En Xanadú, Kubla Khan ordenó levantar un majestuoso palacio; allí donde Alf, el río sagrado, corre a través de mil cavernas, desembocando en un mar abandonado por el sol. Dos veces cinco millas de tierra fértil, por murallas y torres eran circundada; y allí veíanse jardines surcados por brillantes arroyos, en los que florecían filas de árboles perfumados, y bosques tan apretados como montañas, encerrando en su seno verdes pasajes sonrientes.
¡Aquella profunda y romántica quebrada que se adentra en la verde colina, a la sombra de los cedros! ¡Paisaje agreste! ¡Encantado y beatificado como si en otra época, bajo la luna moribunda, alguna dama hubiese venido a llorar por su demonio amante! Y de esta quebrada, creciendo en incesante gemido, como si la tierra respirase hondo, brotase por momentos una fuente tumultuosa; cuyas lenguas inciertas escupen fragmentos como granizo o granos que saltan bajo el saco de trigo, y en medio de estas danzantes rocas, junto a ellas, saltaba hacia los aires el río sagrado. Durante cinco millas, por un laberinto trazado, entre bosques y valles corría el río sagrado, antes de entrar en las cavernas al hombre inmensurable y de hundirse tumultuosa en un océano muerto. En medio de este tumulto, Kubla oyó en la distancia las voces ancestrales que predecían la guerra.
La sombra del palacio de los deleites flotaba sobre las olas, y desde él se oían las melodías de la fuente y las cavernas. ¡Milagro de sutil ingenio este resplandeciente palacio con sus cavernas de hielo!
Ví en sueños una doncella, tañendo su instrumento: una doncella abisinia, tañendo su instrumento y cantando dulcemente en el monte Abora. ¡Ah! Si yo pudiese resucitar de mi memoria su música y su canción, en tan grave éxtasis me sumirían, que podría construir con música en el aire aquel palacio. ¡Aquel palacio resplandeciente, aquellas cavernas de hielo! Y cuantos me oyeran verían ante sus propios ojos, y todos gritarían: ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Mirad los ojos fulgurantes, mirad su flotante cabellera! Trazad un triple círculo en torno a él y cerrad los ojos en sagrada reverencia, pues él se ha nutrido de dulce rocío y bebido la leche del Paraíso.
Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)
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