perduraba sólo lo suficiente como para molestar y dejar perplejo, y para robar de su encanto a un disfrutable campamento. A mi compañero, sin embargo, no le mencioné una palabra; porque él era un hombre al que consideraba falto de imaginación. En primer lugar, nunca habría logrado explicarle exactamente lo que quería decir y, en segundo, de lograrlo, se habría reído estúpidamente de mí.

Había una ligera depresión en el centro de la isla, y ahí levantamos la tienda. Los sauces alrededor rompían un poco el viento.

-Un pobre campamento, -observó el sueco cuando finalmente la tienda fue montada- ninguna piedra y muy poca leña. Voto por que nos marchemos temprano. Esta arena no aguantará nada.

Pero la experiencia de una tienda derrumbándose a medianoche nos había enseñado muchos trucos; levantamos nuestra tienda en un rincón tan resguardado como fuera posible, y luego nos dedicamos a la tarea de reunir una provisión de leña suficiente para toda la noche. Los arbustos de sauce no arrojan ramas, y la madera a la deriva era nuestra única fuente de abastecimiento. Cazamos minuciosamente por las orillas de la isla. Por todas lados los bancos crujían al tiempo que la crecida del río los desgarraba, llevándose enormes porciones de ellos entre chorros y gorgoteos.

-La isla ya está mucho más pequeña que cuando llegamos -dijo el sueco-. A este paso no durará mucho. Sería mejor arrastrar la canoa cerca de la tienda, y estar listos para saltar al instante. Dormiré con la ropa puesta.

Estaba a cierta distancia, escalando por la orilla, y escuché su jovial risotada mientras hablábamos.

-¡Por Jove! -le escuché llamar un momento después, y me volví para ver qué había causado su exclamación. Pero por el momento el estaba escondido tras los sauces, y no podía hallarlo.
-¿Qué demonios es esto? -le escuché gritar de nuevo, y esta vez la voz se había tornado seria. Corrí rápidamente y me le uní en la orilla. Estaba mirando al río, apuntando hacia algo en el agua.
-¡Por todos los cielos, es un cuerpo! -gritó exaltado-. ¡Mira!

Un objeto negro pasó arrastrado rápidamente, dando vuelcos entre las olas espumantes. Siguió avanzando, hundiéndose y volviendo a la superficie constantemente. Estaba a unos 20 pies de la orilla, y justo cuando se situó frente a donde estábamos, dio una sacudida y quedó mirando directamente hacia nosotros. Vimos sus ojos reflejando la puesta de sol, y destellando una extraña luz amarilla al tiempo que el cuerpo daba vuelta. Luego dio una rápida y voraz zambullida, y se sumergió fuera de vista en un parpadeo.

-¡Una nutria! -exclamamos en el mismo aliento, riendo. Era una nutria viva, y de cacería; sin embrago lucía exactamente como el cuerpo de un hombre ahogado dando tumbos indefenso en la corriente. Río abajo, volvió de nuevo a la superficie y pudimos ver su piel negra, húmeda y brillante a luz del sol. Luego, cuando volvíamos con la leña, otra cosa sucedió que nos hizo volver junto a la orilla del río. Esta vez realmente era un hombre, y lo que era más, un hombre en un bote. Un bote en el Danubio era una vista inusual en cualquier tiempo, pero aquí, en este desierta región, y en tiempos de inundación, era tan inesperado como para constituir un verdadero acontecimiento. No quedamos ahí, observando.

No puedo decir si fue por la inclinación de la luz del sol; o por la refracción en el agua, pero dificultad en enfocar mi vista apropiadamente sobre la aparición. De cualquier manera, parecía ser un hombre erguido en una especie de bote de fondo aplastado, gobernando con un largo remo, y siendo arrastrado hacia la ribera opuesta una velocidad tremenda. Aparentemente él estaba mirando en nuestra dirección, pero la distancia era demasiado grande y la luz demasiado incierta para que nosotros pudiéramos darnos cuenta plenamente que pretendía. A mí me pareció que estaba gesticulando y haciendo señales hacia nosotros. Su voz nos llegó a través del agua, gritando algo furiosamente, pero el viento la ahogó del tal manera que ninguna palabra fue audible. Había algo curioso acerca de la aparición en su conjunto -hombre, bote, señales, voz- que dejó en mí una impresión desproporcionada.

-¡Está persignándose! -grité- ¡Mira, está haciendo la señal de la Cruz!
-Creo que tienes razón, -dijo el Sueco, resguardando sus ojos con las manos y observando al hombre salir de vista. Parecía haberse marchado en un instante, desvaneciéndose ahí abajo entre el mar de sauces, en una curva del río donde el sol caía sobre ellos y los convertía en una enorme y hermosa muralla carmesí. La niebla había comenzado a alzarse también, así que el aire estaba brumoso.
-¿Pero qué demonios está haciendo al anochecer en este río desbordado? -dije, en parte para mí mismo- ¿A dónde va a esta hora, y que quiso decir con sus señales y sus gritos? ¿Crees que haya querido advertirnos de algo?
-Vio nuestro humo, y tal vez pensó que éramos espíritus. -rió mi compañero- Estos húngaros creen en toda clase de disparates; ¡recuerdas a la dependienta de Pressburg advirtiéndonos que nunca nadie hacía tierra aquí, porque esto pertenecía a una especie de seres de fuera del mundo de los hombres ¡Me imagino que creen en hadas y en elementales, posiblemente en demonios también.
-Aquel campesino en el bote vio gente en las islas por primera vez en su vida -agregó, después de una breve pausa- y lo asustamos, eso es todo.

El tono de voz del Sueco no sonaba convincente, y su aspecto carecía de algo que usualmente poseía. Noté el cambio instantáneamente mientras hablaba, aunque sin poder caracterizarlo precisamente.

-Si tuvieran la suficiente imaginación -recuerdo que trataba de hacer tanto ruido como pudiera-, bien podrían poblar un lugar como este con los viejos dioses de la antigüedad. Los romanos tendrían que haber llenado toda esta región, de una u otra manera, con sus templetes y sus sotos sagrados y sus deidades elementales.

Nuestra conversación declinó y volvimos junto a la olla; mi amigo no era muy dado a conversaciones imaginativas. Por otra parte, recuerdo que sólo entonces sentí una verdadera alegría por ello; su naturaleza estólida y pragmática me pareció acogedora y confortante. Era un admirable temperamento, pensé; el podía gobernar a través de los rápidos como un Piel Roja, cruzar peligrosos puentes y remolinos mejor que cualquier hombre blanco que yo hubiera visto sobre una canoa. Él era un extraordinario camarada para un viaje de aventuras, una torre de fuerza ante los acontecimientos imprevistos. Miré su fuerte rostro y sus cabello levemente rizado mientras se tambaleaba bajo su carga de leña (¡el doble de grande que la mía!), y experimenté una sensación de alivio. Sí, sentí entonces una verdadera alegría de que el Sueco fuera así, y de que él nunca hiciera observaciones que sugirieran más de lo que decían.

-Y el río sigue creciendo -agregó-. Está isla estará bajo el agua dentro de dos días si esto sigue así.
- Yo desearía que el viento amainara -dije.

La crecida, en efecto, no representaba ningún peligro para nosotros; podíamos partir en menos de diez minutos ante cualquier signo alarmante, y entre más agua hubiera en el río, mejor para nosotros. Eso implicaría una aceleración de la corriente y la destrucción de los inciertos bancos de piedras que frecuentemente amenazaban destrozar el fondo de nuestra canoa. Al contrario de nuestras expectativas, el viento no amainó con el ocaso. Pareció incrementarse con la obscuridad, aullando sobre nuestras cabezas y sacudiendo los sauces a nuestro alrededor como paja. Extraños sonidos lo acompañaban en ocasiones, como las explosiones de artillería pesada, y caía sobre el agua y sobre la isla en grandes corrientes horizontales de inmenso poder. Me hizo pensar en los sonidos que un planeta debería hacer, si pudiéramos oírlo, al impulsarse a través del espacio.

Pero el cielo se mantuvo completamente limpio y la luna se elevó rápidamente en el este, y cubrió el río y la planicie de ruidosos sauces con una luz como de día. Reposamos junto al fuego sobre la arena, fumando, escuchando los sonidos de la noche a nuestro alrededor, y conversando acerca del viaje. El mapa estaba extendido en la puerta de la tienda, pero el viento lo hacía difícil de estudiar, así que pronto bajamos la cortina y extinguimos la linterna. La luz de la fogata era suficiente para fumar y vernos las caras, y las chispas volaban arriba como fuegos artificiales. Algunas yardas más allá, el río gorgoteaba y siseaba, y de tiempo en tiempo un espeso salpicar de agua anunciaba el desprendimiento de alguna de las porciones más alejadas de la ribera.

Nuestra conversación, observé, tenía que ver con las remotas escenas e incidentes de nuestros primeros acampamientos en la Selva Negra, o con otros temas alejados de nuestra situación presente, porque ninguno de nosotros hablaba sobre el momento actual más de lo necesario, casi como si hubiéramos acordado evitar toda discusión acerca de nuestro acampamiento actual. Ni la nutria ni el barquero, por ejemplo, recibieron el honor de una solitaria mención, a pesar que ordinariamente un acontecimiento así habría proporcionado un tema de discusión para toda la noche. Eran, desde luego, eventos notables un lugar así. La escasez de leña se convertía en un problema; porque el viento, que arrojaba el humo en nuestra cara dondequiera que no sentáramos, creaba al mismo tiempo un tiro forzado. Tomamos turnos para hacer expediciones de recolección en la obscuridad, y las cantidades que traía el Sueco me hacía siempre pensar que el tiempo se tomaba para encontrarlas absurdamente largo; en verdad no me importaba demasiado quedarme solo, sin embargo, parecía siempre ser mi turno para cavar en los arbustos o revolver entre las resbalosos bancos a la luz de la luna. La larga batalla de ese día contra el viento y el agua -¡Qué viento y qué agua!- nos había dejado fatigados. Sin embargo, ninguno de nosotros hizo ningún movimiento hacia la tienda. Reposábamos ahí, guardando el fuego, tratando de mantener una conversación trivial, mirando hacia la espesura de los sauces, y escuchando el tronar del viento y el río. La soledad del lugar nos había penetrado hasta los huesos y el silencio nos parecía natural, porque después de un tiempo el sonido de nuestras voces se tornó un tanto irreal y forzado; los susurros habrían sido la forma apropiada de comunicación, sentí; y la voz humana, siempre algo absurda en medio del rugir de los elementos, ahora acarreaba con ella algo casi prohibido. Era como hablar en voz alta en la iglesia, o en alguno de esos lugares en los que el permitirse ser escuchado no es algo lícito, y tal vez tampoco algo aconsejable.

El aire inquietante de esta isla solitaria, ubicada entre millares de sauces, barrida por el vendaval, y rodeada por corrientes profundas y vertiginosas no afectaba a ambos. No hollada por el hombre, casi desconocida para el hombre, reposando ahí bajo la luna, alejada de toda influencia humana, en la frontera de otro mundo, un mundo ajeno, un mundo habitado únicamente por los sauces y por las almas de los sauces. Y nosotros, en nuestra precipitación, nos habíamos atrevido a penetrar en él, ¡incluso a disponer de sus elementos! Algo superior a ese poder de sugerencia me agitaba mientras yacía en la arena, los pies junto al fuego, observando las estrellas a través de las hojas. Por una última vez me levanté a recoger leña.

-Cuando esto se haya agotado -dije firmemente- me iré a dormir.

Para ser un hombre falto de imaginación, parecía inusualmente perceptivo esa noche, inusualmente abierto a otros estímulos aparte de los sensoriales. Él también estaba afectado por la belleza y la soledad. Yo me vi del todo complacido, recuerdo, al reconocer este sutil cambio en él, y en lugar de ponerme inmediatamente a recolectar ramas me dirigí hacia la parte más alejada de la isla, donde se podía ver desde una mejor perspectiva la luna cayendo sobre la planicie y el río. El deseo de estar solo había caído súbitamente sobre mí; mi antiguo temor volvió con más fuerza; había una vaga sensación en mí, y yo deseada enfrentarla y sondearla hasta el fondo. Cuando alcancé el punto donde la arena sobresalía entre las olas el hechizo del lugar descendió sobre mí creándome en una verdadera turbación. Había algo más aquí, algo alarmante.

Miré fijamente hacia la ruina de las aguas brutales; observé los sauces susurrantes; escuché el impacto incesante del viento; y, todos y cada uno, cada cosa de una manera peculiar despertaron en mí esa sensación de extraña inquietud. Los sauces me afectaban especialmente; perpetuamente mantenían su parloteo y su conversación privada, riendo un poco, suspirando algunas veces, pero la causa de su agitación pertenecía a la vida secreta de la gran planicie que ellos habitaban. Y era completamente ajena al mundo que yo conocía, o al mundo donde los elementos, aunque salvajes, eran aún benignos. Me hacían pensar en una hueste de seres pertenecientes a otro plano de la naturaleza, a una evolución completamente divergente tal vez, todos discutiendo un misterio sólo por ellos conocido. Los contemplé moviéndose afanosamente y en conjunto, sacudiendo anormalmente sus grandes cabezas lanudas, haciendo girar sus millares de hojas aun cuando no había viento. Se movían por impulso propio como seres vivientes; y rozaban, por algún método incalculable, el agudo sentido del horror que hay en mí. Se erguían ahí bajo la luz de la luna, como un vasto ejército rodeando nuestro campamento, sacudiendo sus innumerables astas plateadas, desafiantes, en formación para atacar.

La psicología de los lugares es muy vívida; especialmente para el viajero, los lugares de campamento tienen su nota de bienvenida o rechazo. Al principio puede no ser perceptible, porque las afanosas tareas de levantar la tienda y preparar el fuego lo impiden, pero con la primera pausa ella viene anunciándose a sí misma. Y la nota de este campo de sauces se tornaba ahora clara e inequívoca para mí; éramos intrusos. La sensación creció en mí mientras permanecía ahí, observando. Tocábamos la frontera de una región que se resentía de nuestra presencia. Una única noche de alojamiento podría tal vez tolerarse; pero un estadía prologada e inquisitiva ¡No, por todos los dioses de los árboles y de la naturaleza profunda, no! Éramos la primera influencia humana en estas islas, y no éramos requeridos. Los sauces estaban contra nosotros. Extraños pensamientos como éstos, extravagantes fantasías, paridas sin saber cuándo, encontraban alojamiento en mi mente mientras permanecía ahí, escuchando. ¿Y qué?, pensaba, -si estos sauces agazapados dieran señales de vida; si súbitamente se elevaran, como un enjambre de criaturas vivientes, conducidos por los dioses cuyo territorio habíamos invadido, barriendo contra nosotros a través de los pantanos retumbando en la noche... ¡y entonces cesaran! Al mirarlos era fácil imaginarse que realmente se movían, que se acercaban arrastrándose, retrocediendo después un poco, apretándose en grandes masas, hostiles, esperando hasta que el viento finalmente los impulsara en la embestida. Podría haber jurado que su aspecto cambió un poco, que sus filas se profundizaron y se hicieron más cerradas.

El llanto chirriante y melancólico de un ave nocturna se oyó en lo alto, y casi perdí el equilibrio cuando el trozo de arena en que estaba parado cayó salpicando dentro del río, minado por la corriente. Retrocedí justo a tiempo; volví a buscar leña, a medias riendo ante las extrañas fantasías que se amontonaban en mi mente y me atrapaban con su hechizo. Recordé la observación del Sueco acerca de partir al día siguiente y, estaba apenas pensando en que yo estaba completamente de acuerdo con él, cuando me volví súbitamente, y vi el objeto de mis pensamientos irguiéndose frente a mí. Estaba muy cerca. El rugido de los elementos había cubierto sus pasos.

-Has estado aquí demasiado tiempo -gritó por encima del viento-, pensé que te había pasado algo.

Pero había algo en su voz, y un aspecto en su rostro también, que me comunicaban más que sus palabras, y entendí de pronto la verdadera razón de su venida. El hechizo del lugar había entrado en su alma también, y no le había agradado estar solo.

-La corriente sigue aumentando -se lamentó, señalando la crecida iluminada por la luna-, y el viento no cesa.
Decía siempre las mismas cosas, pero era el anhelo de compañía lo que le daba verdadera importancia a sus palabras.
-Tenemos suerte -respondí- que nuestra tienda este en una cuenca.- Agregué algo sobre la dificultad de encontrar leña, pero el viento arrastró mis palabras arrojándolas por el río, y él no me escuchó; sólo me miró a través de las ramas, asintiendo.
-¡Tendremos suerte si salimos de ésta sin daño! -gritó, por lo menos eso es lo que pude entender; y recuerdo la sensación de furia contra él por haberlo dicho explícitamente, porque era eso exactamente lo que yo sentía. Había un desastre latente en algún lugar, y ese presentimiento pesaba sobre mí de manera desagradable.

Volvimos a la fogata y la alimentamos por última vez Echamos un último vistazo a nuestro entorno. Si no fuera por el viento, el calor hubiera sido desagradable. Puse este pensamiento en palabras, y recuerdo la inquietante respuesta de mi compañero: que él preferiría soportar el calor, el clima ordinario de julio, a seguir escuchando este viento diabólico.

Todo estaba preparado para la noche; la canoa reposaba volteada junto a la tienda, con los dos canaletes amarillos debajo; el saco de las provisiones colgaba de un tronco de sauce; y los platos lavados situados a una distancia segura del fuego, listos para el desayuno. Sofocamos las brasas con arena, y luego nos refugiamos. La falda de la puerta de la tienda estaba alzada, y yo veía las ramas y las estrellas y el blanco claro de luna. Los sauces temblorosos y los pesados golpes del viento contra nuestra pequeña tienda tirante son las últimas cosas que recuerdo antes del que el sueño llegara, cubriendo todo con su suave capa de olvido.

De pronto me encontré despierto, observando desde mi jergón arenoso a través de la puerta de la tienda. Miré mi reloj, sujeto contra el lienzo, y pude ver que pasaban de las doce, y que, por lo tanto, había dormido un par horas. El Sueco estaba aún dormido a mi lado; el viento seguía aullando como antes; algo presionaba contra mi corazón y me hacía sentir angustia. Sentía una perturbación en la inmediata cercanía. Me senté rápidamente y miré al exterior. Los árboles oscilaban de un lado a otro, pero nuestra pequeña porción de lienzo verde permanecía segura en la hondonada. La sensación de intranquilidad, de cualquier manera, no cesaba; me arrastré silenciosamente fuera de la tienda para ver si nuestras pertenencias estaban a salvo. Me moví cautelosamente, evitando despertar a mi compañero. Una extraña agitación me poseía.

Apenas salía de la tienda, gateando, cuando mis ojos vieron por primera vez la copa de los arbustos opuestos, con su agitada tracería de hojas, calcando verdaderas figuras contra el cielo. Me puse en cuclillas y miré. Era increíble, desde luego, pero ahí, frente a mí y ligeramente elevadas, había formas de una especie indeterminada flotando sobre los sauces; y mientras las llamas oscilaban en el viento parecían tender hacia esas formas, formando una serie de monstruosos perfiles que cambiaban rápidamente bajo la luna. Cerca, a unos 50 pies frente a mí, vi estas cosas.

Mi primer impulso fue despertar a mi compañero, para que el también las pudiera ver, pero algo me hizo vacilar... el súbito reconocimiento de que, tal vez, yo no deseaba una confirmación; y mientras tanto me encogí ahí, observando, azorado y con un escozor en los ojos. Estaba completamente despierto. Recuerdo que me lo dije a mí mismo, no estaba soñando.

Y se volvieron plenamente visibles por primera vez; estas figuras inmensas, justo entre la copa de los arbustos enormes, broncíneos, variables, y completamente independientes de la oscilación de las ramas. Les miré simplemente y lo noté, y ahora vengo a examinarlo más fríamente: eran mucho más grandes que cualquier humano; y, en verdad, algo en su apariencia anunciaba que no eran humanos en lo absoluto. Ciertamente no eran sólo la móvil tracería de las ramas contra la luz de la luna. Fluctuaban de manera independiente. Se elevaban en un flujo continuo de la tierra a cielo, desvaneciéndose completamente tan pronto como alcanzaban la oscuridad. Estaban entrelazados, formando una enorme columna; y vi sus miembros y sus enormes cuerpos fundiéndose los unos en los otros, formando una línea serpenteante que se doblaba y oscilaba y se retorcía en espirales con cada una de las contorsiones de los árboles batidos por el viento. Estaban desnudos, formas fluidas, atravesando los arbustos, casi dentro de las hojas elevándose en una columna hacia el espacio. Nunca pude ver sus rostros.

Incesantemente se derramaban hacia arriba, meciéndose en grandes curvas, con un tono de apagado bronce sobre su piel. Miré fijamente, tratando de forzar cada átomo de visión. Por un largo rato pensé que desaparecerían en cualquier momento, asimilándose al movimiento de las ramas, demostrando ser una mera ilusión óptica. Busqué desesperadamente una prueba de su realidad; comprendiendo, al mismo tiempo, que las pautas de la realidad habían sido alteradas. Porque entre más miraba, más me convencía de que lo que veía era real y viviente; aunque, tal vez, no de acuerdo a los criterios de la cámara o la biología. Lejos de sentir miedo, me sentía poseído por una sensación de pasmo y admiración, tales como nunca había sentido. Parecía estar contemplando a la personificación de las fuerzas elementales que habitaban esta región primigenia. Nuestra intrusión había puesto en acción los poderes del lugar. Nosotros éramos la causa de la perturbación, y mi cerebro se llenó con las historias y leyendas de los espíritus y deidades que habían sido adorados, como habitantes de lugares específicos, en todas las edades de la historia del mundo. Pero, antes de que pudiera llegar a una explicación, algo me impulsó a ir más lejos, y me arrastré completamente fuera de la tienda irguiéndome sobre el suelo de arena. La sentí todavía caliente bajo mis pies desnudos, el viento golpeó contra mi cabello y contra mi cara y el sonido del río estalló en mis oídos con un súbito rugido. Sabía que estas cosas eran reales, y probaban que mis sentidos funcionaban normalmente. Y sin embargo las figuras aún se alzaban desde la tierra hasta el cielo, silenciosas, augustas, en una enorme espiral de gracia y fuerza que me abrumaba completamente con un genuino sentimiento de reverencia. Sentía el deseo de caer de rodillas en adoración, absoluta adoración.

Quizás lo hubiera hecho, si hubiera tenido un minuto más, pero una ráfaga de viento golpeó contra mí con tal fuerza que me hizo perder el equilibrio, y estuve a punto de tropezar y caer. Las figuras aún permanecían, aún se elevaban hacia el cielo en el corazón de la noche, pero mi razón al fin comenzó a afirmarse. La luz de la luna y las ramas se combinaban para trazar estas imágenes en el espejo de mi imaginación y, por alguna razón, yo las proyectaba en el exterior y las convertía en impresiones objetivas. Me armé de coraje, y comencé a avanzar a través de las extensiones abiertas de la arena. Sin embargo, por Jove, ¿fue todo esto una alucinación? ¿fue algo meramente subjetivo? ¿o será que la razón trató, en su vieja y fútil manera, de argumentar desde el estrecho criterio de lo ya visto?

Lo único que sé es que una gran columna de figuras ascendieron oscuramente hacia el cielo por lo que pareció un largo período de tiempo, y con una sensación completa de realidad, como aquélla que los hombres consideran medida de lo verdadero. ¡Y súbitamente se fueron!

Y, una vez que se fueron y que el asombro de su presencia desapareció, el miedo cayó sobre mi como un torrente helado. El sentido esotérico de esta región solitaria, y sin embargo frecuentada, estalló súbitamente en mi interior, y comencé a temblar. Eché un rápido vistazo alrededor —una mirada de horror que se fue convirtiendo en pánico— calculando inútilmente modos de escapar; y entonces, comprendiendo cuán desamparado estaba, cuán imposibilitado de toda acción efectiva, me arrastré de nuevo hacia la tienda silenciosamente y volví a yacer sobre mi jergón arenoso, bajando antes la cortina de la puerta para apartar la visión de los sauces en la claridad de la luna, y luego enterré mi cabeza bajo las sábanas tan profundo como fuera posible, para amortiguar el sonido del viento aterrador.

Como para convencerme de que no estaba soñando, recuerdo que pasó mucho tiempo antes de que cayera de nuevo en el sueño, un sueño turbulento e intranquilo; e incluso entonces sólo la corteza exterior de mi mente dormía, y debajo había algo que nunca perdió la conciencia del todo, permaneciendo alerta y en vigilia. Esta segunda vez fue con un genuino espasmo de terror que salté de nuevo a la conciencia. No eran ni el viento, ni el río lo que me habían despertado; sino la lenta aproximación de algo que fue obligando a la porción durmiente en mí a encogerse cada vez más, hasta que al final se desvaneció completamente y me encontré a mí mismo sentado con la espalda rígida y erguida, escuchando.

Afuera había un sonido como de una multitud de pasos, ligeros como gotas. Habían estado aproximándose, estaba consciente de ello, y se habían tornado por primera vez audibles durante mi sueño. Estaba ahí sentado nerviosamente, completamente despierto, y había como un peso enorme sobre la superficie de mi cuerpo. A pesar del calor de la noche, me sentía frío y húmedo como un molusco, y temblaba. Claramente, algo estaba presionando contra los lados de la tienda, con una presión constante, sopesándola desde afuera. ¿Era el cuerpo del viento? ¿Era la percusión de la lluvia, el goteo de las hojas? ¿El relente del río arrastrado por el viento y condensado en grandes gotas? Pensé rápidamente en una docena de posibilidades. Entonces, la explicación vino de pronto: una rama del álamo, el único árbol grande de la isla, había caído con el viento. Aún a medias enredada entre las otras ramas, caería con la próxima ráfaga aplastando la tienda; y mientras tanto, sus hojas cepillaban y golpeteaban sobre el tirante lienzo de la tienda. Levanté la falda y me lancé hacia fuera, llamando al Sueco.

Pero cuando estuve fuera y pude erguirme, vi que no había nada sobre la tienda. Ninguna rama; nada de lluvia ni de rocío. Una luz fría y gris se filtraba a través de los arbustos y caía sobre la arena fosforescente. Las estrellas aún se amontonaban en el cielo directamente sobre nosotros y el viento aullaba imponente, pero la fogata ya no arrojaba ningún brillo; y vi el oriente agrietándose en estrías rojizas a través de los árboles. Debían haber pasado muchas horas desde que estuve ahí observando las figuras ascendentes, y el horrible recuerdo volvía ahora a mí, como un sueño perverso. ¡Oh, cuán cansado me hizo sentir, ese viento incesante y rabioso! Y sin embargo, a pesar de que había en mí la profunda lasitud de una noche sin sueño, mis nervios estaban estremecidos con la actividad de una aprehensión igualmente incansable, y toda idea de reposo estaba fuera de cuestión. La corriente del río había aumentado aún más. Su estruendo llenaba el aire, y un fino rocío se hacía sentir a través de mi delgada camisa de dormir.

Esta profunda y prolongada perturbación dentro de mí permanecía sin justificación. Mi compañero no se había movido cuando le llamé, y no había necesidad de despertarle ahora. Miré en torno cuidadosamente, tomando nota de todo; la canoa volteada, los canaletes amarillos —dos de ellos, estoy seguro; el saco de las provisiones y la linterna extra colgando juntos del árbol; y, apiñados por todos lados entorno a nosotros, rodeándolo todo, los sauces, aquellos sauces interminables y temblorosos. Un ave pronunció su canto matutino, y una línea de patos pasaron graznando en el crepúsculo. La arena se arremolinó, punzante y seca, sobre mis pies desnudos en el viento.

Caminé alrededor de la tienda y luego entre los arbustos, de tal manera que pudiera ver más allá del río, y la misma sensación de profunda e indefinida perturbación se apoderó de mí al ver el interminable mar de sauces extendiéndose hasta el horizonte, luciendo fantasmagóricos e irreales en la pálida luz del amanecer. Caminé cautelosamente, intrigado por aquel extraño sonido como de innumerables pasos, y por aquella presión sobre la tienda que me había despertado. -Debe haber sido el viento, -reflexioné- el viento desgajando los trozos sueltos de la arena caliente, arrastrando las partículas secas contra el lienzo rígido, cayendo pesadamente sobre el frágil techo.

Sin embargo, mi nerviosidad y mi malestar aumentaban a cada momento. Caminé hasta la ribera más lejana y noté cómo su contorno se había alterado durante la noche, y la ingente cantidad de arena que el río había desgarrado. Mojé mis manos y mis pies en el agua fresca, y lavé mi frente. Había ya un brillo de aurora en el cielo y la exquisita frescura del nuevo día. En el camino de regreso pasé intencionalmente debajo de los mismos arbustos donde había visto las figuras elevarse en el aire y, a medio camino de la arboleda, me sentí súbitamente abrumado por una vasta sensación de terror. Desde las sombras, una figura inmensa avanzó rauda. Alguien pasó a mi lado, estoy completamente seguro.

Fue un gran impacto del viento lo que me ayudó a seguir adelante y, al volver a espacio abierto, la sensación de terror disminuyó extrañamente. Los vientos estaban en las cercanías y caminaban, recuerdo haber pensado eso, porque los vientos a menudo se mueven como enormes presencias entre los árboles. Y el temor que flotaba sobre mí era de una especie tan desconocida e inmensa, tan diferente de cualquier cosa que hubiera sentido antes, despertaba tal sensación de pasmo y admiración en mí, que contrarrestaba, de esta manera, sus peores efectos; y cuando alcancé un punto elevado en el centro de la isla desde donde podía ver la amplia extensión del río adoptando un tono carmesí con la salida del sol, la mágica belleza del conjunto me subyugó de tal manera que despertó en mí una incontrolable añoranza e hizo casi surgir un llanto de mis labios. Pero este llanto no encontró expresión porque, al tiempo que mis ojos vagaban desde la planicie lejana hasta la isla circundante, notando nuestra pequeña tienda a medias escondida entre los sauces, un horrendo descubrimiento me asaltó, comparado con el cual, mi temor ante los vientos caminantes era nada.

Porque un cambio había sucedido en la distribución del paisaje. No era que mi posición estratégica me diera una nueva perspectiva, sino que una alteración había sido aparentemente efectuada en la situación de la tienda con respecto a los sauces, y de los sauces con respecto a la tienda. Sin lugar a dudas, los arbustos ahora se estrechaban mucho más sobre la tienda, de una manera innecesaria y perturbadora. Habían avanzado más. Arrastrándose con pasos silenciosos sobre la arena cambiante, acercándose imperceptiblemente mediante movimientos suaves y pausados, los sauces se habían estrechado hacia nosotros durante la noche. Pero ¿habían sido movidos por el viento o se habían movido por sí mismos? Recordé aquel sonido como de pequeños e infinitos golpeteos, y la presión sobre la tienda, y sobre mi propio corazón, que me había hecho despertar con espanto. Me mecí en el viento por instante, como un árbol, encontrando dificultad para mantenerme erguido sobre el montículo de arena. Había aquí un indicio de acción personal, de intención deliberada, de agresiva hostilidad; y esto me aterrorizaba y tensaba mi músculos hasta la rigidez.

La reacción vino rápidamente. La idea era tan extraña, tan absurda, que me sentí inclinado a reír. Pero la risa no vino más rápidamente que el llanto, porque el saber que mi mente estaba expuesta a imaginaciones tan peligrosas me trajo el terror adicional de que el ataque vendría, y estaba viniendo, a través de nuestras mentes y no a través de nuestros cuerpos físicos. El viento me arrojaba golpeándome y, muy rápidamente al parecer, el sol se alzó en el horizonte; porque pasaba las cuatro, y yo debía haber permanecido en aquel pequeño pináculo de arena por más tiempo del que pensé, temeroso de bajar y unirme a los sauces. Regresé en silencio y cautelosamente a la tienda, primero echando otro vistazo exhaustivo a los alrededores y -sí, lo confieso- estimando un poco las distancias. Medí con mis pasos, sobre la arena tibia, las distancias entre los sauces y la tienda; tomando nota especialmente de los sauces más cercanos.

Me arrastré con sigilo sobre mis frazadas. Mi compañero, según toda apariencia, estaba aún profundamente dormido, y me alegraba que así fuera. Dado que mis impresiones no habían sido corroboradas, podía encontrar, de algún modo, fuerzas para negarlas. Con la luz del día me podría persuadir de que todo había sido una alucinación subjetiva, una fantasía de la noche, una proyección de mi imaginación excitada.

Nada más vino a perturbarme, y me quedé dormido casi al instante, completamente exhausto; y sin embargo aún temeroso de escuchar de nuevo aquel extraño sonido de pequeños pasos, o de sentir aquella presión en mi pecho que me había hecho difícil la respiración. El sol estaba alto en los cielos cuando mi compañero me despertó de un pesado sueño y me anunció que las gachas estaban listas y que apenas había tiempo para bañarse. El agradable olor del tocino crujiente entró por la puerta de la tienda.

-El río sigue aumentando -dijo- y muchas islas han desaparecido completamente. Nuestra propia isla es mucho más pequeña.
-¿Todavía hay madera? -pregunté, soñoliento.
-La madera y la isla se acabarán mañana en medio de este calor, -dijo riendo- pero queda suficiente para que nos dure hasta entonces.

Me levanté y me arrojé hacia el otro punto de la isla; el cual había, en efecto, cambiado mucho en forma y de tamaño, y había sido barrido hacia el lugar de desembarco opuesto a la tienda. El agua estaba helada, y los bancos pasaban volando como se ve pasar el campo desde un tren expreso. Bañarse en tales condiciones resultaba un operación excitante, y el terror de la noche parecía borrarse de mí mediante un proceso de evaporación mental. El sol era ardiente, ni una nube se mostraba por ningún lado; el viento, sin embargo, no había disminuido ni un ápice. Súbitamente, el sentido implicado por las palabras del Sueco destelló en mi mente, mostrándome que él había cambiado de opinión y ya no deseaba partir inmediatamente. -Suficiente para que nos dure hasta mañana-; el había asumido que nos quedaríamos en la isla una noche más. Me pareció muy extraño. La noche anterior él estaba tan convencido de la opinión contraria. ¿Cómo había ocurrido el cambio?

Grandes desmoronamientos ocurrieron durante el desayuno, salpicando chorros espesos y levantando nubes de espuma que el viento llevaba hasta nuestra cacerola; mi compañero hablaba incesantemente acerca de la dificultad que los buques deben tener para encontrar el canal durante temporada de inundaciones. Pero el estado de su mente me interesaba e impresionaba mucho más que el estado del río o las dificultades de los buques. Había cambiado de alguna manera durante la noche. Tenía un aire diferente: un tanto excitado, un tanto tímido, con una especie de suspicacia en su voz y sus gestos. Difícilmente sé como describirlo ahora, en frío; pero recuerdo que en ese momento estaba seguro de una cosa: que él estaba ¿atemorizado? Comió muy poco, y por primera vez olvidó fumar su pipa. Tenía a su lado el mapa extendido, y permanecía estudiándolo.

-Saldremos de aquí en una hora fácilmente -dije luego, tratando de provocar una apertura que le hiciera llegar, de manera indirecta pero segura, a una parcial confesión.
Y su respuesta me dejó perplejo e incómodo:
-¡Ya lo creo! Si nos lo permiten.
-¿Nos lo permiten quiénes? ¿Los elementos? -pregunté.
-Los poderes de este horrible lugar -respondió, manteniendo sus ojos en el mapa-. Los dioses están aquí, si es que están en algún lugar de este mundo.
-Los elementos son siempre los verdaderos inmortales -repliqué, riéndome de la manera más natural que pude; dándome cuenta claramente, sin embargo, de que mi rostro había reflejado mis verdaderos sentimientos, al observar su mirada grave y escuchar su voz a través del humo:
-Seremos afortunados si salimos de aquí.

Eso era exactamente lo que me causaba terror, y me forcé a mi mismo hasta el punto de poder formular una pregunta directa. Fue como permitir resueltamente al dentista la extracción un diente; algo tenía que suceder a la larga de alguna manera, lo demás era mera pretensión.

-¡Si salimos! ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
-Sólo una cosa; el canalete de dirección ha desaparecido. -dijo sobriamente.
-¡El canalete de dirección, desaparecido! -repetí grandemente excitado, porque ese era nuestro timón; e ir por el Danubio en inundación, y sin timón, era un suicidio- ¿Pero qué...
-Y hay un desgarrón en el fondo de la canoa. -agregó, con un pequeño pero perceptible temblor en su voz.

Seguí mirándole fijamente, incapaz de hacer otra cosa más que repetir estúpidamente sus palabras. Ahí, bajo el calor del sol y sobre esa arena quemante, podía sentir una atmósfera glacial descendiendo sobre nosotros. Me levanté para seguirle, pues él simplemente había asentido gravemente y después había tomado el camino hacia la tienda, unas cuantas yardas más allá del hogar. La canoa seguí donde la había visto por última vez: el costillaje combado, los canaletes, o más bien, el canalete, tendido a un lado sobre la arena.

-Sólo hay uno. -dijo, inclinándose- Y aquí está el rasgón.

Tenía en la punta de la lengua las palabras para decirle que yo había visto claramente los dos canaletes unas cuantas horas antes, pero un segundo impulso me hizo pensarlo mejor, y no dije nada. Me acerqué para ver. Había un larga y bien trazada hendidura en el fondo de la canoa donde una pequeña porción de madera había sido pulcramente extraída, parecía como si el diente de algún tocón o alguna roca puntiaguda la hubiera devorado, y un examen demostraba que el agujero atravesaba la base de la canoa. De habernos lanzado en ella sin observar esto, nos habríamos ido a pique irremediablemente. Primero, el agua habría hecho a la madera hincharse, como si fuera a cerrarse el agujero; pero cuando llegáramos a corrientes más poderosas el agua habría comenzado a meterse, y la canoa, nunca más de 2 pulgadas sobre la superficie, se habría llenado de agua y hundido rápidamente.

-Ahí está, estás mirando un intento para disponer de una víctima para el sacrificio -le escuché decir, más bien para sí mismo- Dos víctimas, más bien. -agregó, al tiempo que se agachaba para recorrer la hendidura con sus dedos.

Comencé a silbar, cosa que hago inconscientemente siempre que me hallo completamente desconcertado, e intencionadamente dejé de prestar atención a sus palabras. Estaba decidido a considerarlas disparates.

-No estuve ahí anoche. -dijo a continuación irguiéndose, terminado su examen, y mirando hacia cualquier lugar excepto hacia donde yo estaba.
-Debimos haberla dañado al desembarcar, desde luego -dije, interrumpiendo mis silbidos-. Las piedras están muy afiladas.

Me detuve abruptamente, porque en ese momento él volvió el rostro y me miró directamente a los ojos. Yo sabía tan bien como él cuán imposible era aquella explicación. Porque, para empezar, no había rocas.

-Y hay que darle una explicación a esto también. -agregó, mostrándome el canalete y señalando la pala.

Una nueva y extraña sensación se esparció, helada, sobre mí al tiempo que la examinaba. La pala estaba completamente raspada, minuciosamente raspada, como sí alguien la hubiera lijado con cuidado, tornándola tan delgada que el primer golpe vigoroso la habría quebrado desde el codo.

-Alguno de nosotros se levantó en sueños e hizo esto -dije débilmente-. O... o ha sido limada por el constante roce de partículas de arena arrastradas por el viento, tal vez.
-Ah, -dijo el Sueco, riendo un poco- tú puedes explicarlo todo.
-El mismo viento arrastró el canalete de dirección y lo llevó tan cerca de la orilla que cayó junto con el siguiente trozo de ribera desgarrado. -dije desafiante, completamente determinado a encontrar una explicación para cualquier cosa que me mostrara.
-Ya veo. -dijo en respuesta, volviendo de nuevo su rostro para mirarme antes de desaparecer entre los arbustos de sauce.

Cuando estuve sólo frente a esas confusas evidencias de una acción premeditada, creo que mis primeros pensamientos tomaron la forma de: -Uno de nosotros debió haber hecho esto, y ciertamente no fui yo.- Pero, en una segunda consideración, pensé en cuán imposible era suponer que, bajo tales circunstancias, cualquiera de nosotros hubiera decidido cometer algo así. Que mi amigo, el confiable compañero de docenas de expediciones similares, pudiera haber hecho voluntariamente algo así, era un pensamiento en el que era imposible detenerse ni por un momento. Igualmente absurda parecía la explicación de que esa imperturbable y completamente práctica naturaleza hubiera perdido la razón súbitamente y estuviera ocupada en propósitos delirantes.

Y sin embargo, el hecho que me perturbaba más y mantenía vivo mi temor aun bajo la vehemencia del sol y de esa belleza salvaje, era la clara demostración de que alguna extraña alteración había tomado lugar en su momento; que estaba nervioso, tímido, suspicaz, consciente de cosas que no expresaba, vigilando una serie de eventos secretos e inmencionables; aguardando, en una palabra, por una inminente culminación. Esto surgía en mi mente de manera intuitiva, sin saber cómo...