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Confesión de Algernon Blackwood


Confesión (Confession) es uno de los relatos de fantasmas más notables de la historia. Su autor, Algernon Blackwood, manifiesta en él toda su capacidad para la ambientación y la estructura psicológica de sus personajes. El relato aparece en una de las grandes antologías de terror del siglo XX: The Wolves of God (Los lobos de dios), publicado en 1921.






Confession; Algernon Blackwood (1869-1951)

La niebla se arremolinaba a su alrededor, empujada por un fuerte movimiento propio, pues no había viento. Flotaba formando densas volutas y espirales tóxicas; subía y bajaba; las luces de las de la calle y los automóviles no lograban penetrarla, aunque aquí y allí algún escaparate grande formaba manchas de luz tenue sobre su cortina en perpetuo movimiento.

A O'Reilly le dolían los ojos debido al incesante esfuerzo de ver a un pie más allá de su rostro. El nervio óptico se cansaba, y la visión, por consiguiente, era cada vez menos precisa. Al avanzar cautelosamente a través de la sofocante oscuridad, tosió. Sólo el ahogado ruido del lento tráfico le persuadía de que se encontraba realmente en una ciudad populosa; esto y las vagas sombras de figuras que iban a tientas, enormemente aumentadas, que surgían súbitamente para desaparecer de nuevo, al avanzar a tientas hacía destinos inciertos.

Sin embargo, las figuras eran seres humanos; eran reales. Al menos sabía eso. Oía sus voces apagadas, cercanas, lejanas, extrañamente sofocadas. También oía el golpeteo de numerosos bastones. Estas formas fantasmagóricas representaban gente viva. No estaba solo.

Lo que le obsesionaba era el temor a encontrarse completamente solo, pues todavía era incapaz de cruzar un espacio abierto sin ayuda. Tenía la resistencia fisica, era el cerebro lo que le fallaba. A mitad del camino podría invadirle el pánico, se estremecería completamente, se disolvería su voluntad, gritaría pidiendo ayuda, correría furiosamente. Todavía no estaba curado, aunque en condiciones normales estaba bastante seguro, tal como le había confirmado el Dr. Henry.

Cuando una hora antes tomó el metro en Regent's Park el aire era claro, el sol de noviembre lucía brillante, el cielo azul estaba despejado y la presunción de que podría cruzar la ciudad de Londres solo estaba justificada. Al día siguiente tenía que partir para Brighton a pasar la última semana de convalecencia; esta prueba preliminar de su fortaleza en una brillante tarde de noviembre iba a serle beneficiosa. El doctor Henry le dio instrucciones precisas: Cambie en Piccadilly Circus -sin dejar la estación del metro, recuerde- y salga en South Kensington. Ya tiene la dirección de su amiga del Departamento de Ayuda Voluntaria. Tome su taza de té con ella y luego regrese de la misma manera a Regent's Park. Regrese antes de que oscurezca, lo más tarde a las seis. Es mejor". Le había explicado los giros que tenía que hacer al abandonar la estación, tantos a la derecha y tantos a la izquierda; era algo confuso, pero la distancia era corta. Siempre puede preguntar. Es imposible que se equivoque.

Sin embargo, la niebla desdibujaba estas instrucciones, que en su cerebro se convirtieron en un confuso revoltijo. La imposibilidad de ver reaccionó en su memoria. Además, la D. A. V. le había advertido de que su dirección no era fácil de encontrar. La casa se encontraba en un lugar retirado. ¡Pero con su sentido de la orientación en zonas poco habitadas probablemente lo conseguiría mejor que cualquier londinense! Tampoco ella había calculado la niebla.

Cuando O'Reilly subió las escaleras de la estación de South Kensington, emergió a una oscuridad tan tenebrosa que pensó que todavía estaba bajo tierra. A su alrededor se extendía un mundo impenetrable. Solamente un pequeño claro en la húmeda atmósfera le indicó que se encontraba a cielo abierto. Durante algún rato se quedó quieto y mirando la horrible niebla de Londres. Con sorpresa y el más vivo interés disfrutó del nuevo espectáculo durante unos diez minutos, mirando cómo la gente llegaba y se desvanecía, y preguntándose por qué las luces de la estación se apagaban completamente en el instante en que tocaban la calle; después, con sentido de aventura abandonó el edificio cubierto y se sumergió en el opaco mar.

Repitiéndose las instrucciones que había recibido -primera a la derecha, segunda a la izquierda, otra vez a la izquierda y así sucesivamente- comprobaba cada giro asegurándose de que era imposible equivocarse. Hizo progresos correctos aunque lentos, hasta que alguien chocó con él y le hizo una pregunta repentina y sorprendente.

-¿Sabe usted si voy bien para la estación de South Kensington?

Fue lo imprevisto lo que le sorprendió; un momento no había nadie, al siguiente estaban cara a cara, otro momento y el extraño había desaparecido en la oscuridad tras dar cortésmente las gracias. Pero el pequeño sobresalto de la interrupción le había perturbado. Ya había doblado dos veces hacia la derecha, ¿O no? O'Reilly se dio cuenta repentinamente de que había olvidado sus instrucciones. Se quedó quieto haciendo arduos esfuerzos para recuperarse, pero cada esfuerzo le dejaba más inseguro que antes. Cinco minutos después estaba perdido y tan desesperado como un habitante de la ciudad que sale de su tienda en un bosque sin hacer marcas en los árboles para poder encontrar el camino de regreso. Incluso el sentido de la dirección, tan fuerte en él entre los bosques de su tierra, había desaparecido por completo. No había estrellas, no había viento, ni olor, ni ruido de agua que corre. En ningún lado había nada que pudiera guiarle, nada sino ocasionales contornos confusos, el caminar a tientas, arrastrando los pies, el aparecer y desaparecer en la arremolinada niebla, pero raramente a una distancia para poder hablar ni, mucho menos, tocar. Estaba completamente perdido; más aún, estaba solo.

Pero a pesar de todo no completamente solo. En su inmediata cercanía todavía había figuras. Surgían, se desvanecían, reaparecían, se disolvían. No, no estaba completamente solo. Veía esos espesamientos de la niebla, oía sus voces, el sonido de sus cautelosos bastones, y también sus pies que se arrastraban. Eran reales. Se movían, parecía, en círculo alrededor de él, sin acercarse demasiado.

-Pero son reales -se dijo en voz alta, traicionando el punto débil de su coraza-. Sí, son seres humanos. Estoy seguro de ello.

Nunca había discutido con el Dr. Henry sobre ningún punto. Pero siempre había tenido su propia idea acerca de estas figuras, porque entre ellas estaban bastante a menudo sus propios compañeros del horror de Somme, Gallipoli, de Mespot también. ¡Y debía conocer a sus compañeros cuando los veía! Al mismo tiempo sabía muy bien que había sufrido un shock, que su ser se había dislocado, como si se hubiera disuelto a medias y su sistema se hubiera desequilibrado de tal manera que su registro se había vuelto impreciso. Cierto. Comprendía eso perfectamente. Pero, en ese shock y esa dislocación, ¿no habría adquirido posiblemente otro mecanismo? ¿No habría huecos y bordes rotos, piezas que ya no encajaban, ajustadas como siempre, intersticios, en una palabra? Sí, esa era la palabra: intersticios. ¿Fisuras, por decirlo así, entre su percepción del mundo exterior y su interpretación interna del mismo? ¿Entre los diversos estados de conciencia, que generalmente encajaban tan perfectamente que las uniones eran normalmente imperceptibles?

Su estado, lo sabía bien, era anormal; pero, ¿eran irreales sus síntomas de este relato? ¿No podrian ser utilizados estos intersticios por... otros? Cuando veía sus figuras, solía preguntarse: ¿No son éstos los reales y los otros -los seres humanos- los irreales? Ahora esta pregunta revivía en él con una nueva intensidad. ¿Eran reales o irreales estas figuras que veía en la niebla? El hombre que le había preguntado el camino hacia la estación, ¿no era, después de todo, simplemente una sombra?

Utilizando su bastón y sus pies y la poca visión que le quedaba, supo que se encontraba en una isla. A su lado se erigía una farola que proyectaba su débil mancha de luz. Sin embargo, había también barandas metálicas, y eso le sorprendía, pues su bastón golpeaba las barras metálicas formando claramente una sucesión. Y en una isla no debía de haber barandas. A pesar de todo, estaba completamente seguro de que había cruzado un terrible espacio abierto para llegar a donde estaba. Su confusión y aturdimiento aumentaban con peligrosa rapidez. El pánico no estaba lejos.

Ya no estaba en un trayecto de autobús. Algún taxi pasaba muy despacio ocasionalmente, como una mancha blanquecina en la ventanilla que mostraba un preocupado rostro humano; de vez en cuando pasaba una camioneta o un carro, con el carretero llevando una linterna para que el caballo no tropezara. Esto le confortaba, por raros que parecieran. Pero eran las figuras lo que más le llamaba la atención. Estaba completamente seguro de que eran reales. Eran seres humanos como él. Por todo esto, decidió que en este punto también podria ser positivo. Por consiguiente, eligió una, un hombre corpulento que surgió repentinamente de la misma tierra frente a él.

-¿Puede indicarme el camino hacia Morley Place? -preguntó.

Pero su pregunta fue ahogada por la que le hizo simultáneamente el otro con voz mucho más fuerte que la suya.

-¿Sabe si voy bien para la estación del metro? Estoy completamente perdido. Busco South Kent.

Y en el momento en que O'Reilly había señalado la dirección de la que él procedía, el hombre ya se había marchado de nuevo, borrado, tragado, ni siquiera sus pasos eran audibles, como si nunca hubiera estado allí.

Esto le dejó una impresión muy desagradable, un sentido de aturdimiento mayor que antes. Esperó cinco minutos sin atreverse a dar un paso y luego lo intentó con otra figura, ésta una mujer, quien, afortunadamente, conocía perfectamente los alrededores. Le dio instrucciones detalladas de la manera más amable posible y luego se desvaneció con increíble rapidez y facilidad en el mar de oscuridad. La manera instantánea cómo se había desvanecido era descorazonadora, inquietante: fue misteriosamente abrupta y repentina. Pero sin embargo le confortó. Según la versión de ella, Morley Place estaba a menos de doscientas yardas de donde se encontraba. Empezó a avanzar, paso a paso, utilizando su bastón, cruzando un vertiginoso espacio abierto, golpeando el bordillo alternativamente con las dos botas, tosiendo y atragantándose continuamente mientras lo hacía.

-De cualquier modo, creo que eran reales -dijo en voz alta-. Las dos eran bastante reales. ¡Y quizá la niebla pronto se levante un poco! -estaba haciendo un gran esfuerzo para seguir caminando. Casi luchaba. Se daba perfecta cuenta. El único punto era la realidad de las figuras. Se puede levantar en cualquier momento -repitió en voz alta. A pesar del frío, sudaba profusamente.

Pero, naturalmente, la niebla no se levantó. Las figuras se hicieron también escasas. No se oían carros. Había seguido cuidadosamente las instrucciones, pero ahora se encontraba, evidentemente, en algún camino poco frecuentado en el que los peatones eran escasos incluso con buen tiempo. A su alrededor había un sombrío silencio. Su pie perdió el bordillo, su bastón barrió el aire vacío, sin golpear nada sólido, y el pánico se apoderó de él, dejándole estremecido y helado. Estaba solo, se sabía solo, y peor aún... estaba en otro espacio abierto.

Cruzar aquel espacio abierto le llevó quince minutos, la mayor parte a gatas, inconsciente del frío lodo que manchaba sus pantalones y congelaba sus dedos, atento solamente a sentir de nuevo un apoyo sólido contra su espalda y su espina dorsal. Se acercaba el momento del colapso, el grito ya salía de su garganta, el temblor de todo su cuerpo era ya incontrolable cuando sus dedos dieron con un acogedor bordillo y vio una tenua mancha de luz que se difundía sobre su cabeza. Con un gran y rápido esfuerzo se levantó, y un momento después su bastón golpeaba una baranda. Se inclinó contra ella, agotado, jadeando, con su corazón latiendo penosamente mientras la farola le proporcionaba el consuelo adicional de su débil luminosidad, aunque la llama real era invisible. Miró a uno y otro lado; el pavimento estaba desierto. Estaba engullido en el oscuro silencio de la niebla.

Pero sabía que ahora Morley Place debía estar muy cerca. Pensó en la pequeña y amigable D. A. V. que había conocido en Francia, en un fuego tibio y luminoso, en una taza de té y un cigarrillo. Un esfuerzo más, pensó, y todo eso sería suyo. Avanzó a tientas con resolución otra vez, arrastrándose lentamente junto a la barandilla. Sí las cosas fueran otra vez realmente mal, llamaria a un timbre y pediría ayuda, por más que rechazara la idea. Suponiendo que no tuviera que cruzar más espacios abiertos, suponiendo que no viera más figuras emergiendo y desvaneciéndose como criaturas nacidas de la niebla y viviendo en ella como si fuera su elemento nativo -ahora eran las figuras lo que temía más que otra cosa, incluso más que la soledad-, suponiendo que el sentido del pánico...

Un ligero oscurecimiento de la niebla debajo de la farola siguiente llamó su atención. Se detuvo. Esta vez no se trataba de una figura, era la sombra de la columna grotescamente ampliada. No se movía. Se movía hacia él. Por su interior fluyó una llama de fuego seguida de hielo. Era una figura, muy cerca de su rostro. Era una mujer.

De repente recordó el consejo del doctor, el consejo que le había curado de un centenar de fantasmas:

No las ignore. Trátelas como si fueran reales. Hábleles y vaya con ellas. Pronto probará su irrealidad. Y ellas le dejarán.

Hizo un esfuerzo valiente y tremendo. Estaba temblando. Una mano agarró la húmeda y helada barandilla.

-Se perdió como yo, ¿verdad, señora? -dijo con voz temblorosa-. ¿Sabe usted dónde estamos realmente? Estoy buscando Morley Place...

Se calló de repente. La mujer se acercaba más y por primera vez vio claramente su rostro. Su palidez fantasmagórica, los ojos brillantes y asustados que miraban con una especie de aturdimiento hacia los suyos, su belleza, sobre todo, dejaron sus palabras sin terminar. La mujer era joven, y su alta figura envuelta en un abrigo oscuro de piel.

-¿Puedo ayudarla? -preguntó irreflexivo, olvidándose de su propio terror momentáneo.

Estaba más que asustado. El aire de angustia y dolor de ella despertó en él una aflicción peculiar. Durante un momento ella no contestó, acercando su cara pálida como si le examinara, tan cerca que apenas pudo controlar su instinto de retroceder un poco.

-¿Dónde estoy? -preguntó por fin, buscando fijamente sus ojos-. Me he perdido. No puedo encontrar mi camino de regreso.

Su voz era débil, un curioso gemido que despertó extrañamente su lástima. Sintió que su propia angustia se fundía con otra todavía mayor.

-Me pasa lo mismo -contestó más confiado-. Y también me aterroriza estar solo. He sufrido neurosis de guerra, ya sabe. Vayamos juntos. Juntos encontraremos un camino.
-¿Quién es usted? -murmuró la mujer mirándole todavía con sus grandes ojos brillantes, aunque su angustia no había disminuido ni una pizca. Le miraba como si se hubiera dado cuenta repentinamente de su presencia.

Él se lo contó brevemente.

-Y ahora voy a tomar el té con una amiga D. A. V. en Morley Place. ¿Cuál es su dirección? ¿Conoce el nombre de la calle?

Daba la impresión de que ella no le oía o no le comprendía por completo; era como si ya no le escuchara.

-Salí tan de repente, tan inesperadamente -escuchó la débil voz con angustia en cada sílaba-; no puedo encontrar el camino de mi casa. Precisamente cuando le esperaba, también... -miro a su alrededor con una expresión de inquietud que a O'Reilly le hizo desear tomarla en sus brazos inmediatamente para salvarla-. Quizá ya esté allí ahora... esperándome en este mismo momento... y yo no puedo regresar.

Tan triste era su voz que sólo haciendo un esfuerzo O'Reilly evitó extender la mano para tocarla. En su deseo de ayudarla se olvidaba cada vez más de sí mismo. Su belleza y la maravilla de sus extraños ojos brillantes en su cara pálida tenían un inmenso atractivo. Se calmó un poco. Esta mujer era bastante real. Le preguntó de nuevo su dirección, la calle y el número, la distancia a la que creía que estaba.

-¿Tiene usted alguna idea de la dirección, señora, aunque sólo sea una idea? Iremos juntos y...

De repente le interrumpió. Giró su cabeza como si escuchara, de manera que vio momentáneamente su perfil, la línea de su delgado cuello, un destello de joyas debajo del abrigo de pieles.

-¡Escuche! ¡Le oigo llamar! ¡Recuerdo...! -y se apartó de su lado y se introdujo en la arremolinada niebla.

Sin dudar un instante, O'Reilly la siguió, no sólo porque deseaba ayudarla, sino porque no se atrevía a quedarse solo. La presencia de esta mujer extraña y extraviada le había animado; sucediera lo que sucediera, no debía perderla de vista. Tuvo que correr, tan rápida iba, siempre delante de él, avanzando con confianza y seguridad, doblando a derecha e izquierda, cruzando la calle sin detenerse nunca, sin dudar, con su compañero siempre pisándole los talones jadeando y con un creciente terror a perderla de vista en cualquier momento. El modo cómo encontraba su camino a través de la densa niebla era bastante sorprendente pero el único pensamiento de O'Reilly era no perderla de vista para que no volviera a invadirle el pánico con su inevitable colapso en la calle solitaria y oscura. Era una persecución furiosa y agotadora, y le era difícil mantenerla a la vista, como una fugaz sombra siempre algunas yardas delante de él. Ella no giró la cabeza ni una sola vez, no producía ningún sonido, ningún grito; avanzaba corriendo con instinto firme. Tampoco se le ocurrió ni una sola vez que la persecución fuera extraña; ella era su salvación, y de esto es de lo único que se daba cuenta.

Sin embargo, después recordó una cosa, aunque en aquel momento solamente registró el detalle sin prestarle atención: dejaba en la atmósfera un perfume, uno, además, que conocía, aunque mientras corría no pudo recordar el nombre. Estaba vagamente asociado, para él, con algo desagradable, algo repugnante. Lo relacionó con el sufrimiento y el dolor. Le transmitió un sentimiento de desasosiego. En aquel momento no pudo notar más que eso, ni tampoco pudo recordar dónde había conocido antes este aroma particular.

Y luego la mujer se detuvo súbitamente, abrió una verja y pasó a un pequeño jardín privado; tan súbitamente que O'Reilly, que le pisaba los talones, evitó por muy poco abalanzarse sobre ella.

-¿La ha encontrado? -gritó él-. ¿Puedo entrar un momento con usted? ¿Me dejará telefonear al doctor?

Ella se giró al instante. Su rostro, muy cerca del suyo, estaba lívido.

-¡Doctor! -repitió con un horrible susurro.

La palabra le produjo terror. O'Reilly se quedó sorprendido. Durante uno o dos segundos ninguno de ellos se movió. La mujer parecía petrificada.

-El Dr. Henry, ya sabe -tartamudeó, recuperando de nuevo su habla-. Estoy bajo su cuidado. Vive en Harley Street.

Su rostro se iluminó tan súbitamente como se había oscurecido, aunque en sus grandes ojos todavía flotaba la expresión de aturdimiento y dolor. Pero el miedo la abandonó, como si de repente hubiera olvidado alguna asociación que lo había revivido.

-Mi hogar murmuró-. Mi hogar está en alguna parte cerca de aquí. Estoy cerca de él. Debo regresar, a tiempo, para él. Debo hacerlo. Él viene hacia mí.

Y tras decir estas extraordinarias palabras se volvió, avanzó por el estrecho sendero y se detuvo en el porche de una casa de dos pisos antes de que su compañero se hubiera recuperado suficientemente de su asombro para moverse o decir alguna silaba de respuesta. La puerta principal, vio, estaba entornada. Había sido dejada abierta.

Durante cinco segundos, quizá durante diez, dudó; era el miedo a que la puerta se cerrara y le dejara fuera lo que dio decisión a su voluntad y a sus músculos. Subió las escaleras corriendo y siguió a la mujer hasta un vestíbulo oscuro en el que ella ya le había precedido, y en medio de cuya oscuridad finalmente se había desvanecido. Cerró la puerta sin saber exactamente por qué lo hacía, e inmediatamente tuvo el presentimiento de que la casa en la que ahora se encontraba con esta mujer desconocida estaba vacía y desocupada. Sin embargo, en una casa se sentía seguro. Su peligro estaba en las calles abiertas. Permaneció esperando y escuchando un momento antes de hablar; y oyó a la mujer que se movía por el pasillo de puerta en puerta, repitiendo para sí con su débil voz de desgraciado lamento algunas palabras que no pudo comprender.

-¿Dónde está? ¿Dónde está? Debo regresar...

Entonces O'Reilly se encontró repentinamente aquejado de mudez, como si, con aquellas extrañas palabras, le sobreviniera y le invadiera un terror obsesionante en la oscuridad.

¿Es ella una figura después de todo?, pasaba con letras de fuego por su entumecido cerebro."¿Es irreal o real?

Buscando alivio en la acción de cualquier clase, extendió automáticamente una mano y tanteó a lo largo de la pared en busca de un interruptor eléctrico, y aunque lo encontró por alguna milagrosa casualidad, ningún destello respondió a su accionamiento. Y la voz de la mujer surgió de la oscuridad.

-¡Ah! ¡Ah! ¡Al fin la encontré! ¡Estoy de nuevo en casa, por fin!

Oyó que en el piso de arriba se abría y cerraba una puerta. Él estaba ahora en la planta baja, solo. Siguió un completo silencio.

En el conflicto entre varias emociones -miedo hacia sí mismo para que no volviera a dominarle el pánico, miedo por la mujer que le había conducido a aquella casa vacía y ahora le abandonaba a causa de alguna misteriosa misión que le hizo pensar en la locura-, en este conflicto que le mantuvo hechizado un momento, había un ingrediente todavía mayor que solicitaba una explicación inmediata, pero una explicación que él no podía encontrar. ¿Era real o irreal la mujer? ¿Era un ser humano o una "figura"? El horror de la duda le obsesionaba con una aguda inquietud que se traicionaba a sí misma en respuesta a aquel inoportuno temblor interno que sabía que era peligroso.

Lo que le salvó de una crisis que habría tenido necesariamente resultados más peligrosos para su cerebro y su sistema nervioso en general parece haber sido el hecho excepcional de que sentía más por la mujer que por él mismo. Su simpatía y su lástima habían sufrido una honda impresión; su voz, su belleza, su angustia y aturdimiento, todo poco común, inexplicable y misterioso, formaban juntos una petición que situó la suya en segundo término. Además de esto estaba el detalle de que ella le había dejado, se había ido a otro piso sin decir una palabra, y ahora, detrás de una puerta cerrada en una habitación de arriba, se encontraba cara a cara por fin con el objeto desconocido de su frenética busca, con "ello", fuere lo que fuere lo que pudiera ser "ello". Real o irreal, figura o ser humano, el impulso que vencía en su ser era que debía ir hacia ella.

Fue este claro impulso lo que le dio la decisión y energía para hacer lo que hizo después. Encendió una cerilla, encontró un pedazo de vela y avanzó con ayuda de la parpadeante luz a lo largo del pasillo y de las escaleras sin alfombrar. Se movía cautelosamente, aunque no sabía por qué lo hacía de esa manera. La casa estaba ciertamente sin ocupar; los muebles amontonados estaban cubiertos con fundas; a través de las puertas entreabiertas, vislumbró pinturas colgadas en las paredes y repisas tapadas. Siguió avanzando sin parar, moviéndose de puntillas como si fuera consciente de que era observado, notando el hueco oscuro del vestíbulo y las grotescas sombras que sus movimientos proyectaban en las paredes y el techo. El silencio era desagradable, pero, recordando que la mujer estaba esperando a alguien, no deseaba que se rompiera. Alcanzó el rellano y permaneció inmóvil. Al apantallar la vela para examinar la escena, su vista dio con un pasillo con puertas cerradas a ambos lados. ¿Detrás de cuál de estas puertas, se preguntó, estaba la mujer, figura o ser humano, ahora sola con ello?

No había nada que le guiara, pero un instinto le envió hacia adelante otra vez hacia lo que bucaba. Probó una puerta de la derecha: una habitación vacía, con los colchones enrollados sobre la cama. Probó una segunda puerta dejando la primera abierta detrás de él, y se encontró con otro dormitorio vacío. Al salir de nuevo al pasillo se quedó un momento esperando y luego gritó fuerte con voz grave que, a pesar de todo, levantó desagradables ecos en el vestíbulo del piso de abajo.

-Dónde está usted? Quiero ayudarla. ¿En qué habitación está?

No hubo respuesta; casi le alegró no oir ningún sonido, pues sabía muy bien que estaba esperando en realidad otro sonido, los pasos de quien era esperado. Y la idea de encontrarse con este desconocido hizo que se estremeciera, como si tuviera relación con un diálogo que temía con su corazón y que debía evitar a toda costa. Tras esperar unos momentos, notó que su vela se estaba apagando y cruzó el rellano con un sentimiento de duda y determinación a la vez hacia una puerta al lado opuesto de donde se encontraba. La abrió; no se detuvo en el umbral. Manteniendo la vela con el brazo extendido, entró con decisión.

E instantáneamente su olfato le dijo que por fin había acertado, pues el olor del extraño perfume, aunque esta vez mucho más fuerte que antes, le dio la bienvenida haciendo que sus nervios volvieran a estremecerse. Ahora sabía por qué estaba asociado con algo desagradable, con el dolor, con el sufrimiento, pues lo reconoció: era el olor de un hospital. En esta habitación se había utilizado un poderoso anestésico, y hacía poco.

Simultáneamente con el olor, la vista también le envió un mensaje. Sobre la gran cama doble que había detrás de la puerta, a su derecha, yacía ante su asombro la mujer con su abrigo oscuro de pieles. Vio las joyas en su delgado cuello; pero los ojos no los vio, pues estaban cerrados, se dio cuenta inmediatamente, mortalmente. El cuerpo yacía completamente estirado e inmóvil. Se acercó. Una raya delgada y oscura que salía de sus labios abiertos y bajaba hacia el mentón, perdiéndose dentro del cuello de pieles, era un hilo de sangre. Apenas estaba seco. Brillaba.

Fue extraño quizás que, mientras los miedos imaginarios tenían el poder de paralizarle, mente y cuerpo, esta visión de algo real tuvo el efecto de restaurar su confianza. La visión de la sangre y la muerte en condiciones bastante horribles e incluso monstruosas, no era una cosa nueva para él. Se acercó tranquilamente y tocó con mano firme la mejilla de la mujer, con la tibieza de la vida reciente todavía en su tersura. El frío final todavía no había invadido esta forma vacía cuya belleza, en su perfecta quietud, había adquirido la nueva dulzura de una lozanía sobrenatural. Pálida, silenciosa, vacía, yacía ante él iluminada por el parpadeo de su vela goteante. Levantó el abrigo de pieles para sentir el inanimado corazón. Hacía dos horas como máximo, juzgó, este corazón funcionaba afanosamente, la respiración pasaba por esos labios abiertos. Los ojos brillaban en su absoluta belleza. Su mano tropezó con un botón duro, la cabeza de un largo alfiler de acero clavado en el corazón hasta su extremo.

Entonces supo cuál era la figura, cuál era la real y cuál la irreal. Supo también qué había querido decir ello.

Pero antes de que pudiera pensar o reflexionar, antes de que pudiera incluso incorporarse de su posición inclinada sobre el cuerpo que estaba sobre la cama, se escuchó a través de la casa vacía el fuerte ruido de la puerta principal que se cerraba. Le invadió aquel otro temor que había olvidado durante tanto rato, el temor a sí mismo. El pánico de sus propios nervios perturbados descendía con irresistible embestida. Se volvió, se le apagó la vela debido al violento temblor de su mano y salió precipitadamente de la habitación.

Los diez minutos siguientes parecieron una pesadilla. De lo único que se dio cuenta fue de que los pasos ya sonaban en las escaleras, acercándose rápidamente. El parpadeo de una linterna jugó en la baranda, cuyas sombras corrían con rapidez junto a la pared, mientras la mano que sostenía la luz ascendía. En un frenético segundo pensó en la policía, en su presencia en la casa, en la mujer asesinada. Era una combinación siniestra. Pasara lo que pasara, debía huir sin siquiera ser visto. Su corazón latía furiosamente. Se precipitó por el rellano hasta la habitación opuesta, cuya puerta había dejado afortunadarnente abierta. Y por alguna increíble casualidad no fue visto ni oído por el hombre que, un momento más tarde, llegó al rellano, entró en la habitación en la que yacía el cuerpo de la mujer y cerró la puerta cuidadosamente detrás de él.

Temblando, sin atreverse apenas a respirar para que no le oyera, O'Reilly, atrapado por su propio terror, residuo de su incurada neurosis de guerra, no pensó en qué podria pedirle o no pedirle. Sólo pensaba en sí mismo. Se dio cuenta de un problema claro: de que debía salir de la casa sin ser visto ni oído. Quién era el recién llegado no lo sabía, al margen de una misteriosa seguridad de que no era a él a quien la mujer había "esperado", sino al propio asesino, y de que era el asesino, a su vez, quien esperaba a esta tercera persona. En aquella habitación con la muerte a su lado, una muerte que él mismo había ocasionado una o dos horas antes, el asesino se ocultaba ahora esperando su segunda víctima. Y la puerta estaba cerrada. Sin embargo, a cada minuto podria abrirse de nuevo, cortando la retirada.

O'Reilly salió silenciosamente, cruzó rápidamente el rellano, alcanzó las escaleras y empezó, con la mayor precaución, el peligroso descenso. Cada vez que las tablas desnudas crujían bajo su peso su corazón se sobresaltaba. Probaba cada escalón antes de pisarlo, distribuyendo todo el peso que podía sobre la baranda. Estaba a más de medio camino cuando, ante su horror, su pie tocó una tachuela de alfombra que sobresalía; resbaló en la pulida madera y solamente evitó caer de cabeza al agarrarse furiosamente al pasamanos, produciendo un alboroto que le pareció como la explosión de una granada de mano en unas apartadas trincheras. Entonces sus nervios le traicionaron y le dominó el pánico. En el silencio que siguió al eco que retumbó, oyó que en el piso de arriba se abría la puerta del dormitorio.

Era inútil esconderse. También era imposible. Bajó el último tramo de escaleras saltándolas de cuatro en cuatro, llegó al vestíbulo, lo cruzó rápidamente y abrió la puerta principal justo cuando su perseguidor, linterna en mano, cubria la mitad de las escaleras detrás de él. Tras cerrar la puerta de golpe, se sumergió precipitadamente en la oscura niebla exterior.

Ahora la niebla no le producía terror, sino que agradeció su manto protector; ni tampoco importaba en qué dirección corría mientras se alejara de la casa de la muerte. Naturalmente, el perseguidor no le había seguido hasta la calle. Cruzó espacios abiertos sin un solo temblor. Sin embargo, corrió en círculo, aunque sin darse cuenta de que lo hacía. No había gente a su alrededor, ni una sola sombra pasó a tientas junto a él, ningún ruido de tráfico llegó a sus oídos cuando se detuvo a respirar por fin apoyado en una baranda. Y luego descubrió que no llevaba el sombrero. Ahora lo recordaba. Al examinar el cuerpo, en parte por respeto y en parte quizá inconscientemente, se lo había quitado y lo había dejado sobre la misma cama.

Estaba allí, como indicio de irrecusable evidencia, en la casa de la muerte. Y por su mente pasó como un relámpago una serie de consecuencias. Afortunadamente era un sombrero nuevo; aún no había escrito sus iniciales en él; pero la marca de fabricante estaba allí y la policía iría de inmediato a la tienda en que lo había comprado hacía sólo dos días. ¿Recordaría su apariencia el personal de la tienda? ¿Recordarían su visita, la fecha, la conversación? Pensó que era improbable; se parecía a docenas de hombres; no tenía ninguna peculiaridad destacada. Intentó pensar, pero su mente estaba confundida y perturbada. Su corazón latía terriblemente, se sentía enfermo. Buscó alguna excusa que justificara el hecho de que se encontrara en la niebla y lejos de su casa sin sombrero. No se le ocurrió ni una sola idea. Se agarró a la helada barandilla, apenas capaz de mantenerse en pie, muy cerca del colapso... cuando se repente surgió de la niebla una figura, se detuvo un momento para mirarle, extendió una mano para sostenerle y a continuación le habló.

-Mi querido señor, está usted enfermo -dijo una amable voz de hombre-. ¿Puedo serle de alguna ayuda? Venga, deje que le ayude. Venga, tome mi brazo, ¿quiere? Soy médico. Afortunadamente también, está precisamente junto a mi casa. Entre.

Y medio arrastró y medio empujó a O'Reilly, que ahora bordeaba el colapso, escaleras arriba y abrió la puerta con su llave.

-Me sentí súbitamente perdido en la niebla, pero pronto me recuperaré, muchísimas gracias -tartamudeó, agradecido, sintiéndose ya mejor.

Se hundió en un sillón del vestíbulo mientras el otro dejaba un paquete que llevaba y le conducía poco después a una habitación; ardía un fuego resplandeciente; las lámparas eléctricas estaban agradablemente apantalladas; en una pequeña mesa junto a un sillón había una jarra de whisky y un sifón; y antes de que O'Reilly pudiera decir nada más, el otro le sirvió un vaso y le ordenó que se lo bebiera despacio, y que no se molestara en hablar hasta que estuviera mejor.

-Esto le animará. Bébaselo despacio. Nunca debía haber salido en una noche como ésta. Si tiene que ir lejos, será mejor que me permita hospedarle.
-Muy amable, de verdad, muy amable -murmuró O'Reilly, recuperándose ante el alivio de la presencia de alguien que ya le agradaba y hacia quien se sentía incluso atraído.
-No hay ningún problema -respondió el doctor-. He estado en el frente, ya sabe. Conozco cual es su problema, neurosis de guerra, apostaría.

Muy impresionado por el rápido diagnóstico del otro, observó también su tacto y delicadeza. Por ejemplo, no había hecho referencia a la ausencia de sombrero.

-Es cierto -dijo-. Estoy en manos del Dr. Henry, en Harley Street -y añadió algunas palabras sobre su caso.

El whisky hacía su efecto. El otro le tendió un cigarrillo; empezaron a hablar acerca de sus síntomas y de su recuperación; recobró en gran parte su confianza. Los modos y personalidad del doctor le ayudaron, pues en su rostro había fortaleza y amabilidad, aunque sus facciones mostraban una determinación inusual suavizada por una repentina señal de sufrimiento en sus ojos brillantes y convincentes. Era el rostro de un hombre, pensó O'Reilly, que había visto muchas cosas y que probablemente había conocido el infierno, pero de un hombre que era sencillo, bueno, sincero. Pero a pesar de todo, de un hombre con quien no se podía jugar; detrás de su amabilidad se ocultaba algo muy severo. Este efecto de su carácter y personalidad despertó en el otro el respeto además de la gratitud. Estimulaba su simpatía.

-Usted me anima a formular otra suposición -dijo el hombre desde la acertada interpretación del estado del improvisado paciente-. La de que usted ha tenido, digamos, un fuerte shock hace muy poco, y que le alivíaria desahogarse con alguien que pudiera comprenderle.
-Alguien que pudiera comprender -repitió-. Este es precisamente mi problema. Ha dado usted con ello. Es todo tan increíble.

El otro sonrió.

-Cuánto más increíble mayor necesidad de expresarse. Como sabe, la contención es peligrosa en casos como éste. Usted cree que lo ha ocultado, pero espera el momento adecuado y regresa de nuevo, causando grandes problemas. La confesión, ya sabe -dijo enfatizando la palabra-, ¡la confesión es buena para el alma!
-Tiene toda la razón -asintió.

-Ahora, si puede, cobre el ánimo suficiente para contárselo a alguien que le escuchará y le creerá; a mí mismo, por ejemplo. Soy médico, estoy acostumbrado a estas cosas. Consideraré todo lo que diga como secreto profesional, naturalmente; y, como no nos conocemos, el que yo le crea o no le crea no tiene ninguna consecuencia especial. Sin embargo, debo decirle por adelantado, creo que puedo prometérselo, que creeré todo lo que tenga que decirme.

O'Reilly contó su historia sin más, pues la indicación del hábil médico había encontrado un terreno fácil. Durante la narración, los ojos de su anfitrión no dejaron de mirar los suyos ni un solo instante. No movía ni un músculo de su cuerpo. Su interés parecía intenso.

-Algo increíble, ¿verdad? -dijo al acabar su relato-. Y la cuestión es... -continuó con una amenaza de locuacidad que el otro cortó instantáneamente.
-¡Es extraño, sí, pero no increíble! -interrumpió el doctor-. No veo ninguna razón para no creer un solo detalle de lo que me acaba de contar. Cosas igualmente notables suceden en todas las ciudades grandes, como sé por experiencia personal. Podria darle ejemplos -se detuvo un momento, pero su compañero, mirando a sus ojos con interés y curiosidad, no efectuó ningún comentario-. De hecho, hace algunos años -prosiguió el otro- conocí un caso muy parecido... extrañamente parecido.

-¿De verdad? Mc interesaría enormemente.
-Tan parecido que parece casi una coincidencia. Usted puede, a su vez, encontrarlo dificil de creer. Sí, creo que todos los que tuvieron una relación con él ya han fallecido. No hay ninguna razón por la que no pueda contárselo, pues una confidencia merece otra, ya sabe. Sucedió durante la Guerra de los Boers, hace ya mucho tiempo de ello. En cierto sentido es realmente una historia muy vulgar, aunque muy terrible por otro, pero un hombre que ha servido en el frente la comprenderá y, estoy seguro de ello, se compadecerá.

-Estoy seguro de ello -repitió el otro rápidamente.
-Un colega mio, ya fallecido, un cirujano con mucha práctica, se casó con una muchacha joven y encantadora. Vivieron juntos durante varios años. La riqueza de él hacía que ella se sintiera muy a gusto. Su sala de consulta, debo decírselo, estaba a alguna distancia de su casa, como puede estarlo ésta, de modo que a ella no le molestaba. Después llegó la guerra. Como muchos otros, aunque sobrepasaba bastante la edad, se ofreció voluntario. Abandonó su lucrativo trabajo y partió a Sudáfrica. Naturalmente, sus ingresos cesaron; la gran casa estaba cerrada; su esposa encontró considerablemente restringida su vida de diversiones. Parece que ella consideraba esto como una gran privación. Se sentía amargada por lo que consideraba un agravio de él. Falta de imaginación, sin ningún poder de sacrificio, egoísta, era todavía una mujer hermosa, atractiva y joven. Entró en escena el inevitable amante para consolarla. Planearon huir juntos. Él era rico. Creyeron que Japón seria el lugar adecuado. Pero, por verdadera mala suerte, el marido olió algo y llegó a Londres en el momento crítico.

-Y se desembarazó de ella -interrumpió O'Reilly.

El doctor esperó un momento. Sorbió su bebida. Después sus ojos se fijaron algo severamente en el rostro de su compañero.

-Se desembarazó de ella, sí -prosiguió-, pero determinó hacerlo de manera definitiva. Decidió matarla a ella y a su amante. Ya ve, la amaba.

O'Reilly no hizo ningún comentario. En su propio país no era desconocido este método con una mujer infiel. Su interés estaba muy concentrado, pero también estaba pensando mientras escuchaba, pensando mucho.

-Planeó el momento y el lugar con mucho cuidado. Sabía que se veían en la casa grande, ahora cerrada, la casa en donde él y su joven esposa habían pasado años tan felices durante su época de prosperidad. Sin embargo, el plan fracasó en un importante detalle: la mujer llegó a la hora prevista, pero sin su amante. Encontró la muerte mientras le esperaba. Fue una muerte sin dolor. Pero su amante, que tenía que llegar media hora más tarde, no llegó nunca. La puerta estaba abierta a propósito para él. La casa estaba a oscuras, sus habitaciones cerradas, desiertas; ni siquiera había guardián. Era una noche neblinosa... exactamente como la de hoy.

-¿Y el otro? -preguntó O'Reilly con voz débil-. El amante...
-Entró un hombre -prosiguió el doctor con calma-, pero no era el amante. Era un extraño.
-¿Un extraño? -susurró el otro-. ¿Y dónde estuvo el cirujano todo este rato?
-Esperando fuera para verle entrar, oculto en la niebla. Vio que el hombre entraba. Cinco minutos más tarde le siguió, con la intención de completar su venganza. o su acto de justicia, como quiera llamarlo. Pero el hombre que había entrado era un extraño: había entrado por casualidad, como pudo haberlo hecho usted, para protegerse de la niebla...

O'Reilly, aunque con un gran esfuerzo, se levantó repentinamente. Tenía el horroroso presentimiento de que el hombre que tenía enfrente estaba loco. Tenía un agudo deseo de salir al exterior, con niebla o sin ella, de dejar esta habitación, de escapar del tono tranquilo de esta insistente voz. El efecto del whisky todavía se notaba en su sangre. No sentía falta de confianza, pero las palabras le brotaron con dificultad.

-Pienso que será mejor que me vaya, doctor -dijo torpemente-. Pero creo que debo agradecerle toda su amabilidad y ayuda. A su amigo -dijo susurrando-, el cirujano, espero que... quiero decir, ¿le llegaron a detener?
-No -fue la grave respuesta, mientras el doctor estaba de pie frente a él-, nunca le detuvieron.

O'Reilly esperó un momento antes de hacer otra observación.

-Bueno -dijo por fin, pero en un tono más fuerte que antes-, creo que... me alegra.

Y avanzó hacia la puerta sin darle la mano.

-No tiene sombrero -dijo la voz detrás de él-. Si se espera un momento le daré uno mío. No debe molestarse en devolvérmelo.

Y el doctor se lo dio mientras iban hacia el vestíbulo. Se oyó un ruido de papel que se rasgaba. O'Reilly salió de la casa un instante después con un sombrero en su cabeza, pero no fue hasta que llegó a la estación del metro, media hora después, cuando se dio cuenta de que era el suyo.

Algernon Blackwood (1869-1951)

La Dama Negra de Alejandro Dumas

Alejandro Dumas recupera en su relato gótico una vieja leyenda medieval, conocida como "La cuna de roble". Esta leyenda nos habla de un fantasma atormentado por la culpa, condenado a vivir dentro de los límites que marca la sombra de un roble. En aquel estrecho espacio habita durante siglos, hasta que un joven leñador, seducido por la pena y la belleza del espíritu, concede construir la cuna de su primer hijo con la madera del roble. El niño nace, y la maldición desaparece con él.




Alejandro Dumas (1802-1870)

Hacía ya doscientos años que el castillo no era sino un montón de piedras derruidas. En mitad de aquellas rocas se había alzado un magnífico arce que en numerosas ocasiones los campesinos de los alrededores habían intentado derribar sin lograrlo, pues su madera era muy dura y nudosa. Finalmente, un joven llamado Wilhelm vino a su vez a intentar la aventura como los demás, y después de haberse desprendido de su chaqueta, asiendo un hacha que había mandado afilar a propósito, golpeó el tronco del árbol con todas sus fuerzas, pero el árbol repelió el hacha como si hubiera sido de acero. Wilhelm no se desanimó y propinó un segundo golpe, el hacha rebotó de nuevo; por fin, levantó el brazo, y reuniendo todas sus fuerzas, dio un tercer golpe, pero como al propinar ese tercer golpe oyó algo semejante a un suspiro, levantó los ojos y vio delante de él a una mujer entre veintiocho y treinta años, vestida de negro y que habría sido perfectamente bella si su palidez no hubiera dado a toda su persona un aspecto cadavérico que indicaba que desde hacía mucho tiempo aquella mujer ya no pertenecía a este mundo.

-¿Qué quieres hacer con este árbol? -preguntó la Dama Negra.

-Señora, -respondió Wilhelm mirándola sorprendido, pues no la había visto llegar y no podía adivinar de dónde salía-; señora, quiero hacer una mesa y unas sillas, pues me caso en la próxima fiesta de san Martín con Roschen, mi prometida, a quien amo desde hace tres años.

-Prométeme que harás una cuna para tu primer hijo -dijo la Dama Negra-, y levantaré el hechizo que defiende este árbol del hacha del leñador.

-Se lo prometo, señora -dijo Wilhelm.

-¡Muy bien! ¡entonces golpea ahora! -dijo la dama.

Wilhelm levantó su hacha, y del primer golpe hizo en el tronco una incisión profunda; tras el segundo golpe, el árbol tembló de la copa a las raíces; tras el tercero, cayó completamente separado de su base y rodó por el piso. Wilhelm levantó la cabeza para darle las gracias a la Dama Negra, pero ésta había desaparecido.

El joven cumplió la promesa que había hecho, y aunque se burlaron bastante de él al ver que construía una cuna para su primer hijo antes de que se hubiera realizado el matrimonio, no por eso puso menos ardor y atención en su trabajo hasta el punto que, antes de que hubieran transcurrido ocho días, ya había acabado una encantadora cuna.

Poco después se desposó con Roschen y nueve meses después, Roschen dio a luz a un hermoso niño que colocaron en su cuna de arce. Aquella misma noche, cuando el niño lloraba y su madre, desde su cama, lo mecía, la puerta de la habitación se abrió y la Dama Negra apareció en el umbral, llevando en la mano una rama de arce seca; Roschen quiso gritar, pero la Dama Negra puso un dedo sobre sus labios, y Roschen, por temor a irritar a la aparecida, permaneció muda e inmóvil, con los ojos clavados en ella. La Dama Negra se acercó entonces a la cuna con paso lento y que no producía ruido alguno. Cuando llegó junto al niño, unió las manos, rezó un momento en voz baja, besó al bebé en la frente y dijo a la pobre madre aterrorizada:

-Roschen, coge esta rama seca que procede del mismo arce del que está hecha la cuna de tu hijo, guárdala con cuidado, y tan pronto como tu hijo haya alcanzado los dieciséis años, introdúcela en agua pura; luego cuando le hayan salido hojas y flores, dásela a tu hijo y pídele que vaya a tocar con ella la torre del lado de Oriente: eso le traerá a él felicidad y a mí la liberación.
Luego, tras haber pronunciado estas frases, dejando la rama seca en las manos de Roschen, la Dama Negra desapareció.

El niño creció y se convirtió en un hermoso joven; un buen genio parecía protegerlo en todo cuanto hacía; de vez en cuando, Roschen le echaba una mirada a la rama del arce que había colocado por debajo del crucifijo, junto al boj bendecido el Domingo de Ramos. Y como la rama estaba cada día más seca, ella sacudía la cabeza dudando que una rama tan seca pudiera llegar a tener hojas y flores. No obstante, el mismo día en que su hijo cumplió los dieciséis años, no dejó de obedecer las órdenes expresas de la Dama Negra y, cogiendo la rama de debajo del crucifijo, fue a colocarla en medio de un manantial que brotaba en el jardín. Al día siguiente fue a ver la rama y le pareció que la savia empezaba a circular por debajo de la corteza; dos días después vio que se le formaban brotes; al día siguiente esos brotes se abrieron, luego crecieron las hojas, aparecieron las flores, y al cabo de ocho días de haber estado en el manantial, la rama estaba como si acabaran de cortarla del arce vecino.

Entonces Roschen buscó a su hijo, lo condujo al manantial, y le contó lo que había sucedido el día de su nacimiento. El joven, aventurero como un caballero andante, cogió de inmediato la rama e inclinándose ante su madre le pidió su bendición, pues quería iniciar su aventura en aquel mismo instante. Roschen lo bendijo y el joven se dirigió de inmediato hacia las ruinas.

Era ese momento del día en el que el sol, al ocultarse en el horizonte, hace surgir la sombra de los lugares profundos a los más elevados. El joven, pese a ser valiente, no estaba exento de esa inquietud que experimenta el hombre más animoso en el momento en el que se enfrenta a un acontecimiento sobrenatural e inesperado; cuando puso el pie en las ruinas, su corazón latía con tanta intensidad que tuvo que detenerse un instante para respirar. El sol se había ocultado por completo y la oscuridad empezaba a alcanzar el pie de las murallas cuya cima estaba aún dorada por los últimos rayos de luz. El joven avanzó con la rama de arce en la mano hacia la torre del Oriente, y al oriente de la torre encontró una puerta; llamó tres veces, y a la tercera la puerta se abrió y apareció la Dama Negra en el dintel. El joven dio un paso hacia atrás pero la aparecida tendió una mano hacia él y con voz dulce y rostro sonriente:

-No temas, joven -dijo- pues hoy es un día feliz para ti y para mí.

-Pero ¿quién es usted, señora, y qué puedo hacer por usted?

-Soy la dama de este castillo -prosiguió el fantasma- y como ves, nuestra suerte es similar; él no es sino una ruina y yo no soy sino una sombra. De joven, estuve comprometida con el joven conde de Windeck, que vivía a unas leguas de aquí, en el castillo cuyos restos llevan aún su nombre. Después de haberme dicho que me amaba, y haberse asegurado de que yo compartía su amor, me abandonó por otra mujer que convirtió en su esposa; pero su felicidad no duró mucho. El conde de Windeck era ambicioso; entró en la Liga contra el emperador y murió en un combate en el que su partido fue derrotado; entonces, los partidarios del emperador se desperdigaron por las montañas, pillando e incendiando los castillos de sus enemigos. El castillo de Windeck fue pillado e incendiado como los demás, y la joven condesa huyó con su hijo en los brazos; agotada por la fatiga, cogió una rama de arce para usarla de cayado. Había visto desde lejos las torres de mi castillo y, como ignoraba lo que había habido entre su marido y yo, venía a pedirme hospitalidad; pero si ella no me conocía, yo sí la conocía a ella; la había visto pasar en silla de mano, embriagada de amor, ardiente en el placer, seguida de lejos por muchos jóvenes guapos que, como si fueran eco de mi ingrato enamorado, le decían que era hermosa. Al verla, en lugar de apiadarme de ella como debía hacerlo una cristiana, todo mi odio se despertó. La vi con gusto, abrumada por el peso de su tierno fardo subir con los pies descalzos y malheridos por el sendero rocoso que conducía a la entrada de mi castillo.

Pronto se detuvo sobre la colina que domina aquel lago de agua oscura que ahí ves; haciendo un esfuerzo, hundiendo su cayado en tierra para apoyarse en él, tendió hacia mí sus brazos en los que estaba su hijo y, moribunda, se dejó caer exhausta abrazando a su pobre hijito sobre su pecho. Entonces, sí, lo sé muy bien, yo habría debido descender de mi balcón, ir a su encuentro, levantarla con mis manos, sostenerla sobre mi hombro, conducirla a este castillo y convertirla en mi hermana. Eso habría sido hermoso y caritativo a los ojos de Dios; sí, lo sé, pero yo me sentía celosa del conde, incluso después de su muerte. Quise vengarme en su pobre esposa inocente de lo que yo había sufrido.

Llamé a mis criados y les ordené que la echaran como si fuera una vagabunda. Desgraciadamente, me obedecieron: los vi acercarse a ella, insultarla, y negarle hasta el trozo de tierra en la que reposaba un instante sus miembros fatigados. Entonces, se levantó como una loca, y cogiendo a su hijo en brazos, la vi correr con el cabello al viento hacia la roca que domina el lago, subir a la cima y luego, profiriendo una terrible maldición contra mí, precipitarse al agua, ella y su bebé. Lancé un grito. Me arrepentí al instante, pero era demasiado tarde. La maldición de mi víctima había llegado hasta el trono de Dios. Había pedido venganza y la venganza debería realizarse.

Al día siguiente, un pescador que había arrojado sus redes al lago sacó a la madre y al hijo aún abrazados. Como, según la declaración de mis criados, había atentado contra su propia vida, el capellán del castillo se negó a enterrarla en tierra consagrada y fue depositada en el lugar en el que había hundido su cayado de arce; muy pronto, aquel cayado, que aún estaba verde, echó raíces y, a la primavera siguiente, dio flores y frutos.

Por lo que a mí respecta, devorada por el arrepentimiento, sin tranquilidad durante mis días ni reposo durante mis noches, pasaba el tiempo rezando de rodillas en la capilla, o deambulando en torno al castillo. Poco a poco sentí que mi salud se deterioraba y fui consciente de que padecía una enfermedad mortal. Muy pronto, una languidez insuperable se adueñó de mí y me obligó a permanecer en cama. Hicieron venir a los mejores médicos de Alemania pero, al verme, todos movían la cabeza y decían: "No podemos hacer nada, la mano de Dios está sobre ella". Tenían razón, yo estaba condenada. Y el día del tercer aniversario de la muerte de la condesa, yo morí a mi vez. Por sugerencia mía, me vistieron con el vestido negro que había usado en vida con el fin de llevar, incluso después de mi muerte, luto por mi crimen; y como, pese a ser muy culpable, me habían visto morir como una santa, me depositaron en la cripta funeraria de mi familia y sellaron sobre mí la losa de mi tumba.

La misma noche del día en el que allí me depositaron, en medio de mi sueño mortal, me pareció oír sonar la hora en el reloj de la capilla. Conté las campanadas y oí doce. Tras la última, me pareció que una voz me decía al oído:

-Mujer, levántate.

Reconocí la voz de Dios y exclamé:

-¡Señor! ¡Señor! ¿no estoy muerta entonces, y aunque creía haberme dormido en vuestra misericordia para siempre, vais a devolverme a la vida?

-¡No! -dijo la misma voz- no temas, sólo se vive una vez; sí, estás muerta, pero antes de implorar mi misericordia, es necesario que des satisfacción a mi justicia.

-¡Dios mío, Señor! -exclamé temblando- ¿qué vais a ordenar sobre mí?

-Errarás, pobre alma en pena -respondió la voz- hasta que el arce que da sombra a la tumba de la condesa sea lo suficientemente grueso como para proporcionar tableros para la cuna del niño que te liberará. Levántate pues de tu tumba y cumple mi designio.

Entonces, con la punta de un dedo levanté la losa de mi sepulcro, y salí, pálida, fría, inanimada, y deambulé alrededor de mi castillo hasta que se oyó el primer canto del gallo; entonces, como impulsada por un brazo irresistible, entré en esta torre cuya puerta se abrió sola ante mí, y me tendí en mi tumba, cuya tapa se cerró sola. La segunda noche fue igual, y todas las noches que siguieron a la segunda.

Esto duró casi tres siglos. Vi cada año caer una tras otra las piedras del castillo, y brotar una a una todas las ramas del arce. Finalmente, del edificio y de sus cuatro torres sólo quedó ésta; el árbol creció y se hizo robusto hasta el punto que vi que se acercaba el momento de mi liberación.

Un día tu padre vino con un hacha en la mano. El arce, que hasta entonces había resistido al acero más afilado, ablandado por mí, cedió ante el metal de su hacha; a petición mía, hizo del tronco una cuna en la que te recostaron el día que naciste. El Señor ha cumplido lo que me prometió, ¡bendito sea Dios todopoderoso y misericordioso!

El joven hizo la señal de la cruz y preguntó: "¿Y ya no me queda nada más que hacer?".

-Sí -respondió la Dama Negra-, sí, joven, debes concluir tu obra.

-Ordene, señora -contestó- y yo obedeceré.

-Excava al pie del arce y encontrarás los huesos de la condesa de Windeck y de su hijo: haz que los entierren en tierra consagrada, y cuando estén enterrados, levanta la losa de mi tumba y ponme una rama de boj bendecido en la última Pascua en la mano, luego clava totalmente la tapa, pues no volveré a levantarme hasta el día del Juicio Final.

-Pero ¿cómo reconoceré su tumba?

-Es la tercera de la derecha al entrar; además -añadió la Dama Negra tendiendo hacia el joven una mano que habría sido perfecta de no ser por su extrema palidez- mira este anillo, lo reconocerás cuando lo veas en mi dedo.

El joven miró y vio un carbúnculo tan puro que iluminaba no sólo la mano de la dama, sino además su bello y melancólico rostro al que, lo mismo que a la mano, sólo podía reprochársele una excesiva blancura.

-Se hará como desea, -dijo el joven cubriéndose con la mano, porque estaba deslumbrado por el brillo que irradiaba el carbúnculo- y desde mañana mismo.

-¡Que así sea! -respondió la Dama Negra y desapareció como si se la hubiera tragado la tierra.

El joven sintió que acababa de producirse algo extraño, retiró la mano de los ojos y miró a su alrededor, pero estaba solo en mitad de las ruinas, con la rama de arce en la mano, frente a la puerta de la torre del Oriente, y esta puerta estaba cerrada.

El joven regresó a su casa y se lo contó todo a su padre y a su madre que reconocieron en ello la mano de Dios; al día siguiente, avisaron al párroco de Achern, que acudió al lugar indicado por el joven entonando el Magnificat, mientras dos enterradores excavaban al pie del arce. A cinco o seis pies de profundidad, como lo había dicho la Dama Negra, se encontraron los dos esqueletos; los huesos de los brazos de la madre apretaban aún a su hijo contra los huesos de su pecho. Ese mismo día, la condesa y su hijo fueron inhumados en tierra consagrada.

Luego, al salir de la iglesia, el joven cogió de los pies de un crucifijo una rama bendecida en la última Pascua, y llamando a dos de sus amigos, uno de los cuales era albañil y el otro cerrajero, los llevó consigo a la torre del Oriente. Cuando vieron dónde los conducía, dudaron, pero el joven les dijo con tal confianza que al obedecerlo a él obedecían a Dios, que no dudaron más y lo siguieron.

Al llegar a la puerta de la torre, el joven se percató de que había olvidado la rama de arce con la que la había tocado la víspera, pero pensó que su rama bendecida tendría sin duda el mismo poder; y no se equivocó. Apenas el extremo de la rama seca hubo rozado la maciza puerta, ésta giró sobre sus goznes, como si la hubiera empujado un gigante, y una escalera surgió ante ellos.

Encendieron las antorchas de las que se había provisto y descendieron; tras el vigésimo escalón llegaron a la cripta. El joven se dirigió a la tercera tumba, y llamó a sus dos acompañantes para que le ayudaran a levantar la tapadera; una vez más dudaron, pero su compañero les aseguró que lo que iban a hacer, lejos de ser una profanación, era un acto de piedad; unieron pues sus fuerzas y destaparon la tumba. Contenía un esqueleto descarnado en el que el joven no logró reconocer a la bella mujer que le había hablado la víspera, y a la que, como ya hemos mencionado, sólo podía reprochársele una palidez excesiva. Pero en los huesos de su dedo, vio brillar el magnífico carbúnculo sin par en el mundo. Le colocó en la mano la rama bendecida, cerraron la tumba e invitó a sus amigos a sellarla lo más fuerte posible. Los dos acompañantes así lo hicieron.

Es en esa tumba, que aún hoy se muestra a los visitantes suficientemente animosos como para atreverse a penetrar bajo las bóvedas de la capilla subterránea, donde reposa la Dama Negra, esperando el Juicio Final.

Alejandro Dumas (1802-1870)

Morella

Morella; Edgar Allan Poe (1809-1849)

El mismo, por si mismo únicamente,
eternamente uno, y solo.
Platón, Symposium.

Consideraba yo a Morella con un sentimiento de profundo y singular afecto. Habiéndola conocido casualmente hace muchos años, mi alma, desde nuestro primer encuentro, ardió con un fuego que no había conocido; pero no era ese fuego el de Eros, y representó para mi espíritu un tormento la convicción de que no podría definir su insólito carácter ni regular su vaga intensidad. Sin embargo, nos tratamos, y el destino nos unió ante el altar; jamás hablé de pasión, ni pensé en el amor. Ella, aun así, huía de la sociedad, y dedicándose a mí, me hizo feliz. Asombrarse es una felicidad, y una felicidad es soñar.

La erudición de Morella era profunda. Como espero mostrar, sus talentos no eran de orden vulgar, y su potencia mental era gigantesca. Lo percibí, y en muchos temas fui su discípulo. No obstante, pronto comprendí que, quizá a causa de haberse educado en Pressburgo ponía ella ante mí un gran número de esos libros místicos que se consideran generalmente como la simple escoria de la literatura alemana. Esas obras constituían su estudio favorito y constante, y si en el transcurso del tiempo llegó a ser el mío también, hay que atribuirlo a la simple, pero eficaz influencia del hábito y del ejemplo.

Mis convicciones no estaban en modo alguno basadas en el ideal, y no se descubriría, como no me equivoque por completo, ningún tinte del misticismo de mis lecturas, ya fuese en mis actos o ya fuese en mis pensamientos.

Persuadido de esto, me abandoné sin reserva a mi esposa, y me adentré con firme corazón en el laberinto de sus estudios. Y entonces -cuando, sumiéndome en páginas terribles, sentía un espíritu aborrecible encenderse dentro de mí- venía Morella a colocar su mano fría en la mía, y hurgando las cenizas de una filosofía muerta, extraía de ellas algunas graves y singulares palabras que, dado su extraño sentido, ardían por sí mismas sobre mi memoria. Y entonces, hora tras hora, permanecía al lado de ella, sumiéndome en la música de su voz, hasta que se infestaba de terror su melodía, y una sombra caía sobre mi alma, y palidecía yo, y me estremecía interiormente ante aquellos tonos sobrenaturales. Y así, el gozo se desvanecía en el horror, y lo más bello se tornaba horrendo, como Hinnom se convirtió en Gehena.

Resulta innecesario expresar el carácter exacto de estas disquisiciones que, brotando de los volúmenes que he mencionado, constituyeron durante tanto tiempo casi el único tema de conversación entre Morella y yo. Los enterados de lo que se puede llamar moral teológica las concebirán fácilmente, y los ignorantes poco comprenderían. El vehemente panteísmo de Fichte, la palingenesia modificada de los pitagóricos, y por encima de todo, las doctrinas de la Identidad tal como las presenta Schelling, solían ser los puntos de discusión que ofrecían mayor belleza a la imaginativa Morella. Esta identidad llamada personal, la define con precisión mister Locke, creo, diciendo que consiste en la cordura del ser racional. Y como por persona entendemos una esencia inteligente, dotada de razón, y como hay una conciencia que acompaña siempre al pensamiento, es ésta la que nos hace a todos ser eso que llamamos nosotros mismos, diferenciándonos así de otros seres pensantes y dándonos nuestra identidad personal. Pero el principium individuationis -la noción de esa identidad que en la muerte se pierde o no para siempre- fue para mí en todo tiempo una consideración de intenso interés, no sólo por la naturaleza pasmosa y emocionante de sus consecuencias, sino por la manera especial y agitada como la mencionaba Morella.

Pero realmente había llegado ahora un momento en que el misterio del carácter de mi esposa me oprimía como un hechizo. No podía soportar por más tiempo el contacto de sus pálidos dedos, ni el tono profundo de su palabra musical, ni el brillo de sus melancólicos ojos. Y ella sabía todo esto, pero no me reconvenía.

Parecía tener conciencia de mi debilidad o de mi locura, y sonriendo, las llamaba el Destino. Parecía también tener conciencia de la causa, para mí desconocida, de aquel gradual desvío de mi afecto; pero no me daba explicación alguna ni aludía a su naturaleza. Sin embargo, era ella mujer, y se consumía por días. Con el tiempo, se fijó una mancha roja constantemente sobre sus mejillas, y las venas azules de su pálida frente se hicieron prominentes. Llegó un instante en que mi naturaleza se deshacía en compasión; pero al siguiente encontraba yo la mirada de sus ojos pensativos, y entonces sentíase mal mi alma y experimentaba el vértigo de quien tiene la mirada sumida en algún aterrador e insondable abismo.

¿Diré que anhelaba ya con un deseo fervoroso y devorador el momento de la muerte de Morella? Así era; pero el frágil espíritu se aferró en su envoltura de barro durante muchos días, muchas semanas y muchos meses tediosos, hasta que mis nervios torturados lograron triunfar sobre mi mente, y me sentí enfurecido por aquel retraso, y con un corazón demoníaco, maldije los días, las horas, los minutos amargos, que parecían alargarse y alargarse a medida que declinaba aquella delicada vida, como sombras en la agonía de la tarde.

Pero una noche de otoño, cuando permanecía quieto el viento en el cielo, Morella me llamó a su lado. Había una oscura bruma sobre toda la tierra, un calor fosforescente sobre las aguas, y entre el rico follaje de la selva de octubre, hubiérase dicho que caía del firmamento un arco iris.

-Éste es el día de los días -dijo ella, cuando me acerqué-; un día entre todos los días para vivir o morir. Es un día hermoso para los hijos de la tierra y de la vida, ¡ah, y más hermoso para las hijas del cielo y de la muerte!

Besé su frente, y ella prosiguió:

-Voy a morir, y a pesar de todo, viviré.
-¡Morella!
—No han existido nunca días en que hubieses podido amarme; pero a la que aborreciste en vida la adorarás en la muerte.
—¡Morella!
-Repito que voy a morir. Pero hay en mí una prenda de ese afecto, ¡ah, cuan pequeño!, que has sentido por mí, por Morella. Y cuando parta mi espíritu, el hijo vivirá, el hijo tuyo, el de Morella. Pero tus días serán días de dolor, de ese dolor que es la más duradera de las impresiones, como el ciprés es el más duradero de los árboles. Porque han pasado las horas de tu felicidad, y no se coge dos veces la alegría en una vida, como las rosas de Paestum dos veces en un año. Tú no jugarás ya con el tiempo el juego del Teyo; pero, siéndote desconocidos el mirto y el vino, llevarás contigo sobre la tierra tu sudario, como hace el musulmán en la Meca.
Morella! -exclamé- ¡Morella! ¿cómo sabes esto?

Pero ella volvió su rostro sobre la almohada, un leve temblor recorrió sus miembros, y ya no oí más su voz.

Sin embargo, como había predicho ella, su hijo -el que había dado a luz al morir, y que no respiró hasta que cesó de alentar su madre-, su hijo, una niña, vivió. Y creció extrañamente en estatura y en inteligencia, y era de una semejanza perfecta con la que había desaparecido, y la amé con un amor más ferviente del que creí me sería posible sentir por ningún habitante de la Tierra.

Pero, antes de que pasase mucho tiempo, se ensombreció el cielo de aquel puro afecto, y la tristeza, el horror, la aflicción, pasaron veloces como nubes. He dicho que la niña creció extrañamente en estatura y en inteligencia. Extraño, en verdad, fue el rápido crecimiento de su tamaño corporal; pero terribles, ¡oh, terribles!, fueron los tumultuosos pensamientos que se amontonaron sobre mí mientras espiaba el desarrollo de su ser intelectual. ¿Podía ser de otra manera, cuando descubría yo a diario en las concepciones de la niña las potencias adultas y las facultades de la mujer, cuando las lecciones de la experiencia se desprendían de los labios de la infancia y cuando veía a cada hora la sabiduría o las pasiones de la madurez centellear en sus grandes y pensativos ojos? Como digo, cuando apareció evidente todo eso ante mis sentidos aterrados, cuando no le fue ya posible a mi alma ocultárselo más, ni a mis facultades estremecidas rechazar aquella certeza, ¿cómo puede extrañar que unas sospechas de naturaleza espantosa y emocionante se deslizaran en mi espíritu, o que mis pensamientos se volvieran, despavoridos, hacia los cuentos extraños y las impresionantes teorías de la enterrada Morella?

Arranqué a la curiosidad del mundo un ser a quien el Destino me mandaba adorar, y en el severo aislamiento de mi hogar, vigilé con una ansiedad mortal cuanto concernía a la criatura amada.

Y mientras los años transcurrían, y mientras día tras día contemplaba yo su santo, su apacible, su elocuente rostro, mientras examinaba sus formas que maduraban, descubría día tras día nuevos puntos de semejanza en la hija con su madre, la melancólica y la muerta. Y a cada hora aumentaban aquellas sombras de semejanza, más plenas, más definidas, más inquietantes y más atrozmente terribles en su aspecto. Pues que su sonrisa se pareciese a la de su madre podía yo sufrirlo, aunque luego me hiciera estremecer aquella identidad demasiado perfecta; que sus ojos se pareciesen a los de Morella podía soportarlo, aunque, además, penetraran harto a menudo en las profundidades de mi alma con el intenso e impresionante pensamiento de la propia Morella. Y en el contorno de su alta frente, en los bucles de su sedosa cabellera, en sus pálidos dedos que se sepultaban dentro de ella, en el triste tono bajo y musical de su palabra, y por encima de todo (¡oh, por encima de todo!) en las frases y expresiones de la muerta sobre los labios de la amada, de la viva, encontraba yo pasto para un horrendo pensamiento devorador, para un gusano que no quería perecer.

Así pasaron dos lustros de su vida, y hasta ahora mi hija permanecía sin nombre sobre la tierra. Hija mía y amor mío eran las denominaciones dictadas por el afecto paterno, y el severo aislamiento de sus días impedía toda relación. El nombre de Morella había muerto con ella. No hablé nunca de la madre a la hija; érame imposible hacerlo. En realidad, durante el breve período de su existencia, la última no había recibido ninguna impresión del mundo exterior, excepto las que la hubieran proporcionado los estrechos límites de su retiro.

Pero, por último, se ofreció a mi mente la ceremonia del bautismo en aquel estado de desaliento y de excitación, como la presente liberación de los terrores de mi destino. Y en la pila bautismal dudé respecto al nombre. Y se agolparon a mis labios muchos nombres de sabiduría y belleza, de los tiempos antiguos, y de los modernos, de mi país y de los países extranjeros, con otros muchos, muchos delicados de nobleza, de felicidad y de bondad. ¿Qué me impulsó entonces a agitar el recuerdo de la muerta enterrada? ¿Qué demonio me incitó a suspirar aquel sonido cuyo recuerdo real hacía refluir mi sangre a torrentes desde las sienes al corazón? ¿Qué espíritu perverso habló desde las reconditeces de mi alma, cuando, entre aquellos oscuros corredores, y en el silencio de la noche, musité al oído del santo hombre las sílabas Morella? ¿Qué ser más demoníaco retorció los rasgos de mi hija, y los cubrió con los tintes de la muerte cuando estremeciéndose ante aquel nombre apenas audible, volvió sus límpidos ojos desde el suelo hacia el cielo, y cayendo prosternada sobre las losas negras de nuestra cripta ancestral, respondió: ¡Aquí estoy!?

Estas simples y cortas sílabas cayeron claras, fríamente claras, en mis oídos, y desde allí, como plomo fundido, se precipitaron silbando en mi cerebro. Años, años enteros pueden pasar; pero el recuerdo de esa época, ¡jamás! No desconocía yo, por cierto, las flores y la vid; pero el abeto y el ciprés proyectaron su sombra sobre mí noche y día. Y no conservé noción alguna de tiempo o de lugar, y se desvanecieron en el cielo las estrellas de mi destino, y desde entonces se ensombreció la tierra, y sus figuras pasaron junto a mí como sombras fugaces, y entre ellas sólo vi una: Morella. Los vientos del firmamento suspiraban un único sonido en mis oídos, y las olas en el mar murmuraban eternamente: Morella. Pero ella murió, y con mis propias manos la llevé a la tumba; y reí con una risa larga y amarga al no encontrar vestigios de la primera Morella en la cripta donde enterré la segunda.

Edgar Allan Poe (1809-1849)

Las sombras desleales

Las sombras desleales de Alexander Alexandrovich Blok.

Las Sombras desleales del Día huyen,
y alto y claro es el llamado de las Campanas.
Los pasos sobre la Iglesia arden como el Relámpago,
sus losas están vivas, aguardando tus ligeras pisadas.

Tu pasarás por aquí, y tocarás la fría piedra;
vistiéndola con la horrible vitalidad de tu palma.
Deja que la Flor de Primavera sea aquí depositada,
en esta solitaria Penumbra, bajo los ojos del Santo.

Las Sombras de la Rosa crecen en la brumosa Noche,
y alto y claro es el llamado de las Campanas,
la Oscuridad yace en los escalones, siniestros y bajos.
Aguardo inmóvil en la Luz. Aguardo ansioso tus Pasos.

Alexander Alexandrovich Blok.

El Ahorcamiento de Alfred Wadham.

The hanging of Alfred Wadham; E.F. Benson (1867-1940)

Le estuve comentando al padre Denys Hanbuky sobre un la gran sesión de espiritismo a la que había asistido. La médium, en trance, había dicho cosas desconocidas para todos salvo para mí y un amigo mío que había muerto recientemente, y que según la médium, estaba presente. Naturalmente, desde el punto de vista científico, el único desde el que deberíamos abordar esos fenómenos, esa información no era una prueba de que el espíritu estuviera en contacto con ella, pues aquello ya lo conocía yo, y mediante algún proceso telepático pudo ser comunicado a la médium a través de mi cerebro, y no mediante la intervención del muerto.

Además ella no hablaba con su voz ordinaria, sino con una que se asemejaba a la de mi amigo. Pero yo también conocía su voz; estaba en mi memoria igual que las cosas que ella decía. Por tanto, tal cómo le comenté al padre Denys, había que descartar aquello como una prueba positiva de que la comunicación procedía del otro lado de la muerte.

-La teoría telepática es posible -le dije-, y tenemos que aceptar cualquier explicación conocida que dé cuenta de los hechos antes de concluir que los muertos han regresado y contactado con el mundo material. Aunque la habitación estaba cálida vi que él se estremeció ligeramente, y acercando un poco más la silla al fuego extendió las manos ante las llamas. Qué manos eran aquéllas: hermosas y expresivas, muy semejantes a las manos en oración de Alberto Durero: las llamas brillaban a través de ellas como si lo hicieran a través de un alabastro. Sacudió la cabeza.

-Es peligroso tratar de entrar en comunicación con los muertos. -me dijo- Si parece que entra en contacto con ellos corre el riesgo de establecer la conexión no con ellos, sino con inteligencias terribles y peligrosas. Estudie la telepatía, pues es una de las maravillas de la mente que deberíamos investigar, como cualquier otro secreto de la naturaleza. Pero le he interrumpido: dijo que sucedió algo más. Hábleme de ello.

Yo conocía el credo del padre Denys acerca de esas cosas, y lo deploraba. Tal como su iglesia le exige, sostiene que la relación con los espíritus de los muertos es imposible, y que cuando parece producirse, tal como indudablemente sucede, el investigador está en realidad en contacto con una especie de demonio que está tomando la personalidad del espíritu del muerto. Tal cosa me pareció monstruosa y carente de fundamento, y no he podido descubrir nada en las fuentes reconocidas de la doctrina cristiana que justifique dicho punto de vista.

-Sí, ahora viene lo extraño -proseguí-. Pues hablando todavía con la voz de mi amigo, la médium me dijo algo que al instante creí que era falso. Por tanto no pudo ser transmitido telepáticamente. Cuando la sesión terminó examiné el diario de mi amigo, que me había legado a su muerte. Encontré allí una entrada que demostraba que lo que había dicho la médium era absolutamente cierto. Algo -y no necesito entrar en ello- había sucedido exactamente tal como ella lo había dicho. Aquello no podía haber llegado a la mente de la médium desde mi propia mente, y no existe ninguna fuente en la que yo pueda pensar desde la que ella pudiera obtener ese dato, salvo de mi amigo. ¿Qué dice usted a eso?

-No cambio en absoluto mi posición -me contestó sacudiendo la cabeza-. Esa información, aceptando que no procediera de su mente, lo que ciertamente parece imposible, procedería de algún ser desencarnado. Pero no del espíritu de su amigo: venía de alguna inteligencia maligna y horrible.
-¿Y no es eso pura suposición? -pregunté- Seguramente es mucho más simple decir que, bajo ciertas condiciones, los muertos pueden comunicarse con nosotros. ¿Por qué meter aquí al diablo?
-No es demasiado tarde -contestó mirando el reloj-. A no ser que quiera irse a la cama, concédame su atención durante media hora y trataré de demostrárselo.

El resto de la historia es lo que me contó el padre Denys, y lo que sucedió inmediatamente después.

-Aunque usted no es católico, pienso que estará de acuerdo acerca de una institución que juega un importante papel en nuestro ministerio, me refiero a la confesión, por lo sagrado de ésta y su inviolabilidad. Una alma cargada por el pecado llega a su confesor sabiendo que éste está hablando con aquél que tiene el poder de darnos o retirarnos el perdón, pero que nunca, por razón alguna, repetirá o sugerirá lo que se le ha contado. Si existiera la más ligera posibilidad de que la confesión del penitente se diera a conocer a algún otro, salvo al propio penitente, con propósitos de expiación o de deshacer algún error, nadie se confesaría nunca. La iglesia perdería el más importante baluarte que posee sobre las almas de los hombres, y las almas de los hombres perderían ese consuelo inestimable de saber (no simplemente de esperar, sino saber) que sus pecados les han sido perdonados.

Evidentemente el sacerdote puede no dar la absolución si no está convencido de hallarse frente a un penitente auténtico, y antes de darla insistirá en que el penitente repare, en la medida en la que le sea posible, el mal que ha hecho. Si se ha beneficiado de su deshonestidad, deberá hacer el bien: cualquiera que sea el crimen que haya cometido deberá garantizar que su arrepentimiento es sincero. Pero imagino que aceptará que en ningún caso puede el sacerdote repetir lo que se le ha dicho con independencia de cuáles puedan ser las consecuencias de su silencio. Aunque repitiéndolas pudiera corregir o evitar un mal horrible, le sería imposible. Lo que ha oído lo ha oído bajo el sello de la confesión, y con respecto a lo sagrado de éste no hay argumentación concebible.

-Es posible imaginar qué terribles consecuencias resultan de ello. -intervine- Pero lo acepto.
-Ya antes de ahora se han producido consecuencias terribles. -prosiguió- Pero no afectan al principio. Y ahora voy a hablarle de una confesión que me hicieron en una ocasión.
-Pero ¿cómo va a hacerlo? Eso es imposible.
-Por una determinada razón a la que llegaremos más adelante, comprobará que ese secreto ya no me incumbe a mí. Pero no es ésa la clave de mi historia: sino la de advertirle sobre los intentos de establecer comunicación con los muertos. Parecen llegar a nosotros, a través de ellos, signos y muestras, voces y apariciones: pero ¿quién los envía? Se dará cuenta de a qué me refiero.

Me puse cómodo para disponerme a escucharle.

-Probablemente no recordará con claridad, o no recordará en absoluto, un asesinato cometido hace un año, en el que encontró la muerte un hombre llamado Gerald Selfe. No había allí ningún misterio, ni accesorios románticos, y no despertó el interés del público. Selfe era un hombre de vida licenciosa, pero mantenía una posición respetable y habría sido desastroso para él que llegaran a ser conocidas sus irregularidades privadas. Antes de su muerte, durante algún tiempo, estaba recibiendo cartas de chantaje referidas a sus relaciones con una determinada mujer casada, y correctamente había puesto el asunto en manos de la policía. La policía había seguido determinadas pistas, y la tarde anterior a la muerte de Selfe uno de los oficiales del Departamento de Investigación Criminal le había escrito que todo indicaba que el culpable era su criado personal, quien desde luego conocía la intriga.

Era un hombre joven llamado Alfred Wadham: hacía relativamente poco que había entrado al servicio de Selfe, y su historia pasada era de lo más indeseable. Le habían preparado una trampa, de la que se incluían los detalles, y sugerían que Selfe se la mostrará, y consiguió hacerlo en una o dos horas. Esa información y esas instrucciones se transmitieron en una carta que tras la muerte de Selfe se encontró en un cajón de su mesa de escritorio, cuya cerradura había intentado ser forzada. Sólo Wadham y su amo dormían en el piso; todas las mañanas venía una mujer para preparar el desayuno y hacer la limpieza de la casa, pues Selfe almorzaba y cenaba en su Club o en el restaurante que había en la planta baja de ese edificio de apartamentos, y allí es donde cenó aquella noche. Cuando la mujer llegó a la mañana siguiente, encontró abierta la puerta exterior del piso, y a Selfe muerto sobre el suelo de la sala de estar, con la garganta cortada. Wadham había desaparecido, pero en el cubo del agua de su dormitorio había agua teñida de sangre humana. Fue apresado dos días después y prestó testimonio en el juicio. Según su historia sospechaba haber caído en una trampa, y mientras el señor Selfe cenaba buscó en sus cajones y encontró la carta enviada por la policía, que demostraba que así era. Decidió por ello fugarse y abandonó el piso aquella noche antes de que su amo regresara de cenar.

Como estaba en el banquillo de los acusados, fue sometido desde luego a un interrogatorio y se contradijo. Además estaban las pruebas de su habitación, y el motivo del crimen resultaba bastante claro. Tras una deliberación muy larga el jurado le encontró culpable y fue sentenciado a muerte. La apelación posterior fue rechazada.

Wadham era católico, y como mi puesto me lleva a ser ministro de los prisioneros católicos que hay en la cárcel en la que se encontraba él bajo sentencia de muerte, sostuvimos varias conversaciones y le rogué, por el bien de su alma inmortal, que confesara. Pero aunque deseaba confesar otras malas acciones, algunas de las cuales eran difíciles de transmitir, mantuvo su inocencia con respecto a esa acusación. Nada le conmovía, y aunque se arrepentía sinceramente de otros malos actos, me juró que el relato que contó en el tribunal era cierto, a pesar de las contradicciones en las que se había visto envuelto, y que si le ahorcaban moriría injustamente. Hasta la última tarde de su vida, en la que me senté con él durante dos horas, rogándole y suplicándole, se aferró a eso. Resultaba curioso que lo hiciera a menos de que realmente fuera inocente, si pensamos que de buena voluntad rebuscaba en su corazón para confesar otras graves perversidades; cuanto más pensaba en ello, más inexplicable me resultaba, y durante aquella tarde las dudas con respecto a su culpa empezaron a crecer en mí. Era un pensamiento terrible, pues él había vivido en el pecado y el error, y al día siguiente su vida se rompería como un bastón quebrado. Tenía que acudir de nuevo a la prisión antes de las seis de la mañana, y debía decidir si le daría los sacramentos. Si acudía a su muerte culpable de asesinato, pero negándose a confesar, no tenía yo derecho a dárselo, pero si era inocente, el negarle ese derecho era tan terrible como cualquier violación de la justicia. Al salir sostuve unas palabras con uno de los celadores, lo que me hizo dudar todavía más.

-¿Qué opina de Wadham? -pregunté.
Se apartó para dejar pasar a un hombre que le hizo una señal de reconocimiento. De alguna manera supe que era el verdugo.
-No me gusta pensar en ello, señor. -me respondió- Sé que fue considerado culpable, y que su apelación fue rechazada. Pero si me pregunta si creo que es un asesino, pues no, no lo creo.

Pasé a solas la noche: hacia las diez estaba a punto de irme a la cama cuando me dijeron que abajo estaba un hombre llamado Horace Kennion que quería verme. Era católico, y aunque había tenido amistad con él en otro tiempo, habían llegado a mi conocimiento determinadas cosas que me imposibilitaban tener más relación con él, y tuve que decírselo así. Era perverso... oh, no me mal interprete; todos cometemos perversiones constantemente; la vida de cada uno de nosotros es un tejido de malos actos, pero de todos los hombres que he conocido sólo él me pareció que amaba la perversidad por sí misma. Dije que no podía verle, pero volvieron con el mensaje de que su necesidad era urgente, y entonces subió. Me dijo que quería confesar no al día siguiente, sino en ese momento, y que su confesor estaba fuera. Como sacerdote no podía resistirme a esa petición. Y confesó que había asesinado a Gerald Selfe.

Pensé por un momento que se trataba de alguna broma, pero juró que estaba diciendo la verdad, y todavía bajo el secreto de confesión me hizo un relato detallado. Aquella noche había cenado con Selfe, y después había subido al piso de éste para jugar una partida de piquet. Con una sonrisa, Selfe le dijo que al día siguiente iba a atrapar a su criado por chantaje. Le dijo las siguientes palabras: Hoy es un hombre joven, guapo y activo, quizás mañana a esta hora haya perdido un poco de color. Tocó la campanilla para que viniera el criado a poner la mesa de juego, pero luego vio que ya estaba preparada y se olvidó de que no habían respondido a la llamada. Jugaron puntos altos y los dos bebieron mucho. Selfe perdió una partida tras otra y acabó acusando a Kennion de hacer trampas. palabras subieron de tono y acabaron en golpes, y Kennion, tras varios golpes y caídas, cogió un cuchillo de la mesa y le cortó a Selfe la yugular y la arteria carótida de la garganta.

A los pocos minutos había muerto desangrado... Kennion recordó entonces que nadie había contestado a la llamada, y sigilosamente fue hasta la habitación de Wadham. La encontró vacía; también estaban vacías las otras habitaciones del piso. De haber habido alguien allí, su idea era la de decir que acababa de subir por invitación de Selfe y le había encontrado muerto. Pero aquello era mejor todavía: sólo tenía unas manchas de sangre y las lavó en la habitación de Wadham, vaciando el agua en el cubo. Después, dejando abierta la puerta del piso, bajó las escaleras y se marchó.

Me contó eso con pocas frases, tal como se lo he contado a usted, y me miró con rostro sonriente.

-¿Qué hay que hacer ahora, venerable padre? -preguntó alegremente.
-¡Ah, gracias a Dios que ha confesado! -dije- Todavía estamos a tiempo de salvar a un inocente. Debe entregarse a la policía enseguida.

Incluso mientras le decía eso, sentí la duda en mi corazón. El se levantó limpiándose las rodillas de los pantalones.
-Qué idea tan pintoresca. No hay nada tan lejos de mi pensamiento. -dijo.
Me puse en pie de un salto y añadí:
-Entonces iré yo mismo.
Ante eso él se echó a reír:
-Oh no, no lo hará. ¿Qué me dice del secreto de confesión? Ciertamente creo que es un pecado mortal incluso que un sacerdote piense en violar ese secreto. Realmente me avergüenzo de usted, mi querido Denys. ¡Es usted un malvado! Aunque quizás fuera sólo una broma, y no pensara hacerlo.
-Claro que pensaba hacerlo. Ya verá si lo pensaba o no. -Pero incluso mientras estaba hablando sabía que no iba a hacerlo- Todo está permitido para salvar de la muerte a un hombre inocente.

Él se echó a reír de nuevo.
-Perdóneme: sabe perfectamente bien que no es así. En nuestra creencia hay una cosa que es peor que la muerte, y es la condenación del alma. Usted no tiene ninguna intención de condenar la suya. Yo no corría ningún riesgo cuando me confesé.
-Pero si no salva a ese hombre será un asesinato -dije.
-Oh, ciertamente, pero ya tengo un asesinato en mi conciencia. Uno se acostumbra a eso rápidamente. Y habiéndome acostumbrado, otro asesinato no parece importar mucho. Pobre Wadham: mañana, ¿no es así? No estoy seguro de que no sea una especie de justicia por aproximación. El chantaje es un delito repelente.

Fui al teléfono y lo sostuve en la mano.

-Realmente esto es de lo más interesante. -dijo él- Walton Street es la comisaría de policía más cercana. Ni siquiera necesita decir el número; simplemente diga comisaría de Walton Street. Pero no puede hacerlo. No puede decir que ahora está acompañado de un hombre, Horace Kennion, que ha confesado que asesinó a Selfe. Entonces, ¿a qué viene ese farol? Además, aunque usted pudiera hacerlo, a mí me bastaría con decir que no he hecho nada semejante. Su palabra, la palabra de un sacerdote que ha roto el voto más sagrado, contra la mía. ¡Absurdo!

-Kennion, por el amor de Dios y por el miedo al infierno: ¡entregúese! ¿Qué importancia tiene que usted o yo vivamos algunos años menos, si al final pasamos al vasto infinito con nuestros pecados confesos y perdonados? Día y noche rezaré por usted.
-Qué amable por su parte. Pero ahora no tengo duda de que dará a Wadham la plena absolución. Así que... ¿qué importa si es él el que entra en el... en el vasto infinito a las ocho en punto de mañana por la mañana?
-Entonces, ¿por qué me lo confesó, si no tenía intención de salvarle y expiar su pecado?
-Bueno, no hace mucho tiempo usted fue muy desagradable conmigo. Usted me dijo que ningún hombre decente podría asociarse conmigo. Así que de repente, hoy, se me ocurrió que sería agradable verle en el agujero más horrible. Me atrevo a decir que tengo tendencias sádicas, y que me están permitiendo disfrutar maravillosamente. Como ve, está en una situación atormentadora: preferiría sufrir cualquier agonía física antes de hallarse en esta cámara de tortura del alma. Es maravilloso, me encanta. Se lo agradezco mucho, Denys.

Se levantó.

-Mi taxi está esperando. Sin duda esta noche estará atareado. ¿Puedo dejarle en algún sitio? ¿En Pentonville?

No hay palabras para describir determinadas oscuridades y éxtasis que llegan al alma, y sólo puedo decirle que no puedo imaginar un infierno del remordimiento que pueda igualar al infierno en el que yo me encontraba. Pues en la amargura del remordimiento podemos ver que nuestro sufrimiento es una experiencia necesaria y saludable: sólo mediante él puede limpiarse nuestro pecado. Pero yo me enfrentaba a una tortura vacía y carente de significado... y entonces mi cerebro se conmocionó y empecé a preguntarme si no podría hacer algo sin romper el secreto de confesión.

Desde mi ventana vi que estaba encendida la luz en la torre del reloj de Westminster: por tanto había allí alguien y me pareció posible que, sin violar el secreto, podría decirle al Secretario de Interior que me habían hecho una confesión por la cual sabía que Wadham era inocente. Me preguntaría detalles que pudiera darle, y podría decirle... y entonces me di cuenta de que no podía decirle nada: no podía decir que el asesino había subido con Selfe a su habitación, pues mediante esa información podría descubrirse que Kennion había cenado con él. Antes de hacer nada necesitaba consejo y fui a la casa del cardenal, junto a nuestra catedral. Él se había acostado, pues pasaba ya de la media noche, pero respondiendo a la urgencia de mi petición, bajó a verme. Le conté lo que había sucedido sin darle pista alguna, y su veredicto fue el que en mi corazón había anticipado. Ciertamente podía ver al Secretario de Interior y decirle que me habían hecho esa confesión, pero no podía dejar escapar ninguna palabra o indicación que pudiera conducir a la identificación del confeso.

Personalmente no veía que con la información que yo podía dar fuera posible posponer la ejecución.
-Y sea cual sea su sufrimiento, hijo mío -me dijo- esté seguro de que sufre no por haber hecho el mal, sino por haber hecho lo correcto. En la posición en la que se encuentra, su tentación de salvar a un hombre inocente procede del diablo, y también tendrá ese origen toda fuerza a la que invoque para que le ayude a soportarlo.

Vi al Secretario de Interior en sus habitaciones una hora después. Pero a menos que le dijera algo más, y él comprendía que yo no podía hacerlo, no podría hacer nada.

-En el juicio le declararon culpable -me dijo-. Y su apelación fue rechazada. Sin nuevas pruebas, nada puedo hacer.

Se quedó sentado un momento, pensativo, y después se puso en pie de un salto.
-Buen Dios, es fantasmal. Creo verdaderamente, no es necesario que se lo diga, que ha oído usted esa confesión, pero eso no demuestra que sea cierto. ¿No puede ver de nuevo a ese hombre? ¿No puede meter en él el miedo a Dios? Si hasta el momento de caer el telón puede usted hacer algo que me dé una justificación para actuar, ordenaré inmediatamente una suspensión de la pena. Éste es mi número de teléfono: llámeme aquí o a mi casa a cualquier hora.

Estaba de vuelta en la prisión antes de las seis de la mañana. Le dije a Wadham que creía en su inocencia y le di la absolución por todo lo demás. Recibió de mis manos el sagrado sacramento y se dirigió a su muerte sin pestañear.

El padre Denys se detuvo.

-He tardado mucho en llegar al punto de mi relato que concierne a la sesión de espiritismo de la que me habló, pero era necesario que conociera todo esto para poder entender lo que voy a contarle ahora. Afirmé que los mensajes de los muertos no proceden de ellos, sino de algún poder maligno y horrible que los encarna. Usted me respondió, me acuerdo bien, que no entendía la razón de que hubiera que meter al diablo en esto. Le explicaré el motivo.

Cuando todo terminó, cuando la compuerta sobre la que estaba en pie aquel hombre se abrió, y la cuerda crujió, regresé a casa. Era una mañana invernal oscura, apenas iluminada todavía, y a pesar de la escena trágica que acababa de presenciar me sentía sereno y en paz. No pensaba en Kennion en absoluto, sólo en el muchacho que había sufrido injustamente, y aquello me pareció un error lamentable, pero no más. Aquello no le había conmovido, a su alma viva y esencial, era como si hubiera sufrido la expiación sagrada del martirio. Y yo agradecía humildemente haber sido capaz de actuar correctamente, pues si por algún acto mío Kennion estuviera entonces en manos de la policía, y Wadham viviera, yo habría cometido el crimen más terrible que puede cometer un sacerdote.

Había estado en pie toda la noche, y tras decir mis oficios me acosté en el sofá para dormir un poco. Soñé que me encontraba en la celda con Wadham, y que él sabía que tenía yo prueba de su inocencia. Faltaban unos minutos para la hora de su muerte, y en el corredor de losetas de piedra del exterior se oían los pasos de los que venían a por él. Él también los oyó y se puso en pie señalándome.

-Va a permitir que muera un hombre inocente, cuando podría salvarle -me dijo-. No puede consentirlo, padre Denys. ¡Padre Denys! -gritó, y el grito se convirtió en una boqueada, falto de respiración, mientras la puerta se abría.

Desperté sabiendo que lo que me había despertado era mi propio nombre gritado desde algún lugar cercano, y supe de quién era esa voz. Pero estaba solo en mi habitación tranquila y vacía, en la que penetraba el día poco luminoso. Vi que sólo había dormido unos minutos, pero ahora había huido todo deseo o capacidad de dormir, pues en algún lugar junto a mí, invisible pero horriblemente presente, estaba el espíritu del hombre a quien había permitido perecer. Y me llamaba.

Acabé por convencerme de que la voz que me llamó mientras dormía no era más que un sueño, y pasaron varios días con suficiente tranquilidad. Pero un día en el que caminaba por una calle soleada y repleta de gente sentí un cambio claro y terrible en lo que podría denominar la atmósfera psíquica que nos rodea a todos, y mi alma se ennegreció por el miedo y por imágenes malvadas. Y allí estaba Wadham, que venía hacia mí por la acera, elegante y alegre. Me miró y su rostro se convirtió en una máscara de odio. Espero que nos encontremos a menudo, padre Denys, me dijo al pasar.

Al día siguiente regresaba a casa a la hora del crepúsculo y de pronto, al entrar en la habitación, oí el crujido de una cuerda que se tensaba, y su cuerpo, con la cabeza cubierta por la capucha de la muerte, colgaba en la ventana contra el sol poniente. Y a veces, cuando estaba leyendo mis libros, la puerta se abría y cerraba, y yo sabía que él estaba allí. Ni la aparición ni sus signos eran frecuentes quizás porque mi resistencia se había fortalecido al saber que tenía un origen diabólico. Pero sucedía con largos intervalos cuando había bajado la guardia, pensando que lo había vencido, y entonces sentía a veces que mi fe se tambaleaba. Siempre era precedida por esa sensación de poder maligno que bajaba sobre mí, y rápidamente buscaba el abrigo de la elevada casa de defensa. Pero este último domingo...

Se detuvo y se tapó los ojos con las manos, como si quisiera evitar un espectáculo horrible.

-Llevaba predicando en favor de una de nuestras misiones. La iglesia estaba llena, y no creo que existiera otro pensamiento o deseo en mi alma si no el de potenciar la sagrada causa acerca de la cual estaba hablando. Era el servicio de la mañana y el sol penetraba por las vidrieras brillando con luces de colores. Pero en medio del sermón se elevó un banco de nubes, y con él la advertencia horrible de que se aproximaba una tempestad del mal. Se puso tan oscuro que cuando llegaba al final del sermón tuvieron que encender las luces de la iglesia, que así se llenó de brillo. Había una lámpara en la mesa del pulpito sobre la que había colocado mis notas, y al encenderse iluminó plenamente el banco que tenía justo debajo. Y allí estaba Wadham sentado, con la cabeza alzada hacia mí, el rostro morado, los ojos saltones y el nudo corredizo alrededor del cuello.

Mi voz me falló un segundo y me aferré a la barandilla del pulpito mientras él me miraba fijamente, y yo a él. Me rodeó un horror del espíritu, negro como la noche eterna de los perdidos, pues le había permitido que, inocente, fuera hacia su muerte, y mi castigo era justo... y entonces, como una estrella que brillara a través de una piadosa hendidura en aquella tormenta anímica, brotó otra vez el rayo de la convicción de que yo, como sacerdote, no podía haber actuado de otra manera, y se acompañó del conocimiento seguro de que esa aparición no podía venir de Dios, sino del diablo, y había de resistirme a ella y desafiarla lo mismo que desafiamos con desprecio las tentaciones dulces e insidiosas. No podía ser el espíritu del hombre lo que estaba mirando, sino alguna falsificación diabólica.

Volví a posar mi mirada en las notas y seguí con el sermón, pues sólo eso me interesaba. Aquella pausa me había parecido eterna: tenía la cualidad de lo intemporal, pero después me enteré de que apenas había resultado perceptible. Y en mi propio corazón supe que no era un castigo lo que estaba sufriendo, sino el fortalecimiento de una fe que había vacilado.

Interrumpió de pronto su historia. Fijó los ojos en la puerta y no fue una mirada de miedo lo que brotó en ellos, sino de salvaje e implacable antagonismo.

-Se acerca -me dijo-. Y si ahora escucha o ve algo, desprécielo, pues es maligno.

La puerta se abrió y se cerró, y aunque no entró nada que fuera visible, supe que había ahora en la habitación una inteligencia viva distinta de mí y del padre Denys; y afectó a mi propio ser de la misma manera que un olor horrible a putrefacción nos afecta físicamente: mi alma sintió náuseas. Después, todavía sin ver nada, percibí que la habitación, hasta entonces cálida y confortable, con un fuego vivo de carbón en la rejilla, se estaba quedando fría, y que algún eclipse extraño estaba velando la luz. Cerca de mí, sobre la mesa, había una lámpara eléctrica: la sombra de ésta se agitó en la corriente helada que se movió en el aire, y el alambre luminoso dejó de ser incandescente, tornándose rojizo y oscuro como las ascuas sobre la rejilla. Escruté la semioscuridad, pero ninguna forma material se manifestó en ella.

El padre Denys estaba sentado muy erguido en su silla, con los ojos fijos y concentrados en algo que para mi era invisible. Sus labios se movían y murmuraban y con las manos aferraba el crucifijo que colgaba sobre su pecho. Entonces vi lo que sabía que él estaba viendo también: un rostro que se perfilaba en el aire delante de él, un rostro hinchado y morado, con la lengua colgando desde la boca, ahorcado allí y agitándose a un lado y a otro.

Fue haciéndose más y más claro, suspendido por la cuerda que ahora se me hizo visible, y aunque era la aparición de un hombre colgado por el cuello, éste no estaba muerto, sino vivo y activo, y el espíritu que lo animaba no era humano, sino algo diabólico.
De pronto el padre Denys se puso en pie y acercó el rostro a cuatro o cinco centímetros del horror suspendido.
Alzó las manos llevando en ellas el sagrado emblema.

-Regresa a tu tormento hasta que los tiempos de éste hayan terminado y la piedad de Dios te conceda la muerte eterna -gritó.

Brotó en el aire una lamentación, mientras una corriente sacudía la habitación estremeciendo sus esquinas, y entonces regresaron la luz y el calor y allí no estábamos más que nosotros dos. El rostro del padre Denys estaba ojeroso y sudoroso por la lucha que había experimentado, pero brillaba en él una radiación como no había visto nunca en un semblante humano.

-Ha terminado -dijo-. Le he visto marchitarse y secarse ante el poder de Su presencia... y sus ojos me dicen que también usted lo vio, y que sabe ahora que lo que se presentaba con el semblante de la humanidad era puramente maligno. Apenas sí hablamos un poco más, y se levantó para irse.

-Ah, me olvidaba -dijo-. Querrá saber por qué he podido revelarle lo que se me contó en confesión. Horace Kennion se suicidó aquella misma mañana. Había dejado a su abogado un paquete que había que abrir a su muerte, con instrucciones de que se publicara en la prensa diaria. Lo leí en un periódico de la tarde y era un relato detallado de cómo había matado a Gerald Selfe. Deseaba que se le diera toda la publicidad posible.

-Pero ¿por qué? -pregunté.
-Imagino que se glorificaba en su perversidad -contestó el padre Denys tras una pausa-. La amaba por sí misma, tal como le había dicho, y quería que todo el mundo la conociera en cuanto él se hubiera ido y estuviera a salvo.

E.F. Benson (1867-1940)