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Nada resta de ti de de Carolina Romero de Tejada

Carolina Coronado Romero de Tejada (1820-1911)

Nada resta de ti... te hundió el abismo...
te tragaron los monstruos de los mares.
No quedan en los fúnebres lugares
ni los huesos siquiera de ti mismo.
Fácil de comprender, amante Alberto,
es que perdieras en el mar la vida,
mas no comprende el alma dolorida
cómo yo vivo cuando tú ya has muerto.
¡Darnos la vida a mí y a ti la muerte;
darnos a ti la paz y a mí la guerra,
dejarte a ti en el mar y a mí en la tierra
es la maldad más grande de la suerte!

Carolina Coronado (1820-1911)

Lo que se piensa antes de morir

Ramón de Campoamor (1817-1901)

Cree la vulgar opinión
que el alma de un moribundo
piensa, más que en este mundo,
en Dios y en la salvación.
Oye, Leonor, la canción
que hirió el pensamiento mío
al son del eco sombrío
de mi funeral campana:
CUCU, cantaba la rana,
CUCU, debajo del río.

Partiste, y del sentimiento
en cama enfermo caí,
y cuando a exhalar por ti
iba ya mi último aliento,
embargó mi pensamiento,
en vez de tu amor y el mío,
este cantar tan vacío
que oí de niño a mi hermana:
CUCU, cantaba la rana,
CUCU, debajo del río.

Y como todo el que olvida
es de salud un dechado
después que te hube olvidado
volví otra vez a la vida.
Aún vivo muerto, querida,
pensando con hondo hastío
que tú, en vez del canto mío,
oirás, al morir, mañana:
CUCU, cantaba la rana.
CUCU, debajo del río.

¿A qué tan grande inquietud
para llenar la memoria
de tantos sueños de gloria,
de amor y de juventud,
si, al llegar al ataúd,
podrán tu pecho y el mío
no oir más que el tema frío
de esta canción de mi hermana:
CUCU, cantaba la rana,
CUCU, debajo del río.

Ramón de Campoamor (1817-1901)

La desesperación

José de Espronceda (1808-1848)

Me gusta ver el cielo
con negros nubarrones
y oír los aquilones
horrísonos bramar,
me gusta ver la noche
sin luna y sin estrellas,
y sólo las centellas la tierra iluminar.

Me agrada un cementerio
de muertos bien relleno,
manando sangre y cieno
que impida el respirar,
y allí un sepulturero
de tétrica mirada
con mano despiadada
los cráneos machacar.

Me alegra ver la bomba
caer mansa del cielo,
e inmóvil en el suelo,
sin mecha al parecer,
y luego embravecida
que estalla y que se agita
y rayos mil vomita
y muertos por doquier.

Que el trueno me despierte
con su ronco estampido,
y al mundo adormecido
le haga estremecer,
que rayos cada instante
caigan sobre él sin cuento,
que se hunda el firmamento
me agrada mucho ver.

La llama de un incendio
que corra devorando
y muertos apilando
quisiera yo encender;
tostarse allí un anciano,
volverse todo tea,
y oír como chirrea
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Me gusta una campiña
de nieve tapizada,
de flores despojada,
sin fruto, sin verdor,
ni pájaros que canten,
ni sol haya que alumbre
y sólo se vislumbre
la muerte en derredor.

Allá, en sombrío monte,
solar desmantelado,
me place en sumo grado
la luna al reflejar,
moverse las veletas
con áspero chirrido
igual al alarido
que anuncia el expirar.

Me gusta que al Averno
lleven a los mortales
y allí todos los males
les hagan padecer;
les abran las entrañas,
les rasguen los tendones,
rompan los corazones
sin de ayes caso hacer.

Insólita avenida
que inunda fértil vega,
de cumbre en cumbre llega,
y arrasa por doquier;
se lleva los ganados
y las vides sin pausa,
y estragos miles causa,
¡qué gusto!, ¡qué placer!

Las voces y las risas,
el juego, las botellas,
en torno de las bellas
alegres apurar;
y en sus lascivas bocas,
con voluptuoso halago,
un beso a cada trago
alegres estampar.

Romper después las copas,
los platos, las barajas,
y abiertas las navajas,
buscando el corazón;
oír luego los brindis
mezclados con quejidos
que lanzan los heridos
en llanto y confusión.

Me alegra oír al uno
pedir a voces vino,
mientras que su vecino
se cae en un rincón;
y que otros ya borrachos,
en trino desusado,
cantan al dios vendado
impúdica canción.

Me agradan las queridas
tendidas en los lechos,
sin chales en los pechos
y flojo el cinturón,
mostrando sus encantos,
sin orden el cabello,
al aire el muslo bello...
¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!


José de Espronced (1808-1848)

El Espejo y la Verdad.

El Espejo y la Verdad de Concepción Arenal (1820-1893).

En uno de los viajes
Que tuvo la mala idea
De hacer no sé con qué objeto
La Verdad sobre la tierra,
Oyó de un espejo amigo
Sentidas y amargas quejas.

¿De qué me sirve, decía,
Que, fiel a tus advertencias,
Repita forma y colores
Con semejanza perfecta,

Lo mismo al pobre mendigo
Y al que nada en la opulencia,
Al labrador y al herrero
Como a los reyes y reinas,
Y diga la verdad pura
Sin rodeos ni cautelas?

Vanse de mí satisfechos,
Aunque increíble parezca,
Igualmente los hermosos
Que los de horrible presencia.

Digo a un viejo: «Esa peluca
Se ve desde media legua.»
Y él va muy hueco pensando
«Nadie que es peluca acierta.»

Dígole: «Tienes arrugas»,
A una remilgada vieja,
Y ella piensa allá entre sí:
«Pues tengo la cara tersa.»

Pónese el chato narices,
Otro va y se las cercena,
El gordo se quita carnes,
El que es flaco las aumenta,

Multiplícase el pequeño,
El que es muy alto se resta,
Y, en fin, a ninguno he oído:
«¡Qué feo soy! o «¡qué fea!»

Si algún remedio eficaz
No buscas de esta epidemia,
Teme que tu santo imperio
Del mundo desaparezca.»

«No, respondió la Verdad
Con la faz grave y serena
Mi dominación es justa
Y será por eso eterna.

Si tal vez por excepción
Se sustrae el hombre a ella,
Esta excepción que te irrita
Casos hay en que aprovecha.

Di: ¿si sordo el amor propio
A tus verdades no fuera,
Cómo se consolarían
Los horribles y las feas?

¿Qué mal hay si va una joven,
Muy erguida y satisfecha,
Su fealdad ostentando
Como si fuera belleza?

¡Es ridícula! ¿Qué importa
Siempre que dichosa sea?
Abunda la vanidad
Porque el mérito escasea,
Y en paz vive cada cual
Ignorando su miseria.»

Al ver un ente risible
Que hueco se pavonea,
Más vano por sus defectos
Que otros hay con sus bellezas,

Los sabios de brocha gorda
El absurdo cacarean,
Y el hombre bueno y prudente
Bendice a la Providencia.


El Espejo y la Verdad de Concepción Arenal (1820-1893).

El cementerio de Momo: Epitafios.

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)

Yace aquí un mal matrimonio,
Dos cuñadas, suegra y yerno...
No falta sino el demonio
Para estar junto el infierno.
pareados con rima consonante,
¡En sepulcro de escribano
Una estátua de la Fe!...
No la pusieron en vano;
Que afirma lo que no ve.
¿Ya hay pleito sobre el sepulcro,
Y aún no está el hombre enterrado?
¡Éste sí que era letrado!
Yace aquí Blas...y se alegra
Por no vivir con su suegra.

Agua destilada la piedra,
Agua está brotando el suelo...
¿Yace aquí algún aguador?-
No, señor: un tabernero.
Un delator aquí yace...
¡Chito! que el muerto se hace...
Aquí yace una doncella...
Y han borrado de labor...
Siempre es bueno hacer favor.
Yace en esta estrecha caja
El sastre más afamado;
Y dicen que no ha robado...
Al menos en la mortaja.
¡Cuñados en paz y juntos!...
No hay duda que están difuntos.
Aquí yace una beata
Que no habló mal de ninguna...
Perdió la lengua en la cuna.
Aquí un médico reposa,
Y al lado han puesto a la Muerte...
Iban siempre de esta suerte.
¡Al pie del sepulcro un cuerno! ...
¿No admite dos el infierno?
Aquí un hablador se halla ...
Y por vez primera calla.
Aquí yace una viüda
Que murió de pena aguda,
Apenas hubo perdido
A su séptimo marido.
Aquí se enterró un suizo ...
Por el dinero lo hizo.
Un borrego han esculpido
En esta tumba modesta ...
¿Tuvo el difunto el toison?...
Fue escribano de la Mesta.
Aquí a una bruja enterraron,
Chamuscada a fuego lento ...
Nunca es malo un escarmiento.
Aquí yace un cobrador
Del voto del Rey Ramiro ...
¿No era mejor dar mujeres;
Y quedarnos con el trigo?
Aquí yace un mayorazgo
Junto a su hermano mellizo:
Éste se murió de hambre;
Y aquél se murió de ahíto.
Aquí yace un proyectista,
Que quiso dar por asiento
Agua, tierra, fuego y viento.
Aquí yace un egoísta
Que no hizo mal ni hizo bien ...
Requiescat in pace, Amén.
Aquí yace Don Matías,
Acusado de tacaño;
Y daba gratis al año...
Pésames, pascuas y días.
El general que aquí yace,
Hizo lo mismo que el Cíd ...
Entraba muerto en la lid.
Aquí yace un alquimista,
Que en oro trocaba el cobre ...
Y murió de puro pobre.
Aquí yacen dos maestrantes ...
Ocupados como antes.

Francisco Martínez de la Rosa (1787-1862)

Las Campanas.

Rosalía de Castro (1837-1885)

Yo las amo, yo las oigo,
cual oigo el rumor del viento,
el murmurar de la fuente
o el balido del cordero.

Como los pájaros, ellas,
tan pronto asoma en los cielos
el primer rayo del alba,
le saludan con sus ecos.

Y en sus notas, que van prolongándose
por los llanos y los cerros,
hay algo de candoroso,
de apacible y de halagüeño.

Si por siempre enmudecieran,
¡qué tristeza en el aire y el cielo!
¡Qué silencio en la iglesia!
¡Qué extrañeza entre los muertos!

Rosalía de Castro (1837-1885)

A una gota de rocío de Carolina Romero de Tejada

Carolina Coronado Romero de Tejada (1820-1911)

Lágrima viva de la fresca aurora,
a quien la mustia flor la vida debe,
y el prado ansioso entre el follaje embebe;
gota que el sol con sus reflejos dora;

Que en la tez de las flores seductora
mecida por el céfiro más leve,
mezclas de grana tu color de nieve
y de nieve su grana encantadora:

Ven a mezclarte con mi triste lloro,
y a consumirte en mi mejilla ardiente;
que acaso correrán más dulcemente

las lágrimas amargas que devoro...
mas ¡qué fuera una gota de rocío
perdida entre el raudal del llanto mío...!

Carolina Coronado (1820-1911)

Al Amor.

Cristóbal de Castillejo (1490-1550)

Dame, Amor, besos sin cuento,
asido de mis cabellos,
y mil y ciento tras ellos,
y tras ellos mil y ciento,
y después
de muchos millares, tres;
y porque nadie lo sienta
desbaratemos la cuenta
y contemos al revés.
Cristóbal de Castillejo (1490-1550)