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Claro de Luna

Clair de Lune, Seabury Quinn (1889-1869)

De Grandin, mi amigo, se volvió hacia mí, enarcando las cejas y con los labios redondeados, como si se dispusiera a emitir un silbido.
-Comment? –preguntó-. ¿Qué decía usted?
Sonreí.
-Usted me comprende perfectamente -repuse-. Le decía que de no saber yo que es un misógino empedernido pensaría que está considerando en estos momentos la posibilidad de tener un affaire con esa muier. No ha apartado un intante los ojos de ella desde que nos instalamos aquí.
Sus pequeños y azules ojos se animaron. Retorcióse las puntas de su diminuto y rubio bigote, recordándome su gesto los movimientos de un gato tras una comida especialmente sabrosa.
-Eh, bien! Lo cierto es que ella me interesa...
-Es lo que he deducido...
-¿No es acaso une bonne bouchée, merecedora del interés de cualquier hombre?
-Es verdad -admití-. Resulta una mujer exquisita. Sin embargo, su forma de observarla...
-¡Oh! ¡El doctor Trowbridge! ¡El doctor De Grandin! -La señorita Templeton, la patrona del establecimiento, eterna promotora de buenos momentos, cruzó la terraza, dirigiéndose a nosotros-: ¡Estoy emocionada!
-¿De veras, mademoiselle? -El doctor De Granjin se puso en pie, acogiéndola con una sonrisa particularmente cordial- Me intriga usted. ¿Y cuál es la causa de su emoción?
-¡Se trata de Madelon Leroy! ¡Va a asistir a nuestro baile de esta noche! ¿Sabe usted? Se ha mostrado tan terriblemente solitaria desde su llegada aquí... Decía que había elegido la costa para descansar y que no quería ver a nadie. Pero se ha aplacado...
-Esto, por supuesto, es muy interesante -dijo mi amigo, interrumpiéndola-. Desde luego, puede usted contar con nuestra asistencia a la velada, mademoiselle...
Mientras Dot Templeton danzaba de un sitio para otro, haciendo saber a otros huéspedes la buena nueva, él consultó su reloj.
-Mon Dieu!, amigo Trowbridge –exclamó-. Es casi la una ya y todavía no hemos almorzado. Vámonos a toda prisa al comedor. Estoy medio muerto de hambre. Me siento desfallecido, verdaderamente.

Dos mesas más allá de nosotros, junto a una ventana, por la que entraba la fresca brisa del océano, Madelon Leroy hacía los honores al almuerzo indiferente, casi despreciativa, ante las miradas de que era objeto continuamente. Era, corno Jules De Grandin había señalado, une bonne bouchée, merecedora de la atención de cualquiera. Su actuación en el Claro de Luna de Eric Maxwell, había llevado a la crítica al delirio. No solamente había sido elogiado su talento como actriz, sino también su exquisita belleza de heroína de cuento de hadas, su delicada fragilidad, que hacía pensar en algo ultraterreno.

Cuando después de su resonante y prolongado triunfo en Broadway se negó a considerar siquiera las ofertas más tentadoras de Hollywood se desencadenó una tormenta de publicidad que puso a los agentes teatrales en estados delirantes. A muchos dibujantes y pintores se les permitió que esbozaran retratos suyos, pero ella se negó con firmeza a ser fotografiada, y con objeto de burlar a los reporteros y otros fanáticos de la cámara siempre que aparecía en público lo hacía envuelta en velos y telas, como una odalisca o una monja. Las representaciones de Claro de Luna fueron suspendidas hacia el verano. Su misteriosa estrella descansaba junto al mar cuando Jules De Grandin y yo nos hospedamos en el Adlon.

Disimuladamente, utilizando el menú como pantalla, la estudié. De Grandin no se molestaba en fingir, mirándola como sólo un francés sabe mirar a una mujer para no llegar a ofenderla. Era una hermosa mujer, de piel casi transparente, de dorados cabellos, que dibujaban una especie de halo glorioso en torno a su menuda cabeza; los ojos eran grandes, de suave mirar y de un tono azul cerúleo. Tenía su persona la fragilidad del hada, casi angélica; el cuello poseía una graciosa curvatura; su perfil resultaba perfecto. Aunque no era pequeña realmente, lo parecía, por su esbeltez, por su justa corpulencia. Sus movimientos eran suaves, casi lentos. Perfilada contra la ventana, parecía una princesa de cuento de hadas.

-Une belle créature, n'est-ce-pas? -comentó De Grandin cuando hizo acto de presencia el camarero para tomar nota de lo que queríamos comer.
Con esto, mi amigo se desentendió de la joven. Las mujeres eran para él las flores que embellecían el sendero de la existencia, pero la comida... y la bebida... Mon Dieu!, como hubiera dicho él, ¡sin estas dos cosas la vida resultaba imposible!

La señorita Leroy llamó la atención de todos durante la recepción que precedió al baile aquella noche. Si había parecido cautivadora en las discretas sombras del comedor, o en la terraza del hotel, o al emerger de las aguas embutida en su blanco traje de baño de satín, atractiva como una náyade, aquella noche se hallaba en condiciones de provocar el delirio en sus admiradores. Más que nunca, parecía ahora un ser de otro mundo. Su vestido, de, género de punto, se ceñía fielmente a su cuerpo, careciendo de mangas. Eran apreciables todas sus curvas, que componían una figura impecable, por sus proporciones. El vestido se le ajustaba al talle mediante un cordón que terminaba en dos tiras rematadas con borlas. De vez en cuando, al andar, podían verse las plateadas sandalias que calzaban sus lindos y desnudos pies. Había recogido sus dorados cabellos en un moño suelto, del que pendía una estrecha cinta blanca. En el brazo izquierdo, por encima del codo, lucía un ancho brazalete de oro labrado con motivos griegos. No llevaba más joyas ni ornamentos.

En tales condiciones, aquella mujer debía resultar forzosamente encantadora, atractiva, incluso. Pero existía algo vagamente repelente en su persona. Tal vez fuera su lenta y más bien condescendiente sonrisa, en la que no se advertía el menor indicio de cordialidad, de humana simpatía; quizá se tratara de la rara expresión de sus ojos... Eran ojos de persona experimentada, cansada, más bien triste, como si desde el momento en que se abrieran a la luz hubieran visto en los seres humanos una raza nada agradable, como si los hombres hubieran sido algo que no valía la pena mirar dos veces. Podía ser, sí, que todo residiera en sus ojos, los cuales, pese a los trabajos de los expertos en el terreno de la belleza, presentaban en sus comisuras una tupida red de arrugas; de otro lado, los párpados habían sido tratados con un producto débilmente verdoso que los hacía brillar un tanto siniestramente. Desde luego, aquellos no eran los párpados de una mujer de veinte años, ni siquiera de treinta y tantos.

-Doctor Trowbridge... -Ella extendió una mano pequeña como la de una niña, de rosadas uñas, frágil como un iris blanco-, Doctor De Grandin...
El francés hizo sonar sus tacones al cuadrarse ante ella.
-Enchanté, mademoiselle –el hombre se inclinó sobre la mano, acercándosela a los labios-. Je suis très heureux de vous voir! Me siento encantado de verla...

No existe una manera preasa de poner esto en palabras. Lo cierto es que cuando De Grandin se irguió, él y Madelon Leroy se miraron a los ojos directamente, y aunque en sus rostros no se movió nada, algo vago, intangible como el aire, perceptible sin embarao como un escalofrío, pareció formarse alrededor de los mismos, igual que una envoltura de frío vapor. Por unos instantes se calibraron mutuamente, cautos como unos practicantes de la esgrima, o unos boxeadores que tantean sus fuerzas. Tuve la impresión de que eran como dos productos químicos que aguardaran solamente la adición de un agente catalítico para explotar, provocando una devastadora detonación. Luego, fue presentado el siguiente invitado y nosotros nos apartamos. Sentí lo mismo que si nos hubiéramos visto inmersos en la temperatura normal del verano, procedentes de un frigorífico puesto al máximo de su rendimiento.

-¿Qué...?
Le llegada de Mazie Schaeffer me impidió acabar de formular la pregunta, apenas iniciada.
-¡Oh, doctor Trowbridge! ¿Verdad que es adorable? -inquirió Mazie-. Es la más bella, la actriz más maravillosa del mundo. No hay nadie como ella, Yo he oído hablar a papá y a Mumsie de Maude Adams, de Sara Bernhardt, de la Duse, pero Madelon Leroy... ¡las supera a todas! ¿La recuerdan ustedes en la última escena de Claro de Luna, cuando dice adiós a su amante en la puerta del convento, quedándose plantada simplemente allí, a la luz de la luna, sin pronunciar una sola palabra? No necesita realmente decir nada, ya que el espectador ve, ve palpablemente su corazón destrozado.
De Grandin dispensó a Mazie una cordial sonrisa.
-Tal vez sea debido todo, mademoiselle, a que ha dispuesto de mucho tiempo para perfeccionar su arte...
Mazie respondió inmediatamente, alzando su chillona voz:
-¿Cómo puede usted decir eso? ¡Si es una niña!... ¡Es casi una criatura! Yo cumplo veintiún años en agosto y apuesto lo que usted quiera a que le llevo dos. No se trata de cosa del tiempo, doctor De Grandin, ni siquiera de talento. En ella es que hay genio, un genio extraordinario. De estas mujeres sólo se da una en cada generación...
El pequeño francés estudió a la joven atentamente.
-¿Has llegado a conocerla, quizá?
-¿Que si la he conocido? -Las manos de Mazie fueron instintivamente hacia su pecho, como si hubiera querido contener los latidos de un tumultuoso corazón- ¡Oh, sí! Fue muy amable conmigo... Me invitó a visitar su «suite» mañana, para tomar el té juntas...
-Mon Dieu! -exp1otó De Grandin-. ¿Tan pronto? ¿Es verdad lo que dices, jovencita?
-¡Pues claro que es verdad! ¿No le parece maravilloso? Todavía me lo parece más por el hecho de ocurrirme a mí. Sí. Es terriblemente maravilloso.
-Ahora te has expresado correctamente -manifestó él con un gesto de asentimiento-. Terriblemente maravilloso, es cierto. Bon soir, mademoiselle.
Cuando hubimos dejado atrás el atestado salón, pasando a la amplia y fresca terraza, le pregunté:
-Bueno, ¿qué significa todo esto?
-También yo quisiera saberlo -respondió mi amigo, sombrío.
Pero yo me sentía intrigado y no me molestaba en disimularlo.
-¡Por el amor de Dios. De Grandin! No sea usted tan condenadamente misterioso. Yo sé que existe algo entre usted y esa mujer... Me di cuenta, lo percibí cuando se saludaron. ¿Qué es lo que...?
-También yo quisiera saberlo -repitió él-. Una cosa es sospechar algo y otra muy distinta saber... Y yo, hélas!, no abrigo más que una leve sospecha. Si le dijera qué es lo que en estos momentos atormenta mi mente, me expondría a cometer una grave injusticia contra un ser inocente. Au contraire, si me mantengo en silencio podría causar un daño grave, irreparable, a otra persona. Parbleu!, amigo mío. No sé qué hacer.
Consulté mi reloj.
-¿Por qué no nos vamos a la cama? Son más de las once y emprendemos el regreso mañana por la mañana. Es nuestra última oportunidad de lograr una noche entera de descanso, sin desagradables interrupciones, sin pacientes que nos saquen del lecho a horas intempestivas...
-Aquí no hay bebés que tengamos que ayudar a nacer, ni vieillards que se deciden a abandonar el mundo... Es decir: seguramente -manifestó De Grandin, con una burlona sonrisa-. Sí, creo que está usted en lo cierto. Disolvamos nuestras preocupaciones en el sueño.

A la mañana siguiente, cuando precedidos por dos botones que llevaban nuestro equipaje nos disponíamos a abandonar el hotel, yo me eché a un lado con el fin de dejar paso a dos mujeres que se encaminaban a la playa. Era la primera de mediana edad, hallándose en posesión de una larga y afilada nariz, pequeños ojos y una piel morena. En sus negros cabellos se observaban ya muchas canas; llevaba el clásico gorro blanco almidonado de las doncellas. Vestía de uniforme, de tela oscura, con puños y un delantal blancos. Sobre el brazo derecho se había echado una enorme y esponjosa toalla de baño. A mí me pareció una mujer de aspecto imponente, que debía de haber conocido mejores días. Detrás de ella, cubierta como una mujer árabe, con telas blancas, avanzaba una figura más pequeña, que calzaba chanclos de playa. Los dedos de una de sus manos asomaban al coger un pliegue de la holgada prenda. Observé que eran de rojizas yemas, con unas uñas largas y afiladas, extremadamente finas. Pude captar fugazmente el rostro de su dueña. Se trataba de Madelon Leroy. Pero aquella cara se hallaba tan alterada que apenas guardaba semejanza con la del radiante ser de la noche anterior.

Era una faz aquella tan pálida como la luz de la luna de marzo; las delicadas y pequeñas depresiones bajo los pómulos se habían acentuado hasta dar al rostro una expresión desagradable. Sus labios, un poco separados, parecían haberse marchitado; sus ojos daban la impresión de haberse hecho más grandes, pero ahora estaban exageradamente hundidos en la cara. La cara tenía una expresión anhelante, pero con un tono impersonal. Lo único que no había cambiado en ella era la gracia de sus movimientos. Caminaba con toda naturalidad, sin que el paso revalera el menor esfuerzo, moviendo sus lisas caderas ligeramente.

-Grand Dieu! -oí murmurar a De Grandin.
Al pasar ante él la mujer, De Grandin se inclinó en una leve reverenda, llevándose la mano al ala del sombrero-. Mademoiselle!
Ella pasó como si De Grandin no se hubiera encontrado allí. Sus cavernosos ojos se fijaron en la playa, sobre cuyas arenas unas suaves olas dejaban encajes de espumas.
-¡Santo Dios! -exclamé a mi vez cuando avanzábamos ya hacia el coche que nos esperaba-. Parece haber envejecido veinte años o más... ¿Qué piensa usted de eso?
De Grandin me miró, muy serio.
-No sé a qué atenerme, amigo Trowbridge. Anoche concebí unas sospechas; hoy las veo casi confirmadas. Es posible que mañana pueda estar al tanto de todo con exactitud. Ahora bien, mañana podría ser demasiado tarde.
-¿A qué se está usted refiriendo? -inquirí-. ¿Qué significa este misterio?
-Plus ça change, plus c'est la même chose... ¿Recuerda usted esta cita? -contraatacó él.
Permanecí en actitud reflexiva un momento.
-¿No es eso lo que Voltaire dijo acerca de la historia? «Cuanto más cambia, más viene a ser la misma»...
-En efecto -asintió mi interlocutor-. Y nunca dijo una verdad de mayor calibre. Una vez más, la historia se repite. Nadie puede afirmar con qué trágicas consecuencias.
-¿Trágicas consecuencias? ¿Para quién?
-On ne sait pas -De Grandin se encogió de hombros-. ¿Quién puede decir dónde descargará su furia el rayo, amigo mío?

Hacía cosa de una semana que habíamos regresado de la costa. Me disponía a dar por terminada mi jornada de trabajo cierto día cuando sonó el timbre del teléfono.

-Sam: soy Jane Schaeffer -dijo la turbada voz de mi comunicante-. ¿Podrías venir inmediatamente?
-¿Qué ocurre?
El día había sido muy caluroso y cansado, y Nora McGinnis había preparado para mí un plato de ternera con salsa agridulce. No tenía el menor deseo de efectuar un desplazamiento de más de tres kilómetros, perdiéndome el cóctel de la noche y la sabrosa cena.
-Se trata de Mazie. Al parecer, se encuentra peor...
-¿Peor? -repetí-. A mí se me antojó que estaba perfectamente cuando la vi en la costa. Tenía la viveza de los grillos...
-A su regreso a casa no podía hallarse mejor. Pero luego ha empezado a comportarse de una manera muy extraña, debilitándose día por día. No sé si será algo de pecho, o una leucemia...
-Bueno, tómatelo con calma -aconsejó-. No se puede estar bailando todas las noches hasta las tres de la madrugada, jugando además al tenis por la tarde, sin perder algo. Dale a modo de cena una tostada y una taza de té, métela en la cama y me la traes a la consulta por la mañana.
-¿Quieres escucharme, Sam Trowbridge? Mi hija se está muriendo, la tengo en la cama, y todo lo que me dices es que le dé una tostada y una raza de té. Vas a hacerme el favor de meterte en seguida en tu coche. Te esperamos.
-Bueno, de acuerdo -contesté para aplacar a mi comunicante-. Que guarde cama y...
-Pero, ¿no te he dicto que la tengo en la cama?... No se ha levantado en todo el día. Está demasiado débil.
-¿Por qué no me lo has dicho antes? -inquirí, bastante irrazonablemente-. Estaré ahí en seguida.
-¿Qué sucede, mon vieux? -De Grandin apareció en la puerta de la consulta, llevando una coctelera en las manos-. No me diga que se va. Los martinis tienen ahora el grado de frialdad preciso.
-Hay que aplazar eso -repuse entristecido-. Acaba de llamarme Jane Schaeffer para decirme que Mazie no se encuentra nada bien. Está tan débil que esta mañana no pudo levantarse.
-Feu noir du diable! ¡Fuego negro de Satanás! ¿Me está usted hablando de aquella jovencita que fue seleccionada como víctima? Morbleu! Debiera haberlo comprendido...
-¿Qué significa eso? -le interrumpí con viveza-, ¿Que es lo que sabe usted?
-Yo, hélas!, no sé nada. Absolutamente nada. Pero si lo que tengo buenas razones para sospechar es cierto... ¡vámonos!, apresurémonos, volemos para poder ayudarla. ¿La cena? ¡Al diablo la cena! Tenemos cosas más importantes en qué pensar ahora.

Su madre no había exagerado al hablar del estado en que se encontraba Mazie. La hallamos en estado de semi-coma, con unas profundas concavidades bajo los pómulos, con unas ojeras terribles. Tenía los ojos como de fiebre, brillantes, pero la mano que tomé entre las mías parecía estar muerta. Recurrí a mi termómetro y vi que apenas llegaba a los veintisiete grados. Su pulso era débil, latiendo a menos de setenta pulsaciones por minuto. Echó la cabeza a un lado cuando me dejé caer sobre una silla, junto a la cama. La sonrisa que me ofreció era una bnrda imitación de la suya de siempre, eternamente contagiosa. En ésta de ahora no existía ningún destello de alegría.

-¿Qué sucede aquí? -pregunté, notando que la epidermis de sus manos estaba reseca, áspera, endurecida-. ¿Qué le han estado haciendo a mi niña?
Los párpados se abrieron perezosamente y ella pronunció unas palabras, en un tono de voz tan débil que no pude entender nada.
-¿Cómo has dicho, pequeña?
-De... dejadme ir... Tengo que irme... Debo hacerlo... -musitó la chica, en un susurro-. Ella estará esperándome... me necesita...
-¿Está delirando?
De Grandin hizo un movimiento denegatorio de cabeza.
-No lo creo así, mi amigo. Está débil, en efecto, muy débil, pero no ha perdido el conocimiento. ¿Qué síntomas aprecia en ella?
-Si no la hubiéramos visto fuerte y bien alimentada sólo dos semanas atrás, yo diría que es víctima de una evidente desnutrición. He tenido ocasión de asistir a casos como éste después de la primera guerra mundial, cuando servia con las unidades belgas de auxi1io...
-Su saber y experiencia no le han abandonado, amigo mío. La chica está desnutrida, en efecto, y nosotros le prescribiríamos nuez vómica, de seguir el consejo de alguien, pero primero procuraremos darle carne, una buena taza de té, y a continuación un huevo y leche con un poco de coñac...
-Pero, ¿cómo ha llegado a tal estado de desnutrición?
-Sí, desde luego. Es lo que tendremos que averiguar.
Cuando bajábamos las escaleras, Jane Schaeffer preguntó:
-¿Qué le ocurre? ¿Habrá contraído alguna infección durante su estancia en la costa?
De Grandin apretó los labios, cogiéndose la barbilla entre el pulgar y el índice.
-Pas possible, madame. ¿Cuánto tiempo lleva así?
-Casi desde el día de su regreso. En la costa conoció a Madelon Leroy, la actriz, que convirtió en seguida en su ídolo. Se pasaba todo el día prácticamente con la señorita Leroy. Creo que el segundo o tercer día fue a verla a sus habitaciones, regresando a casa casi exhausta y yéndose derecha a la cama. A la mañana siguiente se sentía muy débil. Se levantó hacia el mediodía, comió algo y se fue en busca de Madelon Leroy de nuevo. Por la noche, a la vuelta, no podía tenerse en pie. Su debilidad, a partir de entonces, ha ido en aumento.
De Grandin escrutó atentamente el rostro de Jane.
-Nos ha dicho usted que la chica tiene un apetito excelente...
-¿Excelente? ¡Soberbio! ¿No cree usted que podría ser una solitaria, algún parásito que...?
Mi amigo asintió, pensativo,
-Verdaderamente, cabe tal posibilidad, madame.
A continuación, preguntó con toda naturalidad, como si la cosa no tuviera importancia:
-¿Dónde vive en la actualidad la señorita Leroy? ¿Usted lo sabe?
-Tomó una «suite» en el Zachary Taylor. No me explico por qué prefirió esto a Nueva York.
-Quizás haya alguien que lo sepa, madame Schaeffer. Bien. Muy bien. Así pues, se instaló en el Hotel Taylor y...
-Y Mizie ha ido a verla allí día tras día.
-Très bon. Uno comprende, en parte, al menos. La enfermedad de su hija no es desesperada, pero resulta mucho más seria de lo que al principio nos figurábamos. La enviaremos al Sanatorio Sidewell en seguida, donde hará reposo absoluto, vigilada constantemente por una enfermera. Bajo ningún concepto dirá usted a nadie dónde se se encuentra, madame. Y no tendrá visitantes de ninguna clase. Ninguno. ¿Me ha comprendido?
-Sí, señor, pero...
-Pero... ¿qué?
-La señorita Leroy ha llamado hoy dos veces, sintiéndose al parecer muy afectada cuando le dije que Mazie no había podido levantarse. Si viniera a verla...
-He dicho que nada de visitantes, madame. Es una orden, hágase cargo.
-Espero que sepa usted lo que está haciendo -gruñí cuando dejamos la casa de los Schaeffer-. No encuentro desacertado su diagnóstico, ni el tratamiento, pero, ¿ a qué viene tanto misterio? Si usted sabe algo...
-No se trata de que yo me empeñe en crear en este caso un ambiente de misterio -declaró De Grandin-. Es que me confieso un hombre ignorante. Soy como un hombre ciego que estuviese siendo objeto de las travesuras de unos chicos traviesos. Extiendo las manos en un sentido y otro, pero no acierto a asir nada. ¿Usted se acuerda de que hace poco estuvimos refiriéndonos a la frecuencia con que la historia se repite?
-Sí, la misma mañana en que abandonamos aquel lugar de la costa.
-En efecto. Ahora escúcheme atentamente, amigo mío. Lo que voy a decirle puede ser que no tenga sentido, pero podría ocurrir también lo contrario. Considere esto:

Hace algunos años, más de los que a mí me gustaría que hubieran pasado, asistí a una representación en el Théâtre Français, donde actuaba una mujer llamada Madelon Larue. Era la gran atracción de París porque en un época muy distinta de la que vivimos se atrevía a practicar la danza au naturelle. Era muy bella, parbleu! No se podía decir que era una Venus o una Minerva. Se asemejaba más a Hebe, o a Clitie. Su aire juvenil, ingenuo, purificaba su desnudez. Suscitaba, en fin, más admiración que pasión. Eh bien, mi gran père había sido un tipo alegre en sus buenos tiempos. Como veraneaba cerca de Narbonne aquel año, fui a visitarle para, entre otras cosas, participar de su excelente Château Neuf. Le dije que había estado viendo a la Larue y se quedó desconcertado.

¿Por qué razón? Porque, al parecer, parbleu!, en los días del Segundo Imperio había habido una actriz que era también la atracción máxima de París, una tal Madelon Larose. También ésta bailaba à découvert ante la dorada juventud que rodeaba al tercer Napoleón. Mi abuelo se prendó de ella en seguida. Me habló de su frágil y aniñada belleza, que encendía los corazones y los cerebros de los hombres. Al final de aquella conversación llegué a la conclusión de que Madelon Larose y Madelon Larue tenían que ser madre e hija, o bien la misma persona. No cabía otra alternativa. ¡Ah! Pero mi abuelo me contó algo más. He de decir que por el hecho de ser un experto en medicina legal se hallaba relacionado con la préfecture de police. Esta Madelon Larose, la de la frágil y aniñada belleza, empezó a envejecer de repente. En el espacio de sólo un mes se hizo diez o veinte años más vieja. A los dos meses era una anciana tan débil que no podía salir al escenario. Y yo le pregunto a usted ahora: ¿qué cree que pasó?

-Se retiraría -sugerí irónicamente.
-Nada de eso. Contrató los servicios de una secretaria y dama de compañía, una joven bretona rebosante de salud, y... escúcheme con atención, por favor, al cabo de dos meses la chica había muerto, de inanición, al parecer, y Madelon Larue se dedicaba una vez más a bailar sans chemise para regocijo de los jóvenes de París.

Se produjo un escándalo, naturalmente. La policía y la Sûreté llevaron a cabo algunas investigaciones. Pero al final de ellas no se averiguó nada en concreto. La secretaria había sido una moza fuerte, de saludable aspecto. Y había fallecido, por lo visto, de inanición. Larose, que había estado al borde de la desaparición, se veía más joven, fuerte y atractiva que nunca. En eso quedó todo. Nadie puede basar una actuación judicial en tales hechos. En fin, la chica fue enterrada decentemente en el cementerio del Père Lachaise, y Larose, por sugerencia de la policía, se trasladó a Italia. ¿Qué hizo en este país? Cualquiera puede suponérselo. Ahora, emparejemos mi historia con la de mi gran' père. Yo había visto actuar a la Larue en 1905. Cinco años más tarde, siendo yo miembro de la Faculté de Médicine Légale, me enteré de que se hallaba afligida por una extraña enfermedad, una dolencia que la hacía envejecer diez años en una semana; a las dos semanas ya no se halló en condiciones de presentarse en el escenario. ¿Qué pasó? Parbleu! Yo se lo explicaré.

La mujer contrató los servicios de una masseuse, una joven fuerte, de excelente salud, en posesión de un físico robusto. A las dos semanas falleció, de inanición, al parecer... La Larue, mordieu!, se rejuveneció de nuevo, quedando ya que no como una rosa sí como un lirio. Fui designado ayudante del juge d'instruction que se ocupó del caso. Llevamos a cabo detenidas investigaciones. ¡Oh, sí! ¿Y qué descubrimos en fin de cuentas? Solamente esto, morbleu!: La chica había sido una persona fuerte, de gran salud. Había muerto, al parecer, de inanición. La Larue había estado a punto de disolverse a consecuencia de una extraña enfermedad, una dolencia sin nombre, Ahora era joven, fuerte y atractiva como antes. C'est tout. Nadie puede basar un proceso criminal en eso. En fin, la pobre masseuse fue recientemente enterrada en Saint Supplice, y la Lame, por sugerencia de la policía, se trasladó a Buenos Aires. ¿Qué hizo alli? Cualquiera puede suponérselo.

Veamos ahora qué es lo que tenemos... Ello no constituirá una prueba, pero podemos hablar de unos hechos: Larose, Larue, Leroy. Estos nombres son bastante similares. Una Madelon Larose qúe está a punto de morir, aparentemente, a causa de una rara enfermedad -de vejez, quizás-, establece contacto con una joven y recupera la salud y. por lo visto, la juventud, en tanto que la otra persona fallece, seca como una naranja chupada. Esto ocurre en 1867. Una generación más tarde, una mujer llamada Madelon Larue, que se acomoda a la descripción de la Larose perfectamente, se ve afectada por la misma dolencia, y recupera la salud, como le había pasado a la Larose, dejando a su espalda los restos de lo que había sido una joven fuerte, vigorosa, con la que había estado asociada. Esto sucede en 1910. Ahora, en nuestra época, una mujer llamada Madelon Leroy...

-Pero... ¡todo esto es una cosa totalmente fantástica! -objeté-. Usted se limita a formular suposiciones. ¿Cómo identifica a Madelon Leroy con esas dos...?
-Siga escuchándome... Concédame unos momentos más, amigo mío- dijo De Grandin-. Usted se acordará, seguramente, de que nada más entrar la Leroy en nuestro campo de observación me sentí interesado...
-Ciertamente. No apartaba los ojos de ella...
-Précisement. Porque, parbleu!, en el momento en que la tuve delante me pregunté: «¿Dónde has visto tú esa cara antes, Jules De Grandin?» Me contesté en seguida: «No trates de engañarte a ti mismo, Jules. Sabes muy bien dónde la viste por primera vez. Se trata de Madelon Larue, la misma mujer que te causó tanta impresión cuando la viste bailar nu comme la main en el Théâtre Français en tus buenos tiempos. Volviste a verla, con todo su encanto y belleza, cuando llevabas a cabo indagaciones sobre la muerte de su joven y robusta masseuse. ¿Te acuerdas, Jules De Grandin?»

Sí que me acuerdo, me dije.
Muy bien, Jules, seguí interrogándome. ¿Y qué hace esta encantadora dama aquí hoy, al parecer con los mismos años que en 1905, o en 1910? Tú te has hecho mayor, tus amigos han envejecido... ¿Es que ella constituye una excepción de la regla general? ¿Va a estar siempre lozana, fresca, indiferente al paso del tiempo como la luz de la luna? La lógica más elemental te dice, Jules, que esto no puede ser, que esto se aparta de la norma que rige la vida de los seres vivos», continué considerando. Bueno, ¿y qué ocurre después? Hay una gran velada. Mademoiselle Leroy se enfrenta con su público. Nos vemos, nos miramos a los ojos, nos reconocemos mutuamente, pardieu! En mí, ella ve al juge d'instruction causante de algunas situaciones embarazosas años atrás. En ella, yo veo... ¿Qué puedo decir? De todos modos, nos reconocemos, y ninguno de los dos nos sentimos felices con tal reconocimiento mutuo. No, desde luego que no.

Al día siguiente, por la tarde, fuimos al sanatorio para ver a Mazie. La encontramos más mejorada, pero todavía muy débil e inquieta.

-¿Cuándo voy a salir de aquí? -inquirió la joven-. Por favor... Tengo un compromiso al que no quiero faltar, y me encuentro ya tan repuesta...
-Precisamente, mademoiselle -contestó De Grandin-. Estás mucho mejor, en efecto, Y no tardarás en recuperarte por completo. Para ello bastará con que tu organismo se empape de alimento comme une éponge.
-Pero...
-Pero... ¿qué? -inquirió De Grandin, enarcando las cejas expresivamente-. ¿A qué viene ese «pero»? Explícate.
-Se trata de Madelon Leroy, señor. Yo estaba ayudándola...
-No lo dudo ni por un momento -manifestó mi amigo, asintiendo-, ¿En qué forma?
-Dice que mi juventud y mis energías le dan fuerzas para seguir... Está realmente al borde de una crisis, ¿sabe usted? Asegura que mis visitas le confortan, que suponen mucho para ella...
La severa mirada que sorprendió en el doctor De Grandin hizo guardar silencio a la muchacha momentáneamente.
-¿Qué ocurre, doctor? -inquirió luego.
-Escúcheme, Mazie, ¿Qué pasaba en el curso de tus visitas a la «suite» de esa dama, en el hotel?
-Nada, nada en realidad, Madelon.., Me permite que la llame así, ¿no es maravilloso? Madelon se encuentra tan fatigada que apenas habla, Se tiende en una chaise-longue y hace que le coja las manos y que le lea. No he visto nunca unas negligées más bonitas que las suyas... Luego, tomamos el té. Ella se acurruca entre mis brazos, como si fuera una niña. A veces sonríe en su sueño. Parece entonces un ángel...
-¿Y tú disfrutas con esta amistad, hein?
-¡Oh, sí! ¡Mucho! Nunca había vivido una cosa tan maravillosa.
De Grandin sonrió al incorporarse.
-Bien. Dentro de unos años, esto constituirá para ti un feliz recuerdo, estoy convencido de ello. Entretanto, si te vas recuperando como hasta ahora, dentro de unos días...
-Pero... ¿Y Madelon?
-Iremos a verla y se lo explicaremos todo, ma petite. Sí. No faltaba más!
-¿Lo hará usted así, doctor? ¡Es usted muy bueno!
Mazie despidió a De Grandin con una sonrisa y se acomodó en el lecho para entregarse al sueño.
-La doncella de la señorita Leroy ha llamado tres veces hoy -nos explicó Jane Schaeffer, cuando nos detuvimos en su casa unos minutos, de regreso del sanatorio-. Parece ser que aquélla se encuentra enferma y siente unos deseos enormes de ver a Mazie...
-Ya me lo imagino -contestó De Grandin, secamente.
-Da la impresión de sentir un gran afecto por mi hija... Le conté finalmente lo que habían dicho ustedes, diciéndole dónde paraba ahora Mazie...
-¿Hizo usted eso? -inquirió De Grandin, como tragando saliva.
-¿Qué hay de malo en ello? Me figuré que...
-Ha cometido usted un error, madame. Recordará que le dijimos que la chica no podía recibir visitas. Vamos a poner remedio a la cosa, con la mayor rapidez posible, pero si a su hija le ocurre algo suya será la culpa. Bon jour, madame!
De Grandin hizo sonar sus tacones al mismo tiempo que hacía una fría reverencia.
-Vámonos, amigo Trowbridge. Tenemos cosas por hacer, cosas que no admiten el menor aplazamiento.
Una vez en la calle, explotó como un petardo.
-Nom d'un chat de nom d'un chien de nom d'un coq! Uno puede intentar defenderse ante los enemigos mal intencionados; en cambio, frente a la ingenuidad o la ignorancia no se puede hacer nada generalmente, pardieu! Vamos, amigo mío. La rapidez viene a ser aquí ahora lo más esencial.
-¿A dónde tenemos que ir? -pregunté al poner en marcha el motor del coche.
-¡Al sanatorio, diablos! Si no nos damos prisa puede ser que lleguemos demasiado tarde.

El azul con que se ofrecían a la vista las distantes Montañas Oranges había perdido intensidad a causa de la calina de la tarde veraniega. La cinta de asfalto de la carretera se alargaba interminablemente a nuestras espaldas.

-¡Más de prisa, más de prisa! -dijo De Grandin, apremiante-. Tenemos que correr todo lo que podamos, amigo Trowbridge.
Unos minutos después teníamos a la vista un gran automóvil negro, muy elegante. Los ojillos de De Grandin escrutaron atentamente el vehículo.
-¡Es el de ella! -exclamé-. Tenemos que adelantarle... ¿No puede usted sacarle más rendimiento a este moteur?

Pisé a fondo el acelerador y la aguja indicadora de la velocidad se inclinó un poco hacia la derecha. Ochenta, ochenta y cinco, noventa... Con cada revolución de las ruedas se aminoraba la distancia que nos separaba del otro vehículo. El conductor del otro automóvil debía de habernos visto en el espejo retrovisor del coche. O quizá estaba pendiente de nosotros su pasajera. El caso es que también aceleró, despegándose, desvaneciéndose en una curva a los pocos minutos, entre un remolino de polvo y de humo de su tubo de escape.

-Parbleu! Pardieu! Par la barbe d'un porc vert! -exclamó De Grandin- Se nos escapa, corre más que nosotros...

Un enervante chirrido de frenos, seguido de un golpe sordo, le hizo callar. Al doblar por fin la curva se nos ofreció a la vista el gran sedán negro volcado a un lado de la carretera, con las ruedas girando al aire alocadamente; tenía el parabrisas y los cristales de las ventanillas destrozados. Del capó del motor salía una columna de humo.

-Triomphe! -exclamó mi amigo, al tiempo que se apeaba, nada más detener yo nuestro coche, para echar a correr en dirección al automóvil siniestrado-. ¡Ya la tenemos en nuestras manos, Trowbridge!

El chófer se habla quedado detrás del volante. Hallábase inconsciente, pero no sangraba. En los asientos posteriores había dos mujeres: una muy fornida, en la que reconocí a la doncella de la señorita Leroy; envuelta en velos, hasta el punto de parecer un fantasma gris, vi a Madelon Leroy, una figura muy diminuta al lado de su criada.

-Cuide de ese hombre, amigo Trowbridge -me ordenó De Grandin, cuando ya había dejado caer la mano sobre el tirador de una de las puertas traseras-. Yo me ocuparé de sacar de ahí a esas mujeres.

Haciendo acopio de fuerzas, extrajo del coche a la doncella, desmayada, depositándola en un lugar seguro. Después, concentró su atención en Madelon Leroy. Yo me las había arreglado para dejar al chófer junto a la carretera. Segundos después, surgió una llamarada del sedán siniestrado. El depósito de gasolina estalló como si hubiera sido una bomba, saliendo proyectados en todas direcciones numerosos trozos de vidrio.

-¡De buena nos hemos librado! -exclamó, jadeante, abandonando el árbol cuyo tronco utilizara como parapeto-. Si tardamos unos momentos más en llegar esta gente hubiera ardido con el coche.
De Grandin asintió, un tanto absorto.
-Si usted se queda aquí con ellos yo intentaré localizar un teléfono para llamar a una ambulancia... Estas personas necesitan cuidados inmediatos, especialmente mademoiselle Leroy. ¿Tiene usted influencia en el Mercy Hospital?
-¿Que si tengo...? No le entiendo, De Grandin.
-Quiero que se ocupe de que estas personas queden instaladas en habitaciones independientes. Si es así, todos saldremos ganando con ello.

Nos sentamos junto a la cama de ella, en el Mercy Hospital. El chófer y la doncella ocupaban sendas habitaciones. A Madelon Leroy le había sido asignada una «suite» en el último piso. El sol se acercaba al ocaso, convertido en una especie de balón carmesí, flotando en un mar rosado; una leve brisa jugaba incansablemente con las blancas cortinas de la ventana. De no haber conocido su identidad, ninguno de nosotros habría dicho que la mujer que se encontraba en aquella cama era la atractiva, la deslumbrante Madelon Leroy. Su faz aparecía lívida, casi gris, de un gris verdoso; a través de la piel se adivinaban las líneas de su cráneo... Tenía las sienes hundidas, como los ojos; la nariz se había hundido extrañamente también, acortándose, haciendo más saliente la mandíbula y los arcos superciliares. Unas venitas azules acentuaban la extrema palidez de las mejillas, dando al rostro una apariencia de objeto de cera; las orejas eran casi transparentes; los labios se habían resecado, replegándose sobre los dientes, como si la mujer se esforzara para hacerse con un poco de aire.

-Mazie -murmuró, en un débil susurro-: ¿dónde estás, querida? Ven... Ha llegado la hora de nuestra siesta. Tómame en tus brazos, querida; apriétame contra tu frente y juvenil cuerpo...
De Grandin se incorporó, inclinándose sobre el lecho, mirándola no como un médico mira siempre a un paciente que sufre, sino con la frialdad del ejecutor que estudia a la persona condenada.
-Larose, Larue, Leroy... como quiera usted llamarse.. Ha llegado por fin a la meta de su viaje por la vida. Ya no dispone de víctimas que puedan renovar su pseudojuventud. Llegó un día al mundo (le bon Dieu sabe cuantos años hace de eso) y ha sonado para usted la hora de irse.
La mujer volvió hacia él los ojos, unos ojos sombríos, sin el menor brillo. En su marchita faz fue apareciendo trabajosamente una expresión elocuente: le había reconocido.
-¡Usted! -exclamó en voz muy baja, delatadora de un gran pánico-. Por fin me has encontrado... Tú, mi enemigo.
-Tu parles, ma vielle -replicó De Grandin, con naturalidad-. Tú lo has dicho. Te he encontrado por fin. No me fue posible materialmente evitar que absorbieras la vida de aquella desgraciada persona en 1910; tampoco pude interponerme entre tú y la joven de los días de Napoleón III. Pero esta vez estoy aquí, sí. Todo queda atrás ya; el fin se aproxima.
-Ten piedad de mí -rogó ella, temblorosa-. Ten piedad de mí, hombre cruel. Yo soy una artiste, una gran actriz. Mi arte hace felices a millares de seres. Durante años, he llevado un poco de alegría a los que vivían tristes o atribulados. Compáreme con otras mujeres... ¿Qué representan a mi lado las campesinas, las hijas de los comerciantes, las de la bourgeoisie? Yo soy Claro de Luna, la luz de la luna reflejándose en unas aguas remansadas; la dulce promesa del amor todavía no logrado...
-Tiens... Yo creo que la luna se está poniendo, mademoiselle -dijo De Grandin, interrumpiéndola secamente-. Si desea los auxilios de un sacerdote...
-Nigaud, bête, sot! -susurró ella. Y su susurro fue como un apagado grito-. ¡Estúpido! ¡Necio! ¡Hijo de padres imbéciles! No necesito a mi lado a ningún sacerdote, no quiero que me hablen de arrepentimientos ni de redenciones. Lo que sí deseo es recuperar mi juventud y mi belleza. Haz venir aquí a una muchacha limpia, joven, llena de salud...

Ella se interrumpió al ver una dura mirada en los ojos de De Grandin. Apenas tenía fuerzas ya para insultarle. Pero de sus labios salieron todavía epítetos que habrían hecho enrojecer de vergüenza a una comadre de los muelles de Marsella. De Grandin encajó aquel discurso con serenidad. Ni sonreía ni se mostraba irritado. Había en él una aire de indiferencia total, como si en aquellos instantes se hubiese hallado en un laboratorio, observando en el microscopio un nuevo y curioso espécimen.

-Eres una bestia, un perro, un cerdo -siguió diciendo la mujer-. Desciendes de apestosos camellos... Eres un hijo bastardo de una gata callejera y de un demonio de los infiernos...

Los médicos estamos habituados al espectáculo de la muerte. Al principio de nuestra carrera, ésta nos causa siempre una gran impresión; luego, nos acostumbramos. Sin embargo, en aquel caso, no pudé evitar un escalofrío, al observar el cambio que se estaba operando a mi vista. La azulada blancura de su piel tomó un tinte verdoso; todo parecía indicar que los microorganismos de la putrefactión operaban ya en ella; el rostro de la mujer se pobló de arrugas que eran como las grietas que se abren en el hielo; el tono rubio de sus cabellos se trocó en un tono amarillento sin brillo; las manos que asomaban por encima de las sábanas parecían las garras de un animal muerto y disecado. La cabeza de la mujer se incorporó un instante sobre la almohada; los ojos estaban enrojecidos y carecían de vida. Bruscamente, se quedó sentada en el lecho, doblándose en seguida por la cintura como una burda muñeca rota; las manos buscaron su propio pecho, agitado por una tos estértórica. Luego, cayó sobre su espalda, quedándose inmóvil.

No se oía nada, absolutamente nada en la habitación mortuoria. Ningún sonido llegaba hasta allí por las abiertas ventanas. El mundo parecía haberse paralizado con la quietud de la puesta del sol. Nora McGinnis habíase superado aquella noche. La cena que nos ofreció habría representado la máxima satisfaeción para un buen «gourmet». Su ternera en salsa agridulce fue un regalo para nuestros paladares; lo mismo que sus pastelillos, sus quesos, su melocotón y la compota de ciruela. De Grandin apuró con delectación su taza de café; luego, sonrió como un querubín; a continuación aspiró el aroma de su Chartreuse vert con los ojos entreabiertos...

-¡Oh, no, amigo mío! -me dijo-. No puedo ofrecerle una explicación adecuada. Esto es como la electricidad: nos beneficiamos de sus efectos a cada paso, pero nada sabemos en cuanto a sus orígenes.

Ya le dije que la reconocí nada más verla. Pero no acertaba a tomar en serio mis sospechas. Para esto, tuvo que reconocerme ella. Luego, me di cuenta de que nos enfrentábamos con algo maligno, con algo que rebasaba la experiencia cotidiana, aunque no se tratara de nada sobrenatural. Ella fue una especie de vampiro, un vampiro diferente de los tradicionales. El vampiro normal posee vida en su muerte. Ella permaneció enteramente viva. Seguiría así mientras encontrara en su camino víctimas frescas. De una manera u otra, Dios sabe cómo, adquirió la habilidad de absorber la vitalidad, la fuerza de las mujeres jóvenes y vigorosas, tomando de ellas todo lo que podían darle, dejándolas virtualmente vacías, hasta tal punto que sus víctimas perecían a consecuencia de su extrema debilidad, mientras que la actriz estrenaba una nueva juventud, gozando de un renovado vigor.

De Grandin hizo una pausa para encender un puro, añadiendo a continuación:
-Usted sabe que se admite generalmente que cuando un niño duerme con una persona de edad, o inválida, aquél cede su vitalidad a su compañero de lecho. En el «Libro de los Reyes» leemos que David, rey de Israel, al llegar a la edad madura, encontrándose muy debil, era reforzado por tal procedimiento. Ella se valía de un proceso similar, pero mucho más acentuado.

En 1867 necesitó sesenta días para pasar de una juventud aparente a la edad avanzada. En 1910, el proceso duró dos semanas o diez días; este verano, se nos presentó joven por la mañana y al día siguiente era una anciana o mujer de edad madura, al menos. ¿Cuántas veces, entre los días de mi gran' père y los nuestros renovó su juventud y su vida valiéndose de jóvenes amigas? No lo sabemos... Estuvo en Italia y en América del Sur. Sólo le bon Dieu sabe qué otras partes del mundo visitó. Hay, no obstante, una cosa que parece ser cierta: con cada renovación de su juventud se tornaba más débil. Incidentalmente, habría llegado así al momento de la transformación casi repentina, a un instante en el que no hubiera dispuesto de tiempo para encontrar una víctima a la que «chupar», por así decirlo, su vitalidad.

Mazie había sido escogida como víctima esta vez, y de no haber estado nosotros donde estuvimos... Eh bien! Yo creo que tendríamos otra tumba en el cementerio, gracias a la cual mademoiselle Leroy proseguiría sus actuaciones teatrales. Sí, sin duda. ¿Desea usted saber algo más? -inquirió De Grandin, al ver que yo no formulaba ningún comentario.

-Hay una o dos cosas que me desconciertan -respondí-. En primer lugar, quisiera saber si existe alguna relación entre su poca corriente habilidad para rejuvenerse a expensas de otras personas y su negativa a verse fotografiada. ¿Cree usted acaso que pudiera comportarse así, por otra parte, persiguiendo un efecto publicitario?
De Grandin consideró mi pregunta durante unos instantes, replicando luego:
-No, no es eso... Sucede que el objetivo de la cámara fotográfica es más detallista que nuestros ojos. Un buen maquillaje puede engañar al ojo humano; las lentes de la cámara, en cambio, van más allá, mostrando todas las imperfecciones, por menudas que sean. Por esta razón, seguramente, no quería que le hiciesen fotografías. ¿Se hace usted cargo?
Asentí.
-Otra cosa. Usted dijo en una ocasión a Mazie que estaba seguro de que el episodio de su amistad con la Leroy constituiría un bonito recuerdo en su vida. Usted ya sabía entonces a qué atenerse con respecto al proceder de la mujer, es decir, sabía que se valía de las jóvenes para, sin la menor piedad...
-Pues sí, es verdad que estaba entonces ya al cabo de la calle. Mazie se había relacionado con una extraña y bella actriz; la adoraba con el ardor que solamente pueden sentir las jóvenes por una mujer mayor y más mundana. De haberle dicho la verdad, se habría negado a creerme, y además yo habría atentado contra el ideal que su mente se había forjado. Es mejor que siga conservándolo, que se mantenga en una feliz ignorancia acerca de la verdadera condición de la persona que consideró amiga, respetando su recuerdo para siempre. ¿Por qué privarle de algo bello cuando guardando silencio, simplemente, podemos ayudarla a conservar un grato recuerdo?
Una vez más, hice un gesto afirmativo.
-Resulta difícil de creer todo esto, pese a haber sido testigo de ello -confesé-. Estoy dispuesto a aceptar su tesis, pero se me antojó algo cruel dejarla morir de aquel modo, aunque...
-Créame, amigo mío -dijo De Grandin, interrumpiéndome-. Ella no era una mujer realmente auténtica. ¿No recuerda lo que dijo de sí misma antes de morir? Manifestó que era un clair de lune, luz de luna, carente por completo de edad y de pasiones. El suyo era un egotismo llevado a ilógicas conclusiones; tratábase de un ser cuyo egoísmo iba más allá de otros pensamientos y propósitos. Era una rara, una extraña cosa, sin sentido acerca del bien o del mal, de la justicia o la injusticia, como un fauno o un hada, o cualquier otra grotesca criatura salida de un viejo libro de magia.
De Grandin apuró hasta la última gota del licor que había en su copa, alargándome ésta, ya vacía.
-Yo repito, si es usted tan amable, amigo mío.

Seabury Quinn (1889-1869)

Almas en pena

Restless souls, Seabury Quinn (1889-1969)

-¡Diez mil diablillos verdes! ¡Vaya noche, vaya noche tan odiosa!
Jules de Grandin se detuvo bajo la entrada para vehículos del teatro y observó las cortinas de lluvia que caían del cielo con un feroz fruncimiento de ceño.
-Bueno, el verano está muerto y el invierno aún no ha llegado -le recordé intentando calmarle-. Estamos en octubre, y es lógico que tengamos algo de lluvia. El equinoccio de otoño...
-¡Espero que los demonios más selectos de Satanás se larguen volando con el equinoccio de otoño! -Me interrumpió el pequeño francés-. Morbleu, sólo Dios sabe cuánto tiempo llevo sin ver el sol. ¡Además, me encuentro abominablemente hambriento!
-Eso es algo que sí podemos remediar -prometí, apartándole del refugio ofrecido por la cornisa y llevándole hacia mi coche-. ¿Y si nos pasamos por el Café Bacchanale? Siempre suelen tener algo bueno para comer.
-Excelente, magnífico -dijo Jules de Grandin con entusiasmo, instalándose ágilmente en el asiento trasero y bajándose el cuello del abrigo que se había subido para protegerse de la lluvia-. Es usted un auténtico filósofo, mon vieux. Siempre sabe decirme aquello que más deseo oír.

Los clientes del cabaret se lo estaban pasando en grande, pues era la noche del 31 de octubre, y la gerencia había preparado una fiesta especial de Halloween. Dejamos atrás el cordoncillo de terciopelo que colgaba a través de la entrada y apenas llegamos al comedor fuimos acogidos por un estallido de música. Una docena de ágiles jovencitas sucintamente vestidas estaban ejecutando unos giros muy complicados, dirigidas por una dama aparentemente desprovista de huesos cuyo atuendo se componía básicamente de tiras de tela con campanillas que le rodeaban el cuello, las muñecas y los tobillos.

-¿Conejo a la galesa? -sugerí-. Aquí lo preparan muy bien.
De Grandin asintió distraídamente con la cabeza mientras contemplaba a una pareja que comía en una mesa cercana.
-Amigo Trowbridge, tenga la amabilidad de observarles -me susurró justo cuando el camarero nos traía una bebida casi hirviente con que empezar la cena-. Comuníqueme los resultados de su examen, si es que obtiene alguno.

La chica «tumbaba de espaldas», como suele decirse. Era alta, esbelta y muy hermosa, y llevaba un traje de noche de color negro en el que no había ni el más mínimo adorno. Tampoco los había en el resto de su persona, dejando aparte el collar de pequeñas perlas de una sola vuelta que rodeaba su delgado y más bien largo cuello. Tenía el cabello de un castaño brillante, casi color cobre, y lo llevaba recogido alrededor de la cabeza formando una tiara griega: aquel marco rojizo hacía que su rostro pareciese una extraña flor situada al final de un largo tallo. Sus pestañas oscurecidas, el carmín de sus labios y la palidez de sus mejillas creaban una combinación de lo más interesante. Cuando la observé con más atención me pareció que había en su rostro la vaga pero inconfundible expresión de quien sufre alguna enfermedad. No era nada definido, meramente la combinación de ciertos factores que atravesaron la cáscara de mi admiración puramente masculina y obtuvieron una respuesta de mis años de experiencia como practicante de medicina: un cierto tono azulado de la tez que para el profano significaba «palidez interesante», pero que al galeno le indicaba una pobreza de oxígeno en la sangre; una leve rigidez en los músculos situados alrededor de la boca que le daba una inclinación más bien patética a sus labios fruncidos en un hermoso mohín; y una apenas perceptible retracción allí donde se unían la mejilla y la nariz, que significaba fatiga de los nervios o los músculos, posiblemente de ambos.

Volví los ojos hacia el hombre que la escoltaba, mezclando distraídamente la admiración y el diagnóstico en mi cabeza, y mis labios se tensaron un poco mientras hacía una anotación mental: «¡Buscadora de oro!» El hombre tenía los huesos grandes y los rasgos toscos, la cabeza en forma de bala y el cuello grueso, y poseía la complexión blancuzca como el vientre de un sapo de quien bebe y duerme demasiado y apenas hace ejercicio físico. La muchacha le habló en un susurro apremiante y el rostro del hombre apenas si cambió de expresión. Todo en su actitud indicaba al propietario, como si aquella joven le perteneciera en cuerpo y alma porque la había adquirido a cambio de una buena suma, y sus ojos de pez no paraban de vagabundear por la sala posándose con un brillo codicioso en las mujeres atractivas que cenaban en las otras mesas.

-No me gusta. -El comentario de Jules de Grandin hizo que mi atención dejara de vagabundear y volviera a lo que nos ocupaba-. Es tan extraño como inexplicable; no es normal.
-¿Eh? -exclamé-. Tiene toda la razón; estoy de acuerdo con usted. Es vergonzoso. Que una muchacha semejante venda -o, quizá, sólo alquile-, su cuerpo a una criatura tal...
-Non, non -me interrumpió con voz algo irritada-. No siento ni el más mínimo deseo de censurar su comportamiento moral; eso es algo que sólo les concierne a ellos. Lo que me intriga es su tratamiento de la bebida.
-¿La bebida? -repetí yo.
-Oui-da, la bebida. Han pedido bebida por tres veces y, sin embargo, no le han hecho caso en ninguna de esas tres ocasiones; la han dejado intacta sobre la mesa hasta que el garçon se la ha llevado. Y ahora le pregunto: ¿es normal eso?
-Bueno..., pues... -balbuceé intentando ganar tiempo, pero De Grandin siguió hablando.
-Mientras les observaba hubo un momento en el que la mujer pareció dispuesta a llevarse la copa a los labios, pero el gesto de su escolta la detuvo. No llegó a probar la bebida. ¿Qué clase de personas es capaz de no prestarle atención al vino..., el alma viva de la uva?
-Bien, ¿piensa investigarles? -le pregunté sonriendo.
Sabía que su curiosidad era casi tan ilimitada como su autoestima, y no me habría sorprendido demasiado ver cómo iba hacia la mesa de aquella extraña pareja y les pedía una explicación.
-¿Investigarles? -repitió con expresión pensativa-. Hum... Quizá lo haga.
Levantó la tapa de peltre de su jarra de cerveza produciendo un leve chasquido metálico, tomó un prolongado sorbo manteniendo su expresión pensativa y acabó inclinándose hacia adelante clavando sus ojillos redondos en los míos sin parpadear.
-¿Sabe de qué podría tratarse? me preguntó.
-Naturalmente, es Halloween. Todos los diablillos andan sueltos por ahí robando las puertas de los jardines y llamando a las puertas de las casas...
-Puede que los diablos de mayor tamaño también anden sueltos por el mundo.
-Oh, vamos -protesté-, supongo que no hablará en serio...
-Sí, hablo en serio -afirmó solemnemente-. Regardez, s'il vous plait.

Movió la cabeza señalando a la pareja de la otra mesa. Sentado justo enfrente de la extraña pareja había un joven que iba solo. Era uno de esos jóvenes apuestos de lacia y lustrosa cabellera que pueden encontrarse por docenas en cualquier campus universitario. Si De Grandin hubiera presentado contra él las mismas acusaciones de desperdiciar los alimentos de que había hecho objeto a la pareja, habría estado igualmente justificado, pues el muchacho había dejado casi sin probar un plato bastante complicado mientras sus ojos extasiados devoraban a la chica sentada en la mesa contigua. Me volví a mirarle y por el rabillo del ojo vi cómo el acompañante de la chica movía la cabeza señalando en esa misma dirección. Después se levantó y abandonó la mesa. Cuando fue hacia la puerta me di cuenta de que su paso recordaba más a los veloces movimientos de un animal que al caminar de un hombre. En cuanto se quedó sola la chica se dio media vuelta, entornó los párpados y le lanzó una mirada tan indiferente al joven que resultaba imposible equivocarse en cuanto a su intención. De Grandin observó con lo que me pareció un hosco desinterés cómo el joven se levantaba de su mesa para sentarse con ella y, dejando aparte alguna que otra mirada disimulada, no les prestó ninguna atención mientras se dedicaban al insulso intercambio de frases común en tales casos; pero unos minutos más tarde, cuando se pusieron en pie para marcharse, me indicó que debíamos imitarles.

-Debemos averiguar qué dirección toman –me dijo-. Es muy importante.
-¡Oh, por el amor de Dios, tenga un mínimo de sentido común! -le reñí yo-. Déjeles flirtear, si es eso lo que quieren. Estoy seguro de que ahora se encuentra mucho mejor acompañada que cuando entró con...
-¡Précisément, exactamente, así es! -exclamó De Grandin-. Ese «mucho mejor acompañada» al que usted se refiere es justamente aquello en lo que pienso cuando me dejo dominar por la preocupación.
-Hum, no cabe duda de que el hombre con quien estaba sentada era un tipo de aspecto muy duro -admití-. Y pese a toda su bonita inocencia es posible que la chica sea el cebo de un juego sucio...
-¿Un juego sucio? Mais oui, amigo mío. ¡Un juego sucio en el que las apuestas son infinitamente elevadas! -Se volvió hacia el elegante portero del local-. Monsieur le Concierge, esa pareja, el joven y la mujer... ¿se fueron por ahí?
-¿Eh?
-El joven y la muchacha..., ¿les ha visto salir? Nos gustaría saber en qué dirección se han ido...
Un arrugado billete de dólar cambió de manos y la memoria del portero revivió milagrosamente.
-Oh, ellos. Sí, les he visto. Cogieron un gran taxi negro y se alejaron en esa dirección. El conductor era un tipo bajito, un inglés. El joven daba la impresión de haber hecho una buena conquista... Aunque si el tipo duro que trajo aquí a la chavala se entera de que anda tonteando con ella puede acabar saliendo muy malparado. Ese fulano tiene cara de ser muy mala persona, y...
-Cierto, cierto -dijo De Grandin-. Y ese monsieur le Fulano de quien habla, ¿en qué dirección se marchó, si es tan amable?
-Se largó tan deprisa como si le persiguiera el mismísimo diablo hará unos diez minutos. Es un tipo bastante raro. Le observé cuando se alejaba por la calle, no por nada especial, entiéndame, pero estaba mirándole, desvié la vista un momento y cuando volví a mirar hacia allí había desaparecido. Cuando le vi por última vez estaba a mitad de la manzana, pero cuando volví a mirar ya no estaba allí. Que me cuelguen si sé cómo logró doblar la esquina en tan poco tiempo.
-Creo que su perplejidad está justificada -dijo De Grandin mientras yo detenía el coche junto a la acera. Una vez hubo entrado en él se volvió hacia mí y me dijo-: De prisa, amigo Trowbridge. Tenemos que localizarles antes de que desaparezcan en la tormenta.

Unos pocos minutos nos bastaron para divisar las luces traseras del gran coche en el que nuestra pareja se dirigía velozmente hacia las afueras de la ciudad. Les perdíamos de vez en cuando para volver a encontrarles casi de inmediato, pues la ruta que seguían iba en línea recta por el bulevar Oriente hacia el Old Turnpike.

-Ésta es la mayor de las locuras que hemos cometido en todo el tiempo que llevamos juntos -gruñí-. Tenemos tan pocas probabilidades de alcanzarles como de... ¡Diablos, se han parado!
Por improbable que parezca, el gran coche se había detenido ante la imponente Puerta Canterbury del cementerio Shadow Lawn.
De Grandin se inclinó hacia adelante en su asiento como un jockey montado sobre su caballo.
-¡Deprisa, amigo mío, con premura, a toda velocidad! -me suplicó-. Debemos alcanzarles antes de que bajen del vehículo!
Todos mis esfuerzos resultaron inútiles. Cuando frenamos junto al cementerio con nuestro motor haciendo tanto ruido como un caballo agotado, lo único que encontramos fue una limusina vacía y un chófer atónito que nos recibió con una amplia gama de profanidades.
-¿Por dónde, amigo mío..., por dónde se fueron?
De Grandin salió disparado del coche antes de que hubiera podido detenerlo del todo.
-¡Dentro del cementerio! respondió el chófer-. Oiga, ¿qué diablos sabe usted acerca de esto? Me han hecho venir hasta este sitio donde el diablo dice «¡Buenas noches!» y me han dejado tirado como si fuese un trapo sucio... -Su voz cobró un agudo tono de falsete imitando a la de una mujer-. «No hace falta que nos espere, chófer, no volveremos», me dice. Dios Todopoderoso, ¿quién sino un cadáver puede entrar en un cementerio y no volver a salir?
-Ciertamente, ¿quién? exclamó el francés y se volvió hacia mí-. Vamos, amigo Trowbridge, debemos apresurarnos, ¡tenemos que encontrarle pronto o será demasiado tarde!

El recinto funerario tenía una apariencia tan solemne como el propósito al cual estaba dedicado, y su oscura y lúgubre extensión se desplegó a nuestro alrededor cuando cruzamos la verja de la imponente entrada de piedra. Los caminos de gravilla bordeados por hileras dobles de piceas se curvaban alejándose como el dédalo de un laberinto, y el suelo negro con las ocasionales protuberancias de las tumbas o los monumentos funerarios de blanco mármol iba subiendo de nivel, aparentemente hasta el infinito. De Grandin avanzó con paso rápido como si fuera un terrier que sigue el rastro de su presa, inclinándose de vez en cuando para pasar bajo la rama de algún árbol empapado por la lluvia, después de lo cual apretaba el paso yendo todavía más deprisa que antes.

-¿Conoce este lugar, amigo Trowbridge? -me preguntó durante una de sus breves paradas.
-Mejor de lo que quisiera -admití-. He estado aquí para asistir a varios funerales.
-¡Estupendo! –exclamó-. Entonces podrá decirme dónde se encuentra el... ¿cómo le llaman? ¿La cripta de recepción?
-Por allí, casi en el centro del recinto -respondí.
De Grandin asintió y reanudó su avance casi a la carrera.
Acabamos llegando al achaparrado mausoleo de piedra gris y De Grandin examinó todas las puertas, una detrás de otra.
-¡Es inútil! -anunció con expresión decepcionada después de que las grandes puertas metálicas de aquel sepulcro hubieran desafiado todos sus esfuerzos-. Parece que tendremos que buscar en otro sitio.

Corrió hacia la explanada reservada para aparcamiento de los coches fúnebres y examinó rápidamente lo que le rodeaba. Acabó tomando una decisión y salió disparado por el serpenteante camino que llevaba a una larga hilera de mausoleos familiares, moviéndose tan deprisa como si fuera un corredor en una prueba a campo traviesa. Se detuvo ante cada uno de ellos y trató de abrir las sólidas rejas metálicas de la entrada, observando su tenebroso interior con la ayuda de su linterna de bolsillo. Visitamos una tumba tras otra hasta que me quedé sin aliento y sin paciencia.

-¿A qué viene todo esto? -le pregunté-. ¿Qué está buscando...?
-Lo que temo encontrar -replicó con voz jadeante mientras paseaba el haz luminoso de su linterna a nuestro alrededor-. Si hemos sido burlados... ¿Eh? Mire, amigo mío, mire y dígame qué ve.
El angosto cono de luz proyectado por su linterna me permitió observar una silueta oscura que yacía sobre los peldaños de un mausoleo.
-Pero... ¡pero si es un hombre! -exclamé.
-Eso espero -replicó De Grandin-. Puede que sólo encontremos las reliquias de uno pero..., ¡eh! Bien. Todavía respira.
Cogí su linterna y moví el haz luminoso sobre la silueta inmóvil caída encima de los peldaños de la tumba. Era el joven al que habíamos visto salir del café acompañando a aquella mujer tan extraña. En su frente había un corte de feo aspecto que parecía haber sido causado por algún instrumento romo blandido con una fuerza terrible..., una cachiporra, por ejemplo.
Las expertas manos de mi amigo recorrieron con hábil rapidez el cuerpo del joven. Le apretó la muñeca con los dedos para tomarle el pulso y se inclinó para pegar el oído a su pecho.
-Vive -anunció en cuanto hubo terminado su inspección-, pero su corazón... No me gusta. Vamos, amigo mío; saquémosle de este lugar.
-Y ahora, mon brave -dijo media hora después cuando hubimos logrado revivir al joven inconsciente con sales aromáticas y compresas frías-, quizá tenga la amabilidad de explicarnos por qué abandona las moradas de los vivos para mezclarse con los muertos.
El paciente hizo un débil esfuerzo para incorporarse en la camilla, descubrió que le resultaba demasiado difícil, se rindió y volvió a recostarse.
-Creí que estaba muerto -confesó.
-¿Hum? -El francés le contempló entrecerrando los ojos-. Aún no ha respondido a mi pregunta, joven monsieur.
El muchacho hizo un segundo intento de levantarse. Una expresión de dolor se difundió por su rostro, se llevó la mano a la parte izquierda del pecho y cayó sobre la camilla, medio derrumbándose y medio retorciéndose.
-Deprisa, amigo Trowbridge, el nitrato de amilo..., ¿dónde está? -me preguntó De Grandin.
-Ahí. -Moví la mano señalando el armarito de las medicinas-. Encontrará tres dosis mínimas en la tercera botella.
Un instante después ya tenía en su mano las tres ampollitas de color perla. Rompió una por el centro con su pañuelo y acercó una mitad de la ampollita a las fosas nasales del joven.
-Ah, ya se siente mejor, n'est-ce-pas, mi pobre amigo? -le preguntó.
-Sí, gracias -replicó éste, aspirando otra honda bocanada de aquel potente tónico-, mucho mejor. ¿Cómo ha sabido lo que debía administrarme? -añadió un instante después-. No creía que...
-Amigo mio -le interrumpió el francés con una sonrisa-, yo ya trataba casos de angina pectoris cuando usted ni tan siquiera había sido concebido. Y ahora, si se encuentra lo suficientemente recuperado, ¿querrá decirnos por qué abandonó el Café Bacchanale y lo que ocurrió después? Esperamos su respuesta.
El joven bajó de la camilla, con De Grandin ayudándole por un lado y yo por el otro, y tomó asiento en un sillón.
-Me llamo Donald Rochester -dijo presentándose-, y ésta tenía que haber sido mi última noche en la tierra.
-¿Ah? -murmuró Jules de Grandin.
-Hace seis meses el doctor Simmons me explicó que padecía angina pectoris -siguió diciendo el joven-. Cuando hizo su diagnóstico mi caso ya estaba bastante avanzado, y me dio muy poco tiempo de vida. Hace dos semanas me dijo que tendría suerte si veía el final del mes, y el dolor estaba volviéndose más severo y los ataques más frecuentes; por lo que hoy decidí obsequiarme con una última fiesta, volver a casa y abandonar este mundo de una forma rápida y limpia.
-¡Maldición!- murmuré.
Conocía a Simmons: era un viejo pomposo y pagado de sí mismo, pero también era un médico de primera clase y un buen especialista en cardiología, aunque se mostraba brutal y despótico con sus pacientes.
-Pedí la clase de cena de la que no se me ha permitido disfrutar durante el último medio año -siguió diciendo Rochester-, y estaba a punto de empezar a saborearla cuando..., cuando la vi entrar. Ustedes... –Sus ojos fueron del rostro de Jules de Grandin al mío, como si esperara obtener más comprensión de un compatriota-. Ustedes también la vieron, ¿no?
-Perfectamente, mon vieux -dijo De Grandin-. Todos la vimos. Siga contándonos lo que ocurrió.
-Siempre había pensado que esas historias del amor a primera vista no eran más que un montón de estupideces, pero ya no opino lo mismo. Hasta olvidé mi cena de despedida. No tenía ojos ni cabeza para nada que no fuese ella. Pensé que si dispusiera de aunque sólo fuesen dos años más de vida nada podría impedirme que la cortejara y le pidiera que se casase conmigo...
-Précisément, desde luego, así es -le interrumpió el francés con expresión algo irritada-. Ya vemos que le dejó fascinado, monsieur; pero, en nombre de veinte mil monos azul claro, le ruego que nos cuente lo que hizo, no lo que pensó.
-Me limité a mirarla boquiabierto, señor. No podía hacer nada más. Cuando esa bestia enorme con la que estaba sentada se levantó y salió del local ella me sonrió, y este pobre corazón mío casi dejó de funcionar. Cuando me sonrió por segunda vez ni todas las cadenas existentes en este país habrían bastado para mantenerme alejado de ella.
Su forma de comportarse y caminar a mi lado cuando salimos del café..., cualquiera habría creído que me conocía de toda la vida. Tenía un gran coche negro esperando fuera. Subí a él y me senté a su lado. Antes de darme cuenta ya estaba contándole quién era, cuánto tiempo de vida me quedaba y el que lo único que sentía era perderla justo cuando acababa de encontrarla. Yo...
-Parbleu, ¿le contó eso?
-Desde luego que sí, y muchas cosas más..., antes de darme cuenta ya le había dicho que la amaba.
-Y ella...
-Caballeros, no estoy seguro de si la enfermedad que padezco debería provocarme delirios o no, pero estoy bastante seguro de que he tenido una experiencia extraña. Antes de contarles el resto quiero hacerles saber que no estoy loco; pero puede que haya sufrido un ataque al corazón o algo parecido que me haya dejado inconsciente y que lo haya soñado todo.
-Siga, monsieur-le ordenó De Grandin con expresión muy seria-. Le escuchamos.
-Muy bien. Cuando le dije que la amaba la chica se llevó las manos a los ojos, así, como si quisiera limpiarse algunas lágrimas que no había llegado a derramar. Había esperado que se enfadaría o que se echaría a reír, pero no hizo ninguna de las dos cosas. Lo único que dijo fue: «Demasiado tarde..., ¡oh, demasiado tarde!»

Ya sé que es demasiado tarde, respondí. Ya te he dicho que es como si estuviera muerto, pero no podía dejar este mundo sin revelarte lo que sentía. Y entonces ella dijo: Oh, no es eso, querido mío. No me refería a eso. Yo también te amo, aunque no tengo derecho a decir semejante cosa..., no tengo derecho a amar a nadie... Para mí también es demasiado tarde. Después la tomé en mis brazos y la estreché con todas mis fuerzas, y ella lloró como si se le fuera a romper el corazón. Acabé pidiéndole que me hiciera una promesa. Reposaré más tranquilo en mi tumba si sé que nunca volverás a salir con ese hombre horrendo junto al que te vi sentada esta noche, le dije, y ella dejó escapar un grito ahogado y lloró todavía más desesperadamente que antes. Entonces me pasó por la cabeza la horrible idea de que quizá estuviera casada con él, y que a eso era a lo que se refería cuando dijo que ya era demasiado tarde; por lo que se lo pregunté a quemarropa. Su respuesta me pareció diabólicamente extrañna. Me dijo: "Tengo que acudir a él siempre que lo desea. Le odio con un odio que nunca podrás comprender; pero cuando me llama tengo que ir a él. Es la primera vez que lo he hecho; ¡pero tendré que volver a hacerlo una vez, y otra, y otra más!" Siguió repitiendo esas palabras hasta que la hice callar con mis besos. El coche se detuvo y salimos de él. Creo que nos hallábamos en una especie de parque, pero estaba tan absorto ayudándola a recuperar la compostura que apenas si me fijé en lo que nos rodeaba. Me llevó a través de una gran puerta y por un sendero serpenteante. Acabamos deteniéndonos ante una especie de albergue y la tomé en mis brazos para darle un último beso.

No sé si el resto de lo que voy a contarles ocurrió realmente o si perdí el conocimiento y lo soñé. Lo que creo que ocurrió es lo siguiente: en vez de unir sus labios a los míos los puso alrededor de ellos y pareció aspirar el aliento de mis pulmones. Sentí cómo me debilitaba, igual que el nadador atrapado en un oleaje muy fuerte que le golpea y le maltrata hasta dejarle sin respiración, y mis ojos parecieron quedar velados por una especie de niebla; después todo lo que me rodeaba se fue volviendo de un color verde oscuro y sentí cómo mis rodillas empezaban a aflojarse. Todavía podía notar el contacto de sus brazos rodeándome, y recuerdo que me sorprendió lo fuertes que eran, pero entonces me pareció que acababa de ponerme los labios en la garganta. Seguí debilitándome con una especie de lánguido éxtasis, si es que eso tiene algún significado para ustedes... Era como irse quedando dormido poco a poco en una cama muy suave con una buena dosis de coñac en el estómago después de haber quedado agotado a causa del frío y el ejercicio físico. Lo siguiente que supe es que había perdido el equilibrio y había caído sobre los peldaños: mis rodillas estaban tan flácidas como las de un muñeco de trapo. Al caer debí de darme un golpe terrible en la cabeza, pues perdí el conocimiento, y lo siguiente que recuerdo es haber despertado para verles atendiéndome. Díganme, caballeros ,¿lo he soñado todo? Me... siento... muy... cansado.

A medida que pronunciaba esa frase su voz se fue haciendo cada vez más lenta, como si estuviera quedándose dormido, y la cabeza se le cayó hacia adelante mientras su mano se deslizaba sobre su regazo hasta acabar rozando el suelo con los músculos totalmente relajados.
-¿Ha muerto? -murmuré viendo cómo De Grandin cruzaba de un salto la habitación y le abría el cuello de la camka de un manotazo.
-No -respondió-. Más nitrato de amilo, por favor; revivirá dentro de un momento, pero no volverá a su casa hasta que prometa no destruirse a si mismo. Mon Dieu, tanto su cuerpo como su alma quedarían destruidos si se incrustara una bala en el cerebro antes de que... ¡Ah! Mire, amigo Trowbridge, ¡lo que me temía!
En la garganta del joven había dos minúsculas perforaciones, como si una aguja muy fina hubiera sido introducida a través de un pliegue de la piel.
-Hum -comenté-. Si hubiera cuatro diría que le ha mordido una serpiente.
-¡Y así es! ¡En nombre de un hombrecillo azul, así es! -replicó De Grandin-. Una serpiente más virulenta y sutil que cualquiera de las que se arrastran sobre su vientre ha hundido sus colmillos en él; y le ha envenenado de una forma más terrible que si hubiera sido víctima de la mordedura de una cobra; pero juro por las alas del ángel de Jacob que nosotros impediremos que esa serpiente se salga con la suya, amigo mío. Le demostraremos que no se puede jugar con Jules de Grandin..., tanto ella como ese enamorado suyo de los ojos de pez aprenderán la lección; ¡de lo contrario, juro que mí cena de Navidad consistirá en repollos hervidos acompañados con agua de alcantarilla!
Al día siguiente De Grandin se presentó a desayunar con una cara muy seria.
-¿Tendría media hora libre esta mañana? -me preguntó mientras apuraba su cuarta taza de café.
-Supongo que sí. ¿Está pensando en algo especial?
-Ciertamente. Me gustaría volver al cementerio de Shadow Lawn. Querría examinarlo de día, si es tan amable.
-¿Shadow Lawn? -repetí yo, asombrado-. Pero, ¿qué diablos...?
-Justamente-me interrumpió-. A menos que esté totalmente equivocado, creo que este asunto tiene mucho que ver con el diablo. Vamos; debe atender a sus pacientes y yo tengo cosas de las que ocuparme. En marcha.
La lluvia se había esfumado con la noche y cuando llegamos al cementerio un esplendoroso sol de noviembre brillaba en el cielo. Fuimos directamente a la tumba donde habíamos encontrado al joven Rochester la noche anterior. De Grandin se detuvo ante ella y la inspeccionó atentamente. Sobre el dintel de la inmensa puerta había tallada una sola palabra que De Grandin señaló con el dedo:

HEATHERTON

-Hum. -Sostuvo su puntiagudo mentón entre el pulgar y el índice con expresión pensativa-. Debo recordar ese apellido, amigo Trowbridge.
Dentro de la tumba, colocadas en dos hileras superpuestas, estaban las criptas que contenían los restos de los difuntos de la familia Heatherton: cada cripta tenía una losa de mámiol blanco unida con cemento a un marco de bronce, y una breve inscripción de dos líneas recogía el nombre y los datos vitales del ocupante. Los marchitos restos de una corona funeraria colgaban del anillo de bronce que adornaba el panel de mármol de la cripta más alejada sostenidos por una cinta anudada, y detrás del reseco círculo de rosas y hojas de rusco leí la siguiente inscripción:

ALICE HEATHERTON

28 de septiembre de 1906 - 2 de octubre de 1928

-¿Ve? -me preguntó.
-Veo que una chica llamada Alice Heatherton murió hace un mes a los veintidós años de edad -admití-, pero en cuanto a lo que eso tiene que ver con lo ocurrido anoche no...
-Naturalmente -me interrumpió con una risita en la que no había ninguna alegría-. Pero así es. Hay muchas cosas que usted no ve, mi viejo amigo. y hay muchas más ante las que se limita a parpadear, como un niño que se apresura a pasar las páginas desagradables de un libro de ilustraciones. Y ahora, si tiene la bondad de dejarme solo, hablaré con Monsieur l'intendant de este hermoso parque y con algunas personas más. Si es posible volveré a tiempo para la cena, pero -alzó los hombros en un encogimiento cargado de fatalismo-, a veces el deber nos obliga a olvidarnos de la comida. Sí, desgraciadamente así ocurre a veces...
El consomé se había enfriado y el asado de cordero burbujeaba en el horno cuando oí sonar el teléfono de mi estudio.
-Trowbridge, amigo mío -dijo la voz de Jules de Grandin desde el otro extremo de la línea, agudizada por la emoción-, reúnase conmigo en Adelphi Mansions tan deprisa como pueda. ¡Le necesito como testigo!
-¿Testigo? –repetí-. ¿Qué...?
Un seco chasquido me informó de que había colgado el auricular, por lo que me quedé contemplando asombrado el mudo instrumento que tenía en la mano.
Cuando llegué, De Grandin estaba esperándome ante la entrada de aquel elegante edificio de apartamentos. Me hizo cruzar el umbral y me llevó por el vestíbulo alfombrado hasta los ascensores, negándose a contestar a mis impacientes preguntas. Cuando la cabina del ascensor salió disparada hacia arriba metió la mano en el bolsillo y sacó de él una pequeña instantánea sobre la que se veían las huellas dejadas por varios pulgares.
-La he tomado prestada de le Journal -me explicó-. Ellos ya no la necesitaban para nada.
-¡Cielo santo! -exclamé mientras contemplaba la foto-. Pe-pero si es...
-Desde luego que lo es -dijo De Grandin con voz impasible-. No cabe duda de que es la chica a la que vimos anoche; la chica cuya tumba visitamos esta mañana; la chica que le dio el beso de la muerte al joven Rochester.
-Pero eso es imposible. Esa chica está...
Su breve carcajada me impidió terminar la frase.
-Estaba seguro de que diría justamente eso, amigo Trowbridge. Venga conmigo: oigamos qué puede decirnos al respecto la señora Atherton.
Una esbelta doncella negra vestida con un uniforme blanco y negro respondió a nuestra llamada y aceptó nuestras tarjetas para entregárselas a su señora. Cuando salió de la más bien suntuosa sala de recepción contemplé con cierta envidia lo que nos rodeaba, fijándome en las alfombras de China y Oriente Próximo, las antigüedades de caoba y un hermoso tapiz medieval con una escena de los Nibelungenlied bajo la que había una leyenda en letras góticas: «Hic Siegriedum Aureum Occidunt (Aquí mataron al dorado Sigfrido)».
-Doctor Trowbridge, doctor De Grandin.
Aquella voz suave y bien educada me hizo abandonar mi estudio del tapiz: una imponente dama de cabellos blancos acababa de entrar en la estancia.
-¡Señora, le pido mil perdones por esta intrusión! -De Grandin hizo entrechocar sus talones y la obsequió con una rígida reverencia-. Créame, no deseamos turbar su intimidad, pero hemos venido por un asunto de la máxima importancia. Disculpe que le pregunte en qué circunstancias murió su hija, pues soy de la Sûreté de París y mis pesquisas estan relacionadas con la investigación científica.

La señora Heatherton era, para usar una frase algo sobada, «toda una dama». Nueve mujeres de cada diez se habrían quedado paralizadas nada más oír las palabras de Jules de Grandin, pero ella era la mujer número diez. La mirada tan directa que le había lanzado el pequeño francés y su evidente sinceridad, combinadas con los modales perfectos y el atuendo inmaculado, exigían una respuesta.

-Siéntense, caballeros -nos invitó-. No se me ocurre razón alguna por la que la tragedia de mi pobre niña deba interesar a un oficial de la policía secreta parisiense, pero estoy dispuesta a contarles todo lo que sé; de todas formas, los periódicos les darían una versión confusa y no demasiado fiel de lo ocurrido.
»Alice era mi hija pequeña. Ella y mi hijo Ralph se llevaban casi dos años exactos de diferencia. Ralph se graduó en ingeniería civil por la Universidad de Cornell hace dos años y fue a Florida para ocuparse de algunas obras. Alice murió mientras le visitaba.
-Pero..., disculpe lo que quizá pueda parecerle rudeza por mi parte, señora, pero su hijo... También está muerto, ¿no?
-Si. -Nuestra anfitriona asintió con la cabeza-. También está muerto. Murieron casi al mismo tiempo. En Florida había un hombre de esta misma ciudad, Joachim Palenzke..., no es la clase de persona con la que solemos relacionarnos, pero era el jefe de Ralph. Creo que tuvo algo que ver con la operación inmobiliaria que motivó las obras. Cuando Alice fue a visitar a Ralph esa persona abusó de su posición y del hecho de que todos éramos de Harrisonville, y persiguió a mi hija de una forma absolutamente indecorosa.
-Comprendo. ¿Y qué ocurrió después? -preguntó De Grandin en voz baja y suave, instándola a proseguir.
-Ralph se enfadó muchísimo. Palenzke hizo algunas observaciones insultantes..., según me han contado, se trató de ciertas alusiones desagradables referentes a Alice y a mí. Se pelearon. Ralph no era demasiado corpulento pero tenía mucho valor. Palenzke era casi un gigante, pero en el fondo era un cobarde. Cuando vio que Ralph estaba a punto de vencerle sacó una pistola e incrustó cinco balas en el cuerpo de mi pobre hijo. Ralph murió al día siguiente depués de haber pasado horas de terribles sufrimientos.
Su asesino huyó a los pantanos, donde sería difícil seguirle el rastro con sabuesos, y según algunos tramperos acabó suicidándose pero debió de haber algún error pues... -Se quedó callada y se tapó la boca con un pañuelo arrugado, como si intentara contener los sollozos.
De Grandin se levantó de su asiento y le dio unas palmaditas en la mano, como si consolara a una criatura.
-Mi querida señora murmuró-, le aseguro que todo esto me resulta muy doloroso, pero le ruego que me crea cuando le dijo que tengo mis razones para hacerle estas preguntas tan penosas para usted. Por favor, dígame por qué cree que la historia según la que ese malvado se suicidó no es cierta.
-Porque..., ¡porque volvieron a verle! ¡Él mató a Alice!
-Nom d'un nom! ¡Es increíble! -El comentario casi fue un grito reprimido-. Señora, cuénteme lo ocurrido, dígame todo lo que sepa sobre ese acto tan espantosamente vil... Esto es de una gran importancia, y explica mucho de lo que hasta ahora resultaba inexplicable. ¡Siga, chére Madame, se lo imploro!
-La tragedia tuvo un efecto terrible sobre Alice..., parecía creer que ella era la responsable de que Ralph hubiera sido asesinado, pero pasados unos días se recuperó lo suficiente para dar comienzo a los preparativos necesarios y volver a casa con el cadáver.

El ferrocarril más cercano quedaba a unos veinticinco kilómetros y quería coger un tren que salía a primera hora, por lo que se marchó en coche la noche anterior a la mañana en que debía coger el tren. El coche avanzaba por un tramo de carretera solitaria y mal iluminada con el pantano a los dos lados cuando alguien emergió de entre los cañizos -lo sabemos gracias a la declaración del chófer-, y saltó al estribo del coche en marcha. Dejó inconsciente al chófer de un solo golpe, pero no antes de haber sido reconocido. Era Joachim Palenzke. Cuando el chófer perdió el conocimiento el coche se dirigió hacia el pantano, pero afortunadamente para él el barro era lo bastante profundo para hacer que el motor se detuviera y no lo bastante profundo para engullir el vehículo. El chófer se recobró pasado un rato y dio la alarma. Un grupo de búsqueda del sheriff les encontró a la mañana siguiente. Al parecer Palenzke había resbalado en el fango mientras intentaba escapar y se había ahogado. Alice estaba muerta..., los médicos dijeron que a causa del shock. Tenía los labios en un estado terrible, y había una herida en su garganta, aunque no era lo bastante seria para haber causado su muerte; y había sido...

-¡Basta! ¡No siga, señora, se lo suplico! Sang de Saint Dennis, ¿acaso Jules de Grandin es un monstruo capaz de hacer rodar una piedra sobre el corazón destrozado de una madre? Dieu de Dieu, non! Pero respóndame a una pregunta más, si puede, y dejaré de interrogarla.. ¿Qué fue de ese diez mil veces maldito..., le pido disculpas, señora..., de ese execrable cochon llamado Palenzke?

-Trajeron su cuerpo aquí para el entierro –replicó la señora Heatherton en voz baja-. Su familia es muy rica. Unos se dedicaron al contrabando de licor durante la prohibición, otros especulan con propiedades inmobiliarias, y algunos son políticos. La ceremonia se celebró en la iglesia ortodoxa griega y fue el funeral más suntuoso que jamás se haya visto -dicen que sólo las flores costaron más de cinco mil dólares-, pero el padre Apostolakos se negó a decir misa por él. Se limitó a recitar una breve plegaria y le negó el entierro en la parte consagrada del cementerio de la iglesia.
-¡Ah! -De Grandin me lanzó una mirada cargada de sobreentendidos cuyo significado parecía ser ¡Ya se lo había dicho yo!
-Puede que esto también le interese, aunque no estoy segura -añadió la señora Heatherton-. Un amigo mío que conoce a un reportero del Journal..., los reporteros se enteran de todo, ya sabe -dijo con una encantadora ingenuidad-. Bien, ese amigo me contó que el cobarde realmente debió de intentar suicidarse y que no lo consiguió, pues había una señal de bala en su sien aunque, naturalmente, el disparo no debió de resultar fatal dado que le encontraron ahogado en el pantano. ¿Cree que pudo haberse herido a propósito allí donde pudieran verle esos tramperos para que la historia del suicidio se difundiera, esperando que los agentes de la ley dejarían de buscarle?
-Es muy posible -dijo De Grandin poniéndose en pie-. Señora, tenemos con usted una deuda mucho más grande de lo que jamás podrá imaginar, y aunque no puede saberlo al menos esta noche hemos conseguido ahorrarle un último dolor. Adieu, chère Madame, y que el buen Dios cuide de usted... y de los suyos.
Le rozó los dedos con los labios, hizo una reverencia y salió de la habitación.
Cuando cruzamos el umbral de la casa oímos el eco de un sollozo y el grito desesperado de la señora Heatherton.
-Yo y los míos... Ya no existen. ¡Todos han muerto, todos!
-La pauvre!-murmuró De Grandin mientras cerraba la puerta sin hacer ruido-. ¡Más razón para pedir que le bon Dieu cuide de ellos, aunque ella no lo sepa!
-¿Y ahora qué? -le pregunté, secándome furtivamente los ojos con mi pañuelo.
El francés no hizo esfuerzo alguno por ocultar sus lágrimas. Corrían por su rostro como si fuera un colegial.
-Vaya a casa, amigo mío -me ordenó-. Yo hablaré con el sacerdote de esa iglesia griega. Por lo que he oído de él debe de ser un hombre bueno y sabio. Pienso que creerá mi historia. Si no, parbleu, deberemos tomar el asunto en nuestras propias manos. Mientras tanto, suplíquele humildemente perdón a la excelente Nora por no haber acudido a disfrutar de su cena y pídale que prepare algún tentempié ligero. Después, esté listo para acompañarme de nuevo en cuanto lo hayamos consumido. Nom d'un canard vert, nos espera una noche muy atareada, mi viejo amigo!
Volvió cuando ya casi era medianoche, pero el brillo de sus ojos me reveló que había logrado cumplir con éxito algunas de sus «misiones».
-Barbe d'une chèvre -exclamó mientras liquidaba su sexto emparedado de cordero frío y vaciaba su octava copa de Ponte Canet-, ese padre Apostolakos no tiene ni un pelo de tonto, amigo mío. No es uno de esos pobres modernos de cabeza hueca tan sabios que no tienen ni idea de nada; un hombre versado en lo oculto puede hablar libremente con él y puede ser comprendido. Sí. Nos ayudará.
-¿Hum? -comenté yo, con la boca medio llena de pan y cordero.
-Exactamente -replicó De Grandin, volviendo a llenar su copa y cogiendo otro emparedado de la bandeja-. Exactamente, amigo mío... El buen papa es la autoridad suprema en los asuntos eclesiásticos, y mañana dará las órdenes necesarias sin necesidad de obtener ni un solo «permiso» de los respetables ex-contrabandistas, especuladores inmobiliarios y políticos que forman el ilustre clan Palenzke. ¿Ya no quedan emparedados y la botella está vacía? Bien, entonces pongámonos en marcha.
-¿Adónde?- le pregunté.
-A la casa del joven señor Rochester. Quiero volver a hablar con él.
Cuando salimos de la casa vi cómo sacaba un pequeño paquete oblongo del bolsillo de su chaqueta y lo metía en el del abrigo.
-¿Qué es eso? -pregunté.
-Algo que me ha prestado el buen padre. Espero que no tendremos ocasión de utilizarlo, pero si llega a ser preciso emplearlo nos resultará muy útil.

Una tenue neblina atravesada ocasionalmente por una lluvia gélida estaba cayendo sobre las calles cuando partimos hacia la casa de Rochester. Media hora de cautelosa conducción nos llevó a ese lugar, y cuando nos detuvimos junto a la acera el francés señaló una ventana iluminada del séptimo piso.

-Es la luz de su suite -me informó-. ¿Tendrá visitas a esta hora tan avanzada?
El ascensorista del turno de noche roncaba en una silla del vestíbulo y, guiado por el cauteloso gesto que me hizo De Grandin, le seguí hacia las escaleras.
-No hace falta que anunciemos nuestra presencia -murmuró mientras llegábamos al descansillo del sexto piso-. Creo que será mejor que nos presentemos por sorpresa.
Subimos en silencio otro tramo de escalones y nos detuvimos ante la puerta del apartamento de Rochester. De Grandin golpeó suavemente el panel de madera, repitió la llamada de una forma más insistente y estaba a punto de probar suerte con el picaporte cuando oímos pisadas al otro lado de la puerta.
El joven Rochester llevaba un albornoz de seda encima del pijama y tenía la cabellera un tanto desordenada, pero no parecía adormilado ni especialmente contento de vernos.
-Tengo la impresión de que no nos esperaba -anunció De Grandin-, pero aquí estamos. Tenga la bondad de hacerse a un lado y dejarnos entrar, si es tan amable.
-No pueden entrar ahora -dijo el joven-. En este momento me es imposible verles. Si vuelven mañana por la mañana...
-Ya es manana por la mañana, mon vieux -le interrumpió el pequeño francés-. Los relojes dieron la medianoche hace una hora.

Pasó junto a nuestro reluctante anfitrión y fue apresuradamente por el largo corredor que llevaba a la sala. La habitación estaba elegantemente amueblada con un estilo típicamente masculino: robustos sillones de arce y nogal, alfombras turcas, una mesa con una lámpara y un gran sofá con muchos almohadones colocado ante una chimenea con rejilla de bronce tras la que relucía una capa de carbón. Un débil olor a humo de cigarrillos flotaba en el aire, pero mezclado con él se notaba el delicado y exótico aroma del heliotropo. De Grandin se detuvo en el umbral, echó la cabeza hacia atrás y olisqueó la atmósfera como un sabueso que ha perdido el rastro. Delante de la entrada había un arco sobre el que se encontraba una varilla de bronce que sostenía dos gruesos cortinajes estampados al estilo Paisley, y De Grandin fue en línea recta hacia él con la mano derecha metida en el bolsillo del abrigo y el bastón de ébano que yo sabía ocultaba una espada levemente alzado en su mano izquierda.

-¡De Grandin! -protesté sorprendido, atónito al ver que se comportaba como si fuese el propietario del apartamento.
-No -le advirtió Rochester-. No debe...

Los cortinajes que colgaban del arco se separaron y una chica apareció entre ellos. El ceñido traje de tela púrpura que llevaba era casi tan diáfano como el humo, y pudimos ver a través de él los blancos perfiles de su cuerpo. Su cabellera cobriza fluía en una marea hendida por su rostro cayendo sobre la suave desnudez de sus hombros. Detenido sin haber llegado a completar el acto de dar un paso, un piececito descalzo mostraba su blancura y el azul de sus venas contrastando agudamente con el rojo color óxido de la alfombra de Bokhara. Cuando sus ojos se encontraron con los del francés tragó aire haciendo un sonido sibilante y sus pupilas se dilataron a causa del miedo. En la expresión de su rostro no había vergúenza alguna; y tampoco había confusión por sentirse culpable ni el intento de afrontar una situación desesperadamente embarazosa mediante el descaro. No, su expresión era la de alguien que se encuentra en un terrible peligro, y contempló a De Grandin tal y como podría haber contemplado a una serpiente de cascabel que avanzara ondulando hacia ella.

-Bien! -jadeó, y pude ver cómo la delgada tela de su traje se tensaba sobre sus senos-. ¡Así que lo sabe! Temía que lo descubriera, pero...
No llegó a terminar la frase. De Grandin dio un paso hacia ella y ladeó el cuerpo hasta que el bolsillo derecho de su abrigo quedó a un brazo de distancia de ella.
-Mais oui, mais oui, Mademoiselle la Morte -replicó De Grandin haciéndole una ceremoniosa reverencia, pero manteniendo la mano dentro de su bolsillo-. Lo sé, como muy bien ha dicho usted. Ahora la pregunta que se plantea es: «¿Qué vamos a hacer al respecto?»
-Oiga, ¿cuál es el significado de esta imperdonable intrusión? -le preguntó Rochester interponiéndose entre ellos.
El pequeño francés se volvió hacia él con una expresión levemente interrogativa en el rostro.
-¿Usted me pide una explicación? Bien, si es que hace falta dar explicaciones...
-Mire, maldita sea, no tengo por qué rendirle cuenta de mis actos a nadie. Alice y yo nos amamos. Vino a mí esta noche por voluntad propia y...
-En verité? -le interrumpió el francés-. ¿Y cómo vino, señor Rochester?
El joven contuvo el aliento de una forma parecida a la del corredor que lucha por normalizar su respiración al final de una prueba muy difícil.
-Yo..., salí un rato y cuando volví... -dijo con voz vacilante.
-Mi pobre amigo -volvió a interrumpirle De Grandin contemplándole con simpatía-, miente usted como un caballero, pero miente muy mal. Escúcheme y le diré cómo entró: esta noche, no sé exactamente cuándo pero bastante después de la puesta de sol, oyó un golpecito en su ventana o en su puerta y cuando se asomó a mirar, voilà, ahí estaba la hermosísima demoiselle, Creyó soñar, pero esos lindos dedos volvieron a golpear el cristal de la ventana y esos ojos tan adorables y luminosos le miraron lanzándole un mensaje de amor. Abrió la puerta o la ventana y la hizo entrar, decidido a seguir disfrutando con aquel sueño ya que no había posibilidad alguna de estar con ella en carne y hueso. Dígame, joven señor, y usted también, hermosa mademoiselle, ¿he descrito los hechos tal y como ocurrieron o no?

Rochester y la chica le contemplaron asombrados. El único testimonio de que había acertado lo dieron los temblorosos párpados del joven y el estremecimiento que hizo agitarse los delicados labios de la chica. Un tenso y vibrante silencio reinó durante unos instantes en la habitación; después la joven dejó escapar un leve grito ahogado y avanzó sin hacer ruido dejándose caer de rodillas ante De Grandin.

-¡Tenga piedad de mí..., sea compasivo! le suplicó-. Muéstreme la misma misericordia que quizá algún día desee recibir. Es tan poco lo que le pido... Usted sabe qué soy; ¿sabe también quién soy y por qué ahora soy..., la criatura maldita que ve ante usted? -enterró el rostro en las manos-. Oh, es tan cruel..., ¡es demasiado cruel! -sollozó-. Era tan joven; toda mi vida se extendía ante mí. No conocí el auténtico amor hasta que ya era demasiado tarde. No puede ser tan implacable, no puede hacer que me marche con las manos vacías; ¡no puede!
-Ma pauvre! -De Grandin puso su mano sobre la reluciente cabellera de la joven-. ¡Mi pobre e inocente oveja que se encontró al carnicero allí donde teníatodo el derecho a jugar los juegos de las ovejas! Sé todo cuanto puede saberse sobre usted. Esta noche su santa madre me ha contado mucho más de lo que se imaginaba. No soy cruel, mi hermosa pequeña: soy todo simpatía y pena, pero la vida es cruel y la muerte todavía lo es más. Además, ya sabe cuál será el inevitable final de todo esto si me abstengo de cumplir con mi deber, ¿verdad? Si pudiera hacer un milagro abriría las puertas de la muerte y dejaría que viviera y disfrutara del amor hasta que le llegara el momento natural de morir, pero...
-¡No me importa cuál haya de ser el fin! –exclamó la joven echándose hacia atrás hasta quedar sentada en el suelo, con las plantas de sus pies descalzos mirando hacia arriba-. Sólo sé que se me ha robado aquello a lo que toda mujer tiene derecho por el simple hecho de nacer. Ahora he encontrado el amor y quiero disfrutar de él; ¡lo deseo! Él me pertenece, le digo que me pertenece... -Se encogió ante De Grandin, suplicándole-. ¡Piense en cuán poco le pido! -Se arrastró de rodillas hasta cogerle la mano entre las suyas y se la llevó a la mejilla-. Sólo le pido una gotita de sangre de vez en cuando; sólo una gotita insignificante para hacer que mi cuerpo siga intacto y conserve su belleza. Si fuera como las otras mujeres y Donald fuese mi amante no le importaría ofrecerme su sangre para una transfusión..., estaría dispuesto a darme cualquier cantidad de su sangre siempre que la necesitara. Entonces, ¿es pedirle demasiado cuando sólo quiero una gota de vez en cuando? Sólo una gota de vez en cuando y, algunas veces, un poco del hálito vital que hay en sus pulmones para...
-¡Para aniquilar su pobre cuerpo enfermo y, después, para destruir su alma joven y limpia! -la interrumpió el francés en voz baja y suave-. No es en los vivos en quien pienso más, sino en los muertos. Cuando haya perdido su vida por usted, ¿sería capaz de negarle el reposo de la tumba? ¿Le negaría el sueño apacible hasta que llegue el Gran Mañana de Dios?
-¡O-o-oh! -El grito que aquellas palabras le arrancaron a sus convulsos labios era como el gemido de un espíritu extraviado-. Tiene razón..., es su alma lo que debemos proteger. Lo que le pido también mataría esa alma, como murió la mía aquella noche en los pantanos. ¡Oh, Dios santo, ten compasión de mí! Tú que curaste a los leprosos y no despreciaste a la Magdalena, ¡ten piedad de mí, la impura, la que ha sido contaminada!
Ardientes lágrimas de agonía se deslizaron por entre los dedos de aquellas manos esbeltas y casi transparentes con las que se tapaba los ojos.
-Estoy preparada -anunció por fin, pareciendo haber encontrado el coraje necesario para renunciar a todo-. Haga lo que debe hacer. Si tiene que ser el cuchillo y la estaca, golpee con mano fuerte y veloz. Si puedo evitarlo, no gritaré.
De Grandin la miró durante un segundo interminable a la cara, y su expresión era la misma con la que podría haber contemplado a un ser muy querido que yacía dentro de su ataúd.
-Ma pauvre -murmuró con voz llena de compasión-. ¡Mi pobre, bella y valerosa muchacha!
Se volvió bruscamente hacia Rochester.
-Monsieur -dijo con voz seca-, deseo examinarle. Quiero averiguar qué tal anda su salud.
Observamos con expresión asombrada cómo le quitaba la chaqueta del pijama al joven y auscultaba atentamente su pecho, dándole golpecitos y fijándose en el ritmo y la velocidad de los latidos. Acabó pasándole lentamente la mano por el brazo.
-Hum -dijo con voz pensativa cuando hubo terminado su examen-, se encuentra en bastante mal estado, amigo mío. Con medicinas, muchos cuidados y más suerte de la que suele tener el médico podríamos mantenerle con vida otro mes. Naturalmente, entra dentro de lo posible que caiga muerto en cualquier momento... Pero le juro que nunca le he comunicado su sentencia de muerte a un paciente con tanta alegría como la que siento ahora.
Dos de nosotros le contemplamos enmudecidos por el asombro; la chica fue la única que le comprendió.
-Quiere decir... -susurró con voz temblorosa, con la risa y una luz como jamás he visto sobre el mar o sobre la tierra apoderándose de sus ojos-. Quiere decir que puedo tenerle hasta que...
De Grandin la obsequió con una sonrisa de placer.
-Exactamente, precisamente, así es, mademoiselle -replicó, y en su voz había una inconfundible alegría que casi llegaba a la risa. Le dio la espalda y se dirigió a Rochester-: Usted y mademoiselle Alice pueden amarse todo cuanto quieran mientras la vida siga alentando dentro de su cuerpo. Y después... -Alargó el brazo y tomó la mano de la joven-; después haré lo necesario..., por los dos. Ja, Monsieur Diable, te he engañado bien; ¡Jules de Grandin ha dejado en ridículo al infierno!
Echó la cabeza hacia atrás y asumió una postura desafiante con los ojos centelleando y los labios temblándole a causa de la excitación y el júbilo que sentía.
La chica se inclinó hacia adelante, le cogió la mano y la cubrió de besos.
-¡Oh, es usted tan bueno! -sollozó con voz a punto de quebrarse-. Sabiendo lo que sabe, ningún otro hombre habría hecho lo que acaba de hacer.
-Mais non, mais certainement non, Mademoiselle -dijo de Grandin con expresión imperturbable-. Olvida usted que soy Jules de Grandin... Vamos, Trowbridge, amigo mío, nuestra presencia aquí es una intrusión que esta joven no debe soportar -me dijo-. Nosotros apuramos el vino purpúreo de la juventud hace muchos años, ¿qué hacemos aquí junto a los que ríen y pasan la noche entregándose al amor? Marchémonos.
Los enamorados nos siguieron hasta el vestíbulo cogidos de la mano, pero cuando nos detuvimos junto al umbral...
¡Rat-tat-tat!. Algo golpeó la ventana empapada por la niebla y cuando giré sobre mis talones sentí cómo el aliento ardía en mi garganta. Más allá del cristal había una silueta humana que parecía flotar entre la niebla. Un examen más atento me reveló que era el hombre de rostro brutal que habíamos visto la noche antes en el café. Pero ahora su rostro feo y malvado era el del diablo, y no el de un mero hombre perverso.
-Eh bien, monsieur, ¿es usted, eh? -le preguntó De Grandin con voz despreocupada-. Pensé que quizá se decidiría a aparecer, por lo que estoy preparado para recibirle. No le invite a entrar -le ordenó secamente a Rochester-. No puede entrar a menos que alguien le invite a hacerlo... Abrace con fuerza a su amada y coloque la mano o los labios sobre su boca para que aquel de quien es sierva, aunque sea involuntariamente, no pueda darle permiso para entrar. ¡Recuerde, no puede cruzar el alféizar sin la invitación de alguno de los presentes en este cuarto!
Alzó la persiana y contempló a la aparición con ojos llenos de sarcasmo.
-Monsieur le Vampire, ¿tiene algo que decirnos antes de que le eche de aquí? -le preguntó.
La boca del ser que había al otro lado de la ventana se movió, pero la furia que sentía le había dejado sin palabras.
-¡Es mía! -logró chillar por fin-. La convertí en lo que es, y me pertenece. Volverá a ser mía, y esa cosa agonizante de rostro blanco como la harina que la abraza también lo será. ¡Todos vosotros me pertenecéis! ¡Seré el rey y el emperador de los muertos! Ni tú ni ningún mortal podéis detenerme. Soy omnipotente, supremo, soy...
-Eres el mayor mentiroso de todo el universo, dejando aparte a los que arden en las llamas del infierno -le interrumpió De Grandin con voz gélida-. En cuanto a tu poder y tus afirmaciones, monsieur Cara-de-Mono, mañana no tendrás nada, ni tan siquiera un trocito de tierra al que llamar tumba. Mientras tanto, contempla esto, engendro del diablo; ¡contémplalo y teme su presencia!

Su mano emergió velozmente del bolsillo del abrigo sosteniendo un estuchito parecido a esas carteritas de cuero que se usan para colocar las fotografías. Apretó un resorte oculto y la tapa se abrió. La criatura de la noche contempló el objeto que contenía con una mezcla de estupefacción, horror e incredulidad. Un instante después lanzó un grito salvaje y retrocedió: aquel espantoso movimiento me recordó el de un pez atrapado en el anzuelo.

-Veo que no te gusta -dijo el francés asintiendo con la cabeza-. Parbleu, apestoso truhán escapado del osario, ¡veamos qué efecto tiene su contacto!
Alargó el brazo hasta que el objeto contenido en el estuche de cuero casi tocó el rostro fantasmal que había al otro lado de la ventana.

Un alarido salvaje e inhumano despertó ecos en la noche y cuando el rostro demoníaco se apartó vimos que en su frente había un verdugón rojizo, como si el francés lo hubiese golpeado con un hierro candente.

-Cierren las ventanas, mes amis -nos ordenó con voz tan tranquila como si no hubiera ninguna presencia horrenda flotando al otro lado de la ventana-. Ciérrenlas bien, y abrácense el uno al otro hasta que llegue la mañana y haga huir las sombras. Bonne nuit!
-Por el amor del cielo -le dije mientras iniciábamos el trayecto de vuelta a casa-, ¿qué significa todo esto? Usted y Rochester la llamaron Alice, y es idéntica a la chica que vimos en el café la noche pasada. Pero Alice Heatherton está muerta. Esta noche su madre nos ha contado cómo murió; vimos su tumba esta mañana. ¿Hay dos Alice Heatherton, esta chica es su doble o...?
-En cierto modo -me respondió-. Amigo mío, la joven a la que acabamos de ver era Alice Heatherton, pero no era la Alice Heatherton de quien su madre nos habló esta noche, ni aquella cuya tumba vimos esta mañana.
-¡Deje de hablar en acertijos, por Dios! -exclamé sin poderme contener-. ¿Era o no era Alice Heatherton?
-Tenga paciencia, viejo amigo -me aconsejó-. Por ahora no puedo decírselo, pero dentro de poco se lo explicaré todo..., espero.
Estaba empezando a amanecer cuando los golpes que De Grandin daba en la puerta de mi dormitorio me sacaron de un sueño tan profundo como el coma.
-¡Arriba, amigo Trowbridge! -gritó, acentuando sus palabras con otro golpe asestado en la madera-. Arriba, y vístase lo más deprisa posible... Tenemos que partir inmediatamente. ¡Les ha ocurrido una tragedia!
Me levanté de la cama tambaleándome y sin saber muy bien lo que hacía, me puse la ropa a tientas y, con los ojos todavía velados por el sueño, bajé al vestíbulo: De Grandin me esperaba dominado por lo que parecía una frenética excitación.
-¿Qué ha sucedido? -le pregunté mientras nos dirigíamos hacia la casa de Rochester.
-Lo peor -me respondió-. El teléfono me despertó hace diez minutos. «Será una llamada para el amigo Trowbridge», me dije. «Algún paciente con le mal de l'estomac desea un pequeño paregórico y mucha simpatía. No le despertaré, pues el ajetreo de la noche le ha dejado agotado.» Pero el timbre seguía sonando, así que acabé respondiendo. Era Alice, amigo mio. Hélas, el amor es fuerte pero la servidumbre que pesa sobre ella lo es todavía más. Aun así, después de que el daño estuviera hecho tuvo el valor suficiente para llamarnos. Recuerde eso cuando tenga que juzgarla.
Estuve a punto de disminuir la velocidad para pedirle una explicación pero De Grandin movió la mano en un gesto impaciente.
-De prisa; ¡oh, apresúrese, apresúrese! -me ordenó con voz apremiante-. Debemos reunirnos con él lo más pronto posible. Puede que ahora ya sea demasiado tarde...
No había tráfico en las calles, y realizamos el trayecto hasta el apartamento de Rochester en un tiempo récord. Nos encontramos ante su puerta casi sin tiempo para darnos cuenta de ello, y De Grandin entró sin ninguna clase de ceremonias. Abrió la puerta de un manotazo, corrió por el pasillo y llegó a la sala, deteniéndose en el umbral para tragar aire.
-¡Ah! -jadeó-. Veo que ha sido muy concienzudo...

La habitación estaba destrozada. Los sillones habían sido volcados, los cuadros se hallaban torcidos, fragmentos de adornos y objetos varios yacían esparcidos por el suelo y el tapete que cubría la mesa de centro había sido arrancado salvajemente de su sitio, haciendo caer la lámpara y dispersando los ceniceros y las cajas de cigarrillos. Donald Rochester yacía sobre la alfombra delante de la chimenea apagada, con una pierna doblada en una postura extraña debajo del cuerpo, el brazo derecho extendido flácidamente y la muñeca formando un ángulo recto con el resto del miembro. El francés cruzó la habitación a la carrera abriendo su maletín mientras avanzaba. Se arrodilló junto a Rochester, auscultó con atención el pecho del joven durante unos instantes, le subió la manga, frotó su brazo con un algodón empapado en alcohol e introdujo la aguja de su hipodérmica a través de un pliegue de la piel.

-Hay una posibilidad entre un millón -murmuró mientras hacía bajar el émbolo de la hipodérmica-, pero la situación apremia; le bon Dieu sabe hasta qué punto...

El poderoso estimulante empezó a surtir efecto y los párpados de Rochester se movieron levemente. Gimió y ladeó la cabeza con un gran esfuerzo, pero no intentó levantarse. Me arrodillé junto a De Grandin y cuando le ayudé a incorporar al herido comprendí cuál era la causa de su sopor. Le habían roto la espina dorsal a la altura de la cuarta vértebra, dejándole paralizado.

-Monsieur -susurró el pequeño francés-, se está muriendo. El círculo del reloj contiene muchos más minutos de los que le quedan de vida. Cuéntenos lo que ha ocurrido, deprisa.
Volvió a inyectar más estimulante en el brazo de Rochester.
El joven se mojó sus labios azulados con la punta de la lengua e intentó tragar una honda bocanada de aire, pero descubrió que el esfuerzo era excesivo.
-Fue él..., aquel al que usted ahuyentó la noche pasada -murmuró con voz enronquecida-. En cuanto se marcharon Alice y yo nos acostamos sobre la alfombra, delante de la chimenea, contando nuestros minutos de estar juntos como un avaro podría contar su oro. Tenía mucho frío así que puse un poco más de carbón en el fuego, pero eso no pareció servir de nada. Empezó a jadear y a atragantarse, y dejé que tomara un poco de mi aliento. Eso la revivió y cuando hubo sorbido un poco de sangre de mi garganta volvió a parecer la de siempre, aunque cuando se acostó junto a mí no pude detectar ningún latido de su corazón.

Debió de ocurrir justo antes del amanecer..., no sé exactamente cuando, pues me había quedado dormido en sus brazos. Oí un ruido en la ventana y alguien que gritaba pidiendo que le dejaran entrar. Recordé su advertencia y traté de sujetar a Alice, pero se me escapó. Corrió hacia la ventana y la abrió de par en par mientras gritaba: "Entra, amo; ahora no hay nadie que pueda detenerte." Se lanzó sobre mí y cuando Alice se dio cuenta de lo que pretendía hacer trató de impedírselo, pero la arrojó a un lado como si fuera una muñeca de trapo: la cogió por el cuello y la lanzó contra la pared. Oí cómo crujían sus huesos al chocar con ella. Luché con él pero la resistencia que pude ofrecer era tan escasa como la que habría presentado un niño de tres años que luchara conmigo. Me tiró al suelo y me rompió los brazos y las piernas con sus pies. El dolor fue terrible. Después me levantó en vilo y volvió a arrojarme al suelo, y ya no sentí más dolor, salvo esta terrible jaqueca. No podía moverme pero estaba consciente, y lo último que recuerdo fue ver cómo Alice y él salían por la ventana cogidos de la mano. Alice ni tan siquiera se volvió a mirar.

Se quedó callado durante unos momentos, luchando desesperadamente para recuperar el aliento y después, en voz todavía más baja que antes, añadió:

-Oh, Alice..., ¿cómo pudiste hacerlo? ¡Y yo que te amaba tanto!
-No se atormente, mi querido amigo -le dijo De Grandin-. No lo hizo por voluntad propia. Ese demonio la domina con un poder al que no puede resistirse. Está sujeta a él de una forma más completa de lo que jamás lo estuvo ningún esclavo negro a su amo. Escúcheme; y abandone este mundo pensando en lo que voy a decirle: ella le amaba y le ama. Estamos aquí porque ella nos llamó, y sus últimas palabras estuvieron llenas de amor hacia usted. ¿Me oye? ¿Me ha comprendido? Morir es muy triste, mon pauvre, pero estoy seguro de que morir sabiendo que se ama y se es amado es algo que no se encuentra al alcance de todos. Muchos hombres viven su existencia sin haber tenido tanto, y muchos cambiarían alegremente todos los años de su vida por cinco breves minutos del éxtasis que fue suyo ayer noche.
-Señor Rochester, ¿me oye? -le preguntó con voz seca e imperiosa, pues el rostro del joven estaba cobrando el tono grisáceo que indica la proximidad de la muerte.
-S-sí. Me ama..., me ama. ¡Alice!
El nombre de la joven brotó de sus labios en un último suspiro, los músculos de su rostro se aflojaron y sus ojos adoptaron la fijeza vidriosa de los ojos que ya no ven nada.
De Grandin le bajó suavemente los párpados cubriendo aquellas pupilas incapaces de ver, le subió la mandíbula y empezó a ordenar la habitación con un metódico apresuramiento.
-Usted se encargará de firmar el certificado de defunción -me anunció como sin darle importancia-. Nuestro joven amigo sufría de angina pectoris. Esta mañana tuvo un ataque y después de llamarnos se cayó del sillón en que estaba sentado cuando intentaba coger su medicina: como resultado de la caída se fracturó varios huesos. Cuando llegamos le encontramos agonizando, pero vivió el tiempo suficiente para contarnos lo sucedido. ¿Me ha comprendido?
-Que me cuelguen si entiendo algo de esto -negué-. Sabe tan bien como yo que...
-Que la policía nos hará muchas preguntas incómodas -me recordó-. Somos las últimas personas que le vimos con vida. Suponiendo que les dijéramos la verdad, ¿piensa que nos creerían?
Seguí sus órdenes al pie de la letra por mucho que me disgustaran, y una hora después el cuerpo del joven fue entregado al forense Martin, quien se ocuparía de él.
Rochester era huérfano y carecía de familia, por lo que De Grandin asumió el papel de amigo más cercano: se encargó de hacer todos los arreglos necesarios para el funeral y ordenó que los restos fueran incinerados sin tardanza. Las cenizas le serian entregadas para que dispusiera de ellas en la forma que le pareciese más conveniente.
Estos arreglos y mis visitas profesionales consumieron la mayor parte del día. A las cuatro de la tarde me hallaba totalmente agotado, pero De Grandin, infatigable, parecía tan fresco como al amanecer.
-Todavía no, amigo mío -dijo cuando me disponía a dejarme caer en mi sillón-. Aún tenemos algo que hacer. ¿No oyó la promesa que le hice al nunca suficientemente anatematizado Palenzke la noche anterior?
-¿Su promesa?
-Précisément. Le tenemos reservada una gran sorpresa.

La curiosidad venció a mi fatiga y le llevé a la pequeña iglesia ortodoxa griega refunfuñando entre dientes. Estacionado junto a la puerta estaba el severo vehículo negro de un empresario de pompas fúnebres: su conductor bostezaba audiblemente ante el retraso impuesto a su misión.
De Grandin subió corriendo los peldaños con paso ligero, entró en la iglesia y volvió unos minutos después acompañado por un venerable sacerdote ataviado con todas las insignias de su condición.

-Allons, mon enfant -le dijo al chófer-. Póngase en marcha; nosotros le seguiremos.
Los imponentes muros de granito del Crematorio North Hudson se alzaron ante nosotros, pero ni tan siquiera entonces logré comprender los motivos de aquella alegría que De Grandin apenas podía contener.

Al parecer ya se habían hecho todos los preparativos. El padre Apostolakos recitó la plegaria del entierro ortodoxo en la pequeña capilla que había sobre el incinerador, y el ataúd fue esfumándose lentamente por el ascensor disimulado que lo llevaría hasta la cámara de incineración situada más abajo. El anciano sacerdote nos hizo una cortés reverencia y abandonó el edificio en dirección a mi coche. Me disponía a seguirle cuando De Grandin me hizo una seña imperiosa.

-Todavía no, amigo Trowbridge -dijo . Acompáñeme abajo y le enseñaré algo.

Fuimos a la cámara subterránea donde se llevaba a cabo la incineración. El ataúd reposaba sobre una carretilla ante la abertura que daba acceso a la caverna del horno, pero De Grandin detuvo a los ayudantes cuando se disponían a introducirlo en ella. Avanzó de puntillas sobre el suelo embaldosado y se inclinó sobre el ataúd, indicándome que me reuniera con él. Cuando me puse a su lado reconocí los toscos y malignos rasgos del hombre al que habíamos visto con Alice en el café: era aquel mismo rostro bestial y furioso que la noche antes nos había dirigido amenazas y maldiciones desde el otro lado de la ventana de Rochester. Estuve a punto de retroceder, pero el francés me agarró firmemente por el codo haciendo que me acercara todavía más al cuerpo.

-Tiens, Monsieur le Cadavre -murmuró mientras se inclinaba sobre aquella cosa muerta-, ¿qué piensa de esto, hein? Usted que iba a ser rey y emperador de todos los muertos, que alardeó de que ningún poder terrestre podría detenerle..., Jules de Grandin le prometió que no tendría nada, ni tan siquiera un pedazo de tierra al que llamar tumba, ¿verdad? Bah, asesino y violador de mujeres, homicida inmundo, ¿dónde está ahora su poder? Váyase..., váyase al horno que le llevará al fuego del infierno, ¡y llévese esto con usted!

Frunció los labios y escupió en el frío rostro del cadáver. Quizá fuera un engaño producto de mis nervios cansados o una ilusión óptica causada por las luces eléctricas, pero creo que vi cómo aquel cadáver que llevaba mucho tiempo enterrado se retorcía dentro de su ataúd, y una expresión de odio tan terrible como imposible de describir desfiguró aquellos rasgos cerúleos. De Grandin dio un paso hacia atrás, le hizo una seña a los ayudantes y el ataúd se deslizó sin ningún ruido hacia el interior del horno. La bomba de presión empezó a funcionar con un leve chirrido y un instante después oímos el rugir apagado de las llamas producidas por la gasolina que brotaba de los quemadores. De Grandin encogió sus flacos hombros.

-C'est une affaire finie.

Volvimos al cementerio Shadow Lawn poco después de la medianoche. De Grandin me guió hasta el mausoleo de la familia Heatherton avanzando sin ninguna vacilación, como si acudiera a una cita. Abrió las enormes puertas de bronce con una llave que había conseguido no sé dónde y me ordenó que montara guardia en el exterior. Entró en la tumba alumbrándose con su linterna eléctrica llevando un paquete cubierto con una tela debajo del brazo. Un instante después oí un ruido de metal contra metal y el sonido de algún objeto pesado que era arrastrado por el suelo; a continuación hubo un largo silencio que acabó poniéndome bastante nervioso y, por fin, un grito medio ahogado, el tipo de grito que emite el paciente sentado en el sillón del dentista cuando se le extrae una muela sin anestesia. Otro período de silencio, roto por el deslizarse de objetos pesados que eran llevados de un lado para otro, y el francés emergió de la tumba con las lágrimas corriéndole por el rostro.

-Paz -anunció con voz entrecortada-. Le he dado la paz, amigo Trowbridge, pero, ¡oh!, qué terriblemente doloroso ha sido oírla gemir, y todavía lo ha sido más ver cómo su hermoso cuerpo que aún parecía vivo se estremecía bajo el abrazo implacable de la muerte. Ver morir a los vivos es fácil de soportar, mi viejo amigo, ¡pero ver morir a los muertos...! ¡Mordieu, cada vez que piense en lo que la clemencia me ha obligado a hacer esta noche mi alma sufrirá tormentos infinitos!
Jules de Grandin escogió un puro del humidificador y lo encendió con la precisión típica de todos sus movimientos.
-Admito que los acontecimientos de los últimos tres días han sido indiscutiblemente extraños –dijo mientras enviaba una nube de humo aromático hacia el techo-. Pero, ¿qué tiene eso de sorprendente? Todo lo que se encuentra fuera del radio de nuestras experiencias cotidianas resulta extraño. Para quien no ha estudiado biología ver una ameba al microscopio es un espectáculo de lo más extraño; estoy seguro de que los esquimales encontraron rarísimo al aeroplano de monsieur Byrd y nosotros opinamos que cuanto hemos visto estas últimas noches es muy extraño. Lo es, por suerte para nosotros y para toda la humanidad.

Empecemos por el principio: hoy en día existen ciertos protozoos que probablemente son idénticos a las primeras formas vitales que hubo sobre la faz de la tierra y, del mismo modo, todavía existen ciertos restos de un mal muy antiguo, aunque su número disminuye continuamente. Hubo una época en que la tierra estaba infestada por ellos: diablos y su parentela, duendes, sátiros y demonios, elementales, licántropos y vampiros... Todos eran numerosos; todos, quizá, existen actualmente en número considerable, aunque no sabemos de su existencia y la mayoría de nosotros ni tan siquiera hemos oído hablar de ellos. Esta vez nos vimos obligados a tratar con el vampiro. Sabe de qué le hablo, ¿verdad? Siendo precisos, el vampiro es un alma atada a la tierra, un espíritu que ha cometido muchos pecados y actos malvados y que, como resultado, se encuentra sujeto al mundo en el que cometió esas maldades y no puede desplazarse hasta el lugar que le corresponde. En la India hay muchos vampiros, así como en Rusia, Hungría, Rumanía y por todos los Balcanes..., el vampiro parece medrar en todos aquellos lugares donde la civilización es vieja y decadente. A veces roba el cuerpo de alguien que ya ha muerto; a veces permanece dentro del cuerpo que tuvo en vida y nunca es más terrible que entonces, pues necesita alimento para ese cuerpo, pero su alimento no es el que usted o yo consumimos. No, el vampiro subsiste gracias a la fuerza vital de los que todavía no han muerto, fuerza que absorbe a través de su sangre, pues la sangre es vida. Debe chupar el aliento de aquellos que viven o no podrá respirar; debe beber su sangre o morirá de hambre. Y aquí es donde surge el peligro: un suicida, alguien que muere bajo una maldición o alguien a quien se le ha inoculado el virus vampírico debido a que un vampiro le ha chupado la sangre se convierte en vampiro después de la muerte. Es posible que esa persona no haya cometido mal alguno, y de hecho eso es lo que suele ocurrir, pero aún así estará condenada a vagar de noche alimentándose incesantemente con los vivos, reclutando nuevos miembros con que engrosar las horrendas filas de su tribu. ¿Comprende lo que le digo?

Piense en el caso que nos ha ocupado: este sacré Palenzke, debido a que cometió un asesinato y se suicidó, quizá en parte a causa de sus antepasados eslavos, quizá también por sus otros muchos pecados, se convirtió en un vampiro después de haberse arrebatado la vida. El informante de la Señora Heatherton no se equivocó: Palenzke se había destruido a sí mismo, pero su cuerpo maligno y su alma todavía más maligna seguían unidos el uno al otro, con lo que la amenaza que representaban para toda la humanidad era diez mil veces mayor que cuando estaban juntos en la vida natural.

Palenzke se alzó del pantano con todos los poderes sobrenaturales que le confería su vida-en-la-muerte, le tendió una emboscada a mademoiselle Alice, atacó a su chófer y se la llevó a las ciénagas para someterla a sus maldades, satisfaciendo a la vez su lujuria bestial, la sed de sangre del vampiro y el deseo de venganza que sentía porque ella había rechazado sus insinuaciones. Cuando la mató la convirtió en otra criatura como él. Además consiguió adquirir un dominio irresistible sobre ella. Era su juguete, su autómata, algo desprovisto de toda voluntad propia. Debía hacer lo que le ordenara, por mucho que odiara hacerlo. Quizá recuerde que le dijo al joven Rochester que debía seguir a ese villano aunque le odiaba; y quizá recuerde también cómo le permitió entrar en el apartamento cuando ella y su amado yacían el uno en brazos del otro, aunque permitirle entrar significaría la perdición de Rochester...

Si el vampiro pudiera añadir los poderes de los vivos a sus poderes de criatura muerta no tendríamos defensa contra él, pero por fortuna se encuentra sujeto a leyes que le es imposible vulnerar. No puede cruzar por sí solo un curso de agua en movimiento, necesita que alguien le lleve; no puede entrar en ninguna morada de los vivos a menos que reciba la invitación de alguien que se encuentre dentro de ella; puede volar por los aires, entrar por el agujero de una cerradura, la rendija de una ventana o el quicio de una puerta, pero sólo puede moverse de noche..., entre el crepúsculo y el canto del gallo. Desde el amanecer hasta que anochece no es más que un cadáver tan indefenso como cualquier otro despojo mortal y debe yacer en su tumba, sumido en la inmovilidad de los muertos. En esos momentos se le puede matar con facilidad, pero sólo utilizando ciertos métodos. El primero requiere atravesarle el corazón con una estaca de fresno y cercenarle la cabeza: el vampiro habrá muerto y no podrá volver a levantarse de la tumba para molestarnos. El segundo requiere quemar su cuerpo hasta convertirlo en cenizas: el vampiro habrá desaparecido, pues el fuego limpia todas las cosas.

Ahora que dispone de esta información haga encajar las piezas del rompecabezas que tan perplejo le tiene: cuando estábamos en el Café Bacchanale el aspecto de aquel hombre no me gustó nada. Tenía el rostro de un muerto y los rasgos de un villano nato, así como los ojos de un pez. En cuanto a su compañera, su belleza era totalmente irreprochable aunque ella también tenía un aspecto extraño, como si no perteneciera a este mundo. Empecé a sentir curiosidad por ellos, me dediqué a observarles por el rabillo del ojo y cuando vi que no comían ni bebían nada aquello me pareció no sólo extraño sino amenazador. La gente normal no hace tales cosas; la gente anormal suele resultar peligrosa.

Cuando Palenzke dejó sola a la joven después de indicarle que flirteara con el joven Rochester la situación me gustó todavía menos que antes. Lo primero que pensé fue que quizá se tratara de un intento de robo... ¿Cómo lo describió usted? Juego sucio... Por lo tanto, pensé que sería mejor seguirles para ver lo que ocurría. Eh bien, amigo mío, no cabe duda de que ocurrieron muchas cosas, n'est ce-pas?

Recordará la experiencia que tuvo el joven Rochester en el cementerio. Cuando nos la contó comprendí inmediatamente con qué clase de enemigo debíamos enfrentarnos, aunque en aquellos momentos no sabía que mademoiselle Alice era una víctima inocente de las circunstancias. La información proporcionada por madame Heatherton confirmó mis peores temores. Lo que vimos aquella noche en el apartamento de Rochester le sirvió de prueba a cuanto me había imaginado, e incluso a más cosas.

Pero mientras tanto yo no me había mantenido cruzado de brazos. Oh, no. Visité al buen padre Apostolakos y le conté cuanto había averiguado. Él lo comprendió todo inmediatamente e hizo los arreglos necesarios para exhumar el cadáver del malvado Palenzke, ordenando que lo llevaran al crematorio para que fuese incinerado. También me prestó un ikon sagrado, una imagen bendita de un santo cuya potencia para repeler a los demonios había quedado demostrada en más de una ocasión. ¿Se fijó en que cuando me acerqué a ella llevando la reliquia en mi bolsillo mademoiselle Alice se apartó de mí? ¿Vio cómo el alma en pena que era Palenzke huyó ante ella como huye la carne ante el hierro al rojo blanco?

Muy bien. Rochester amaba a esa mujer que ya había muerto y él mismo era un moribundo. ¿Por qué no permitirle que gozara del amor con el espectro de la mujer que correspondería a su pasión durante los pocos días que pudieran quedarle de vida? Cuando muriera, cosa inevitable, estaba preparado para tratar su pobre barro mortal de tal forma que no pudiera hacer ningún daño, aunque los besos vampíricos recibidos por su garganta ya casi le hubieran convertido en vampiro. Como bien sabe, eso es lo que he hecho. El fuego purificador ha acabado con el poder de Palenzke. Además, me juré que haría lo mismo por la pobre y hermosa Alice, víctima inocente del pecado, en cuanto su breve lapso de felicidad terrestre hubiera llegado a su fin. Oyó cómo se lo prometía, y he sido fiel a mi palabra.

No podía soportar la idea de hacerle más daño del estrictamente necesario, por lo que cuando fui en su busca esta noche con la estaca y el cuchillo llevé conmigo una jeringuilla en la que había cinco granos de morfina y se la administré antes de cumplir con mi deber. Creo que no sufrió mucho. Su gemido de disolución y el retorcerse de su pobre cuerpo cuando la estaca le atravesó el corazón fueron meros actos reflejos, no señales de un sufrimiento consciente.

-Pero si Alice era una vampira, como dice, y si podía recorrer el mundo de noche -protesté-, ¿por qué estaba en su ataúd cuando fuimos allí esta noche?
-Oh, amigo mío -dijo mientras los ojos se le llenaban de lágrimas-, estaba esperándome. Teníamos un compromiso; la pobre muchacha yacería en su ataúd aguardando el cuchillo y la estaca que la liberarían de su servidumbre. Ella..., ¡cuando la saqué de la tumba me sonrió y sus dedos me apretaron suavemente la mano!
Se limpió los ojos y echó una considerable ración de coñac en una copa.
-Por usted, joven Rochester, y por su hermosa dama -dijo mientras alzaba la copa en un brindis-. Allí donde están ahora el matrimonio no existe, pero espero que sus pobres almas en pena encuentren la paz y el descanso eterno..., juntas.
Vació la copa y la arrojó a la chimenea, donde el frágil recipiente de cristal se hizo añicos.

Seabury Quinn (1889-1869)